ARTURO LEYTE Y EL ARTE DEL ACABAMIENTO
(archivo del blog completo en http://vicenteluismora.bitacoras.com)
Arturo Leyte
El arte, el terror y la muerte; Abada, Madrid, 2006
En España tenemos la suerte de que todos nuestros filósofos mayores, casi sin excepción (Duque, Martínez Marzoa, Trías, Barrios Casares, Molinuevo) han dedicado bastantes reflexiones a la Estética, páginas maravillosas donde los pensadores sobre formas concretas de arte podemos encontrar alimento inextinguible. Tampoco es una excepción el interesantísimo pensador Arturo Leyte, de quien ya comentamos aquí su monumental Heidegger (Alianza, 2005), y que ahora presenta en El arte, el terror y la muerte (Abada) la unión de dos textos: “Arte y terror” y “Arte y muerte”, que han sido reelaborados desde su publicación separada inicial para tener ahora unidad de alcance.
La brevedad del libro es sólo física, en el sentido de que sus páginas nos obligan a un futuro y prolongado repensamiento de su contenido; lo expuesto aquí, por ese motivo, no es más que un apunte a vuelapluma para enfatizar su interés, para ponderar la conveniencia de leer este libro (como en general, y aprovecho para decirlo, cualquier volumen de Abada, referencia inexorable ya del pensamiento filosófico, artístico y literario contemporáneo) y de aprovechar sus interesantes reflexiones, que parten, como comienza a ser habitual en otros ensayos filosóficos recientes, de los atentados del 11/S sobre Manhattan. Parece que este macroatentado ha tenido, como efecto colateral, una necesidad de repensar nuestras coordenadas a la luz de la extinción, y por ello es natural que Leyte, que dedica estos dos ensayos precisamente al arte en ese límite de extinción, comience por el final.
El primer ensayo parte del intento de esclarecer la dificultad que tendría hoy un artista para representar, con una sola obra, el magno atentado neoyorkino. Explora Leyte históricamente cómo los artistas se han acercado en sus obras a una historización abarcadora de su tiempo, y cómo se han perdido las coordenadas filosóficas, estéticas y aun morales para hacer eso posible en la actualidad. Explora Leyte un problema, el del exceso de semejanza entre lo real y lo artístico, que también había denunciado Slavoj Zizek en los atentados del 11/S en su ensayo Bienvenidos al desierto de lo real (Akal, Madrid, 2005, en especial pp. 14ss). Parten ambos pensadores de la famosa y desgraciada frase del músico Stockhausen, la de que los atentados habían sido la mayor obra de arte de la historia, y ambos llegan a conclusiones parecidas, la de la actual confusión entre lo artístico y lo real por el efecto formateador (el símil es mío) de los medios de comunicación de masas sobre nuestra percepción. Zizek abunda en la conformación de los planos televisivos de la retransmisión de la caída de las Torres como escenas de películas de desastres; Leyte prefiere poner el acento en “la propia desaparición del arte, el cual, si deja de ser metafísico, es decir, si deja de distanciarse de aquello que tiene que traer a presencia y se vuelve sólo presente, se confunde con la realidad” (p. 15). Zizek recordaba a Jeremy Bentham: “la realidad es la mejor apariencia de sí misma” (Bienvenidos… p. 15). José Luis Molinuevo, en La vida en tiempo real. La crisis de las utopías digitales (Biblioteca Nueva, Madrid, 2006, p. 25) escribe: “el 11S ya había tenido lugar virtualmente, por lo que se pensó que lo real era una dimensión más de lo virtual. Acentuada por la ausencia de cuerpos en la retransmisión de la tragedia, de materialidad humana”. Es en este delgado límite donde se está dirimiendo la esencia del arte contemporáneo y su nuevo problema de mimesis inversa: la realidad imitando al arte, en una vuelca de tuerca del pensamiento estético de Óscar Wilde.
