Aunque faltan algunas entregas de los Ensayos a la intemperie que vamos subiendo en las últimas semanas, las entradas ya publicadas han suscitado esta polémica, informada y brillante respuesta del escritor y profesor Adolfo Mendébil, español residente en Rumanía desde hace años y lector y crítico atento del panorama literario, como podrá verse a continuación. Le agradezco mucho el envío de esta pieza, porque suscitar el debate era y sigue siendo uno de los objetivos prioritarios de este blog.
La
desincronización de la escritura con el presente: reflexiones sobre hantología
y estética relacional a propósito de Ensayos
a la intemperie
Adolfo
Mendébil
Por lo demás, se trata de alcanzar la alienación total
Un incendio invisible, Sara
Mesa
En
primer lugar, gracias por escribir y compartir esta serie de entradas, Vicente
Luis. Creo que este tipo de discursos que denuncian la precariedad del escritor
(pero también del crítico) son hoy día justamente los más necesarios. El caso
es que dan mucho que pensar las reflexiones y argumentos que has plasmado en
estas entradas. Tanto es así que me gustaría compartir algunos pensamientos
aleatorios e ideas dispersas que me ha suscitado la lectura. Perdón de antemano
por la extensión, pero creo que merece la pena no ser breve esta vez.
En
cuanto a la condición de la literatura como mercancía, cabe preguntarse ya que
estamos, en efecto, si la literatura puede ser considerada una mercancía como
tal. Como bien arguyes, “los escritores sólo generan textos inmateriales que
otros (los editores) se encargan de convertir en cosas”. Lo que se comercia en
literatura no es la literatura misma, sino el libro como objeto. El bien de
consumo. La propia mercancía con la que se negocia. Y justo creo que debatiendo
en estos términos podemos hallar, no sé si una respuesta, pero sí algunas
pautas para despejar dudas.
Según
lo apuntado, la desobjetualización de la era digital ha generado una crisis de
la mercancía y de los objetos de arte, por lo menos en aquellos que pueden ser
reproducidos íntegramente en el medio digital (ebook en literatura, copias digitales
en archivos .flac o .mkv para el caso de la música y el cine), a diferencia de
las artes plásticas o escénicas, que son irreproducibles digitalmente por más
que insista el manido tópico benjaminiano (lo que se reproduce realmente es una
metaimagen, pero no una copia exacta de esa imagen). Así pues, esta crisis de
la mercancía a través de la desobjetualización del arte no sólo está afectando
a la literatura, sino también y mucho antes afectó a la música y el cine.
Y
a eso voy. Si comparamos el modo en que la música y el cine han buscado
ingresos alternativos a la venta de mercancías musicales y cinematográficas (vinilo,
CD, VHS, DVD, Blu-ray, etc.), la literatura no ha sabido reinventarse con la llegada
del ebook. Por diversas razones que paso a exponer y que me gustaría compartir,
como digo, para ampliar el debate.
1.
El espectáculo como nueva mercancía
Considero
que lo primero de todo que debemos tener en cuenta es que el mundo del arte ha
dejado de comerciar con mercancías para negociar con espectáculos. Incluso el
arte plástico, donde todavía se mantiene el culto a la singularidad del objeto,
cada vez se aproxima más a un modelo artístico relacional. Happenings, montajes,
instalaciones, arte callejero, el modelo situacionista en general, son
prácticamente las formas de arte plástico-visual predominantes en nuestra
época. Lo mismo sucede con la música, cuyos ingresos proceden en su mayoría de
los conciertos, es decir, de los espectáculos, siendo su mayor exponente los
festivales multitudinarios. Y otro tanto puede decirse del cine, arte
supeditado a la taquilla, especialmente en sus primeras semanas de estreno.
A
diferencia de las expresiones mencionadas, la literatura, que no la lírica,
carece de esta posibilidad. Carece de la posibilidad de devenir en espectáculo.
Las jam de escritura o los recitales de poesía se aproximan más al concepto
clásico de la lírica primitiva como triunica choreia de la Grecia arcaica que como
literatura propiamente dicha: el arte de poner negro sobre blanco la expresión
oral del ser humano.
Es
verdad que los escritores tienen la posibilidad de generar ingresos
complementarios con las giras literarias, las conferencias y participaciones en
congresos, pero casi siempre sirven para cubrir gastos y se conciben tanto más,
salvo en el caso de los grandes nombres, como una forma de promoción, cuanto
que un verdadero medio de vida. Y ni de lejos pueden competir con espectáculos
tales como los festivales de música y los estrenos de cine.
