sábado, 25 de junio de 2022

El diario desde Giordano


Alberto Giordano, El tiempo de la convalecencia. Fragmentos de un diario en Facebook. Barcelona: Kriller71.

Alberto Giordano, El tiempo de la improvisación. Avinyonet del Penedès: Candaya, 2022.

 

El diario desde Giordano

Algunos libros relevantes nos obligan a repensar y cuestionarnos cómo dialogar con ellos, de qué manera establecer el debate, cómo forjar una escritura especial, vertebrada al caso, que propicie el encuentro. Al principio pensé en darle a esta entrada la forma de un diario de lectura, pero dos razones me convencieron de abandonar la idea: la primera, que la metalectura de una metalectura es acaso un rizo gratuito; la segunda, que ya lo había hecho antes.

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Este texto no tiene por objeto comentar los detalles ni los motivos, el fechado o el argumento de los dos libros de diarios publicados en España del escritor y crítico argentino Alberto Giordano; precisamente el esclarecimiento del primer término —la consideración del autor sobre si es escritor, o cómo lo sería—, es parte del proceso intelectual recorrido, que diríamos que se abre en El tiempo de la convalecencia y se resuelve en El tiempo de la improvisación. El término “convalecencia” es clave para entender por qué nace, tras una depresión de Giordano, el impulso de escribir un diario en la red social Facebook. La lectura del primer volumen me ha recordado esto de Rosa Martínez: “Alguien tan reconocido como Matisse empezó a pintar durante un largo período de convalecencia y durante toda su vida prestó sus cuadros a amigos enfermos para que la visión de sus formas sensuales y placenteras calmara sus angustias”[1]. Tampoco vamos a entrar en el tema de la escritura como terapia, ni en el mucho más jugoso de si la terapia es una escritura. Entonces, ¿de qué vamos a hablar, y por qué durante tanta extensión?

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Pues vamos a problematizar el diario como género literario desde los diarios de Giordano, porque su archi-autoconciencia de practicante de la “escritura del yo”, dentro del presente “giro autobiográfico” (término inventado, o acuñado, por el propio Giordano), nos permite una atalaya privilegiada para atisbar algunas ideas sobre el género, al que he sido aficionado episódico por motivos profesionales —para extraer, digámoslo claro, de la escritura menor de los grandes autores pistas relevantes acerca de sus obras mayores—. Una precisión: si todos los diarios que uno ha leído fueran como los de Giordano, uno hubiera sido adicto al género. Pero la brillantez constante, salvo algunos casos de todos conocidos —Rilke, Gide, Virginia Woolf, Jules Renard, Julio Ramón Ribeyro, etc.—, es una rarísima excepción dentro de un mar de inanidad circunstancial. Siempre he pensado que la grandeza de la microescritura se refugia más bien en el dietario, género “más proclive al ensayo de estirpe fragmentaria y la divagación dispersa” (Jordi Gracia[2]) que los escritores sólo practican cuando se sienten inspirados —Valéry, Cioran, Quignard, Martín Gaite, Ramón Andrés, etc. —, y no viene lastrado por esa costumbre obligatoria, algo mecánica en la mayoría de las ocasiones, del diario.


Esto es algo que pasa con las escrituras del yo, si empiezas no sabes dónde acabas: el párrafo anterior lo comencé hablando de Giordano y lo he terminado hablando de mí. Intentemos corregir el tiro: les decía que la archiconsciencia de Giordano nos permite abordar el género porque, como él mismo dice (El tiempo de la convalecencia, p. 67), “la auténtica teoría de las escrituras de sí mismo es su práctica, reflexiva e irónica”. Así que lo que van a leer ustedes es una especie de metaescritura del yo, pero el yo no va a ser el mío, o casi nunca lo será, sino el de Giordano, a quien se lo tomo prestado por unas páginas. ¿Recuerdan aquel memorable caso, comentado por Andrea Valdés en Distraídos venceremos. Usos y derivas de la escritura autobiográfica (Jekyll & Jill, 2019), del escritor brasileño Carlos Sussekind, quien tomó los diarios inéditos de su padre y los reescribió como propios? Pues haremos algo así, sin el drama humano radicado en aquel alucinante hito de la autoescritura.