En el primer ensayo del libro toca Leyte un tema sobre el que luego volverá, y nosotros con él, el de la serie, la condición serial de las obras de arte ambiciosas pertenecientes al período moderno: “la visión parece reclamar una serie indefinida” (p. 17). El propósito artístico tardomoderno se considera incapaz de dar una visión global autónoma, es propenso a la articulación de discursos basados en la multiplicidad, con el horizonte final en la idea de la muerte, de la desaparición de lo visible. Y, en relación con esta idea, llega el segundo ensayo del libro, “Arte y muerte”, más denso y filosófico que el primero, donde se parte de los esquemas categoriales de Hegel sobre la muerte del espíritu y, sobre todo, de Heidegger sobre el concepto de finitud. Es un desarrollo ejemplar que tiene muchos puntos de conexión con el capítulo III de Heidegger; allí podíamos leer algo que hay que tener muy presente al afrontar “Arte y muerte”:
Ideas que ahora Leyte recoge y desarrolla, adaptadas al tema que le concierne, en pp. 70 y siguientes. La tensión de la muerte, de la idea de muerte, no como un lugar, sino como algo que acompaña a la vida durante toda la duración de la misma, una idea heideggeriana con raíces en Schopenhauer, que definía la muerte como “el carácter constante de la vida”, donde el adjetivo constante es más importante y significativo que todo lo demás junto (Joyce, en el Ulises, dirá que “la muerte es la más alta forma de vida”). Ese impulso de muerte, a juicio de Leyte, late en todas las formas modernas de agotamiento artístico de la realidad a partir de la serie. La serie de obras de arte sobre un mismo tema, apunta el autor, comienza en el siglo XIX a la vez que se acaba la confianza filosófica en lo conceptual, la científica en lo real y la moral en lo religioso. Desde entonces, a través de series internas (como la diversidad de miradas que se hallan en cuadro cubista sobre un mismo objeto), o externas (las series de Picasso o Monet, las reproducciones seriadas de Warhol), los artistas ven difícil que haya una sola representación de algo, un cuadro que, a la manera de La muerte de Marat de David o de La balsa de la Medusa de Géricault, sea capaz de condensar el espíritu de una época. Por eso se les aparece como obvia “la exigencia de que todo tiene que aparecer en forma multiplicada para agotar su ser” (p. 92), y eso tanto se confíe en una idea de verdad, como en Picasso, o aunque se sepa, como en el caso de Warhol “que esa verdad no es posible” (p. 93). Por tanto, hay un impulso tanático en toda configuración serial, incluso en aquellas más festivas o superficiales, como las latas de sopa Campbell de Warhol.
El libro apunta muchas más líneas de fuga y razonamientos brillantes que es imposible no ya resumir, sino citar aquí sin hacerlos palidecer. Lo único sensato que se puede hacer con El arte, el terror y la muerte es salir a comprarlo, leerlo y releerlo tranquilamente, a ser posible con un buen libro de arte donde contemplar en color y gran formato las piezas descritas. Lo único que puede achacársele al libro es algún leve descuido de estilo, como repetir “precisamente” dos veces en tres líneas (p. 16), y no haber insistido más en una idea magnífica que se apunta en la primera parte y que, por la razón que sea, Leyte deja sin desarrollar: la idea de la obra de arte contemporánea como inacabada. Esperemos que sea porque el catedrático tenga pensado retomarla en el futuro dentro de un trabajo ex profeso. Por lo demás, estamos ante un libro sugestivo, preciso y precioso, notablemente editado (incluyendo las reproducciones de las imágenes que examina) y que configura a Leyte como uno de los pensadores contemporáneos de los que hay que leer hasta la lista de la compra.
(archivo del blog completo en http://vicenteluismora.bitacoras.com)
Arturo Leyte
El arte, el terror y la muerte; Abada, Madrid, 2006
Por qué hemos de esperar, y temer, que haya un desastre en el espacio para llegar a entender nuestro tiempo.
J. G. Ballard, La exhibición de atrocidades
En España tenemos la suerte de que todos nuestros filósofos mayores, casi sin excepción (Duque, Martínez Marzoa, Trías, Barrios Casares, Molinuevo) han dedicado bastantes reflexiones a la Estética, páginas maravillosas donde los pensadores sobre formas concretas de arte podemos encontrar alimento inextinguible. Tampoco es una excepción el interesantísimo pensador Arturo Leyte, de quien ya comentamos aquí su monumental Heidegger (Alianza, 2005), y que ahora presenta en El arte, el terror y la muerte (Abada) la unión de dos textos: “Arte y terror” y “Arte y muerte”, que han sido reelaborados desde su publicación separada inicial para tener ahora unidad de alcance.