Asimismo,
no existen subvenciones literarias comparables a las artísticas pero tampoco
espacios reales de interacción del escritor con el público. Los festivales del
libro son eventos pensados para el editor y no tanto para el escritor.
Identificarlo como espectáculo literario propiamente dicho sería como confundir
el museo con la feria del arte, o un concierto con la feria del disco. Máxime
cuando rara vez en las ferias del libro se cobra entrada o se organizan como
plataforma para generar ingresos directos.
De
hecho, siguiendo el hilo de la argumentación la pregunta crucial está servida:
¿existe posibilidad de generar un espacio literario en el mundo real siendo
como es la literatura un arte cuyo espacio efectivo es la imaginación?
O
si cabe una pregunta de mayor calado y con mayor potencial polémico: ¿Es la
literatura estética?
2.
La literatura no es “estética”
En
la sociedad imagocéntrica (el concepto es de De la Flor) movido por la estética
en su estado más literal (la percepción sensorial pura de las formas, no la
percepción intelectiva de los conceptos aprehendidos por las categorías
estéticas inherentes al juicio), la literatura tiene todo que perder. A
diferencia del resto de artes ni es visual ni es escénica. Carece del poder de
la opsis (aunque sí de la phantasia), pues su medio natural no es físico (no es
audiovisual, sino conceptual, intelectual, fantasmagórico como diría Platón).
Claro
está que en este sentido lo lógico sería apostar, siguiendo tu teoría
tecnoliteraria, por un concepto pangeico de la literatura. Optar, en definitiva,
por el concepto tecnográfico de Danielewski, cuya obra, a mi juicio, ha
generado más ruido por el modo de convertir el libro en un objeto de arte y la
escritura en un diseño de la pantpágina, como tú bien has explicado en El lectoespectador, que por la manera en
que la tortuosa y agónica forma de presentar el aspecto gráfico de la escritura
refleja la naturaleza tortuosa y agónica de la historia (véase la lectura de
Dayo Script en su videocrítica “¿Por qué nos fascina la cuarta pared?”).
La
apuesta por lo pangeico y sus variantes tanto analógicas como digitales es
interesante precisamente por la posibilidad que abre para muchos escritores:
vender algo más que literatura. No un acceso, un portal a la imaginación, pues
en ello reside la esencia de lo literario, sino un objeto de arte, una pieza
cuyo valor mercantil no sólo reside en su contenido sino por añadidura en su
continente.
La
literatura accede así al reino de la estética en su sentido literal. La
literatura se vuelve estética y por tanto conecta mejor con un mundo rendido
justamente a la estética (no es casual que a un crítico puramente millenial
como Dayo Script, que no se ha formado en el mundo anterior a la crítica
afterpop, tome como referente literario del nuevo siglo la obra de
Danielewski). Y no piense el crítico más ortodoxo que es disparatada esta
concepción tecnoliteraria como alternativa, pues no viene a ser más que un
remedo en la era digital de los libros de horas medievales o los compendios barrocos
de emblemas y empresas. De hecho, es el claro síntoma de las épocas de crisis,
de cambio, de agotamiento de las formas tradicionales, de manierismo en los
términos en los que lo define el erudito Curtius.
3.
¿Es posible un Netflix de la literatura?
Por
otro lado, si algo impide que la clase media literaria vea recompensado ese “tiempo
dedicado a un esfuerzo que debería ser productivo”, no creo que venga motivado
únicamente por que “al sistema no le conviene que lo sea”. La realidad es que
los medios y cauces de promoción literaria son lamentables por cuanto son de lo
más primitivo. No existe una red social propiamente de escritores. A diferencia
de la música que encontró en Myspace y ahora en Bandcamp una forma de difusión
masiva para atraer a los oyentes y acercar a los coleccionistas a las bandas
indies, no existe una bomba de oxígeno semejante para esos escritores jóvenes (por
jóvenes entiendo escritores y escritoras menores de 30 años) que hace años sí “se
colaban, como promesas, en los catálogos de las grandes editoriales”. Digamos
que la literatura ha carecido y carece de cuanto significó DeviantArt en su día
y cuanto significa hoy día Instagram para los creadores plásticos y visuales.
Comoquiera
que sea los agentes literarios en todo su espectro no han sabido todavía o no
han encontrado la forma de convertir las redes sociales en firmes aliados de su
causa. Quizás Twitter es la red social a la que mayor partido le está sacando
el mundo de la literatura, pero también es verdad que, más allá de la lírica,
la microficción, la gnómica posmoderna o las diversas formas de minimalismo
literario actuales, para el novelista o narrador rara vez se postula como un
medio efectivo de difusión de su obra.
Tampoco
el mercado ha sabido adaptarse a los formatos de consumo literario mediante un
modelo paralelo al streaming. La industria del cine y las series han encontrado
en Netflix y similares un formato que permite darse a conocer y crecer como
artista en la industria. Lo mismo sucede con Spotify en música y con Steam en
el mundo de los videojuegos: son plataformas de distribución y gestión de
derechos que suponen una alternativa de ingresos para los creadores digitales.
No
existe, por desgracia, un modelo semejante, cuando menos tan consolidado en el
campo de la literatura, que ofrezca la posibilidad de pagar cuotas y leer en una
red digital de bibliotecas y catálogos de libros (me refiero a la posibilidad
de disponer de una plataforma similar o parecida a la biblioteca digital del
Instituto Cervantes pero ampliada a todo el sector editorial). He aquí tal vez
uno de los problemas que alejan a la literatura de los cauces de distribución
de nuestro tiempo.
Debemos
pensar que de media un ebook cuesta prácticamente lo que un plan de suscripción
a Netflix o Spotify (el ebook de Homo
Lubitz, por ejemplo, cuesta en planeta de libros 9,99 euros, si mal no
recuerdo lo mismo que una mensualidad de Netflix). La literatura por no perder
ingresos a corto plazo en este sentido pierde visibilidad e impacto social, lo
cual tendrá una repercusión enorme de cara el futuro. Resistirse a este modelo
de negocio es básicamente dar cumplido el dicho “pan para hoy, hambre para
mañana”. Si ya nos estamos quejando ahora de que no existe posibilidad de ver
recompensado el esfuerzo económico de la creación literaria, en cuestión de
décadas será inviable e insostenible para el escritor si no se encuentra alguna
solución, como así lo ha hecho la industria musical, audiovisual y del
videojuego a través del streaming. No digo que sea la panacea, pero como mínimo
es un intento de subsanar la pérdida de ingresos que está sufriendo y ha
sufrido la clase media de la literatura.
4.
Tirar una raya y hacer la suma: la literatura y los millenials
Tema
aparte es la recepción del público y la visión que se suele tener, en nuestro
país sobre todo, del mundo literario y la escritura. Si la volvemos a comparar
con la música la brecha es insalvable. Un caso como el de C.Tangana y el trap en
España confirma que no es tanto que al sistema no le convenga que la literatura
de clase media llegue al gran público, sino que esa literatura, que no es comercial
pero tiene potencial de serlo, tampoco ha sabido conectar con las nuevas
generaciones y en especial con las inquietudes del presente. No ha encontrado todavía
el lenguaje quizás o el medio de difundir una imagen diferente, modernizada,
alejada de la visión rancia de los libros que tienen la mayoría de jóvenes y no
tan jóvenes. Es decir, favorecer una conectividad alternativa, diferente,
fresca como diría algún moderno, para subsanar la desconexión de la literatura
con las nuevas generaciones. Y urge encontrarla, urge conectar con el nuevo
público, a menos que pretendamos hundir la literatura del todo y verla reducida
a una expresión intelectual como lo son hoy día el teatro, el ballet o la
ópera.
Por
lo tanto, no es un problema de que al mercado no le interese, creo, a juzgar
por cómo el trap ha irrumpido en el mercado discográfico español (incluso recuérdese
atacando al propio capitalismo –en este sentido no hay nada más avant-pop que
el rap y el trap–), sino que al gran público (llamémosle millenial por
prostituida que resulte la etiqueta) no le interesa realmente la literatura (ya
sea independiente o no) que se está escribiendo. No porque no le interesen los
libros y la escritura (ahí están ciertos poemarios posnoventistas que se han
vuelto virales para demostrar lo contrario), sino que la literatura como arte
suscita todo menos pasión, por la propia imagen que la crítica y los
intelectuales en España suelen ofrecer de ella, máxime en un mundo, como decía
antes, movido por y para la “estética”.
La
literatura (española) se relaciona y con razón con el pasado, con lo viejo, con
el mundo abuelo, con los señoros de derechas y los intelectuales progres. Se
contempla en su conjunto como una sarta de batallitas, en el sentir general,
que poco o nada tiene que ver con el acelerado y disruptivo mundo que nos ha
tocado vivir. No se me malinterprete: no se trata de abogar por el vandalismo
literario, sino de describir abiertamente y sin tapujos la imagen que la
literatura española proyecta en las nuevas generaciones de nativos digitales.