 



Al recorrer los apuntes de Giordano, poco a poco van apareciendo personas, algunas para volatilizarse y otras para permanecer. El motivo ya lo expuso Walter J. Ong: “Incluso en un diario personal dirigido a mí mismo, tengo que crear al destinatario. De hecho, el diario requiere, en cierta forma, la invención máxima de la persona que habla y de aquella a la cual se dirige.[3]. Dentro de sus creaciones subjetivas, primero aparece el Giordano normal, que es convenientemente expulsado de los libros, al quedar convocado sólo el Giordano brillante; el ciudadano vino para quedarse en el banquillo y ver jugar a los demás. Luego, aparece el autor consciente de que está escribiendo “sucesivas pérdidas”, bajo la conciencia, cada vez más clara, de que “todo diario es diario del duelo” (El tiempo de la convalecencia, p. 62). Esto, de inmediato, hace surgir al tercer Giordano, el que de verdad mueve esta escritura: el Giordano futuro que, desde una fingida retrospectividad, va eligiendo aquellos momentos del presente del diario que el Giordano diarista considera que son los salvables, los que merecen recuerdo. Una especie de espectro (de la escritura) por venir que vuelve fantasmática la decisión de seleccionar lo diariable, lo anotable.

El acierto literario no depende de que sean esos al final los hechos que derivarán acontecimientos. Imagino que el acierto personal sí, pero esa puntería íntima ya preocupa solo al diarista, no a sus lectores.

Y luego, en última instancia, aparecen todas las personas vivas o muertas —espectros de otro tipo— sobre quienes Giordano escribe, reflexiona, acecha o merodea, que no pocas veces arrojan momentos memorables, por la esquinada inteligencia con que son abordadas: recordemos que Giordano sabe que lo miran.

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Una de las fortalezas de Giordano es la madura calma con que confirma sus debilidades.

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“Pienso con frecuencia en la palabra Nada, escrita por Luis XVI en su diario en la fecha que iba a señalar el comienzo de su agonía: 14 de julio. Todos estamos en su caso, no distinguimos el comienzo exacto de nuestra decadencia”; Emil Cioran, Cuadernos.

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Mientras que los diarios procedentes de la propia cultura nos generan siempre la tentación de tomar una postura —conozco eso y no me gusta, comparto eso, disiento siempre de aquello—, la intimidad individual / sociológica del diario escrito en otros imaginarios —y las latinoamericanas son culturas distintas, también entre ellas— produce la sensación de asomarse a costumbres, posibilidades o miradas que no pueden compartirse ni rechazarse, que no mueven a tomar partido o sentir familiaridad. Esto, lejos de ser un problema, conlleva una enorme riqueza: quien lee adquiere una especie de vida vicaria, como si el yo del diarista fuese el personaje de un videojuego que se vive en primera persona —la de quien escribe el diario—, pero que sucede en un mundo ignoto, cuya realidad se clausura en el momento mismo en el que acontece.

En términos narratológicos, cada entrada de diario íntimo es un vistazo a un mundo posible.

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Uno de los méritos literarios que estimo más dignos de encomio es el de crear una sensibilidad personal, única, no transmisible ni equiparable a otras, lograda en exclusiva a través del texto. Kafka le preguntaba a Milena si sería posible enamorar mediante la sola escritura; análoga cuestión cabe respecto a la conmovesión, la capacidad universal de conmover.

La sensibilidad extrema y singularísima, de sabio frustrado, que logra Giordano, en ocasiones descarnada y a ratos de una ternura radical que no molesta —porque no es cursi, ni estratégica, ni bobalicona—, me parece un hallazgo literario de primer orden. Algo que lo convierte a él, de forma irreversible, en escritor, aunque él quiera arribar a la postautonomía y vindicar la persona real (improvisación, p. 99). Demasiado tarde, profesor: ya pasó de estudioso a estudiado, y ese paso no puede deshacerse, no depende de la voluntad autorial. Es el riesgo de publicar libros: se corre el peligro de devenir escritor, aunque suceda muy pocas veces.