La brevedad del libro es sólo física, en el sentido de que sus páginas nos obligan a un futuro y prolongado repensamiento de su contenido; lo expuesto aquí, por ese motivo, no es más que un apunte a vuelapluma para enfatizar su interés, para ponderar la conveniencia de leer este libro (como en general, y aprovecho para decirlo, cualquier volumen de Abada, referencia inexorable ya del pensamiento filosófico, artístico y literario contemporáneo) y de aprovechar sus interesantes reflexiones, que parten, como comienza a ser habitual en otros ensayos filosóficos recientes, de los atentados del 11/S sobre Manhattan. Parece que este macroatentado ha tenido, como efecto colateral, una necesidad de repensar nuestras coordenadas a la luz de la extinción, y por ello es natural que Leyte, que dedica estos dos ensayos precisamente al arte en ese límite de extinción, comience por el final.
El primer ensayo parte del intento de esclarecer la dificultad que tendría hoy un artista para representar, con una sola obra, el magno atentado neoyorkino. Explora Leyte históricamente cómo los artistas se han acercado en sus obras a una historización abarcadora de su tiempo, y cómo se han perdido las coordenadas filosóficas, estéticas y aun morales para hacer eso posible en la actualidad. Explora Leyte un problema, el del exceso de semejanza entre lo real y lo artístico, que también había denunciado Slavoj Zizek en los atentados del 11/S en su ensayo Bienvenidos al desierto de lo real (Akal, Madrid, 2005, en especial pp. 14ss). Parten ambos pensadores de la famosa y desgraciada frase del músico Stockhausen, la de que los atentados habían sido la mayor obra de arte de la historia, y ambos llegan a conclusiones parecidas, la de la actual confusión entre lo artístico y lo real por el efecto formateador (el símil es mío) de los medios de comunicación de masas sobre nuestra percepción. Zizek abunda en la conformación de los planos televisivos de la retransmisión de la caída de las Torres como escenas de películas de desastres; Leyte prefiere poner el acento en “la propia desaparición del arte, el cual, si deja de ser metafísico, es decir, si deja de distanciarse de aquello que tiene que traer a presencia y se vuelve sólo presente, se confunde con la realidad” (p. 15). Zizek recordaba a Jeremy Bentham: “la realidad es la mejor apariencia de sí misma” (Bienvenidos… p. 15). José Luis Molinuevo, en La vida en tiempo real. La crisis de las utopías digitales (Biblioteca Nueva, Madrid, 2006, p. 25) escribe: “el 11S ya había tenido lugar virtualmente, por lo que se pensó que lo real era una dimensión más de lo virtual. Acentuada por la ausencia de cuerpos en la retransmisión de la tragedia, de materialidad humana”. Es en este delgado límite donde se está dirimiendo la esencia del arte contemporáneo y su nuevo problema de mimesis inversa: la realidad imitando al arte, en una vuelca de tuerca del pensamiento estético de Óscar Wilde.
En el primer ensayo del libro toca Leyte un tema sobre el que luego volverá, y nosotros con él, el de la serie, la condición serial de las obras de arte ambiciosas pertenecientes al período moderno: “la visión parece reclamar una serie indefinida” (p. 17). El propósito artístico tardomoderno se considera incapaz de dar una visión global autónoma, es propenso a la articulación de discursos basados en la multiplicidad, con el horizonte final en la idea de la muerte, de la desaparición de lo visible. Y, en relación con esta idea, llega el segundo ensayo del libro, “Arte y muerte”, más denso y filosófico que el primero, donde se parte de los esquemas categoriales de Hegel sobre la muerte del espíritu y, sobre todo, de Heidegger sobre el concepto de finitud. Es un desarrollo ejemplar que tiene muchos puntos de conexión con el capítulo III de Heidegger; allí podíamos leer algo que hay que tener muy presente al afrontar “Arte y muerte”:
la segunda [cuestión precisable al hablar de finitud en Heidegger] tiene que delimitar la custión misma de la finitud (…) señalando que con ella no se trata del otro lado de la infinitud, al modo en que en el Idealismo alemán representó un papel la oposición finitud-infinitud. No se trata, pues, de una reivindicación de la finitud como un lugar (…) “Finitud” alude a la quiebra del sentido vulgar de tiempo. (…) “Finitud” consistirá, en consecuencia, en instalarse en dicha quiebra. (A. Leyte, Heidegger; Alianza, Madrid, 2005, p. 249)
