viernes, 2 de marzo de 2007

Paneuropa




Marcos Ordóñez
Detrás del hielo; Bruguera, Barcelona, 2006



Al explicar François Truffaut las razones que le llevaron a rodar la novela de Henri-Pierre Roché, Jules et Jim, escribía lo siguiente: “Cuando leí Jules y Jim tuve la sensación de encontrarme ante un ejemplo de lo que el cine no llegaba nunca a hacer: mostrarnos a dos hombres que aman a la misma mujer sin que el público pueda sentir una preferencia por uno de estos personajes, de tan obligado que se ve a quererlos a los tres del mismo modo. Éste fue el componente (…) que me conmovió más en esta historia que el editor presentaba así: un verdadero amor entre tres”. La cita viene al caso no sólo porque la novela de Roché esté citada en Detrás del hielo, sino porque entiendo que la misma intención narrativa (hacer creíble un amor a tres, un propósito siempre ambicioso) es la que persigue esta rotunda novela de Marcos Ordóñez. La cita de Truffaut no es en absoluto inoportuna tratándose de alguien, como el autor, que compatibiliza la escritura con la crítica teatral y con la docencia de narrativa audiovisual y teatral; de hecho todo lo visual, lo cinematográfico y, sobre todo, lo dramatúrgico están omnipresentes en esta novela, en la que aparecen muchos actores (reales y fingidos), numerosas páginas movidas por el amor al teatro, y sentidos homenajes a Shakespeare (pp. 87 y 96).

Pero no dejemos lugar a equivocaciones: Detrás del hielo es ante todo, y en ello estriba su mayor mérito, una obra profunda y genuinamente literaria, una pieza de excelente narrativa con momentos puntuales de grand style, algo a lo que ya no estamos acostumbrados, por desgracia. Su trama también está tocada por la ambición: los tres protagonistas (Klara, que es la que sostiene la voz elocutoria del relato, narrado en primera persona; el fotógrafo Oskar y el rebelde Jan), se verán envueltos en una serie de peripecias sucedidas en Moira a finales de los años sesenta y principios de los setenta, que llevan a ese país ficticio a pasar de una maltrecha democracia a una cruel dictadura militar. Moira es una república centroeuropea falsa, construida narrativamente con topónimos ficticios, tomados por Ordóñez de apellidos de escritores como Janouch o Belinsky, pensadores como Malwida von Meysenburg, o músicos como Jasarev. Una pequeña Europa del pensamiento que, simbólicamente, es referencia de toda la Europa del 68 (más Praga que París), y que convierte a Detrás del hielo en una parábola explicativa de la degradación política de las utopías, una Paneuropa donde Ordóñez ha volcado una profunda revisión de problemas y recuerdos generacionales.

Detrás del hielo es, por tanto, una novela política amén de una novela de amor. Su trama está forjada en esa desilusión que sufrieron quienes eran jóvenes en un momento histórico donde el optimismo colectivo desembocó, en ciertos países, en un brutal encuentro con la realidad: “no fue una época de razones. Fue una época de proclamas absurdas, viejos juramentos, maldiciones olvidadas, deseos ocultos” (p. 454). Como Kundera, como Chirbes o como el Volpi de El fin de la locura, Ordóñez pasa revista a toda una generación que pasó de la “edad de la broma” (p. 404) a la “edad del plomo” (p. 529). Conforme van pasando los años, nos damos cuenta de que es, al cabo, la “gran historia que contar” de la segunda parte del siglo XX, cuando las guerras grandes se volvieron pequeñas, y las batallas de todos contra todos pasaron a ser batallas de unos pueblos contra sí mismos: minúsculos y crueles suicidios colectivos. Sin embargo, la visión de Ordóñez no es testimonial, no es imparcial: uno de los “Compañeros de la noche” (el grupo, al que pertenece Jan, que lucha contra los militares sublevados), Pavel, se dirige en un momento clave de la novela contra unos jóvenes franceses que no tuvieron que nada que perder y que no perdieron nada, y antes de endilgarles una cita de Hegel, les pregunta si saben algo. De la guerra. De la vida. Por tanto, no hay un discurso inocuo en la novela; se retoma el asunto de la revolución pendiente (“eso es la revolución, dijo Stefan: todo lo que está por hacer”) y se utiliza un punto de vista nostálgico y crítico a un tiempo: algo que sólo puede hacer quien ha perdido algo, siquiera sus ilusiones de cambio. Todas las dictaduras militares, tanto de izquierdas como de derechas (pero sobre todo estas últimas, tampoco es Ordóñez imparcial en este punto), incluso la de Argentina y sus miles de jóvenes desaparecidos, aparecen retratadas en su crueldad, en su ignorancia, en su absoluto abandono de lo humano y en el castigo gratuito a una generación de revolucionarios, seguramente más platónicos que prácticos.