En
este sentido Agustín Fernández Mallo u Óscar García Sierra han sido la excepción
que confirma la regla: la regla de que la literatura española, por más que nos
duela decirlo, es especialista en lloriqueos patrios y literatura de calcetar
para señoras bien, o en su defecto chick-lit con trasfondo feminista de
mercadillo o autoficción onanista-intelectualoide de cartón piedra para
machirulos que siguen creyendo que a Mary Shelley le escribió Frankenstein su marido.
Tampoco
es cuestión de reivindicar una literatura zangolotina que conecte con los
seguidores de El Rubius, pues este tipo de literatura suele, como la tendencia
musical de turno, durar lo que tarda en madurar la nueva generación (¿alguien
se acuerda a estas alturas de Skrillex?). Pero como mínimo parece necesario
reivindicar una literatura que se aproxime a las rarezas de un Katchadjian o a
la mirada crítica de Schweblin, es decir, al modelo de una literatura como la
argentina, que parece estar conectando infinitamente mejor con el público de
nueva generación, pero ganándose al mismo tiempo el respeto de los popes. La
mayor parte de los críticos extranjeros lo reconocen abiertamente: poco o nada
tiene que hacer España en términos literarios frente a la literatura del Cono
Sur. Y he aquí lo lamentable: por más que en España exista esta literatura como
existe en Argentina o Chile, no es visible por la propia imagen que la crítica
literaria española ha ido generando de sí misma desde los tiempos de Menéndez
Pelayo. Por más que se ha intentado en los últimos años enmendar esta imagen de
la literatura española (este blog es un clarísimo ejemplo), lo cierto es que no
hay manera de dejar de tirar una raya, como decía Ortega y Gasset, y hacer la
suma. Guste o no, la literatura española es árida como el desierto de lo real.
Introduzco
en este punto el que para mí es el problema de fondo: la crítica en todas sus
acepciones. Así pues, no me refiero aquí tanto a la crítica académica, que goza
de muy buena salud, sino al espíritu crítico de un público (culto) que se mueve
por y para la imagen literaria que ofrece de sí mismo. Me explico: todo el
mundo alaba la escritura de Sara Mesa, pero ¿cuántos de los lectores que han
leído sus novelas pueden explicar por qué les ha entusiasmado tanto Cuatro por cuatro o Un incendio invisible? Lo mismo podría decirse del entusiasta de
Martín Giráldez o, si se me permite, de todo el mutacionismo en general. No se
trata de elitismo por parte de los críticos académicos, sino de un esnobismo
extendido entre los lectores actuales interesados más en la postal literaria de
Facebook que en el verdadero contenido de la obra de arte. Quien esté libre de
culpa que tire la primera piedra. No será mi caso.
5.
Hantología de la literatura o la nostalgia de los futuros perdidos
Ahora
bien, tampoco debemos sacar las cosas de quicio. No creo que se trate aquí de
un caso semejante al del traje nuevo del emperador (o si lo prefieren los
carpetovetónicos, del paño del rey en El
conde Lucanor), donde todo el mundo confirma cínicamente cuanto se espera oír
por miedo a contradecir la opinión de la masa. Sino porque esa función, la
función de interesarse por el contenido de la obra, por la filosofía del arte
de la escritura, en realidad le corresponde al crítico. Como alegaban los
idealistas alemanes, el arte y por tanto la literatura es la capacidad de
racionalizar lo irracional. Y he aquí lo que diferencia al lector del crítico:
mientras el lector se deja llevar por la irracionalidad racionalizada (en
cristiano, el significado, la imaginación, la propia lectura), el crítico trata
de comprender y explicar al común de los lectores, mediante el estudio de los
propios mecanismos literarios de racionalización de la irracionalidad (la
forma, la estructura, la significación), el porqué de ese placer “estético”,
más allá de los sentidos, que provoca la literatura en nosotros.
En
esto es en lo que lleva fracasando la crítica desde Barthes (salvando
excepciones como George Steiner, Harold Bloom o Umberto Eco, que sí han sabido
conectar con el gran público). Los críticos, máxime los académicos, sabemos
explicarnos los unos a los otros por qué leemos lo que leemos, pero somos
incapaces de explicar esto mismo al común de los lectores. Quizás porque no
hemos acabado de asimilar del todo en qué consiste la literatura de nuestro
tiempo; quizás porque el discurso crítico se ha teorizado de tal modo en este
presente post-utópico y post-marxista del arte que resulta imposible ya hablar
del propio arte en el sentido más estricto.