Ideas que ahora Leyte recoge y desarrolla, adaptadas al tema que le concierne, en pp. 70 y siguientes. La tensión de la muerte, de la idea de muerte, no como un lugar, sino como algo que acompaña a la vida durante toda la duración de la misma, una idea heideggeriana con raíces en Schopenhauer, que definía la muerte como “el carácter constante de la vida”, donde el adjetivo constante es más importante y significativo que todo lo demás junto (Joyce, en el Ulises, dirá que “la muerte es la más alta forma de vida”). Ese impulso de muerte, a juicio de Leyte, late en todas las formas modernas de agotamiento artístico de la realidad a partir de la serie. La serie de obras de arte sobre un mismo tema, apunta el autor, comienza en el siglo XIX a la vez que se acaba la confianza filosófica en lo conceptual, la científica en lo real y la moral en lo religioso. Desde entonces, a través de series internas (como la diversidad de miradas que se hallan en cuadro cubista sobre un mismo objeto), o externas (las series de Picasso o Monet, las reproducciones seriadas de Warhol), los artistas ven difícil que haya una sola representación de algo, un cuadro que, a la manera de La muerte de Marat de David o de La balsa de la Medusa de Géricault, sea capaz de condensar el espíritu de una época. Por eso se les aparece como obvia “la exigencia de que todo tiene que aparecer en forma multiplicada para agotar su ser” (p. 92), y eso tanto se confíe en una idea de verdad, como en Picasso, o aunque se sepa, como en el caso de Warhol “que esa verdad no es posible” (p. 93). Por tanto, hay un impulso tanático en toda configuración serial, incluso en aquellas más festivas o superficiales, como las latas de sopa Campbell de Warhol.
El libro apunta muchas más líneas de fuga y razonamientos brillantes que es imposible no ya resumir, sino citar aquí sin hacerlos palidecer. Lo único sensato que se puede hacer con El arte, el terror y la muerte es salir a comprarlo, leerlo y releerlo tranquilamente, a ser posible con un buen libro de arte donde contemplar en color y gran formato las piezas descritas. Lo único que puede achacársele al libro es algún leve descuido de estilo, como repetir “precisamente” dos veces en tres líneas (p. 16), y no haber insistido más en una idea magnífica que se apunta en la primera parte y que, por la razón que sea, Leyte deja sin desarrollar: la idea de la obra de arte contemporánea como inacabada. Esperemos que sea porque el catedrático tenga pensado retomarla en el futuro dentro de un trabajo ex profeso. Por lo demás, estamos ante un libro sugestivo, preciso y precioso, notablemente editado (incluyendo las reproducciones de las imágenes que examina) y que configura a Leyte como uno de los pensadores contemporáneos de los que hay que leer hasta la lista de la compra.
10 comentarios:
No he leído el libro de Arturo (asunto que espero corregir en el plazo más breve posible de tiempo). Lo que me gustaría al respecto de tu reseña (que tomaré, cómo no, como guía fidedigna de lo que transmite el autor) de "El arte, el terror y la muerte" es añadir una pequeña reflexión. Desde el origen de nuestra cultura occidental conviven dos maneras de entender la "mímesis". Una, la aristotélica, la más exitosa -al menos teóricamente- concibe la mímesis como imitación, tal y como la entendemos usualmente. Sin embargo, previa a esta noción, existía la idea de mímesis como "expresión", vinculada a los ritos religioso-dionisíacos donde al poeta encarnaba la figura de un dios. Esta idea de expresión ha pervivido de manera más o menos soterrada hasta ser recuperada con toda su potencia (Tatarkievicz, entre otros, opinan esto) en el siglo XX. Ya no es un dios sino fuerzas humanas, demasiado humanas (aunque a veces se pretendan asociar a cuestiones religiosas) las que son registradas por nuestros medios de comunicación, que terminan produciendo en el espectador una incertidumbre acerca de cuánto hay en ellas de realidad y de ficción. Naturalmente, en este segundo tipo de mímesis la "distancia metafísica" entre la realidad y su "imitación" no se produce, ambas se dan al mismo tiempo. El acto "artístico" terrorista-expresivo (Stockhausen) produce, al igual que ocurre en ciertas obras de arte, un efecto de imitación, acaban convirtiéndose ellos mismos en serie. En fin... Creo que en el origen de la noción de "mímesis" puede encontrarse un tanto de luz sobre este interesante asunto.
Te invito a que visites mi blog ( ahora sólo hay una entrada )
Tienes razón pero era por introducir el propio título del blog.
Gracias.
En principio trataré de ir aprendiendo del tuyo.
Umm, muy filosófico, demasiadas vueltas y vueltas y vueltas para no llegar a nada... Steiner fue quien dijo lo de que en humanidades "la teoría es intuición que se vuelve impaciente" ? No leais estos libros, mirad!, observad! y preguntaos!!
Hum... muy reflexivo, tu comentario. No leas este blog, no leas nada! mira! observa! pregúntate!
Bien... es la segunda vez que escribo este comentario, pero me temo (de verdad que lo temo) que la primera vez no lo he mandado como debiera. Soy la anónima de más arriba.
No, si no digo yo que no haya que leer. Pero es que he leido precisamente el libro que reseñas y me ha resultado aburridísimo. Leer tu reseña me ha sorprendido. Veras, no se puede hablar de arte y aburrir!!! Un teórico del arte no puede aburrir. No puede diseccionar el arte en el depósito de cadáveres. No, tiene que estudiarlo vivo, así logrará a ser útil su estudio. Pienso que el crítico o teórico del arte ha de ir más allá de la obra de arte y del artista, trascenderlo para estimular al artista, para hacerle ver que es posible una vuelta de tuerca más que resulte atractiva. Por el contrario ahondar en ella para buscar su árbol genealógico es asunto que sólo interesa a los eruditos... y de entre los intelectuales estos son la peor especie, o para dar a entender su lectura con sublecturas en vez de con vida, con la realidad o irrealidad desde la que trabaja el artista.
No, no se puede aburrir. Ah, ojo, Wladyslaw Tatarkiewicz, por ejemplo, en sus dos volúmenes de "Historia de la estética" y en "Historia de las tres ideas", es un estudioso al que rescatar... su afán es netamente didáctico y es entretenido. En fin que hay excepciones, pero en estas, pocas, no entran los que se empeñan en aburrir.En definitiva, ante propuestas tan sesudas, reflexivas y "relevantes" (ahogadas en la "relevancia"!!!) es mejor no leer y acercarse a preguntarle al pastor qué tiempo hará hoy, porque al menos este sabe con sabor.
Perdona mi frivolidad, tan reflexionada.
Soy de nuevo la anónima incordio. Verás acabo de leer una cosa y me he acordado de ti. Baldinoti escribe en su "Lógica",traducción de 1798: "Un filósofo enseña más cuando señala más, cuando señala el término de los conocimientos humanos, que cuando afecta ciencia y ejercita magisterio sobre lo que no puede ser conocido. Esto más que para conocer la naturaleza debe servir para conocerle a él".
Y ya te dejo en paz.
Gracias por tu blog, no obstante.
Creo que si no sabes disfrutar a Arturo Leyte, el problema lo tienes tú, no yo. Somos muchos los que sí no hacemos. Relee a Tatarkiewicz (que es, en efecto, muy bueno, estoy de acuerdo contigo). Y no haré caso a tu Baldinoti porque yo no soy filósofo, y no tengo por qué seguir sus reglas (ni las de él, ni las de nadie). Saludos.
Vicente,
Lástima que no seas filósofo (por cierto, revisa un poco lo que significa ser filósofo: "amante de la sabiduría o de la ciencia", ya sabes philéo 'yo amo' y sophía 'sabiduría, ciencia'), y sí, no tienes por qué seguir las reglas de nadie, y es precisamente por eso que me pregunto "¿por qué sigues las reglas que sigues?", y es precisamente por esto que te incordio, y es que no me pareces muy original... pareces viejo y cansado, a tu diario de lectura le falta entusiasmo!!! Por lo demás, Baldinoti no establecía con esto ninguna regla, y Baldinoti no es mío, aunque ya veo que Arturo Leyte sí es tuyo.
Leyte no es mío, de otra forma no lo comentaría a otros posibles lectores: mi modesta función es difundir, no atesorar. Pero no pasa nada, no te preocupes más: si no te gusta lo que hago... no vuelvas, nadie te obliga. Saludos.
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