sábado, 30 de abril de 2016

La cuarta persona del plural




La antología La cuarta persona del plural. Antología de poesía española 1978-2015 reúne a 22 poetas españoles nacidos con posterioridad a 1960, que escriben en todas las lenguas oficiales de España. Es un proyecto en el que vengo trabajando episódicamente desde hace casi diez años, y que por fin me decido a cristalizar mediante su publicación. Paso a exponer los motivos por los que creo que este es el momento idóneo para que aparezca esta antología, editada en el sello Vaso Roto.

            La crisis económica española ha tenido más incidencia en algunos sectores culturales que en otros, pero su efecto en la poesía española ha sido sencillamente devastador. Se llevó por delante editoriales que, durante muchos años, habían constituido un espacio valiente de impresión que acogía en su seno a estéticas diversas y muy diferentes entre sí. Aunque el caso más relevante fue DVD Ediciones, que aglutinaba en su seno algunos de los nombres más interesantes de la lírica nacional, también desaparecieron o dejaron de publicar sine die sellos como La poesía señor Hidalgo, El toro de barro, etcétera. Las editoriales supervivientes han mermado su número de publicaciones anuales y han privilegiado las traducciones, de modo que el panorama poético patrio y su diversidad polifónica se han constreñido de forma dramática. El resultado ha sido un brutal empobrecimiento del campo poético español, donde unas pocas editoriales supervivientes han marcado férreamente su línea de publicación, mientras que los poetas de gran personalidad se han visto obligados a buscar refugio en editoriales independientes de escasa distribución. Recuperar poéticas diversas y traerlas a la luz pública, en igualdad de condiciones, tiene la virtud añadida de plantear "alternativas, en una cultura que no acepta la diferencia porque no sabe que existe", como dice Mariano Peyrou, uno de los autores antologados, en su novela De los otros (Sexto Piso, 2016), que estoy leyendo este fin de semana.
            Aunque la inmensa mayoría de los poetas recogidos en esta antología son bastante conocidos, las condiciones materiales impuestas por la crisis económica están comenzando a afectar a su visibilidad. Si ya antes de la recesión las poéticas más valiosas y singulares eran difíciles de adquirir y leer, por ser otras líneas de menor importancia las publicitadas y protegidas por cierta oficialidad literaria, después de 2008 la situación se ha hecho dramática, llegando incluso a ser difícil encontrar la obra editada de algunos de estos autores. Por este motivo, estimo más necesario que nunca publicar una antología que visibilice y traiga a primera plana estas poéticas, absolutamente distintas entre sí y de los tonos más disímiles,  que sólo tienen el común el hecho de ser trayectorias valiosas –a juicio del antólogo–, y de ser excelentemente complejas, como se explica en mi texto introductorio.

            La antología, en consecuencia, recoge voces muy distintas, escritas en tonos, formas, estilos, estéticas e incluso lenguas diferentes. No hay adscripciones grupales, ni tampoco intenciones generacionales, pues las edades y formaciones de los integrantes son muy dispares y el antólogo desconfía del método generacional. Poetas de estéticas muy divergentes o incluso antagónicas conviven en La cuarta persona del plural, porque el único criterio es el de excelencia, explicado por el seleccionador en una larga introducción teórica, donde todos esos extremos son razonados y presentados con el debido rigor.

            La cuarta persona del plural, amén de sus virtudes como libro de poemas, tiene una diferencia con otras selecciones al uso: no es una antología “de bandería”, que agrupe a un grupo poético, facción o estética concreta. El libro no persigue objetivos espurios, ni económicos, ni de grupo, ni generacionales, ni académicos –pues su autor no pertenece a la universidad y no realiza la antología por motivos curriculares– etcétera. Por supuesto que todo florilegio, como ha recordado el profesor J. F. Ruiz Casanova, tiene un programa estético; es decir, tiene la intención de dar preferencia a unas voces sobre otras, pero ese objetivo es loable si no tiene otras razones que las meramente estéticas. Y, en esa dirección, La cuarta persona del plural es un proyecto crítico, el proyecto de un crítico que conoce algo el campo poético actual y opera desde sus criterios de lectura, pues toda antología, como se recuerda en la introducción, es o debería ser una forma afilada y afinada de crítica literaria. 

Desde esta semana está disponible en librerías españolas y, previo encargo, en librerías hispanoamericanas.

sábado, 23 de abril de 2016

Reencantar el mundo: el legado poético y ensayístico de Eduardo García





[A Rafi Valenzuela]


Toda esa escritura es un asalto a las fronteras
Kafka

Lo bello es darse al mito
Juan Bernier



Horizonte o frontera

No podemos compartir la afirmación de Jordi Gracia cuando entiende que “da la impresión de que aquella dialéctica enfrentada que propuso Umberto Eco entre apocalípticos e integrados a principios de los sesenta haya derivado en un magma difuso de integrados, todos hijos saludables de la razón”[1], porque todavía, encastillados en pequeñas aldeas, perdura una escueta legión de hijos de la sospecha y revisores del lugar de la razón, que combaten la razón instrumental y perciben el resquicio de otras realidades en nosotros. En esa línea de percepción visionaria se encuentra la aventura estética de Eduardo García (São Paulo, 1964 -  Córdoba, 2016), una de las más complejas y profundas de nuestro panorama poético nacional; una obra poética y ensayística que entronca con la mejor literatura hispanoamericana y que, por este motivo, es una lírica rica, abierta a la literatura fantástica de Cortázar y a la palabra de Vallejo, a la sedimentación metafísica de Juarroz y a la espesura técnica de Borges. Y supone asimismo la exploración continua de una terra incognita entre el realismo y la irracionalidad, términos ambos que precisaremos para aplicarlos al caso concreto. En una entrevista sobre su libro Horizonte o frontera (2003) mantiene García que “en él desarrollo lo que en mi ensayo llamo una poética del límite. Se trata de, a partir del realismo que es de donde yo procedo, intentar acercarme a la zona oscura de la personalidad, al mundo de los sueños, al territorio de lo irracional, que ha estado bastante ninguneado en España durante mucho tiempo y que sin embargo es el territorio natural de la poesía, donde ningún otro arte puede competir con ella. Lo que me propongo es encontrar el punto exacto entre razón y entre inconsciente, no hacer surrealismo, ni realismo, sino una veta que aún no se ha desarrollado en nuestra lengua”[2]; años más tarde acuñaría para esa línea de trabajo la etiqueta de realismo visionario[3].

La de García es una atalaya singular, pero situada en un frente de batalla donde García nunca ha estado solo: buena parte de la obra poética de autores tan distantes como Antonio Gamoneda, Blanca Andreu, Diego Jesús Jiménez, Olga Novo, Manuel Álvarez Ortega, Gimferrer, Julieta Valero, Jorge Riechmann, José Luis Rey, Luisa Castro o Juan Andrés García Román (cada uno a su muy distinto y también singular modo), entre otros, transitan similares lugares intermedios. De hecho, creo que podríamos aplicar a la poética de Horizonte o frontera este fragmento del poema “Conversación” de Riechmann: “estamos siempre tan cerca de lo esencial, tan próximos... Hacen falta muy pocas palabras para decirlo, apenas unos trazos para dibujarlo. Cuando se da cuenta de esto, el hombre de la frontera –que es en resumidas cuentas un ser trágico– se transforma en un ser colmado: lo que podríamos llamar el hombre de la inminencia”[4]. Sin dejarnos arrastrar por la tentación de relacionar esas líneas de Riechmann con las posturas heideggerianas de la poesía como acontecer, indagaremos en alguna de las claves estructurales de la obra de García.