Adonde
quiero llegar con todo este discurso es que son muchísimos los aspectos que
inciden sobre el modo en que la literatura está perdiendo su hegemonía en el
mercado cultural frente a sus competidores. No recuerdo quién era, creo que
Orejudo, que decía en una entrevista que a la literatura le habían salido unos
durísimos competidores, y lo cierto es que nuestro gremio no está sabiendo
reinventarse y renovarse para entrar de una vez en el nuevo siglo. De hecho,
sólo hace falta acudir a cualquier biblioteca (en las universitarias el caso es
extremo) y observar dónde suele encontrarse y localizarse la literatura del
nuevo siglo: o bien como apéndice del siglo XX, figurando los escritores del
siglo XXI junto a Laforet, Ferlosio o Marías, o bien enterrados entre las
montañas de literatura basura y productos literarios de usar y tirar que se
amontonan en la sección de novedades.
La
realidad es que llevamos casi dos décadas del nuevo siglo y todavía seguimos
sin aceptar que el siglo XX y con él su literatura ha muerto. Hasta tal punto
que la literatura de nueva generación y junto a ella la crítica parecen
incapaces de escapar de esta fenomenología del fin, este entierro perpetuo de
lo literario que, como el cadáver del padre en la novela de Barthelme, no deja
de ser un lastre pesado del que somos incapaces de librarnos.
Parece
que la literatura del siglo XXI, más que una literatura de la globalización y
la transformación digital de la vida y el mundo como habría de ser, se comporta
como un espectro de la literatura del siglo XX, como una continuación de la modernidad
literaria de un futuro alternativo perdido, a la manera de una hantología
derrideana según Fisher, que no ha llegado a cumplirse y hacerse presente
porque Internet así lo ha impedido. En otras palabras, parece como si la mayor
parte de la literatura del presente no aceptase que Internet lo ha cambiado
todo, que resulta imposible seguir escribiendo como en el siglo XX, y que como
diría Sloterdijk el texto y con él la literatura ha perdido para siempre el
centro de poder cultural.
A
partir de ahí creo que se explicaría todo lo demás. No achacaría al mercado o
al propio sistema la desaparición de la clase media literaria, cuanto a unos
agentes literarios en todo su espectro (me incluyo el primero) que no han
sabido adaptarse a los nuevos tiempos. Desde los escritores que siguen
empeñados en escribir como si viviésemos en 1990 y no existiera Internet (o
cuanto lo intentan, pienso en la última novela de Muñoz Molina, es por
evidentes intereses creados, por más que personalmente celebre la apuesta); los
editores que no ceden en sus pretensiones de resistir a la realidad, hacinados
en un nicho de mercado que se estrecha y estrecha hasta que sólo quedará
espacio para su propio cadáver; y los lectores que siguen añorando de forma
cínica (pues la demandan pero luego ni la compran ni la leen) una literatura
que no puede competir de ninguna de las maneras con las series, el cine o los
videojuegos.
Analizando
la situación parece como si hubiera una desincronización entre la literatura y
nuestro tiempo. Como si no acabarán de compenetrarse temporalmente. O quizás
sea que la función de la literatura pasa por esto mismo: preservar la tradición
y prolongar un espectro del pasado en el futuro. Una hantología del futuro
desde el pasado que confluye en nuestro presente. Un negativo de la realidad. O
simplemente un reino de muerte. Ya lo decía el genial Quevedo: leer no es más
que hablar con muertos.
Gracias
por el tiempo y el espacio,
Adolfo
Mendébil
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2 comentarios:
Muy interesantes las reflexiones que hace Adolfo Mendébil. Pero cuando he leído una frase adversativa como esta "Carece del poder de la opsis (aunque sí de la phantasía) pues su medio natural no es físico (no es audiovisual, sino conceptual, intelectual , fantasmagórico como diría Platón." Me parece que si hablamos del pensamiento de Platón no se puede oponer el poder de la opsis a lo "fantasmagórico" de Platón, ya que según Platón la μίμησις φανταστική era consustancial a todas las artes tanto si eran físicas como conceptuales.
Percibo también una contradicción cuando en el apartado 2. lo titula "La literatura no es "estética" y en el apartado 5. dice: "el porqué de ese placer "estético", más allá de los sentidos, que provoca la literatura en nosotros." En mi opinión negar la estética (sin comillas) que hay en la literatura es negar la literatura.
En cuanto a la hantología derrideana, desde mi punto de vista llevaba siglos practicándose antes de que Derrida creara el neologismo, y difícilmente nos vamos a deshacer de ella.
Saludos y gracias por crear este debate.
Estimado Ilhki, este comentario se me quedó colgado por culpa del sistema, que no me avisó de su llegada. Lo publico, pidiéndote perdón por la tardanza. Un saludo.
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