Pero Detrás del hielo, quizás desde el título, es una obra que intenta ser positiva, que intenta buscar la vida más allá de lo muerto. Y de ahí que junto a la novela política encontremos también una historia de amor: el relato de una inteligente educación sentimental, donde están cuidados a la perfección incluso los títulos de los libros que lee la joven Klara (ver p. 107). En una elección muy afortunada, ya que el narrador podría haber sido cualquiera de los personajes del trío, es la propia Klara quien se convierte al final del argumento en la “cazadora de voces” que permite hilar, retrospectivamente, las voces de todos los demás. No sólo las de sus compañeros perdidos, sus amigos de la infancia y adolescencia o sus familiares, sino el coro de todo un pueblo, el de Moira, con la memoria sepultada por la opresión militar. La construcción del personaje de Klara es firme, aunque comience con cierto tono ñoño que, sin embargo, debemos comprender por cuanto al empezar a narrar sus peripecias el “yo” que escribe tiene 17 años. Pronto esa voz infantil va ganando solidez y recursos, y se permite pequeños hallazgos que van poblando el tejido de la obra: “mi madre siempre tenía prisa. Eso es lo que más recuerdo de ella. Mi madre ante el espejo, pintándose, poniéndose perfume y yéndose tan rápida que los botones de su abrigo chocaban con el pasamanos de la escalera, y sonaban como pequeños disparos” (p. 28). O: “luces hermosísimas pero que no hacían feliz, como joyas falsas” (p. 513). También una hermosa comparación de gustos da pie al enamoramiento entre Klara y Oskar, cabal 66% del trío amoroso: “como dos niños felices al descubrir que han estado haciendo, cada uno en su cuarto, la misma colección de cromos” (p. 88). La aceptación de este trío sentimental, algo muy difícil de solventar airosamente para cualquier narrador, está de sobra conseguida en un par de páginas espléndidas (315-316), donde se oblitera la incredulidad y se cuajan los posos para una elaboración de la relación doble de Klara con Jan y Oskar, que da paso al final, mucho más político y menos personal, del libro. En efecto, se consigue el propósito buscado, y la novela se configura, tal como quería el editor de Jules et Jim, en un verdadero amor entre tres.

Además de todo ello, Detrás del hielo es un elaborado estudio sobre la construcción de la identidad (personal, de pareja, grupal o colectiva y nacional), nada ingenua sobre el individualismo y la disolución del sujeto. La larga lucha de Ordóñez como crítico y lector de teatro en lo tocante a la construcción de personajes ha surtido un efecto ejemplar: toda la disgregación subjetiva contemporánea encuentra su eco en otras tantas despersonalizaciones concretas. Así, la disolución del actor teatral en el personaje, del cantante en el coro, del retratado en la fotografía, del soldado en el ejército, son otras tantas variantes de dispersiones de identidad que Ordóñez va estudiando a lo largo de esta interesante novela, más compleja y profunda de lo que la amenidad de su lectura nos pueda hacer parecer. Porque ese es otro milagro del libro, haber creado un contundente volumen de más de quinientas páginas que se pasan en un suspiro, pese a algunos episodios sobrantes (“La ruta encantada”), sin crear sentimiento de hartazgo o de impaciencia.