La poesía y el mito

En “El poeta y los mitos” (Ocnos), Cernuda dice que los mitos leídos de niño le hicieron poeta. El mismo autor, en una “Nota marginal” a Hölderlin (1935), anota que “en nuestra poesía, como en la francesa, a excepción tal vez de André Chenier, los mitos griegos son únicamente un recurso decorativo; pero nunca eje de una vida perdida entre el mundo moderno y para quien las fuerzas secretas de la tierra son las solas realidades, lejos de estas otras convencionales por las que se rige la sociedad”[5]. Quizá reelaborase Cernuda esas palabras hoy, si viviera, pues la poesía española actual cuenta con varios escritores dotados para entrelazar realidad y dimensión mítica, entre los cuales destaca Eduardo García, por haberlo hecho en la pragmática y en la teoría. Teniendo en cuenta su doble condición de poeta y profesor de filosofía, no será impertinente comenzar un recorrido de la relación de su obra con el mito partiendo de Nietzsche, quien decía en El nacimiento de la tragedia que “el mito lleva el mundo de la apariencia a los límites en que ese mundo se niega a sí mismo e intenta refugiarse de nuevo en el seno de las realidades verdaderas y únicas”[6]; idea que, aplicada, encontramos en el Eliade de Imágenes y símbolos, para el que los mitos “no son irresponsables creaciones de la mente; responden a una necesidad y llenan una función, que es sacar a la luz las más ocultas modalidades del ser. Consecuentemente, su estudio nos permite conseguir un mejor entendimiento del hombre en sí”[7]. Esta indisolubilidad entre hombre y símbolo no suele ser obviada por el arte. Nelson Goodman defiende en Maneras de hacer mundos una teoría que nos parece incontestable: por pura que sea la idea que tiene el artista de su arte, es obvio que siempre late en la misma una mínima condición simbólica. El arte tiene para Goodman tres posibilidades, que pueden alternarse o superponerse: representación, expresión y ejemplificación. El arte abstracto expresa, pero no representa; el realista representa, y expresa a veces; la mayoría de estilos son ejemplificadores, en cuanto que revelan cualidades y relaciones de las que la obra misma es muestra. “Quienquiera –dice Goodman– que busque un arte sin símbolos no lo hallará [...] ¿Arte sin representación, sin expresión o sin ejemplificación? Sí. ¿Arte sin ninguna de estas tres cosas? No”[8]. Por tanto, en cualquiera de estas tres dimensiones, la obra de arte es necesariamente simbólica, por reduccionista o “realista” que se pretenda. El simbolismo de Klimt, Odilon Redon, Böcklin o cierto Valéry (pienso en El cementerio marino), podríamos decir para completar a Goodman, es sólo manierismo genérico: son simbolistas en su expresión y en su representación y, además, ejemplifican su origen. En las demás obras de arte podemos rastrear, por ocultas que estén, manifestaciones simbólicas en al menos alguno de esos campos. Los mitos pueden desarrollarse de manera clara (como en el Pigmalión de Shaw o en el Ulises de Joyce), o diluirse hasta el ocultamiento (como en la literatura de García), pero suelen estar presentes: los poetas los utilizan para seguir siendo, como decía Ricardo Gullón, “los excelentes resistiendo al ‘caníbal’ de instintos predatorios: el materialismo”[9] (entendido el término en su primera acepción, “tendencia a dar importancia primordial a los intereses materiales”, no en sentido filosófico). En la poesía de Eduardo García los mitos no son apelados desde la exterioridad, no se alude de forma explícita a ellos, pero saltan por doquier, están expresados, conforman la propia estructura de la obra. Intentan conectar con los universales de Jung, intentan ser transculturales (que no multiculturales). Algo nada fácil, pero preciso si se quieren transitar estos caminos de frontera, como explicaba Jorge Riechmann: “considero que el aprendizaje más difícil, con diferencia, es el de nuestra posición respecto al enigma, nuestro trato con él”[10]. El trato de García con el enigma era, en este sentido, el sentido último de la expresión poética.

La posibilidad de utilización literaria del mito está detrás de todos los movimientos modernos de importancia, diluyéndose quizá con la aparición del posmodernismo, que no olvida confundir en su falta de historicidad la historicidad propia de la mitopoiesis. Así, está presente en dos de los cúlmenes de la literatura moderna, Eliot y Joyce, como demuestra esta opinión de T. S. Eliot en una reseña al Ulysses:

En su uso del mito, en su establecimiento de paralelos continuos entre contemporaneidad y antigüedad, Joyce practica un método que otros deberán practicar tras él... Se trata simplemente de un modo de controlar, de ordenar, de dar forma y significado a ese inmenso panorama de futilidad y anarquía que es la historia contemporánea. [...] En lugar de un método narrativo, podemos emplear ahora un método mítico. (en The Dial, 1923)

Lo cual no carece de lógica, porque en el mito, como señala Chantal Maillard, “su lógica es la del trabajo de la imaginación”[11], algo pertinente para hablar de las partes oscuras del ser, y, sobre todo, para advertir el temblor de lo que queda por decir. También late en otra gran tradición literaria moderna, ya más próxima al (o según los casos, inmersa en) posmodernismo: la literatura hispanoamericana del boom, literatura en la que García ha buceado recurrentemente. Zheyla Henriksen, abordando el modo en el cual los autores hispanoamericanos tratan a partir de mitad del siglo XX el tema del tiempo, señala que responde no a una visión existencial, sino a una “intuición mítica de la realidad del cosmos”[12], en lo que abunda el crítico René Jara: “plasmar mitopoyéticamente su realidad”, de modo que los personajes son “murmullo del inconsciente colectivo”[13]. No sería ocioso recordar como precedente a este respecto las palabras que San Juan de la Cruz pone al frente de su Cántico espiritual, justificando el uso de figuras, comparaciones y semejanzas (en realidad, símbolos), para expresar “lo que nosotros no podemos bien entender ni comprender para lo manifestar”[14]. No son muchos los autores españoles contemporáneos conscientes de esta realidad, pero afortunadamente Eduardo García no es el único; así, podemos encontrar parecidas tendencias en el relatista Ángel Zapata, o en el novelista Juan José Millás:

Creo que la misión de la literatura en la actualidad no es muy distinta que la que cumplía el mito clásico en la antigüedad: ser una vía de conocimiento. Y como vía de conocimiento que es tiene que dar al lector un mundo simbólico, unos referentes simbólicos, que le expliquen su propio mundo. Toda sociedad tiene sus mitos y una de las funciones de la literatura es destripar esos mitos.[15]

El mito literario se caracteriza por un cierto nivel de creencia, equidistante entre el mito religioso (que se presupone “verdadero”, según Petazzoni), y la leyenda, en la que hay un estructural elemento narrativo, que persigue el entretenimiento, y no la convicción[16]. Un mito literario, especialmente poético, no busca ser la verdad, pero puede acabar siendo un lugar de referencia del pensamiento, un topos intelectual que se toma no como verdadero, no con la adscripción mística que tal palabra presupone, pero sí como cierto: no revelación, sino conciencia colectiva, aposento del sentido común general. Para Kenneth Burke, “el poema es el acto simbólico del poeta [...] un acto que, sobreviniendo como estructura u objeto, nos permite, como lectores, convertirlo en acto”[17]. Por ejemplo: si Machado, sobre una aserción anterior de Unamuno (la de que todo queda, véase al respecto el estudio de Aurora de Albornoz), pudo escribir: “todo pasa y todo queda, / pero lo nuestro es pasar [...] caminante, no hay camino, se hace camino al andar”, lo que se ha creado es, fenoménicamente, un topos o mito literario, que es algo más que un texto para entretener (y desde luego, algo menos que un mito religioso): la de Machado es una idea que ha pasado al inconsciente colectivo español a la hora de tratar, popularmente, la metafísica del tiempo y del camino. “Todo pasa y todo queda (…) se hace camino al andar” es la primera idea que nos viene inconscientemente a la cabeza cuando queremos espacializar el tiempo. Constituir ese tipo de mitos es el objeto de la poesía de Eduardo García; que vaya a lograrlo o no depende del paso del tiempo y de su resistencia y supervivencia entre las lecturas del futuro. Estamos de acuerdo con Bidney cuando dice que la última ratio para definir una determinada narración es el contexto psico-cultural[18], siempre que se sostenga que ese contexto cultural queda alcanzado por la aportación mítica de artistas y escritores sólo en la medida en que esos topos se incorporen de manera progresiva a la comunicación cultural y social.

La incardinación de esta dimensión mítica en la literatura de García viene determinada, como antes de dijo, por su vertiente de narración, dentro de una hibridez genérica que se constituye como una clara pista de su adscripción posmoderna (crítica y autocrítica); pero García no elabora una narración realista, sino una de corte fantástico. No hay prosa en García, aunque sí cierta épica fabulada de personas que cambian de país en el camino de ir a trabajar o que encuentran vastos territorios caminables en el interior de sí mismos o de un cuadro. No es raro encontrar poemas del autor que parecen auténticos relatos fantásticos, vestidos con un traje poético: en Una poética del límite explica el autor la importancia que el concepto de “literatura neofantástica”, en la órbita de Callois, ha tenido para su obra, en tanto “carácter fronterizo, entre realidad y ensoñación”[19]. El método de aunar indagación en la personalidad y juego de realidad y fantasía no responde a una casualidad, sino a una inteligente estrategia de seguimiento de toda una corriente de “suspensión del descreimiento” (Alfonso Reyes) del lector que, con origen en el romanticismo inglés de Coleridge (“the willing suspension of disbelief”[20]), y con una posterior conexión con la teoría del homo ludens de Huizinga y la epistemología de Feyerabend, toma cuerpo teórico en la obra de Iuri Lotman, como ha señalado Darío Villanueva. Para Lotman, “el arte del juego consiste precisamente en adquirir el hábito de una conducta en un plano doble”[21], que permite vivir al jugador, como añade Villanueva, su naturaleza profunda. La intención de García es que, al tiempo, también el lector/jugador acepte el juego planteado por el yo poético (primer jugador), para colocarse en su lugar y participar en el rito lúdico de confundir la realidad con la ficción, convirtiéndose en el segundo participante en el juego. A esta perspectiva, utilizada por García para conectar o empatizar con el lector, hay que añadir una segunda que, vía Cortázar y los rastros surrealistas, le une a un acercamiento paradójico a la realidad[22]. Esto, claro está, sin llevarlo a los extremos, ya que el mismo Cortázar huía de ellos al decir que “la evolución racionalizante del hombre ha eliminado progresivamente la cosmovisión mágica”[23]. García quiere rescatar la dimensión interna, la cosmovisión íntima, a partir de la recuperación poética del mito: repensar conscientemente lo inconsciente, para reconstruir la experiencia. No a partir del sentido, como el Eliot de los Cuatro cuartetos, sino de los sentidos: desde la aparente ausencia de razón se llega al mundo de lo onírico a través de lo sensorial y sinestésico. De ahí que el primer poema de No se trata de un juego, “Un hombre mira a otro en la ventana” tenga exactamente la misma estructura que el conocido relato de Cortázar “Continuidad de los parques”.

