domingo, 24 de marzo de 2019

Paseos por algunos libros




Uno de mis géneros literarios favoritos, que alguna vez he practicado, es el compuesto por aquellos textos que generan dudas sobre su autenticidad o autoría, sea desde la intertextualidad de los textos, sea a través de las figuras del heterónimo, el seudónimo, el apócrifo o la anonimia. En las librerías aparecen a la vez tres novedades de este tipo: el libro de poemas de Dolan Mor, Antología de Spoon Raven (Candaya, 2018), el libro de poemas y aforismos Neptura de atarjeas (Ediciones Franz, 2018) de Manuel Martins y el inclasificable Libro de las máscaras (Pre-Textos, 2018) de Javier Vela, donde aforismos reales del autor —disfrazados de apócrifos— conviven con citas reales bajo la forma de un falso manuscrito encontrado. No hago más referencias a este meritorio y original libro de Vela porque hablo en detalle de él en otro lugar (la revista Mercurio, que esperamos y deseamos que no desaparezca).

En el poemario de Dolan Mor, seudónimo tras el que se oculta un anómalo poeta de origen cubano radicado en Zaragoza, el concepto de la “muerte del autor” de Roland Barthes y otros postestructuralistas, tan discutible en general, es un hecho consumado; se trata de un ejercicio intencional de borradura que da pábulo a lo que en otras circunstancias sería impracticable —pues la muerte del autor, en realidad, no existe más que como mito, o, como en este caso, como proyecto literario de palimpsestos y apropiaciones—. En su inteligente prólogo, Néstor Díaz de Villegas ofrece casi todas las claves necesarias para perderse por esta logomaquia: hay textos ajenos remedados, hay traducciones automáticas, hay relecturas e incluso reescrituras de la vasta obra anterior del poeta —poemas en prosa, por ejemplo, que antes vistieron forma de verso libre—, hay homenajes apropiativos, hay trampas, hay ecos, lecos y embelecos. A modo de muestra, ponemos un ejemplo de antipoema o lectura à la Ducasse de Dolan Mor, después del poema original de Carver:

MI CUERVO

Un cuervo voló hasta el árbol frente a mi ventana.
No fue el cuervo de Ted Hughes, ni el cuervo de Galway.
O el de Frost, o el de Pasternak, ni el cuervo de Lorca.
O uno de los cuervos de Homero atestados de sangre derramada
después del combate. Este era sólo un cuervo.
Que nunca encajó en parte alguna de su vida,
ni hizo nada digno de mención.
Se posó durante algunos minutos en la rama.
Luego continuó y hermosamente voló
fuera de mi vida

Raymond Carver
[Traducción de Juan Carlos Villavicencio]


PLAGIO CARVER O AFTER RAVEN

Ningún cuervo voló hasta la rama de mi ventana.
Y, por supuesto, al no haber nada allí afuera
no era el cuervo de Ted Hughes, ni el cuervo de Galway,
ni el cuervo de Frost, Pasternak, o Edgar Allan Poe.
Ni uno de los cuervos de Homero, vestido de sangre
después de la batalla. Era solo un espacio vacío
en el lugar donde otros poetas tuvieron su cuervo.
Esa ausencia de cuervo en mi vida (como mi propia ausencia)
jamás encajó ni en la sociedad ni en parte alguna,
ni hizo nada digno de mención en este poema.
No estuvo nunca posado allí en el árbol
de la ventana durante unos minutos siquiera.
Y, por supuesto, tampoco alzó su vuelo hacia mi interior
ni desapareció bellamente de mi muerte.

Dolan Mor


Entrar en un libro de Mor es penetrar en un espacio-tiempo falsable, en el que la literatura universal comparece por espejo, mediada y remediada gracias a los más diversos procedimientos, en un juego lúdico y grave a la vez, en el que al final se celebra el sepelio del pacto de lectura —de ahí el guiño a la famosa antología de Edgar Lee Masters, que encuentra otra resurrección en el reciente Cuaderno de voces muertas (Trea, 2018) de Miguel Ángel Ordovás—. Con los libros de Mor sucede lo que en las novelas de ficción: el lector debe suspender su incredulidad a la entrada, y dejarse llevar por los vaivenes de veinticinco siglos de literatura. El precio, desde luego, es pasar un rato estupendo leyendo buena poesía sustentada en el borrado del yo y en la celebración del artificio.