Esa hiperestesia de Giordano es ya parte de mi propio bagaje emocional. Quiero decir que en mi futuro aguardan momentos Giordano que reconoceré cuando los alcance. Y tendré que volver a estos textos, al yo de Giordano, para entender el mío.

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“En su diario lo ha contado de otra manera. No puede contar la verdad, tan deshonrosa. Esta vez no escoge las palabras con cuidado, ni si esfuerza en mejorar su letra, como hace normalmente. Escribe rápido, con precipitación, sintiéndose aliviada según rellena la hoja, pero muy mal cuando acaba y relee lo escrito. Las frases son contradictorias, están llenas de mentiras que son como aristas, de tanto como pinchan.”; Sara Mesa, Cara de pan; Anagrama, 2018, p. 103.

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Giordano es a veces severo en sus juicios, casi siempre crítico, puntilloso y en alguna ocasión, implacable. Pero lo que despierta inmediatamente mi simpatía es que jamás es mezquino.

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Porque, a fuerza de retratarse, la persona que sostiene un diario acaba, afortunada o desgraciadamente, por aparecer.

“Dicho con otras palabras, el novelista arriesga su prestigio artístico, el autobiógrafo, además, su crédito como hombre.”; Manuel Alberca, La máscara o la vida. De la autoficción a la antificción; Pálido Fuego, 2017, p. 237.

Iñaki Uriarte, o más bien su personaje, no me cayó nada bien cuando leí sus exitosos Diarios 1999-2010 seguidos de un epílogo (Pepitas de Calabaza, 2019). Se supone que ese no debe ser el objetivo de un libro, caer bien o mal al lector; pero cualquier diario, pese a sus considerables dosis de ficción, entra voluntaria y fatalmente en ese juego. Me sucede con Uriarte como a Giordano con Piglia: algo chirría, algo me escama. No puede negarse que en los diarios de Uriarte abundan los momentos interesantes. Frases y párrafos ingeniosos, perlas brillantes, citables sin dificultad, que compensan en parte el largo esfuerzo de lectura, pero. Pero. Uno se pregunta si esa inteligencia no hubiera corrido mejor suerte en otro género —por ejemplo, el ensayo— donde la posible antipatía ante el posibilismo del autor y sus estudiadas poses no se erigiera como inexpugnable farallón de resistencia.

El Tomás Sánchez Santiago que aparece en El murmullo del mundo (Trea, 2019), por el contrario, me agradó en extremo; he ahí alguien de quien uno podría ser amigo —hablo del personaje, al autor no lo conozco; y así está bien, me ahorro la posibilidad de la decepción—. Leí y leí páginas y notas de sus diarios, y más páginas y más notas, hasta que llegó un momento en que dejé de leer, porque ya tenía suficiente: ya había entrado en su mundo, al que vuelvo de cuando en cuando en las entradas nuevas de Los cuadernos pálidos que va publicando Sánchez Santiago en El Cuaderno. Por suerte, los diarios no son objeto de mi trabajo académico; eso me permite espigar, no completar, picotear aquí y allá sin culpa. El estilo de Sánchez Santiago es demorado, reflexivo; el ingenio es controlado por una tendencia natural de su autor a huir de lo superficial y anclarse en otro espacio sólo aparentemente menor, ese murmullo intrahistórico al que apela en el título de su recopilación.

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Otra ventaja de los diarios de Giordano es la contención: tienen un tamaño justo, asimilable.

Con los diarios extensos llega —o me llega— un momento en que sucede aquello que apuntaba Savater respecto a La montaña mágica: sí, el guiso es estupendo, y el primer día paladeas tres platos de lentejas; al día siguiente tienes por delante más estupendas raciones de lentejas, que saben igual que ayer —ese es para mí el problema de los diarios, su homogeneidad estilística, la ausencia de sorpresa, sus escasísimas variaciones de forma—, y sabes que mañana te esperan otros dos o tres platos rebosantes, y, al cuarto día más lentejas…

No niego que el problema esté en mí, que sufra una especie de urticaria ante lo autobiográfico extenso. Lo siento, pido disculpas universales. Quizá por ello digiera mejor los tomos cortos, como Envejece un perro tras los cristales, de Horacio Castellanos Moya (Literatura Random House, 2019), o las selecciones breves de diarios que publica José de Olañeta Editor, donde la literariedad consustancial a los diarios (Álvaro Luque[4]) se muestra en su máximo esplendor. En mi personal y me temo que muy solitaria opinión, los diarios íntimos ganan cuando se publican en una exigente selección, antologados por personas distintas de sus autores.