Para García, como dice en un aforismo de Las islas sumergidas (2014), “todos los símbolos invitan a pensar. Pero sus ecos proliferan, abriendo sendas divergentes”[24], de ahí que el vate aproveche esas posibilidades de apertura para sembrar, al mismo tiempo, orden cognitivo y desorden irracional. Los otros mundos, la sospecha de que hay otros hombres en uno, y otras calles bajo las calles de nuestras ciudades, son temas frecuentes en su poesía[25]. Como resume Henriksen, citando a Eliade: “la función del poeta es, como observamos, semejante a la del mago; el poeta sirve de médium para reconstruir el tiempo primigenio, y ésta es la razón por la cual cada creación poética conlleva una meta, la renovación y continuación de los mitos, y, como consecuencia, la recreación del lenguaje”[26]. De ahí que Lévi-Strauss sostenga que mientras que los poemas no son traducibles, los mitos sí lo son. Por eso son o pueden universales: las diferentes traducciones harán perder el contenido verbal o expresivo, pero no su significado. El significante irá cambiando, pero el símbolo no, porque cada cultura o persona individual lo reconoce instintivamente al rozarle, como identifica el agua dentro de un odre, de un botijo, de una cantimplora, del pellejo de canguro o de un cuerno vikingo.

El reencantamiento del mundo
Sin alma no existiría ni conocimiento ni ciencia. Pero nadie hablaba de ella.
C. G. Jung, Recuerdos, sueños, pensamientos

Cuando el materialismo causa estragos, surge la magia. Este fenómeno reaparece cada cien años
Huysmans, Là-bas (1891)

Como sabemos por Max Weber, el proceso de racionalización había provocado un “desencantamiento” del mundo; proceso que la explicación casi total del cosmos por la ciencia había agravado, según Gottfried Benn, y que había terminado de agotar la economía política, a juicio de Félix Duque. Frente a esta racionalización extrema que el esquema de la moral protestante habría ido inculcando en varias generaciones de occidentales, secando en ellos el manantial de lo mítico en aras de lo práctico (o lo rentable), habría quedado al margen, soterrada pero rebelde, una corriente de pensamiento poético que vindicaba la recuperación del romanticismo europeo, sobre todo de su primitiva formulación germana (Novalis-Schlegel-Schelling), para dotar al hombre de una vida interior lo suficientemente satisfactoria en lo personal, a través de un arte transformador, cuyo origen primero estaría, siempre, en instancias interiores y en las aguas profundas del inconsciente, aún no expresado como lo haría Freud algo más tarde, pero desde luego descrito de forma inequívoca. Esta lucha entre la moral protestante y la ética romántica, donde siempre ha perdido la segunda[27], está muy presente en la obra de García, quien ha tenido acceso a ella desde su vertiente de filósofo, a partir sobre todo de la obra de Nietzsche (en el poema “La lluvia”, el verso “sí a la vida” es de Nietzsche, quien a su vez lo toma de Wackenroder, un monje prerromántico); como ha señalado de continuo García, su modo de proceder como escritor intenta utilizar el mito como medio para deshacer ese desencantamiento weberiano, deconstruyendo su método de imposición. Este modo en que esa dialéctica razón instrumental / inconsciente romántico se articula en el viejo mundo es estudiado por Gadamer de este modo: “El mito se convierte en portador de una verdad propia, inalcanzable para la explicación racional del mundo. En vez de ser ridiculizado como mentira de curas o como cuento de viejas, el mito tiene, en relación con la verdad, el valor de ser la voz de un tiempo originario más sabio. [...] Nietzsche sólo dio un pequeño paso hacia adelante cuando, en la Segunda consideración intempestiva, vio en el mito la condición vital de cualquier cultura. Una cultura sólo podría florecer en un horizonte rodeado de mito”[28]. Pero la clave está más adelante: “la conciencia romántica, que critica las ilusiones de la razón ilustrada, adquiere positivamente un nuevo derecho. Unido a aquel impulso ilustrado hay también un movimiento contrario de la vida que tiene fe en sí misma, un movimiento de protección y conservación del encanto mítico en la misma conciencia; hay, sin duda, el reconocimiento de su verdad” (ibídem). Si en la frase de Gadamer sustituimos “encanto” por “reencantamiento”, entramos en la médula de la poesía de Eduardo García. 

De las posibles construcciones prácticas sustentadas en este método mítico, como “principio de unidad de escritura”[29] que, siguiendo a Foucault, permite la coherencia del discurso a pesar de la dispersión de voces, de seguro está más cómodo García con la planteada por Carlyle en el Sartor Resartus, de acuerdo con el resumen que hace Langbaum:

En este sentido la Ropa-Filosofía (que es como Carlyle caracteriza su filosofía de la Historia) es tradicionalista y corrige la Ilustración. Nos enseña a ser “clásicos”, en un contexto moderno, como dijo Eliot, y a dar sentido al mundo moderno rescatando del pasado no tanto el mito hecho dogma cuanto los cimientos de vida que subyacen, de esa vida que, expresada en el antiguo mito, habremos nuevamente de expresar con nuestros propios términos.[30]

Ideas que podrían compararse con algunos párrafos de una poética de García, no por casualidad titulada “El reencantamiento del mundo”[31], donde se hace una elaborada lectura de la modernidad y sus carencias partiendo de la falsa deglución del romanticismo y la inmersión en la actual sociedad del espectáculo, descrita en 1967 en el excelente libro homónimo de Guy Debord. García es consciente del poder semiótico del mito en una cultura de estas características[32], y por ello plantea explícitamente su uso como revulsivo, para establecer una nueva forma de fabular que tienda hilos con la mejor parte de la modernidad (Baudelaire, Mallarmé; García es sustancialmente francófilo), sin perder ni un ápice de la libertad creativa y el empuje de lo inconsciente, tal como lo plantearon los primeros románticos alemanes.


La poética de García antes de “Horizonte o frontera”

Los dos primeros poemarios de García (Las cartas marcadas; Libertarias, 1995, y No se trata de un juego; Diputación de Huelva, 1998) suponen sendas etapas hacia la poética del “límite” que ahora examinaremos. Las cartas marcadas era un poemario aún muy influenciado por la poesía de la experiencia, aunque también por algunos materiales que habían influenciado a ésta: por Jaime Gil de Biedma, sí, pero también por el Alberti de Retornos de lo vivo lejano[33], por ejemplo. Como el propio García reconoció en Una poética del límite, “en mi primer libro aún escribía poemas-relato realistas. Sin embargo, poco a poco vinieron los símbolos a impregnar con su vida secreta las escenas de mi imaginación”[34]. Esa llegada acaeció en No se trata de un juego, que adoptaba la lección borgiana para constituir un poemario más maduro, más complejo, menos experiencial y más posmoderno, un paso más de García en la búsqueda de su propia voz. En la inteligente introducción que Andrés Neuman preparó a la segunda edición de este libro, estableció toda una serie de correspondencias teóricas (Kant, Berkeley), literarias (Borges, Ribeyro, Cortázar, Lewis Carroll), y artísticas (Magritte), claves para entender la puerta que No se trata de un juego comenzaba a abrir hacia claves más surrealistas o irracionales, y que se volverían explícitas en su siguiente libro. “En efecto, ver y fundar”, decía Neuman, “describir y descubrir, realidad inmediata y realidad ficticia, son los contrarios con lo que juega muy en serio Eduardo García”[35]. Y el juego más serio, el de un “Niño abrazado a un árbol”, llegaría en Horizonte o frontera.


La poética del límite. Frontera, horizonte, puerta.

y al cruzar las fronteras prometo confiar
a ciegas en la flecha
del deseo
Eduardo García, La vida nueva

Pero el poeta es también un hombre de frontera
Ada Salas, Alguien aquí

No es Eduardo García el único poeta español que tiene una poética del límite. El poeta granadino Rafael Guillén lleva desarrollando desde los años 70 una trilogía, constituida por Límites (1971), Los estados transparentes (1998) y Las edades del frío (2003), en la cual la tensión limítrofe es estructural y está desarrollada en notables moldes intelectuales y estéticos, algo no demasiado frecuente en nuestras letras. Aunque no coinciden demasiado sus propuestas poéticas, Guillén y García sí tienen varios puntos en común: el interés por la ciencia, la depuración expresiva y la vocación de no cegar paso ninguno a la iluminación de la verdad, dejando a un lado todo cuanto pudiera constituir, desde las epistemologías tradicionales, un límite al conocimiento. Creo suficientemente ilustrativo este poema de Guillén, contenido en Las edades del frío (2003): “Hemos llegado al límite, agotado / las posibilidades. Hemos / conquistado los reinos / materiales, violado los secretos / de la vida, alcanzado / el borde mismo donde / termina la razón. / Es hora / de dar un paso más”[36].