El librito de Manuel Martins, Neptura de atarjeas, publicado en la cuidada colección de Ediciones Franz, que sólo edita pequeñas joyas facturadas artesanalmente, es diferente a las obras de Javier Vela y de Dolan Mor. La obra contenida en ellas es 100% original, sólo que Manuel Martins no existe: es un heterónimo del poeta canario Francisco León, que aparece al final del volumen como “editor” —procedimiento también usado por Vela en su Libro de las máscaras—. En cierto momento, Martins aclara su poética: “Ser poeta es una cuestión de simulación, de fingimiento” (p. 53), en la estela de Pessoa. El título de la obra ya puede darnos una pista a este respecto; si no estoy sobreinterpretando, ese extraño “Neptura” puede hacer referencia a Marto Neptura, un escritor imaginario empleado en los años 20 por los autores Pulp estadounidenses, que Alan Moore recuperó como personaje para su cómic Promethea (1999-2005). De ser cierta esta asociación, el título advertiría al lector de la operación de desplazamiento de autoría realizada por León para su apócrifo. En todo caso, hay que agradecerle al poeta canario que se haya tomado la molestia mínima que se supone al heterónimo, al menos desde Pessoa: que tenga una voz propia. Los poemas de Martins quizá pueden tener un ligero aire de familia en algunas ocasiones con los de León, sobre todo cuando describen una naturaleza parecida a ciertos paisajes tinerfeños, y son comunes a Martins y León los guiños a los idiomas o a la figura de Haroldo de Campos, pero el tono de los poemas del decadente “cazador” Martins, así como el de los atildados aforismos de “Disparos en la montaña” (pp. 51-60), responden a un extrañamiento que mantiene un pie en lo irracional y otro en lo vulgar, creando una mezcla eléctrica y sorprendente.

Todas estas variadas formas de parcial vaciamiento de la voz propia quizá no tienen la radicalidad de la intervención del falso artista conocido como Hank Herron, cuya singular y significativa peripecia estudia Alberto Santamaría en su último ensayo, Alta cultura descafeinada. Situacionismo low cost y otras escenas del arte en el cambio de siglo (Siglo XXI, 2019, pp. 35-62), pero las de Vela, Mor y León suponen otras tantas andanadas contra la voz central del yo, a veces demasiado insistente en la poesía contemporánea —no sólo española—. Son las suyas propuestas de un lenguaje poético otro, que caminan paralelas al vaciado parcial del lugar de enunciación, con el fin de proponer una poesía y una aforística capaces de sustentarse en lo posible por sus propios medios (expresivos); es decir, menos figura autorial y más figuración. Con la epidemia de yo literario que está cayendo, no parece poco.


Bibiana Candia, Fe de erratas. Metaliteratura. Madrid: Ediciones Franz, 2018.

Franz Ediciones define como “postweb” sus cuidadas publicaciones, que se hacen a mano una a una, de forma artesanal, cosidas, quizá como forma de resistencia a la circulación editorial intercambiable. De hecho, al realizarse por encargo, el comprador debe esperar un plazo para recibirlas, el plazo de “impresión”, pues la editorial fabrica el ejemplar solicitado a demanda. La literatura publicada por el sello responde también a un sentido del cuidado y de la buena factura, para equilibrar el contenido con el continente. Amén del ya citado libro de versos de Martins / León, Franz Ediciones presenta Fe de erratas, de la gallega Bibiana Candia (1977). Fe de erratas es metaliteratura, como delata el subtítulo, pero una metaliteratura contemporánea, bien trabada e irónica, único modo este último de hacer hoy en día literatura metareferencial, con tanta práctica disponible en el archivo a nuestras espaldas. Cada vez que veo esa etiqueta, metaliteratura, asociada a un título contemporáneo, me agarro a la silla y me temo lo peor, pero bastan las diez primeras páginas de Fe de erratas para darse cuenta de que Candia mantiene un prejuicio similar y la misma consciencia sobre la tradición autorreferencial. De ahí que su sentido del humor y su imaginación sean capaces de llevar el manido género a lugares (o “no-lugares”, según la autora) más que interesantes.


Roberto Valdivia, EP (poemas de Salinger). Cáceres: Ediciones Liliputienses, 2018.


Este libro del peruano Roberto Valdivia (Lima, 1995), el más joven de los aquí mencionados, puede confirmar varias cosas. La primera, que en la poesía más joven hay elementos que nos disgustan a los lectores de cierta edad, pero que no son defectos, sino que son la consecuencia natural de otro tiempo, otra realidad y otra cosmovisión. Los hilos que unen, entiendo que por casualidad, este libro con el de Óscar García Sierra, Houston, yo soy el problema (2016) —es decir: el uso de una primera persona confesional que mezcla en sus versículos elementos muy realistas con imágenes poderosas, detalles naifs y referencias pop, sentimentalismo y nihilismo— no implican una cocina a medio hacer, sino un tipo diferente de alimento. Algo que no es extensible, por cierto, a cualquier otra lírica escrita por voces muy jóvenes —mucha de ella abominable, como la que yo escribía cuando era muy joven—. Esto no quiere decir que EP (poemas de Salinger) sea un poemario maduro, o especialmente diestro, pero sus puntuales hallazgos sí que invitan a concitar la atención sobre una voz poética con preocupaciones universales —el lenguaje, la experiencia amorosa, la fragilidad de la existencia—, contadas y cantadas a su manera; una manera nada desdeñable, inteligente, lúcida y desgarrada al tiempo, que ha captado todo mi interés para seguir leyendo sus siguientes pasos.