Quizá un diario íntimo es como la vida: sólo merece la pena pasar el trago de aguantarla por entero para vivir los momentos interesantes si eres el protagonista.

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Leer a Giordano despierta una elucubración con posible fundamento: uno de los problemas de la crítica cultural es la interrupción constante del análisis a causa de la amistad o la camaradería. De lo que resulta que el crítico ideal es una persona formada y brillante carente de amigos, conocidos o enemigos en el campo literario. Tiendo a pensar que tal espécimen no existe, porque el extraneus, con su primera reseña, ya gana un amigo o un enemigo, y ustedes deben conformarse con los escombros; es decir, con nosotros.

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“Un periodista italiano [...] de visita en París, a mediados de los años cincuenta, tenía la intención de entrevistar al famoso novelista, pero no pudo hacerlo. [...] Al fin una confidencia de uno de los íntimos le dio la clave de tantas reticencias: Julien Green era ‘un esclavo de su Diario’. Es decir: no quería verlo porque después tendría que relatar el encuentro en su Diario, y ése un trabajo por el cual, a diferencia de su interlocutor, nadie le pagaría. En su afán de sinceridad de sinceridad, y de no dejar nada fuera del registro escrito, Green había llegado al punto de cuidarse de tener experiencias nuevas si no estaba seguro de antemano de que no iba a tener problemas para escribir sobre ellas”; César Aira, Las tres fechas; Beatriz Viterbo Editora, Rosario, 2001, pp. 80-81.

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Lo único imperdonable de El tiempo de la improvisación es que Giordano confiese en cierto apunte que le encanta una canción de La oreja de van Gogh.

Hasta ahí podíamos llegar.

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Supongo que alguno de los muchos estudiosos del diario habrá apreciado lo que podríamos denominar la ley de rendimientos crecientes del género. No he leído miles de diarios, pero me ha parecido apreciar que los diaristas dan sus primeros pasos en el camino de forma sintética, espigando lo mejor, y luego sus pequeños volúmenes van engordando el número de páginas, sobre todo cuando ya tienen claro que van a publicarse en libro. El tiempo de la convalecencia tiene 134 páginas, y El tiempo de la improvisación, pese a abarcar apenas seis meses más de cronología vital, llega hasta las 332.

Las causas de esta ontología crecientemente desatada se me escapan, por no ser especialista, pero imagino que una de las claves puede ser el autoposado. Saco la expresión de una anécdota que alguien me contó de los diarios de Trapiello. Según mi interlocutor, que supongo veraz, Trapiello malignamente retrataba a un por entonces joven poeta español que intentaba ser ingenioso a toda costa en su presencia; Trapiello sugería que el vate estaba posando para su diario, para salir favorecido en él.

De acuerdo, pero también sería necesario hablar del diarista que posa para sus propios diarios, que deja de vivir en primera persona para desarrollar una existencia adecuada para aparecer favorecedoramente en su diario, aunque no carezca de autocrítica. De hecho, si de cuando en cuando no se perpetrara autolesiones, ¿cómo podría un diario ser favorable?

Pensar en la performance continua del diarista, su permanente acción (acción de acciones) artística, materializada en la documentación posterior de la vida literaria. El diario como catálogo de una exposición, de la autoexposición.

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Poses.

1) “Y ¡ojo con caer en el diario! El hombre que da en llevar un diario -como Amiel- se hace el hombre del diario, vive para él. Ya no apunta en su diario lo que a diario piensa, sino que lo piensa para apuntarlo.”; Miguel de Unamuno, Cómo se hace una novela; ed. Teresa Gómez Trueba, Cátedra, 2009, p. 185.