Sin embargo, esta es la cáscara -por usar una palabra muy querida por el autor[37]- del método mítico de García. El iceberg interior está sustentado en la visión de Jung de los universales y la construcción psicoanalítica de la creación artística (Freud también, pero sobre todo Jung y Lacan). Jung decía en Recuerdos, sueños, pensamientos (1961) que “lo que se es según la intuición interna y lo que el hombre parece ser sub specie aeternitatis se puede expresar sólo mediante un mito. El mito es más individual y expresa la vida con mayor exactitud que la ciencia”[38]. Señala con acierto Langbaum cómo para las mentes post-ilustradas (Jung y Eliot lo eran, García y nosotros también), la fascinación por el mito es muy cómoda, por cuanto es un “retorno [...] a un tipo de especulación religiosa que no los compromete en absoluto y que preserva intacto su estatuto de hombres inteligentes, científicos y modernos”[39]; en otras palabras: una posibilidad de trascendencia sin religión, de mística sin Dios (véase, en sentido similar, el citado poema “El poeta y los mitos” de Cernuda en Ocnos). Una posibilidad de penetrar en los arcanos del mundo sin tener que plantearse la fe ni aceptar dogmas fuera de la razón. Podríamos decir que García participa de la opinión de Juarroz cuando dice que “es impostergable resacralizar el mundo y devolverle a la vida su trascendencia originaria. Pero esa resacralización para algunos sólo puede hacerse ya laicamente (sin dogmas, teologías o iglesias)”[40]. Como podrá verse, es curiosa la tendencia de muchos poetas a utilizar símbolos o terminología proveniente de la retórica cristiana para describir sus propósitos, añadiendo a continuación que ello se hace desde una postura no trascendente, sino inmanentista, a la que aplican categorías terminológicas que vienen de la antigua trascendencia (algo relacionado con la consideración de la poesía como algo sagrado, o perteneciente al misterio[41]). Esto es consecuencia de un problema filosófico, que expresó claramente Habermas: “la fuerza retórica del discurso religioso mantiene su derecho mientras no encontremos un lenguaje más convincente para las experiencias e innovaciones conservadas en él”[42]. Encontrar un lenguaje crítico y poético operativo que exprese la grandeza intemporal del discurso poético (e incluso parte del filosófico), haciendo suyo el inmanentismo a la vez que elimine de una vez las inercias trascendentes es, a mi juicio, uno de los grandes desafíos del pensamiento literario del siglo XXI.

Para García, por tanto, trabajar en el mito a través del poema supone completar su personalidad: si su vertiente de historiador de la Filosofía le procura una parte de la verdad, por supuesto limitada, el psicoanálisis y el mito le permiten indagar en la otra sin dejar en ningún momento de operar mediante métodos racionales. Su cosmovisión no se divide en partes racionales e irracionales, sino en racionales filosóficas y racionales antropo-psicológicas. A lo mejor no es un método romántico stricto sensu, pero es intelectualmente riguroso y, además, debido a la sensibilidad de su catalizador, deja la emoción aparte en los cimientos, pero no en el tejado: la pulsión humana aparece al final, resplandeciente, una vez que las partes racionales han terminado su trabajo, que no es otro que el de construir la plataforma epistemológica sobre la que sustentar el edificio creativo.

Supongo que es aquí donde debemos extricar esa plataforma, para buscar el centro del propósito poético de García. Y la búsqueda del centro, sin olvidar que ese centro no puede ser otro que el del sujeto (la filosofía del límite en nuestro autor, como en Nietzsche, es una filosofía del y sobre el sujeto[43]), no puede hacerse sin el instrumento más adecuado, el psicoanálisis, que García utilizó tanto práctica como teóricamente[44]. Como señala en otra poética, “me propongo una poética del límite que invite al lector a traspasar los umbrales. Horizonte o frontera: entre cuento y poema, entre realidad y ensoñación. Y esa otra frontera interior: la de la fractura del yo, desdoblándose en voces”[45]. Un problema, pues, el de la disolución del yo, y un método, el psicoanalítico, concurren en esta poética de límites, a la cual podemos sumar estas otras ideas unidas por Manuel Ángel Vázquez Medel: “Pero incluso ese sentirse como centro ha sido una conquista histórica, ya que ese centro –kéntron, rasgón, rotura– es, sobre todo, un espacio simbólico y, si se nos permite, mítico. [...] Esa centralidad es creada por una proyección abarcadora de totalidad (de la cual es centro) antes que por el análisis mediado en la palabra, aunque también ese centro lógico (del logos discernidor) que desplaza el centro mítico (del mitos unitivo) es conquista y formulación del hombre en la fabulación”[46]. En este párrafo, inserto en un ensayo sobre subjetividad, están todas las claves de la lírica de García: símbolo, centro, mito, rasgadura (puerta, frontera), logos, lógica, análisis, fabulación. Cuando Yeats (un junguiano inconfeso) dice que Blake fue el primero que relacionó todo arte grande con el símbolo[47], evidentemente expresa que él está de acuerdo con tal enunciado, entendiendo que sería símbolo aquello que lleva “ya tanto tiempo formando parte de la imaginación del mundo (esto es, un arquetipo, algo que hubiera delatado la ascendencia junguiana), que el simbolista podía servirse de ellas para ayudar a la comprensión de lo que quería decir sin caer en el alegorismo (El simbolismo y la pintura, 1898). Creo que la metodología de nuestro autor es muy parecida al método paranoico-crítico de Salvador Dalí, que intentaba aunar los presuntamente contrapuestos mundos de lo consciente y lo inconsciente. El pintor catalán describió el suyo como “el método espontáneo del conocimiento irracional, basado en las objetivaciones críticas y sistemáticas de asociaciones e interpretaciones delirantes”[48].

Centro, fractura, rasgadura, objetivación. La obra poética de García es una de las introspecciones -filosóficas y líricas- actuales más profundas sobre el sujeto, y toca casi todas las formas de representación subjetiva del sujeto en la literatura, como demostraremos en el ensayo El sujeto boscoso, de próxima aparición. Su sujeto es siempre puesto en crisis y presentado como hueco (véase “El vacío y el centro”, un poema de La vida nueva que dialoga directamente con el excelente ensayo homónimo de Ángel Zapata), como una sucesión de espacios comunicados, de habitaciones unidas por los pasadizos del inconsciente: un sujeto no vacío, sino más bien rasgado, desgarrado, que sólo encuentra consuelo existencial, como luego veremos, en el deseo.

La frontera interior

Y de la rasgadura pasamos a la esencia de la época central de García, la tensión del límite, que vamos a intentar centrar a través de la dicotomía del título de su poemario Horizonte o frontera, y relacionarla con ese cielorraso inmanente de su ontología: una concepción no dualista del alma, laica, pero donde el ánima queda bien delimitada. Dice Derrida en Cómo no hablar y otros textos: “la frontera, harto singular, en efecto, puesto que va a dividir dos territorios absolutamente heterogéneos”[49]. Esta frase, de evidente interés, no sólo es traída aquí por estar inmersa en un texto psicoanalítico, sino también por su acercamiento a la idea esencial de frontera: separar dos territorios esencialmente idénticos, homogéneos, por cuanto lo absolutamente distinto no necesita separación (esto es, operación exterior de diferenciación), por cuanto la diferencia salta a la vista por sí misma; y sin embargo, esa operación, la de establecer una frontera entrambos, los constituye, per se, en heterogéneos. Lo que era un continuo espacial queda ahora separado irrevocablemente por un tercer espacio, invisible, un no-espacio según la idea de línea de Euclides, y transformado en dos espacios, familiares pero estancos. La escritura de García se plantea operar pisando esa línea, mirando a la vez a la realidad que se deja atrás y a la región de sombras (el inconsciente) a la que se quiere acceder, con un pie al otro lado, otra expresión muy querida por García. Y esta distribución horizontal del cosmos poético se cierra con otra vertical: la búsqueda, la recuperación, del alma del ser. La visión de García es parecida a la socrática, recogida por Platón en el Fedón: “el alma está puesta en el cuerpo como una fortaleza en la frontera enemiga” (62b). La cita es especialmente feliz por aunar los dos puntales básicos del poemario: la frontera y el alma; y se ilumina también a través de Buzatti: después de esa fortaleza, más allá del desierto, no hay nada, esa nada a la que se alude en el último verso de “Puertas”, la salida cabal de Horizonte o frontera.

