Peter
Handke, La Gran Caída; Alianza,
Madrid, 2014.
Sobre Peter Handke ya hemos hablado mucho
en este blog, pero siempre quedan cosas por decir tratándose de un gran
narrador como él. Leyendo La Gran Caída (Der Große Fall, 2011) entiendo dos cosas: la primera, que la
virtud por la que antes se reconoce a un escritor eximio es que suele
desconcertar nuestra experiencia de lectura; o, en otras palabras: si no
entiende qué sucede en La Gran Caída,
siga leyendo hasta que tal cosa deje de importarle. La segunda, que la especial
riqueza discursiva de la prosa de Handke proviene de la cualidad ambivalente de
su mirada: es penetrante unas veces y otras se deja penetrar por las cosas que
observa, de forma que hay una perspectiva continua de entrada y salida de lo
observado en la obra. Momentos memorables como ese en el que el actor
protagonista de La Gran Caída recae
en que el estruendo urbano genera una especie de sordera (fruto de la mirada
penetrante del escritor sobre las cosas), o la dificultad de aprehender una
semilla de limón húmeda, se mezclan con otros instantes donde son las cosas las
que entran en la narración, que se
vuelve porosa y absorbente (“lo que llegaba hasta él era sólo un asombrarse”,
p. 158). Es un milagro narrativo que un autor logre oscilar con esa naturalidad
desde el mirar al ser mirado, y que una novela fluya sin
tensión ni chirridos entre ambas fuerzas, hechizando al lector con la
alternancia. La Gran Caída cuenta la
historia de una caminata perceptiva, de una contemplación de corte a veces
surrealista, que parte de lo íntimo y llega a lo social (a la destrucción de lo
social, para ser exactos), una deriva cuyo ritmo siempre hipnótico puede recordarnos
a El paseo (1917), de Robert Walser –con
menos sentido del humor y más psicología–, aunque a lo que más recuerda es a
otras obras del propio Handke, como la tremenda La pérdida de la imagen o Por la sierra de Gredos (2002). No estamos ante una de las mejores obras del autor austríaco,
pero tampoco ante una de las menos interesantes, lo que no debe movernos a
engaño: Handke, incluso en dosis medias, sigue siendo imprescindible.
Juan Trejo, La
máquina del porvenir; Tusquets, Barcelona, 2014
La excelente novela de Juan Trejo La máquina del porvenir (2014) narra la
historia de tres generaciones de una familia preñada de secretos, entre ellos
la construcción de una máquina para viajar en el tiempo. Sin embargo, la
máquina es en esta ocasión casi un pretexto para ahondar en el poder del pasado
a la hora de entender el presente de los personajes (“la
máquina del porvenir sirve para ver el presente”, p. 378), diluyéndose la parte
tecnológica en un recurso al servicio de la trama, y primando el concepto
simultaneísta del tiempo, al que los personajes llegan más mediante la
meditación trascendental o los paraísos artificiales que mediante la propia
máquina. Uno de los aspectos atrayentes de la novela es que su investigación
sobre el Tiempo y su efecto sobre las personas no se limita a la semántica,
sino que incluye la propia estructura de
la novela, algo que la une a algunas obras recientes, como La torre y el jardín de Alberto Chimal, Los hemisferios de Mario Cuenca o, yendo algo más atrás, a El mundo en la era de Varick de Andrés
Ibáñez (novelas con las que comparte otros elementos, como la ambición
narrativa y el intento de pintar un gran fresco sociocultural). En La máquina del porvenir la estructura
temporal se materializa mediante el empleo del agujero narrativo de gusano, trasunto de la hipótesis científica
planteada por Hugh Everett III. Estos puntos de engarce entre instantes
narrativos son apreciables en algunos
lugares, como por ejemplo al comparar las páginas 215 y 406 de la novela, donde
los mismos dos personajes se encuentran, en idéntico instante, en dos lugares
diferentes, produciéndose un pliegue espacio-temporal que se explicita a nivel
narrativo por la repetición del mismo párrafo. Muchas páginas antes se había
avanzado la posibilidad: “(…) experimenta la profunda, casi palpable sensación
de estar al mismo tiempo en otro interior, casa o piso. Su mente se mueve en
dos territorios, como mínimo. (…) Y la sensación tiene que ver con el punto de
contacto, con la grieta a través de la cual sus diferentes yoes se ponen en
contacto” (p. 101). No es casual que el Doctor
Manhattan del cómic Watchmen de Alan
Moore vaya a ser una figura recurrente de la novela; esto sucede porque este
personaje representa a la perfección el modelo de temporalidad simultánea que
Trejo persigue: “(…) según mi actual percepción, en el discurrir de esta
historia el pasado, el presente y el futuro se interrelacionan formando una
especie de flujo un sin contornos definidos; algo parecido a lo que le ocurre
al Doctor Manhattan” (pp. 169-70). También la desintegración atómica del
personaje de Moore es símbolo de la los suyos[1].
Porque otra de las claves de la novela es la necesidad de los
personajes de superar su dispersión identitaria (véase p. 16), moviéndoles el
impulso de hallar algún tipo de unidad o anclaje, aunque en varios momentos
sospechen que su fijeza debería consistir, precisamente, en aceptar el
desarraigo y la carencia de raíces. Los personajes se sienten nómadas y viajan
en pos de alguna revelación o de algún descubrimiento que pueda cambiar sus
vidas: México, Argentina, Brasil, Estados Unidos, Barcelona; también la
escritura como terapia, ya sea de una obra de teatro (cf. pp. 65 y 245) o del
diario de Oscar, simboliza ese ansia de identidad. Los personajes centrales
(Óscar, Jorge, Rick) van a toparse en esos lugares con figuras anticlimáticas
que les servirán de psicopompós o
figuras simbólicas de acompañamiento “al otro lado”: Vilo, Boluda[2],
Víctor, don Andrés. Para terminar, la presencia de agua en algunos de esos
lugares está vinculada profundamente la revelación o epifanía vital que van a
sufrir[3],
siendo muy hermoso el tratamiento de las ciudades sumergidas.
[Imagen de Thomas Barbey]
Por eso no es casual que la novela de Trejo participe del Bildungsroman, en cuanto novela de aprendizajes
y construcción de personalidad, a la antigua usanza. Es una novela post-romántica
que también parece una novela rusa, no sólo por la morosidad de algunos
aspectos de la trama y las derivaciones familiares, sino por la utilización de
diversos nombres para algunos personajes, como Ryszard, según las
circunstancias en las que se encuentren. Pero hay un elemento que la hace singular:
en La máquina del porvenir constatamos
en todo momento que la identidad dudosa del personaje guarda estrecha relación
con el acto de narrar su historia y la de su familia; no me refiero a la
obviedad de que la historia de un personaje debe contextualizarse
familiarmente, sino a que la propia narración en marcha constituye para Óscar lo identitario: “A partir de ahí,
lo narrado señala, en teoría, hacia la búsqueda de la identidad perdida” (p. 345).
Necesidad que también acucia a otros personajes: “contar su historia implicaba
para Víctor desprenderse de clichés o enfoques heredados y empezar a observar
las cosas a través de su propia mirada” (p. 351). En ese sentido, es a la vez Bildungsroman, novela de construcción,
pero también construcción de novela, metanovela, en fin, que va contando su
propia elaboración. De este modo reparamos en que tanto la forma de la narración
como el tiempo de la misma están hábilmente acompasadas
a su espíritu, ajuste en el espacio y en el tiempo que es el que intenta
hallar, por todos los medios, su personaje principal.
El
lector se ve a veces apesadumbrado por la morosidad y lentitud de la historia,
por la inacabable reproducción de las sagas familiares y sus pequeñas
historias, que además se repiten y forman círculos nietzscheanos de
formalización y copia; el lector se siente a veces impaciente ante el relato,
como Víctor cuando escucha el interminable discurso de Jorge sobre su propia
historia (pp. 336ss), que además el lector ya ha podido leer en su mayor parte
al principio de la novela. Jorge le advierte a Víctor que “no voy a correr, lo
que tú quieres saber conlleva aceptar toda la historia; mi historia, si
prefieres verlo así” (p. 340), y nosotros, como Víctor, aceptamos las
condiciones, unas pocas veces con impaciencia y las más con una demorada y
redonda sensación de disfrute.
[Relación con los autores reseñados: ninguna. Relación con las editoriales: ninguna.]
[1] “Quítenle un
pasado como físico nuclear. Lo que queda se parece a mí: un ser desintegrado
que, poco a poco, gracias a un impulso eléctrico de su conciencia, empieza
reconstruirse a nivel intrínseco”; Juan Trejo, La máquina del porvenir; Tusquets, Barcelona, 2014, p. 68.
[2] Como en su novela anterior, El
fin de la guerra fría (2008), Trejo utiliza para algunos de sus personajes
secundarios nombres irónicos, relacionados con algunos de sus escritores
favoritos. Si allí aparecían don de ladrillo aquí comparecen de perfil la
gerente de hotel Doctorow (p. 323) o los profesores David F. Wallace y Bellow
(pp. 353-54). Incluso, describiendo las clases de ambos profesores, Trejo lleva
a cabo una inteligente forma de crítica literaria subterránea (pp. 354-57).
[3] Es significativo, al terminar la novela,
volver a la página 17 y leer que “el agua de algo parecido a mi identidad, por
turbia que fuese, había sido mi madre”.
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