2) Mariano Peyrou:

 

-Yo no puedo librarme de la sensación de estar posando.

-¿Cómo posando?

-El otro día encontré mi diario de cuando tenía quince años. Estaba en el trastero, buscando otra cosa, y apareció ahí. En realidad son varios, cuatro o cinco. Luego lo estuve leyendo y me pareció terrible.

-¿Por?

-No sé, es totalmente falso. Es eso de la pose que te decía. [...] No sé cómo explicarlo, Pola, pero sé que nunca he posado tanto como en mi diario. Y mira que he posado. Y posar en un diario, en el diario íntimo, es especialmente patético.[5]

3) “Pienso que éste es el peligro de llevar un diario: se exagera todo, uno está al acecho, forzando continuamente la verdad.”; Jean-Paul Sartre, La náusea; traducción de Aurora Bernárdez, Unidad Editorial, 1999, p. 15.

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El 18 de junio publico esto en Twitter, directamente sacado de la página 74 de El tiempo de la convalecencia:

 


Pero ahora, en El tiempo de la improvisación me encuentro lo siguiente: "releyendo los Diarios de Ángel Rama, encontré citada esta máxima de Carlos Real de Azúa: 'La crítica también es el arte de saber cambiar de tema’" (p. 188). ¿Rama? ¿José Pedro Díaz? ¿Carlos Real de Azúa?

Empiezo a pensar que la frase es del propio Giordano, que en cada nuevo texto se la va atribuyendo azarosamente a un autor distinto.

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El frecuente y agudo sentido del humor de Giordano me recuerda aquello que escribió Piglia: “El diario, sin duda, es un género cómico” (Crítica y ficción; Anagrama, 2001, p. 91). Pero su género, quizá el de toda expansión intimista, es más bien la tragicomedia. Y ese es su más claro y directo anclaje con la experiencia vital.

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Giordano me escribió diciéndome que tenía interés en que leyese El tiempo de la improvisación. Supuse que era por mi condición de crítico. Sin embargo, leyendo algunos pasajes, me surgió una intuición oscura: “¿Y si Giordano quiere que lo lea para que aprenda? Ignoro si esa era la razón, pero lo cierto es que he aprendido.

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Quienes escriben dan a sus herramientas de publicación funciones muy distintas. Mientras Giordano es consciente de practicar en Facebook primero y sus libros después el “intimismo espectacular” (improvisación, p. 64), en la línea de la extimidad de Foucault y Paula Sibilia, Tomás Sánchez Santiago utiliza la web de El Cuaderno para irradiar un diarismo a la antigua usanza, por completo autista frente a su condición de work in progress cibernética realizada en tiempo real ante un indeterminado número de personas. El tratamiento de alguna de sus esquirlas no es muy distinto del que reciben sus poemas editados en libro.

Giordano sabe que “El diario íntimo constituye la quintaesencia de la literatura autobiográfica, su manifestación más genuina y consustancial, aquella que permite —por la inmediatez de la escritura— una mayor espontaneidad en la exteriorización del yo” (Anna Caballé[6]), y que, por lo tanto, es normal en él una calculada ligereza, nunca superficial ni despojada.

Sánchez Santiago escribe su diario como si cada anotación fuera a esculpirse en piedra; hasta su relato de sucesos cotidianos o encuentros casuales se encarna en un estilo inmemorial. No se busca la comunicación, como apuntaba Hans Rudolf Picard, sino la literatura de antes, una especie de clasicidad.

Giordano utiliza un presente que mira hacia el futuro, en un estiramiento anacrónico que se explicita a veces, como cuando piensa en su hija leyendo El tiempo de la convalecencia cuando él ya no viva. Sus posts en Facebook saben que acabarán en libro, y esos libros en relecturas, movidas por el afecto personal o el rigor académico.

Sánchez Santiago, en cambio, nos escribe siempre desde un presente que sucedió en el pasado.

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Gracias a Giordano descubro una dimensión del diario en la que no había reparado: la de la escritura íntima como “cuidado de sí” (improvisación, p. 155), expresado por Rodolfo Rabanal de este modo: “escribo para mi bien” (citado en convalecencia, 111). Luego, en mis notas de lectura, descubro que María Moreno ya nos lo había contado en su momento: “Las autobiografías, según Alberto Giordano, son ‘ejercicios espirituales laicos y cuidado de sí bajo la forma autobiografía’”[7]. El ordenador como suplemento de la memoria.

Es decir, con palabras de Jacques Derrida, el diario puede ser parte de un movimiento inmunitario, un movimiento de salvación, de salvamento y de redención”[8], que corre el riesgo de volverse auto-inmunitario. Pero qué duda cabe de que, mantenido dentro de unos límites, su ejercicio debe ayudar, y a Giordano parece haberle ayudado.

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Otra de las felicidades de Giordano es su habilidad para acuñar sentencias fulminantes en el núcleo de párrafos digresivos: “Cuando la alientan mandatos superyoicos, la crueldad de la imaginación se vuelve exuberante” (improvisación, p. 189).

A ratos pienso que la puntual dureza de Giordano puede ser un mecanismo para esconder su radical necesidad de sentirse necesitado —esto se advierte en pequeños detalles reveladores, como cuando atesora una reseña de El tiempo de la convalecencia porque el reseñista la define como “querible”—. No sé si detrás de un crítico se agazapa una persona vulnerable, que lucha por no parecerlo analizando con fiereza las capas de mentira discursiva de las demás.

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Supongo que alguien habrá formulado la analogía con anterioridad, pero el diario íntimo puede ser una variante de aquellos antiguos palacios de la memoria que compartimentaban un edificio imaginario para rememorar mejor un discurso, una suma de conocimientos o un relato de hechos. También, como allí, sucede la asociación entre el concepto y el cuerpo, porque el texto siempre es un exocuerpo, una prolongación de la sensibilidad por otros medios. Al modo de las antiguas técnicas mnemotécnicas descritas por Frances A. Yates, el diario no es una forma de olvidar sistemáticamente, sino de saber dónde se puede ir a buscar algo más o menos real que debió de suceder en el pasado, si es que uno necesita reencontrarlo.

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Cuando me quedaban tres o cuatro páginas para acabar El tiempo de la improvisación interrumpí la lectura. No quería rematarlas. Me defendía de este sentimiento que sabía inminente: el de terminar los diarios de Giordano y acusar la ausencia fulminante de un nuevo amigo que, durante un tiempo cuya duración hay que medir en intensidad y no en días, ha llenado de inteligencia, humor y rabiosa humanidad tus escasos tiempos libres.

Mi analista interior me dice que debo seguir, que ya no necesito a Giordano. Y yo me digo que sí, que acaso será verdad, pero seguir… ¿cómo?

 

 

 [Relación con el autor reseñado: ninguna. Relación con las editoriales: ninguna]



[1] Rosa Martínez, “Buscando otros lugares: el arte como asistencia social”, Archipiélago, 2000, n.º 41.

[2] Jordi Gracia. Hijos de la razón. Contraluces de la libertad en las letras españolas de la democracia; Edhasa, Barcelona, 2001, p. 151.

[3] Walter J. Ong, Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra; Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1999, p. 103.

[4] Si se desea tener una introducción teórica al género del diario, es más que recomendable leer este excelente artículo de Álvaro Luque Amo: “El diario personal en la literatura: teoría del diario literario”; Castilla: Estudios de Literatura, 7, 2016, pp. 273-306.

[5] Mariano Peyrou, De los otros; Sexto Piso, Madrid, 2016, pp. 38-39.

[6] Anna Caballé, Narcisos de tinta. Ensayo sobre la literatura autobiográfica en lengua castellana (siglo XIX y XX); Megazul, Málaga, 1995, p. 51.

[7] María Moreno, Subrayados. Leer hasta que la muerte nos separe; Mardulce, Buenos Aires, 2013, p. 33.

[8] Jacques Derrida, El animal que luego estoy  si(gui)endo; Trotta, Madrid, 2000, p. 64.

 

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