Algún positivista se removerá en su silla al enfrentarse, en este punto, a lo que suele considerarse un problema irresoluble desde tales coordenadas epistemológicas: la coexistencia de alma y psicoanálisis. Desde luego no puede mantenerse desde esquemas freudianos, ya que Freud era enemigo declarado de cualquier manifestación anímica en la persona. Pero no es Freud el motor del pensamiento psicoanalítico de García –ni del nuestro–, y es sabida la postura favorable a la existencia del alma que siempre mantuvo Jung, como hemos visto en el epígrafe que abre este apartado y es rastreable en otros textos suyos[50]. Pero es plausible, incluso desde un punto de vista cercano a Freud, una visión de contacto, al menos en el sentido de separar el psicoanálisis como epistemología de la psicoterapia como concreto tratamiento de los problemas de la mente. Así lo hace Johannes Messner, para quien el psicoanálisis no es incompatible con el alma si pensamos que Freud no se plantea preguntas sobre la misma. Es posible un psicoanálisis al margen del espíritu. De hecho, Messner cita a R. Dalbiez, para quien “la obra de Freud es el análisis más profundo de los pocos elementos humanos de la naturaleza del hombre que la historia conoce”[51]. Parece que Horizonte o frontera debe transitar por estas difusas lindes, en el marco de una interioridad inmanente dentro de la cual, sin embargo, es posible el infinito: “los confines del alma no podremos encontrarlos caminando, aunque recorramos todos los caminos: así es de profunda su expresión”, decía un fragmento de Heráclito del que Aristóteles dedujo, como recuerda Colli, que parecía “postular el alma como un principio supremo del mundo”[52]. A esa inmanencia ayuda el hecho de que García naciera en Brasil y estuviera siempre muy marcado por la única cultura suramericana, la brasileña, “no cristianizada o mal cristianizada”[53].

Desde esas coordenadas el poeta busca los resortes creativos que golpeen el interior del lector sin que éste lo advierta en un primer momento. De un modo alternativo al correlato objetivo eliotiano, la sensación no es recreada artificialmente mediante la construcción de un conjunto de imágenes dispuestas en orden a crear otra, sino a hacer salir del lector su propia imagen previa, configurada a través del arquetipo colectivo.

Como vemos, lo limítrofe asoma a cada paso que damos en la poética de García: la frontera entre la prosa y la poesía, la realidad y el inconsciente, el yo y el otro. El poema como examen de la distancia, o de la propia idea de distancia, algo que García explicita en su reflexión sobre la “voz”. Aunque hablando de una poeta que está muy lejos de la obra de García, la ruteña Ángeles Mora, el profesor Juan Carlos Rodríguez da una pauta que podemos extrapolar a Horizonte o frontera: “El sentido es el límite, claro está, pero la frontera no es un término geográfico sino precisamente lo que se esconde en el límite. La frontera a la que me refiero, la que va de la voz a la escritura[54]. Este concepto de voz, como sonido interior que surge de las aguas del inconsciente hasta la superficie del poema, a través de la mano, que no puede eliminar las “sombras” que porta, es una de las claves compositivas del poemario, algo a mi parecer muy claro en uno de las piezas más significativas del mismo, “Presencia”:

desde el llanto y la risa, desde fuera
de mi razón, dispuesta a la estocada
dialéctica, triunfal, su sueño insano,
desde el resorte oculto del dolor
llega esta voz que viene agazapada,
destilando sus sombras por mi mano:
Invaden el poema y dicen “no”.

Repensar en esa misma idea, en una “metainsistencia” compositiva, es el objetivo de Horizonte o frontera y, por tanto, ahora debe ser el nuestro (Roland Barthes decía en Mitologías que “el mitólogo […] está condenado al metalenguaje”[55]). En esta dirección, el escritor surafricano Breyten Breytenbach ha escrito que “hay límites que se expresan con ritmos, en el final de la línea, pero no hay fronteras. Las fronteras siempre son distintas de las que parecen en los mapas de gobernantes y conquistadores. [...] El poema es nuestro guía”[56]. En el caso de García el diálogo o tensión entre realidad e irrealidad encuentra numerosas imágenes: el muro, la grieta, la fractura, el río, la imagen de la lluvia en el desierto, sobre la que luego volveremos. En Las palabras de la tribu, refiriéndose a ciertos creadores como Kafka o Musil, José Ángel Valente hacía hincapié en el modo en que estos y otros autores habían conseguido ser la plataforma de la mitificación de la experiencia colectiva; en otras palabras, habían creado textos en los que todos podíamos reconocernos en cuanto globalidad, en cuanto pueblos corrompidos, en cuanto masa. Eduardo García se pone como objetivo llevar a cabo el mismo proceso desde la individualidad, creando poemas que sirvan de plataforma de mitificación de la experiencia individual, de modo que podamos ver reflejado en sus aguas, allí, al fondo del poema, nuestro propio rostro.


Influencias

Son muchas y muy variadas las influencias de la poesía de García y, como vamos viendo, no todas son poéticas[57]. Si tuviera que hacer un mapa de influencias, al modo de Bloom, diría que en su primer libro, Las cartas marcadas, los referentes de García son la poesía española inmediatamente anterior, especialmente Gil de Biedma; la literatura hispanoamericana (especialmente Borges y Cortázar) y la literatura fantástica para No se trata de un juego, y el cosmos referencial que exponemos en este ensayo para Horizonte o frontera. Dentro de las influencias concretas de poetas anteriores, serían destacables Luis Cernuda, Rafael Alberti, el Lorca de Poeta en Nueva York, Francisco Brines y, sobre todo, Claudio Rodríguez. Basta leer un poema de Rodríguez como “Ajeno” para entrar en una órbita de disolución del sujeto dentro de un espacio ficticio –que roza lo fantástico– que nos recuerda mucho el mundo interior de la poética de García. Sobre Rodríguez escribió Dionisio Cañas algo que entiendo extensible a nuestro autor; también para el autor de Don de la ebriedad “el poema tiene una proyección metafísica en el sentido de que queda como memoria del instante poético, en el cual, sin mediaciones algunas, el yo y el objeto se han identificado. A través de lo que los críticos han dado en llamar realismo metafórico, o realismo simbólico, como característica de la poesía de Claudio Rodríguez, éste nos entrega su experiencia del mundo cotidiano, de la materia, fijándola por medio de la poesía en un plano universal”[58]. Ese “realismo simbólico” deviene en García, como hemos visto antes, “realismo visionario”.


El símbolo del desierto en la poesía de García

Y penetra de nuevo en la casa del desierto,
tan injustificado como para Job la lluvia
Lezama Lima, Dador, 1960

Lleno de resonancias religiosas, el topos del desierto ha sido uno de los temas modernos de reflexión no sólo de la poesía (recordemos los primeros versos de Valente: “Cruzo un desierto y su secreta / desolación sin nombre”[59]), sino también de la prosa y la filosofía. Incluso hay autores que se han dedicado casi en exclusiva, como Edmond Jàbes, a este tema, cuya significación es tan amplia como inevitable. Moravia, tras un viaje a través del Sahara apuntaba estas reflexiones: “me parece que la moda del desierto, lugar de muerte en el cual la vida jamás ha podido plasmarse salvo en forma de revelación divina, pone de manifiesto una atávica nostalgia hacia la antigua y fecunda contradicción de un tiempo basculante entre paganismo y cristianismo, entre politeísmo y monoteísmo [...] Vuelvo a repetir, con o sin nostalgia de carácter religioso, que en cualquier caso e desierto es siempre un espacio metafísico. [...] lo demuestran sobre todo los continuos e irresistibles deslizamientos de nuestra mente hacia una dimensión simbólica, en tanto atravesamos sus ámbitos infinitos”[60]. Aquí queríamos llegar; al ámbito de lo simbólico, agudamente traído a colación por Moravia. Según decía Eduardo Cirlot en su Diccionario de símbolos, el desierto es el sitio más propicio para una revelación divina. De las muchas razones que puede haber para ello, Jung, en Psicología y alquimia (1943), la relaciona con un proceso inconsciente de aislamiento psíquico en el cual la retención de energía por imposibilidad de relación con el entorno produce una “imagen sustitutiva equivalente [...] De aquí se deriva que los hombres primitivos vieran en los desiertos, lugares solitarios y despoblados, unos sitios habitados por demonios y seres parecidos”. Ernesto Sábato, en Heterodoxia, lo relacionaba agudamente con el hecho de que es el lugar físico que más se acerca a la abstracción[61]: el único que no parece un lugar. Como vemos, el origen bíblico de la retirada al desierto de Elías para meditar (Libro de los Reyes, III, 19,8) y de Jesús para orar y soportar las tentaciones del diablo (Marcos, 12, 13), tiene una raigambre localizable: la huida al desierto es asimilable a un camino de perfección, un modo de someter el alma a pruebas (v. Miguel de Unamuno, prólogo a Vida de don Quijote y Sancho). Ya que de don Quijote hablamos, bueno será citarle:

- ¿Tiene por ventura gallinas el tal ermitaño?
- Pocos ermitaños están sin ellas –respondió Don Quijote–; porque no son los que agora se usan como aquellos de los desiertos de Egipto, que se vestían con hojas de palma y comían raíces de la tierra. Y no se entienda que por decir bien de aquéllos no lo digo de aquéstos, sino que quiero decir que al rigor y estrecheza de entonces no llegan las penitencias de los de agora [...][62]