La segunda cosa sobre la que el libro de Valdivia, unido a otros elementos de campo literario, me ha puesto a pensar es la siguiente: ¿ocupará Roberto Bolaño en el futuro un espacio similar al de esos autores que se leen durante la juventud y con los que se establece una especie de pacto de sangre que se diluye años más tarde —Poe, Hesse, Cortázar, Bukowski, etcétera—?  Lo cual no sería poco, pues parece una forma alternativa de pasar a la historia de las letras. Algunas señales detectables en los últimos tiempos entre autores más jóvenes, entre ellas EP (poemas de Salinger), apuntan en esa dirección, pero ya se irá viendo.


Lola Nieto, Vozánica. Madrid: Harpo Libros, 2018.

El neologismo que da título al último libro de Lola Nieto puede aludir a varias posibilidades, entre ellas a comprender “vozánica” como una mecánica de voces, un dispositivo retórico compuesto, a su vez, por multitud de dispositivos, no todos escritos, como veremos un poco después. Ensamblado como una suerte de hipertexto sin vínculos electrónicos, caracterizado por la polifonía de una voz “hiper-cambiante” (p. 20), ladrona de oído, apropiadora, recombinante, Vozánica dinamita buena parte de los esquemas tradicionales de la escritura poética, creando su propio espacio versal, semántico, textovisual y referencial. Sus distintos recursos expresivos son otras tantas manifestaciones de la canalización en serie de “una manada de voces viviendo en la caja de la boca” (p. 67). Nieto se permite una libertad absoluta a la hora de crear: por ejemplo, si tiene dos ideas similares, no renuncia a ninguna, las coloca espacialmente como planos o mundos paralelos, a modo de multiverso:





Vozánica es polifónica y polimétrica, demostrando una especial profundidad en su brillante segunda parte, “La boca todas”, un sugestivo poema fragmentario en prosa que por sí solo ya valdría como libro y que demuestra que Nieto no necesita de ningún recurso añadido a la mera palabra: el texto simple se impone, las frases secuenciadas son más que suficientes para cautivar al lector. De ahí que cuando aparezcan otros recursos sea preciso prestarles atención, puesto que no están ahí para suplir carencias, sino para reforzar fortalezas. Las soluciones visuales de Nieto van más allá de la puntuación, la maquetación o la poesía visual, incorporando también la imagen dinámica: esa función tienen los enlaces incluidos en el libro como versos, que redirigen a vídeos en el canal de Vimeo de la autora; vídeos que remedian y remedan otras tantas encarnaciones del texto en corporalidad y voz en movimiento, y que son considerados parte de la escritura de la obra, según aclara la autora en su nota final —en una opción tomada también por Alejandro Céspedes o David Refoyo en sus últimos libros de poemas—. Algo natural en una poeta que se pregunta: “y si los ojos se convirtieran en una cámara?” (p. 41). Lo que dialoga con algunas prácticas de la narrativa y el arte contemporáneo que hemos descrito aquí junto a Patricia Almarcegui[1].

Además de la logomaquia característica de la autora, en parte explorada en libros anteriores, nos encontramos con algunos materiales externos que han sido transformados gracias a la alquimia rimbaudiana de la palabra, como por ejemplo la definición de Wikipedia de “autofagia”, que es sometida a metanoia en las páginas 22-23, así como otras alusiones a terminologías científicas, reutilizando léxicos particulares para traducirlos a la propia escritura —un poco a la manera de Antonio Gamoneda en su hermoso Libro de los venenos (1995). En otras ocasiones la autora mezcla palabras en el hornillo de atanor de la palabra, consiguiendo neologismos alquímicos que abren el sonido y el sentido, algo visible —o, mejor dicho, audible— en las aplaudidas lecturas o performances públicas que realiza Nieto a partir de sus libros. Porque Vozánica se lee, y se ve, pero también se oye: “apuesto por olvidar los ojos y revalorizar la voz como agente inventor de mundo” (p. 54). Se quiebra en Vozánica la sintaxis de la frase, se esculpe el anacoluto, se eliminan los conectores sintácticos con el fin de crear una expresión agrietada, que invita al lector a releer, a repensar las relaciones y ligazones entre las palabras y a buscar significados alternativos: “aluzombilatextala   carrete de pelo la ángulo muerto tiburona idiota la que abre los mundos” (p. 25). Basta pasar algunos de estos versos a un Word con la función de corrección gramática activada para darse cuenta, ante la proliferación de palabras o frases subrayadas en rojo y en azul, hasta qué punto la de Nieto es una lengua poética inconciliable con la corrección, gozosamente díscola y (sot)errada, que estatuye sin necesidad de permisos sus propias reglas.