8 comentarios:

Silvio Gnisci Morgach dijo...

Qué buena reseña y qué duda cabe que tomaré este blog como referencia para elucubrar reseñas.

Salvo todas las distancias posibles. Esa mujer que se menciona al principio me ha recordado a la Felicité de Flaubert de Un alma sencilla, no la de Bovary.

(El post se lee mucho mejor. Esos puntos y aparte nítidos además de ayudar a la pura inspiración, ayudan a continuar leyendo. Gracias)

Anónimo dijo...

Vicente, por favor, no te tomes el trabajo de sumar los comentarios, bastante es la labor de mantener un blog de tan altísima calidad como el tuyo, sin que te paguen, -supongo- tan sólo por amor al arte.
Algunos no tenemos tiempo ni para leerlo y tú tienes la energía suficiente para escribirlo.
Ten cuidado porque las mudanzas son muy malas, la gente se engancha a todo, incluso a ese ambiente de verdura que había en tu antiguo blog, quienes lo seguimos el año pasado tan apasionadamente lo echaremos de menos hasta en los detalles menos perfectos.
Mi mejor abrazo.
Baudrillard

Vicente Luis Mora dijo...

Caro Baudrillard, yo también tengo nostalgia de aquellos años (2005 y principios de 2006) en que el otro blog funcionaba, con su verdura y con su carne, que poníais otros, pero este blogger es mejor para los nervios. El blog tiene trabajo, sí, pero además tenía últimamente tensión, cabreos, tecnoestrés, que ya existe la palabra (y la patología). Ahora estamos aquí, en este elegante mundo de círculos, ese elemento que tanto me interesa, a cuyo paisaje espero que te acomodes, como yo lo he hecho. ¿Acaso no es parasidíaco picar sobre una página, y que se abra? En el otro blog, en el antiguo, se lee arriba la divisa que Dante colocase a la entrada del Inferno: "abandona toda esperanza". Quizá esto es más bien el purgatorio ("la purga de mi corazón": Cela puso esa divisa al frente de otro infierno, del mejor de sus libros), pero ahora cabemos todos de nuevo. Un abrazo y perdona por la retórica, estoy algo cansado hoy. Saludos.

Anónimo dijo...

Dios mío, hoy he muerto.
Baudrillard

Anónimo dijo...

Ah, pues sí... suerte que lo tuyo será un simulacro, amigo Baudrillard.
Lo mío, en cambio, no tiene arreglo.

Lyotard

Vicente Luis Mora dijo...

Jean Baudrillard, el filósofo que alertó sobre la 'era Matrix'

ÁNGEL VIVAS
El filósofo y sociólogo francés Jean Baudrillard, feroz crítico de la sociedad de consumo y uno de los teóricos de la posmodernidad, murió el 6 de marzo en París a los 77 años.

Nacido en 1929, en 1968 Jean Baudrillard no era ya estudiante, sino profesor de la Universidad de Nanterre, pero jugó un papel destacado en los hechos de mayo. Hacía sólo dos años que había leído su tesis doctoral, dirigida por Henri Lefebvre, sobre el sistema de los objetos. Precisamente en 1968 publica el libro del mismo título, que da ya una idea de su particular y no siempre fácil pensamiento. Analiza en él la relación del hombre con los objetos en la sociedad de consumo, tratando de circunscribir "un plan de racionalidad del objeto", ya que éste tiene una estructura que le es propia, de la cual resulta una función con una significación independiente de su uso.

El análisis de Baudrillard en esta obra primeriza, según Denis Huisman, que la incluye en su Diccionario de las mil obras clave del pensamiento, adquiere la dimensión de una "tecnología estructural". La sociedad de consumo aparece como una manifestación pletórica de signos, como un sistema cuya incoherencia nace de la frustración que engendra el propio sistema.

Con el paso del tiempo, Baudrillard se convirtió en uno de los pensadores más representativos de la posmodernidad, si bien da la impresión de que no llegó a ganarse una clara respetabilidad académica.

Parece sintomático que algunos diccionarios de Filosofía, como el de Cambridge o el dirigido por Jacobo Muñoz y publicado por Espasa, no le concedan una entrada, así como su escasa presencia en historias de la Filosofía contemporánea que sí se ocupan de colegas y compatriotas suyos como Foucault, Lacan, Deleuze o Derrida. El hecho de que su pensamiento sea difícil de encasillar en corrientes concretas, aunque la etiqueta de posestructuralista sea la más frecuente, ha podido influir en ese sentido.

Por otra parte, a Baudrillard nunca le ha abandonado la sospecha de ser un provocador y, concretamente al sur de los Pirineos, de ser uno de esos nombres inflados por el chovinismo y la maña francesa para la autopromoción.

Una de sus tesis más conocidas es que en el mundo posmoderno no hay realidad, sino simulacro de la realidad, una suerte de realidad virtual creada por los medios de comunicación. En cierto modo, Baudrillard se adelantó a los creadores de Matrix.

Una expresión especialmente resonante de esa idea la lanzó con ocasión de la primera Guerra del Golfo, la que promovió Bush padre en 1991. Primero, predijo que la guerra no ocurriría y cuando las bombas habían caído ya sobre Bagdad mantuvo la misma idea. "La guerra del Golfo no ha existido", dijo con contundencia. En su opinión, la guerra, para la gran mayoría del planeta, había sido un espectáculo televisivo, no había sido real, y EEUU, con sus seguros bombardeos aéreos, había participado en ella como los jugadores de videojuegos.

Otra cara de esta tesis es que la primacía de los símbolos sobre las cosas, característica de la sociedad de masas, no ha hecho más que acentuarse y la representación de la realidad se sobrepone a la realidad misma; lo real ya no es aquello que se puede reproducir, sino lo reproducido. De algún modo, seguimos en Matrix. También en cierto modo puede verse a Baudrillard como un filósofo que ha llevado la sospecha hasta sus últimos límites: no es que haya veladuras sobre la realidad como pensaron Marx, Nietzsche y Freud, es que no hay propiamente realidad.

Naturalmente, fue un pensador que se ocupó de la televisión. En su opinión, la televisión crea una densa red que envuelve al individuo, sustituyendo las formas de interlocución y convirtiéndose en la fuente única para la percepción y la comprensión de aquello que conviene que suceda. El silencio está proscrito de la televisión, tesis -ésta sí- con la que es más fácil coincidir.

En este mundo posmoderno, el terrorismo es, para él, como un exceso de realidad, una sacudida de realidad, artificialmente provocada para lograr la quiebra ideológica de la estrategia virtual y que el mundo entre en crisis. Sin embargo, la sobredosis de realidad que fue el ataque a las Torres Gemelas le pareció en su momento insuficiente para abrir las puertas a la realidad real.

Como muchos sociólogos actuales (Baudrillard aparece como sociólogo en algunos libros) el pensador francés centró su atención en Estados Unidos, arquetipo de la sociedad posmoderna. En 1976 publicó un libro titulado 'El intercambio simbólico y la muerte'. En él, profundizaba en sus ideas características, planteando que sólo la muerte puede irrumpir en este orden de simulacros.

No cabe resucitar antiguos valores, que son simulacros de por sí, ni oponer a éstos nuevos valores, condenados a ser nuevos simulacros. La única estrategia posible no es dialéctica, sino catastrófica; o mejor, patafísica. Porque el sistema es un Todo que no admite alternativas, no cabe oponer Sade a Marat (o, en palabras de Lyotard, una economía libidinal a la economía del sistema). Sólo la propia tautología del sistema es el arma que puede acabar con él.

El Mundo 07/03/2007

Silvio Gnisci Morgach dijo...

Leeremos también a Baudrillard.

enlejaniadesoles dijo...

No te he mandado otro correo para darte las gracias, para no distraerte, pero gracias. Y también por pasarte por mi blog. Trataré de ir actualizándolo más a menudo, aunque me dé cierto pudor.
Un abrazo.