No sólo en la tradición cristiana encontramos rastros de este comportamiento: Morieno, preceptor del príncipe omeya Jalid ibn Hazid ibn Mu’Avivah (645-704), cuenta cómo a la pregunta de su padre, el rey, sobre su preferencia a vivir en el yermo, respondió: “no dudo que en los monasterios y en las comunidades disfrutaré de mayor reposo y que tropezaré con un trabajo fatigoso en el desierto y las montañas; pero nadie cosecha lo que no siembra... Es muy estrecho el sendero que conduce a la paz, y nadie puede llegar a ella sino a través de los padecimientos del alma”. Debido a la importancia que Nietzsche tiene en la poética de García, no está de más citar esta referencia de Más allá del bien y el mal:

En los escritos de un eremita óyese siempre también algo del eco del yermo, algo del susurro y del tímido mirara en torno propios de la soledad; hasta en sus palabras más fuertes, hasta en su grito continúa sonando una especie nueva y más peligrosa de silencio, de mutismo. Quién durante años y años, durante días y noches ha estado sentado solo con su alma, en disputa y conversación íntimas, quien en su caverna - que puede ser un laberinto, pero también una mina de oro - convirtióse en osos de cavernas, o en excavador de tesoros, o en guardián de tesoros y dragón: ése tiene unos conceptos que acaban adquiriendo un color crepuscular, propio, un olor tanto de profundidad como de moho, algo incomunicable y repugnante, que lanza un soplo frío sobre todo el que pasa a su lado. El eremita no cree que nunca un filósofo - suponiendo que un filósofo haya comenzado siempre por ser un ermita - haya expresado en libros sus opiniones auténticas y últimas: ¿no se escriben precisamente libros para ocultar lo que escondemos dentro de nosotros? - más aún, pondrá en duda que un filósofo pueda tener en absoluto opiniones “últimas y auténticas”, que en él no haya, no tenga que haber, detrás de cada caverna, una caverna más profunda todavía - un mundo más amplio, más extraño, más rico, situado más allá de la superficie, un abismo detrás de cada fondo detrás de cada “fundamentación”. Toda filosofía es una filosofía de fachada - he aquí un juicio de eremita: “Hay algo arbitrario en el hecho de que él permaneciese quieto aquí, mirase hacia atrás, mirase alrededor, en el hecho de que no cavase más hondo aquí y dejase de lado la azada. Toda filosofía esconde también una filosofía; toda opinión es también un escondite, toda palabra, también una máscara.[63]

La alusión final a la máscara nos resulta de sumo interés porque para García el enmascarado es uno de los muchos avatares del sujeto, y en la división o fractura interna del sujeto, la distancia entre el yo y el yo se representa a través del símbolo del desierto: “Yo soy mi cazador, yo soy la presa; / yo soy quien me sonríe en la penumbra. / Nos separa un papel y sin embargo / no podré cruzar nunca ese desierto” (“No se trata de un juego”). En otro poema del mismo libro, titulado “En el cuadro”, el poeta vuelve a escenificar una división entre el yo y una imagen (la de un cuadro de Chagall), y de nuevo el desierto se interpone entre la voz elocutoria y el destino a alcanzar: “Hace meses crucé por vez primera / el límite impreciso […] el nocturno clamor de la jungla caliente / y a arena dormida del desierto”. En La vida nueva, la imagen es todavía más clara: “Respira en mi interior / (…) una hendidura / abierta entre el desierto y las mareas”. En su último libro, Duermevela, es revelador su poema “Precipicio”: “Soy el que llora en el espejo / y el que contempla su agonía. // Nos separa un desierto inagotable”. De modo que el sujeto, para Eduardo García, es ese ente dividido que se ve obligado a recorrer un gran desierto entre sus dos mitades reconocibles.

Entre los varios usos del desierto en sus poemas (véase “Parirás con dolor”, de La vida nueva), el símbolo de la lluvia en el desierto nos parece especialmente revelador, pues el momento en que la desolación del sujeto dividido o hueco (que no vacío[64]) es redimida por el agua de la lluvia, clara metáfora de la vida, la pulsión y el élan vital. Es un motivo que García ha incluido en varios de sus poemas y es también un tema nietzscheano (Nietzsche lo incluyó en uno de sus poemas), que ha tenido notable descendencia. Borges, en su cuento “El milagro secreto”, dice:

[...] Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras y las leyes del ajedrez. En este punto, se despertó.

También llueve en el desierto, parcialmente borgiano, del relato “Tú, que entraste conmigo”, del peruano Enrique Prochazka[65]. Para Carter Wheelock, estar “en un desierto lluvioso, sintiéndose incapaz de recordar los elementos o las reglas de la imaginación, equivale a estar en la condición mítica primaria, o sea, antes de que el tiempo llegara a existir”[66], a lo que hay que unir que la lluvia es signo purificador (Mircea Eliade, Pérez Rioja). Zheyla Henriksen dice que “la lluvia y el desierto son dos temas a los que Borges da mucha importancia: los dos son signos de revelación. Véase como ejemplo el cuento Los inmortales[67]. Evidentemente, la filóloga se refiere a “El inmortal”, donde podemos leer que el protagonista, el tributo Marco Flaminio Rufo, atraviesa el desierto para buscar la Ciudad de los Inmortales. De regreso, convertido ya en inmortal por accidente, y llevando consigo, sin saberlo aún, a Homero, descansan sobre la arena. “Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa”. La noche anterior –de la que expresamente se dice que también tuvo lugar en el desierto–, Rufo había tenido una pesadilla, y se despertó agradecido por la lluvia, como todos los inmortales. “Parecían –dice Rufo– coribantes a quienes posee la divinidad”. En ese momento, el compañero mudo de Rufo comienza a hablar, y desvela que es Homero. La purificación ha terminado. Tanto en Borges como en Eduardo García la “figura trágica”[68] que representa el desierto en nuestra cultura se convierte gracias a la aparición de la lluvia en salvífica, en purificadora.

El libro donde más desarrolla García el motivo es No se trata de un juego. En el poema “La lluvia en el desierto” la imagen se desanuda, en principio, de la descripción del motivo, deslizándose el poema entre apuntes visuales de objetos cotidianos y conductas diarias, bajo las cuales “brota el hechizo de la luz, / su voz bajo la piel fluye despacio. / Escucha resonar en esta página / sus corceles de viento, sus promesas”; es el lector quien debe asociar esa luz salvadora de la realidad mostrenca con la frescura de la lluvia en el desierto. La imagen se encuentra otras veces incluida en enumeraciones caóticas (influencia borgiana), como en “Tras las últimas casas” (Vio las aguas del Ganges, los fakires, […] / la lluvia en el desierto del Sahara”), o se atisba en momentos puntuales: “el olor de la tierra cuando llueva” (“Oscura voz”). En La vida nueva se recupera el símbolo, ligeramente alterado: “para incendiarse a un tiempo, hombre y mujer, sembrar la tierra / de llamas como ráfagas de lluvia” (“Física aplicada”), y luego se apela a la germinación en “Mientras afuera estallan las semillas”: “[…] estas suelas de arena del desierto […] / y quiero germinar bajo la lluvia”. El resultado es que, a consecuencia del agua caída, el desierto acaba convertido, todo él, en oasis habitable: “Yo sólo vine a ver brotar / mi casa en el desierto” (“Naturaleza muerta”, La vida nueva).

            Como nota al margen, apuntemos que no es Eduardo García el único poeta español contemporáneo que ha sucumbido a la tradición desértica; amén del citado Valente, también es rastreable en Amalia Iglesias Serna[69], Francisco León[70], Antonio Lucas[71], Alejandro Céspedes, Carlos Briones[72] y Julio Martínez Mesanza: “Sólo sabes vivir en el desierto, / alma, y aun el desierto te parece / sometido a la vida innecesaria”[73]. Incluso la imagen de la lluvia en el desierto está bastante presente en nuestra lírica: “Las orillas labradas siembran de tímidos trotes / los desiertos cubiertos de lluvias”, César Antonio Molina (“¿Dónde termina el viaje?”); “En el desierto, pavos reales bajo la lluvia”, Jesús Aguado[74]; “No sabemos por qué, pero sucede / […] Llueve y llueve en mitad de un gran desierto”, Eduardo Jordá[75]; “En el desierto / de la lluvia me abandoné”; J. A. Masoliver Ródenas[76]; “insospechada lluvia / en el desierto de lo que soy”, José Óscar López[77].



El deseo y la celebración

            Desde Horizonte o frontera y hasta Duermevela, pasando por La vida nueva (un título avanzado en un verso de la breve recopilación de poemas Refutación de la elegía, “ya se atreve / a estrenar una vida renovada…”[78]), la poesía de Eduardo García se vuelve más celebratoria y pasional, movida por un deseo que, si bien era más que visible en los poemarios anteriores, cobra ahora una enorme importancia y un lugar central en su lírica. Reencontrándose con la pulsión vital de cierto Claudio Rodríguez (homenajeado en “Don del vuelo”, de La vida nueva) y con la carnalidad de la poesía hispanoamericana y la música brasileña, sus libros últimos están llenos de joie de vivre y de entusiasmo[79]. Esta expansión vital se corresponde con unos textos derramados, en verso libre o versículo largo, volcánicos, en los que el lenguaje y la sensorialidad se entrelazan, dando luz verde a la celebración de la existencia y, sobre todo, al amor, tanto sentimental como erótico. La mente sigue ahí, supervisando el proceso, pero parece que es ahora el cuerpo el que asume la voz cantante y guía la expresividad de los versos, dirigiéndolos al sentido pleno y total de una poesía volcada en el precepto rimbaudiano de changer la vie. En el mismo sentido de cambiar la vida, también debe resaltarse un aspecto que no siempre es señalado al pensar la obra de García, y es su honda carga ideológica, siempre volcada hacia un humanismo crítico y combativo, renuente ante cualquier forma de poder, compasiva hacia los necesitados y esperanzada en un modelo más justo de sociedad. Un lado político que también es apreciable sin dificultad en sus aforismos y prosas.



Conclusiones


La ausencia de un amigo es una sombra
que se queda a vivir en la mirada
Eduardo García
           
La temprana muerte de Eduardo García trunca una carrera que, pese a su breve expansión, se cuenta entre las más exitosas de su grupo de edad, tanto por los reconocimientos obtenidos como por su presencia en todo tipo de antologías, muy dispares en sus criterios selectivos. Junto a su destacable trabajo poético hay que ponderar su interesante trabajo ensayístico, especialmente el sistematizado en La poética del límite, que cierra su trabajo sobre el límite y sobre la búsqueda de un horizonte no del todo racional para encontrar una expresividad lo suficientemente permeable a todas las posibilidades y aconteceres de la existencia. No debemos especular con la obra que García hubiera podido escribir si hubiese vivido más tiempo, porque cualquier proyección en ese sentido traiciona lo ya hecho; en realidad, lo publicado por García, los libros que tenemos a nuestra disposición, conforman una obra de valía más que suficiente para otorgarle, por derecho propio, un lugar incuestionable dentro de la poesía y el pensamiento poético españoles de principios de siglo.













[1] Jordi Gracia, Hijos de la razón. Contraluces de la libertad en las letras españolas de la democracia; Edhasa, Barcelona, 2001, p. 268.
[2] “Escribir para el mercado no me interesa absolutamente nada”, El Semanario / La Calle de Córdoba, 23-29/11/2002, p. 35.
[3] Cf. Eduardo García, “Duermevela: el pasajero de la incertidumbre”; mayo de 2014, en la web del autor, http://www.eduardogarcia.eu/index_archivos/Page1028.htm.
[4] En Jorge Riechmann. Pliegos de poesía de la Universidad de Alicante, nº 31, 2002.
[5] L. Cernuda, “Introducción” a Friedrich Hölderlin, Poemas; introducción y versión de Luis Cernuda (en colaboración con Hans Gebser), Madrid, Visor, 1974, pp. 18-19.
[6] Citado en Miguel Gabriel Ochoa Santos, Mito, filosofía y literatura en la modernidad; Plaza y Valdés, Madrid, 2003, p. 92.
[7] M. Eliade, Imágenes y símbolos; Planeta-Agostini, Buenos Aires, 1994, p. 12.
[8] N. Goodman, Maneras de hacer mundos; Visor, Madrid, 1990, p. 97.
[9] R. Gullón, El simbolismo. Soñadores y visionarios; J. Tablate Miquis Ediciones, Madrid, 1984.
[10] J. Riechmann, en Hora de poesía, nº 100, enero 1996, p. 292.
[11] C. Maillard, La razón estética, Laertes, Barcelona, 1998, p. 55s.
[12] Z. Henriksen, Tiempo sagrado y tiempo profano en Borges y Cortázar; Pliegos, Madrid, 1992, p. 10.
[13] No estoy seguro de dónde tomé esta cita de Jara, probablemente de La modernidad en litigio: la escritura poética de Jenaro Talens; Alfar, 1989.
[14] Gabriel Bou, Iniciación a la poesía; Octaedro, Barcelona, 2001, p. 86.
[15] “La literatura como conocimiento”, entrevista de José Andrés Rojo con Juan José Millás, Cuadernos del Sur, 29/3/1990, p. VI.
[16] R. Reitzenstein, Das iranische Erlösungsmysterium, 1921. También está, como apunta Rudolf Kassner en Die Geburt Christi, entre razón e imaginación, algo especialmente útil para entender la poética de García: “esto significa que la razón y la imaginación es una. ¿Pero no vive la poesía como tal, del abismo entre ambas? [...] En el mundo mágico-mítico, la métrica, la estrofa, la línea, el verso, las palabras del verso y las letras eran sagradas. Los poetas eran profetas” (citado por Auden en La mano del teñidor, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 1999, p. 317).
[17] The Philosophy of Literary Forms. Studies in Symbolic Action, Lousiana Univ. Press, 1941.
[18] Citado en Geo Widengren, Fenomenología de la religión, Ed. Cristiandad, Madrid, 1976, p. 158.
[19] E. García, Una poética del límite; Pre-Textos, Valencia, 2005, p. 105.
[20] S. T. Coleridge, Biographia Literaria; vol. 2, Routledge & Paul Kegan, London, 1983, p. 6.
[21] Villanueva, Teorías del realismo literario; Biblioteca Nueva, Madrid, 2004, p. 88.
[22] Como señala Jaime Alazraki en su obra sobre la prosa de Cortázar, “así entendido, lo fantástico representa no ya una evasión o una digresión imaginativa de la realidad sino, por el contrario, una forma de penetrar en ella más allá de los sistemas que la fijan a un orden que en literatura reconocemos como ‘realismo’, pero que, en términos epistemológicos se define en nuestra aprehensión racionalista de la realidad” (En busca del unicornio. Los cuentos de Julio Cortázar; Gredos, Madrid, 1983, p. 84).
[23] Citado en Ana María Fernández, Teoría de la novela en Unamuno, Ortega y Cortázar; Pliegos, Madrid, 1991, p. 107.
[24] E. García, Las islas sumergidas; Cuadernos del Vigía, Granada, 2014, p. 61.
[25] Como ejemplo valdrían los poemas de Horizonte o frontera “En la estación” o “La huella de una ausencia”; trasladando al sujeto la imagen, “En otra ciudad” o “Intruso”.
[26] Z. Henriksen, op. cit., p. 25.
[27] “Las familiares diatribas contra el «escapismo», «el individualismo», «el romanticismo», y otras, son meros recursos de sofistas, cuya finalidad es hacer respetable la perversión de la historia”; George Orwell, La defensa de la literatura, 1946.
[28] Hans-George Gadamer, “Mito y razón” (1954), en Mito y razón, Paidós, 1999, pp. 15-6, 21. El tema del reencantamiento del mundo tiene una profusa bibliografía filosófica, aunque no siempre linda con las claves literarias aquí expuestas: véase Michel Maffesoli, “El reencantamiento del mundo”, Sociológica, vol. 17, nº 48, 2002, pp. 133-49; Ricardo Tejada, Schelling o el reencantamiento del mundo; Universidad de Santiago de Compostela, 1999; Luis Alarcón, “Reencantamiento del mundo”, A Parte Rei: revista de filosofía, nº 12, 2000; José Enrique Rodríguez-Ibáñez, “Habermas y Parsons: la búsqueda del reencantamiento del mundo”, REIS. Revista Española de Investigaciones Sociológicas, nº 16, 1981, pp. 91-122.
[29] M. Foucault, “Qué es un autor”, Obras esenciales, I. Entre filosofía y literatura; Paidós, Barcelona, 1999, p. 342.
[30] Robert Langbaum, La poesía de la experiencia (1957), Comares, Granada, 1996, p. 67.
[31] E. García, “El reencantamiento del mundo”, Hélice, 14, enero 2001.
[32] “Nos encontramos, pues, en una época esencialmente mítica, mitificadora. Pero a diferencia de las eras en las que la no existencia de los medios de información de las masas confería al mito el poder de dar un sentido al universo, actualmente el mito ha resultado ser un instrumento para limitar conservadoramente el pensamiento, es decir, una estrategia de evasión”; J. M. Castellet, “Prólogo”, Nueve novísimos poetas españoles (1970), Península, Barcelona, 2001, p. 30.
[33] En las “hondas lejanías” (Eduardo García, No se trata de un juego; Diputación de Granada, col. Maillot Amarillo, Granada, 2004, p. 48) del autor laten las de Alberti, pero quizá también la aserción de Heidegger por la cual el ser humano es “un ser de lejanías”, aunque la frase no debe entenderse en un sentido espacial, sino metafísico, como recuerdan Jorge E. Rivera y María Teresa Stuven, Comentario a “Ser y tiempo” de Martin Heidegger; Ediciones UC, Santiago de Chile, 2010, p. 112.
[34] E. García, Una poética del límite, op. cit., p. 147.
[35] A. Neuman, “Prólogo” a Eduardo García, No se trata de un juego; Diputación de Granada, col. Maillot Amarillo, Granada, 2004, p. 30.
[36] Otra conexión, tan curiosa como casual: “Desde dentro, / se quiebra el horizonte / [...] Más allá, / el espacio baldío de un desierto / que marca la frontera”; Francisco Ruiz Noguera, “Frontera”, El oro de los sueños, Hiperión, Madrid, 2002, p. 21; no conexión sino clara influencia de García se advierte en el último poema inédito de Andrés Neuman incluido en la antología de Luis Antonio de Villena La lógica de Orfeo (Visor, 2003).
[37] Cf. el poema “Cáscara” en La vida nueva; Visor, Madrid, 2008, p. 37.
[38] Citado en Hilda R. May, La poesía de Gonzalo Rojas; Hiperión, Madrid, 1991, p. 42.
[39] R. Langbaum, op. cit., p. 191.
[40] Roberto Juarroz, Poesía y realidad, Pre-Textos, Valencia, 1992, p. 32.
[41] Además de en García y Juarroz puede verse en Juan Ramón (“para mí la poesía es algo divino, alado”), María Zambrano y buena parte de la poesía del silencio, en Canciones allende lo humano, de Jorge Riechmann, y en poetas lejanos de la tradición hispánica como Blake (“Mis libros constituyen las sagradas escrituras de la Nueva Jerusalén”), Wallace Stevens (“Lo abstracto ficticio es tan inmanente en la mente del poeta como la idea de Dios es inmanente en la mente del teólogo”, Letters, nº 434), Blok (“hay que escribir poesía como si fuera Dios quien te mira”; Marina Tsvietáieva, dice en El arte a la luz de la conciencia  que esas palabras de Blok son “sagradas”) o Carl Sandburg.
[42] Jürgen Habermas, Pensamiento postmetafísico; Taurus, Madrid, 1990, p. 36.
[43] Josep Casals, Constelación de pasaje. Imagen, experiencia, locura; Anagrama, Barcelona, 2016, p. 946.
[44] Neuman rescata en su prólogo una perla de Eduardo García en este sentido, al responder a Rafael Vargas en estos términos junguianos: “Creo que somos plurales. La sombra, nuestro oculto lado maligno que contradice sistemáticamente nuestros buenos propósitos, es tan sólo una de las muchas voces que coexisten en conflicto dentro de cada uno de nosotros. Es cierto que existe un yo central que trata de armonizar las otras voces. Por mi parte, trato de ceder la palabra a esas voces” (Neuman, op. cit., p. 18).
[45] E. García en Luis Antonio de Villena, La lógica de Orfeo, Visor, Madrid, 2003, p. 78. “La existencia se vuelve humana cuando se torna parlante, sexuada, mortal. (…) III. La existencia parlante, sexuada y mortal, no se apropia sin más del sexo, la muerte y la lengua. La asunción de estas tres determinaciones no implica una suma, es más bien una fractura que hace surgir una subjetividad escindida, una herida inaugural incurable que arroja a la existencia fuera de sí”; Jorge Alemán, “Existencia y sexo: notas sobre psicoanálisis”, en revista digital Antroposmoderno (www.antroposmoderno.com/antro-articulo.php?id_articulo=736).
[46] M. Á. Vázquez Medel, “El proceso de subjetivación en la crisis de la modernidad”, en Juan Bargalló (ed.), Identidad y alteridad: aproximación al tema del doble; Alfar, Sevilla, 1994, p. 55.
[47] W B. Yeats, “Blake y las ilustraciones” (1897), Teatro completo y otras obras, Aguilar, Madrid, 1962, p. 1155.
[48] S. Dalí, “La conquista de lo Irracional”, Conversations with Dalí; Dutton, Nueva York, 1969.
[49] Jacques Derrida, Cómo no hablar y otros textos; Proyecto A., Barcelona, 1997, p. 74.
[50] Entre otros, Jung, Psicología y alquimia (1943), Plaza, B., 1977, p. 207.
[51] Johannes Messner, Ética social, política y económica a la luz del derecho natural, Rialp, Madrid, 1967, p. 22.
[52] Giorgio Colli, El nacimiento de la filosofía (1975); Tusquets, Barcelona, 1994, p. 58.
[53] Eduardo Subirats, Viaje al fin del paraíso; Losada, Madrid, 2005, p. 39.
[54] Juan Carlos Rodríguez, Dichos y hechos, Hiperión, Madrid, 1999, p. 211.
[55] R. Barthes, Mitologías; Siglo XXI, México D.F., 1999, p. 255.
[56] “Nómadas”, en Letra Internacional, nº 74, 2002, p. 3.
[57] Cf. a este respecto la poética que García incluye en Manuel Rico y Diego Jesús Jiménez (eds.), Pasar la página, revista Diálogo de la lengua, nº 4, primavera 2000.
[58] Dionisio Cañas, Poesía y percepción, Hiperión, Madrid, 1984, p. 107.
[59] Véase V. L. Mora, “Desierto contra espejo. Por qué Valente tenía que ser mejor”, en Jordi Doce y Marta Agudo (eds.), Pájaros raíces. En torno a José Ángel Valente; Abada Editores, Madrid, 2010.
[60] Alberto Moravia, “Carta a un amigo sedentario”, en Cuadernos del Sur, 27/9/1990, p. 24.
[61] Ernesto Sábato, Heterodoxia, dentro de VVAA, Los premios Cervantes de literatura; Plaza & Janés, Madrid, 1992, p. 246.
[62] Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, parte II, cap. XXIV. Véanse las reflexiones de Sloterdijk en Extrañamiento del mundo. “En esta segunda parte todos son inocentes pero todos sufren castigo: es el desierto”, Félix de Azúa, El velo en el rostro de Agamenón, El Bardo, Barcelona, 1970.
[63] F. Nietzsche, Más allá del bien y el mal, § 289.
[64] La diferencia entre sujeto hueco y vacío se explicará en El yo boscoso. Véase el poema de García “El hueco y el impulso” en La vida nueva, op. cit., p. 45, o “Casa con vistas al mar”, p. 47, del mismo poemario, donde se lee: “repliégate hacia adentro / para escuchar mejor la resonancia (…) sobrevuela / tu mirada interior estas paredes”. En “Al encuentro” leemos: “respira en mi interior un hueco que se expande” (La vida nueva, p. 50). En Refutación de la elegía, un libro anterior, escribe García: “Vivir es desear lo que no ha sido. / Rondar siempre ese hueco es mi destino”; Eduardo García, Refutación de la elegía; Centro Cultural Generación del 27, Málaga, 2006, p. 17.
[65] E. Prochazka, Cuarenta sílabas, catorce palabras; 451 Editores, Madrid, 2008, p. 106.
[66] Carter Wheelock, The Mythmaker: A Study on Motif and Symbol in the Short Stories of Jorge Luis Borges (University of Texas, 1969).
[67] Tiempo sagrado y tiempo profano en Borges y Cortázar, Pliegos, Madrid, 1992.
[68] “En este tiempo en que las formas de aniquilación adquieren dimensiones planetarias, el desierto, fin y medio de la civilización, designa esa figura trágica que la modernidad prefiere la reflexión metafísica sobre la nada. El desierto gana, en él leemos la amenaza absoluta, el poder de lo negativo, el símbolo del trabajo mortífero de los tiempos modernos hasta su término apocalíptico”, Gilles Lipovetsky, La era del vacío (1983), Anagrama, Barcelona, 1996, p. 34. La lluvia en el desierto se opone a este estado de cosas, y en concreto a una, la “indiferencia ante el sentido” que denuncia Lipovetsky tres páginas después.
[69] Amalia Iglesias Serna, “Arena”, en Antes de nada, después de todo (Univ. País Vasco, 2003), p. 96.
[70] Francisco León, Terraria; La Garúa Libros, Santa Coloma de Gramenet, 2006, p. 37.
[71] Antonio Lucas, “Soliloquio”, Las máscaras; DVD, 2004, p. 71.
[72] C. Briones, “Sin principio ni fin”, en Memoria de la luz, DVD, Barcelona, 2002.
[73] “Cuestiones naturales III”, en Némesis, nº 5, junio 2001.
[74] Jesús Aguado, La astucia del vacío. Cuadernos de Bernarés (1987-2004); Narila, Málaga, 2005, p. 117.
[75] E. Jordá, “Pero sucede”, Ciudades de paso; Pre-Textos, Valencia, 2001, p. 80.
[76] J. A. Masoliver Ródenas, Poesía reunida; Acantilado, Barcelona, 1999, p. 346.
[77] José Óscar López, Vigilia del asesino; Celesta, Madrid, 2014, p. 26.
[78] Eduardo García, Refutación de la elegía; op. Cit., p. 33.
[79] Cf. su seminal poema “Para no renunciar al entusiasmo”, que cierra La vida nueva.