Julio Prieto, Marruecos. Madrid: Amargord, 2018.

Last, but not least, me gustaría hacer una referencia a Marruecos, el singular e intenso poemario que Julio Prieto ha publicado en Amargord. Podríamos decir que este libro inclasificable propone la disolución de la voz poética en la experiencia de la disolución. Una especie de desaparición en segundo grado. La voz elocutoria y el sujeto mueren a la vez de propia mano, despoblándose ante el acontecimiento de lo otro y ajeno por completo. Podemos recordar experiencias similares —dentro de la irreductible especificidad de cada una—: Las impresiones de África de Roussel; Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato, de Edmond Jàbes; You Shall Know Our Velocity de Dave Eggers y Makbara de Juan Goytisolo, libros que tienen en común una desintegración subjetiva que encuentra un correlato lingüístico dentro de la semántica africana. Tensar el español con el árabe, como bien sabe el filólogo Prieto, es retornar en cierta forma al origen del idioma, y por ello reverberan y se alabean las etimologías en algunos de estos poemas, a la vez que se intenta alcanzar, no por casualidad, el fondo del sujeto —un fondo que es también colectivo, esto es, lo individual disuelto en algo mayor—. Eduardo Milán describe en el epílogo a Marruecos la “escritura harapienta” que encuentra espejo propicio en la dureza térrea del entorno, en la cercanía y ajenidad de los “marruecos”, desplazamiento léxico sancionado por el diccionario. La escritura fragmentaria de Prieto sucede en un lugar ambiguo, en el borde de lo decible, y muchas veces no sabemos qué sucede en el poema, hasta que caemos en la cuenta, por algunas pistas desgranadas, que lo que acontece es el propio lenguaje.

Me quedo pensando en la oscura irradiación, el descenso de claridad en sus palabras. La vibración material, en un espacio que no reconozco. Casar de los arganes —palabras en que algo hay semejante a un apacible deterioro (p. 85)

Las palabras tienen su tiempo interior, porque son objetos ontológicos periclitables. Ahí nace su materia. De ahí la aparente resistencia a la lectura de unas piezas que, en rigor, no pueden más que ser leídas: no pueden tener otra finalidad ni otro horizonte de lectura que los de ser parte de un libro de poemas. Sintagmas alusivos a una amenazadora violencia ambiental coinciden en estas esquirlas de verso en prosa con insinuaciones oscuras, referencias literarias interceptadas (grupo Noigandres, Vallejo: más lenguas otras), arabismos, imágenes en parataxis: una galaxia sígnica configurada como traducción errante —en el sentido estudiado por el propio Prieto en su conocido ensayo La escritura errante—, brotado “en la tensión de un entrelugar” y que busca “dar cuerpo a la voz”[2]. Una trasliteración que no se arredra ante la experiencia de la imposibilidad de representar en un texto una experiencia de desplazamiento espacial y lingüístico: “Un turgente vapor por los aleluyas —por los bajíos, diciendo lo que no se sabe decir (en trizas su silenciario) casi sin hábito con ser tan manso excomunica” (p. 104). Tierra expresiva, aridez comunicativa, desierto que no(s) refleja, loma que evoca: el grado cerro de la escritura, el intento de fundir un espacio con la imposibilidad de dialogar ferazmente con el mismo. “La materia abolida”, decía Ullán, como material de trabajo. Parece la descripción de una pérdida, pero en realidad señala el comienzo del hallazgo.



[Relación con los autores: ninguna o escasa, limitada a la correspondencia sobre sus libros. Relación con las editoriales: ninguna.]



[1] V. L. Mora y Patricia Almarcegui “Las relaciones entre la literatura y el arte en la última literatura hispánica”, Cuadernos Hispanoamericanos, n.º 823, enero 2019.
[2] J. Prieto, La escritura errante. Ilegibilidad y políticas del estilo en Latinoamérica. Madrid / Frankfurt: Iberoamericana / Vervuert, 2016, p. 311.

No hay comentarios: