En el último número de la conocida Revista de Poesía de la UNAM he publicado este artículo, donde explico de qué manera la buena poesía afina o mejora el cerebro, y la mala lo daña, quizá irreparablemente.
La buena poesía cambia tu cerebro
Floris de Lange es un neurocientífico del Donders Institute for Brain, Cognition and Behaviour (Países Bajos), y lidera un amplio equipo que estudia algunas cuestiones relevantes: de dónde viene y cómo se procesa la información cerebral, cuáles son las formas en las que predecimos lo que va a suceder, y cómo se articula la información que circula entre los circuitos sensoriales y aquellos otros dedicados a tomar decisiones.
En una ponencia presentada recientemente en el congreso internacional Statistical Learning, organizada por el Basque Center on Cognition, Brain and Language (www.bcbl.eu), Lange explicó que el cerebro aprende y predice de manera automática estados y acontecimientos futuros. El de representación mental es un proceso constante y ubicuo, en condiciones normales, y gracias a él de continuo anticipamos lo que alguien va a decir, la siguiente nota musical de una melodía o cómo terminará la película que estamos viendo. La predicción afecta a todos los sentidos; un ejemplo claro de ello lo tenemos cuando renovamos el carné de conducir: en el test psicotécnico nos muestran un punto que se mueve, tapándonos parte del camino que debe recorrer, y nos piden que pulsemos un botón cuando creemos que ese punto móvil llega a un hito o punto fijo. El cerebro no puede ver, pero, con bastante grado de acierto, calcula el espacio y la velocidad y deduce el momento aproximado del encuentro. Según Lange, tenemos tan interiorizados los procesos predictivos que toda la actividad neural puede ser entendida como una minimización del error de predicción, para poder anticiparnos a la realidad y estar preparados para ella.
Parece que no vamos a hablar de poesía, pero les pido un poco de paciencia. Entre las investigaciones del equipo de Floris de Lange, uno de sus experimentos está orientado a la predicción lingüística. Se presenta a un conjunto de personas monitorizadas cerebralmente una frase incompleta, por ejemplo “la leche está demasiado fría para ___”, y en vez de la palabra esperada (“beber”, o “bebérsela”), se introduce una imprevista, por ejemplo “la leche está demasiado fría para llorar”. Los picos se elevan de súbito en todos los sensores, indicando que hay una palabra que los sujetos del experimento no habían visto venir. ¿Por qué aparece llorar? El cerebro, confundido, relee, ayudado de la memoria, la frase, hasta que le encuentra (o no) un sentido. Si no lo tiene, le busca una explicación a esa ausencia de sentido.
Pero nosotros no nos sorprendemos tanto, ¿verdad? Como lectores de poesía durante décadas, estamos dispuestos a aceptar cualquier palabra en una frase, sobre todo la menos previsible. Nuestro cerebro está entrenado ante la sorpresa verbal, porque hace tiempo aceptamos la fantástica definición de Alejandro Gándara de la literatura como “movilización de los recursos de extrañeza”, y sabemos, con Anne Carson, que “if prose is a house, poetry is a man on fire running quite fast through it” [“si la prosa es una casa, la poesía es un hombre en llamas que atraviesa esa casa a gran velocidad”]. Nuestro cerebro en llamas también cruza esa casa sin quemarse, porque vivimos en una donde la sorpresa —o, mejor expresado, la falta de previsibilidad— es uno de los más importantes materiales de construcción.
Por eso, mientras las personas no acostumbradas a leer (sobre todo, las ajenas a la poesía) crepitan eléctrica y hormonalmente, sacudidos por descargas de adrenalina cuando no entienden algo, los lectores de buena poesía —de aquella capaz de extraer al lenguaje común todas sus posibilidades, o de fundar un lenguaje alternativo, si no nuevo— mantenemos el pulso tranquilo y las constantes cerebrales atentas, pero bajo control. No se dispara el cortisol del estrés, sino la dopamina del goce. Ninguna rareza verbal nos resulta extraña. Si leemos que el tiempo tiene “chorreantes dedos y aliento de pescado”, como escribe Blanca Varela, nos parece un acierto feliz, y si Federico García Lorca nos dice que “El Tiempo va sobre el Sueño/ hundido hasta los cabellos”, su poderosa imagen entra en nuestra cabeza y la ilumina, sin escandalizarla.
En cambio, la poesía simple o normalizada, tan difundida en la lengua castellana tanto en libros impresos como en redes sociales, no entrena nuestra mente porque dicha poesía es previsible, vacua, adivinable. Basada en oposiciones fáciles (la cama está vacía porque tú no estás; contigo no hago el amor, sino el sexo —esta última idea, además de tonta, es reversible—), o estructurada mediante silogismos de parvulario de lógica, la mala poesía suena a gastada. Si nos dan los cuatro primeros versos de un mal poema, somos casi capaces de escribir el resto del texto (un poema es otra cosa). La mala poesía cruza el cerebro como una pluma flotante vuela entre las rocas, sin dejar ninguna huella.
Todo lo anterior implica que la lectura continuada de poesía de alta calidad, compleja —no necesariamente hermética, ni difícil—, profunda, reconfigura nuestro cerebro, porque la plasticidad cerebral modela nuestros procesos de predicción cerebral y nos hace más tolerantes hacia lo inesperado, hacia la novedad fructífera. Como explica Luis Martínez-Falero1 comentando la poesía imaginista, se crea un conjunto de patrones que requieren de un tipo específico de lectura y de comprensión: “Ese contenido semántico, por tanto, se manifiesta en forma de texto en un lenguaje más allá del lenguaje, con una gramática que rompe las reglas gramaticales” (2020, p. 159). Cada poema de cada poeta complejo —Martínez-Falero pone el ejemplo de un poema de Blanca Andreu— nos obliga a aprender a pensar de otro modo o a pensar de nuevo. Configura nuestro cerebro como un músculo de intelección en marcha, un descompresor de sentidos encriptados.
En resumen, los años de lectura compleja nos preparan para lo complejo y entrenan nuestra mente para entender a la velocidad del rayo cualquier discurso, cualquier salida, cualquier extrañamiento, cualquier quiebro súbito del lenguaje. Nuestro cerebro, por ello, crece en complejidad, se adensa y profundiza. Nos cambia para bien. Esto no quiere decir que seamos más sabios, pero de seguro somos menos tontos que quienes solo degustan mala poesía. Ya es científicamente demostrable.
* Este artículo se enmarca en el proyecto “Hacia una teoría cognitiva de la imaginación creadora desde fundamentos teóricos, estéticos y neurocientíficos” de la Universidad de Sevilla (US-1381037, US/Junta/FEDER-UE).
Acceso al texto original en https://periodicodepoesia.unam.mx/texto/la-buena-poesia-cambia-tu-cerebro/
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