Isaac Rosa
El país del miedo; Seix Barral, 2008
Hay un microrrelato muy hábil de Pedro Ugarte titulado “El miedo”. En él hablan los propietarios de sendos castillos. El primero dice estar acosado por algunos fantasmas. El segundo le replica: “Yo vivo en mi castillo con una gran familia. Los sirvientes son innumerables y ruidosos. Toda mi casa está llena de seres humanos. Por eso, amigo, tengo miedo”[1]. En efecto, el miedo de verdad se tiene a otros individuos, al resto de hombres, o a la violencia entendida como actividad general humana; el otro (el miedo a lo desconocido, a los fantasmas, a los extraterrestres), es un miedo virtual, siempre sin comprobación, y quizá incluible en el catálogo de temores no concretos. El miedo, como demuestra Isaac Rosa (Sevilla, 1974) en su última novela, es otra cosa, mucho más palpable y cercana. Sobre ese miedo ya había escrito Rosa en algún libro anterior, como por ejemplo en su obra de teatro Adiós muchachos (1998, Premio Caja España de Teatro Breve 1997), donde los personajes son, antonomásicamente, un Asesino y una Víctima. En un momento dado, el Asesino dice:
“Haga caso de lo que digo, joven… Sé de qué hablo. Todos morimos antes de morir. (…) No me refiero, claro está, a la muerte física, que llega después; sino a la ‘muerte humana’, la muerte como persona. (…) No he conocido, en treinta años que llevo en esto, a nadie, y digo a nadie en absoluto; ni una sola persona que mostrara un mínimo de dignidad al morir, un solo gesto humano, tan sólo uno. La simple proximidad del revólver cosifica a los hombres, los convierte en cuerpos inertes, se les cae la humanidad hecha pedazos en los zapatos, y sólo queda un cuerpo vacío y sin alma, ya muerto”[2].
Frente a la complejidad de su novela anterior, la deconstructiva ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (2007), que rescribía críticamente La malamemoria (1999), el esquema argumental de El país del miedo es bastante simple, lo que nos lleva a pensar que no es la trama lo importante en una obra cuyos propósitos son más psicológicos y sociológicos que puramente narrativos. A raíz del acoso escolar que sufre un preadolescente, Pablo, sus padres (Carlos y Sara) se enfrentan de diferentes modos a la entrada del miedo en sus vidas. La familia pasa así rápidamente de la conciencia a la paranoia (“en cuanto a la calle, apenas la pisan”, p. 115), y contar cómo se produce mentalmente ese paso parece ser el auténtico objetivo de Rosa; a este efecto se utiliza un narrador omnisciente para contar la historia principal, y un “nosotros” sociológico al hablar de los efectos del miedo en nuestro tiempo y de los discursos que contribuyen a crearlo. Episodios narrativos y socio-ensayísticos se van sucediendo, articulando la novela en su alternancia, y los acontecimientos van dando pie a nuevas reflexiones, por lo común a partir de las de Carlos, el temeroso padre, sobre el miedo estructural a la violencia. Aunque en algunos momentos parece echarse la culpa del acoso escolar a esos miedos paternos, no faltan escenas (cf. pp. 118-126, 294) donde se recoge la descripción de la violencia ínsita al ser humano como causante de esas tensiones, en la órbita (no estilística sino semántica) de Ballard.
Isaac Rosa ha elegido hábilmente el tema de nuestro tiempo para construir un auténtico tratado sobre el mismo. El mundo tras el 11/S es pasto del miedo social y del miedo íntimo, y El país del miedo bien podía haberse titulado El planeta del miedo, en referencia al poder que el imaginario de la amenaza tiene a día de hoy en la conciencia colectiva. El retrato del miedo que Rosa elabora en su libro tiene algo de catálogo donde uno puede reconocerse, de espejo con el cual confrontar los terrores que todos tenemos y calibrar nuestro nivel de amenaza fantasma, de paranoia personal respecto a todas aquellas cosas –más o menos reales– que creemos pueden agredirnos a cada momento. En este sentido, ese “país” que no recibe nombre es una especie de relato en clave distópica de nuestro presente, un lugar paranomásico que puede ser cualquier ciudad contemporánea, pues los paisajes cambian, pero los miedos son –esencialmente– los mismos. Y también aborda El país del miedo dos cuestiones de gran interés en la formación y/o construcción deliberada del imaginario del pánico en cada momento: la situación económica y el decisivo papel de los medios de comunicación.
Respecto al primero, Rosa denuncia sibilinamente el modo en que el estatus económico puede generar rasgos de xenofobia o rechazo a los miembros de estatus inferiores, como causantes autónomos del conflicto social, sea por envidia o por ansiedad de mejora puntual de los marginales: “el principal alimento del miedo es la ignorancia, y seguramente los habitantes de las urbanizaciones de clase media-alta evitan por temor aquellas zonas de la ciudad en las que nunca han puesto un pie” (p. 113). El “miedo al pobre”, al que acecha nuestra situación económica, hace que establezcamos “mapas de peligrosidad” (p. 111) de nuestras ciudades, y consideremos indefectiblemente, alcanzado cierto estatus, que sólo las zonas ricas y protegidas sean dignas de nuestra tranquilidad cívica o turística. Carlos, el padre, es consciente de ello: “se trata de un miedo clasista, pánico de clase media. Él sabe que en realidad ese tipo de delitos, esos sucesos violentos, los sufren sobre todo las clases bajas, los más desprotegidos” (p. 131).
En un segundo orden, varios lugares de la novela apelan a las construcciones audiovisuales (tanto las noticias de los telediarios -pp. 170, 256-, como los espacios de ficción -pp. 108, 167, 239, 253-) como causantes de la creación artificial de miedos sociales. Sobre el papel de los medios de comunicación en esa creación ya habló Goytisolo en su momento en términos que merece la pena reproducir:
“Hoy no podemos alegar ya ignorancia: la información instantánea a través de la Red y los canales televisivos de atentados terroristas, bombardeos ciegos, brutalidades y abusos de quienes se creen investidos de un ‘destino manifiesto’ y nos arrastran a la espiral de violencia engendrada por su arrogancia, penetran en nuestros hogares como un producto de consumo más, en el mismo paquete que las emisiones destinadas a embrutecer aún, si cabe, al público que zapea con el mando a distancia: publicidad machacona que rebaja al ciudadano a una especie de yonqui y, como señaló William Burroughs, en vez de venderle la mercancía a él, lo vende, a él a la mercancía; muerte en directo, degüello de rehenes transmitido en tiempo real, planos de cadáveres muy poco exquisitos, niños y madres destrozados por bombas, desplome espectacular de rascacielos y de cuerpos lanzados al vacío, todas las crueldades y crímenes de nuestros semejantes difundidos y trivializados”[3].
En efecto, como apuntaba Bordieu, “Los peligros políticos inherentes a la utilización cotidiana de la televisión resultan de que la imagen posee la particularidad de producir lo que los críticos llaman el efecto de realidad, puede mostrar y hacer creer lo que muestra. Este poder de evocación es capaz de provocar fenómenos de movilización social”[4].
Rosa destaca el particular papel del cine como instrumento transmisor de ideología, que desde las películas infantiles ayuda a los niños a perfilar las sombras de su miedo, “que muestra como natural la forma de sociedad que habitamos, que nos construye una visión de la realidad nada inocente” (p. 240). Los narradores actuales participan de esa creencia, y la recrean en sus libros tal y como, a su juicio, sucede en la mente del individuo contemporáneo: “Hubo un primer plano en una de las pantallas. La cara destrozada de Arthur Rapp se salía de sí misma en espasmos de sorpresa y de dolor. Recordaba una masa de materia vegetal prensada. Eric quiso que se la mostrasen otra vez. Quiero verla otra vez. Lo hicieron, cómo no, y supo entonces que iban a hacerlo reiteradamente, hasta bien entrada la noche (…) hasta que la sensación causada desapareciera como por ensalmo de la secuencia o hasta que el mundo entero, todo el mundo, la hubiera visto a la fuerza, según qué sucediera primero” (Don DeLillo, Cosmópolis, Seix Barral, Barcelona, 2003, pp. 49-50).
Las consecuencias de este miedo cerval ya las hemos visto en otro post, más abajo (“Videovigilancia”): la sustitución por el ciudadano de la libertad por la seguridad. También lo ve así Rosa: “Pero aquello sería sólo un comienzo (…) entrarían en esa espiral securitaria que hace que la necesidad de protección nunca deje de crecer, pues las respuestas defensivas al miedo acaban generando más miedo, las medidas contra la inseguridad producen más sensación de inseguridad (el mismo mecanismo por el que una presencia excesiva de policías en una estación de tren no nos tranquiliza, sino más bien nos asusta), tras la cerradura antirrobo uno no podrá rechazar la alarma, y tras ésta las rejas a las ventanas, el servicio de conexión a la centralita, y ya nunca descansará” (p. 46). Un claro ejemplo se tuvo en Estados Unidos tras el 11/S, cuando los parlamentarios norteamericanos aprobaron, sin haberla leído, una ley que elevaba la seguridad nacional y que daba permiso a los poderes públicos para limitar ciertos derechos de los ciudadanos, como se demuestra en el documental de Michael Moore Fahrenheit 9/11. A los Estados les interesa atemorizar a los ciudadanos con la violencia social, bien sea para justificar el incumplimiento de su contrato de protección (como genialmente apunta Bauman en la cita con la que se cierra El país del miedo), bien para favorecer su permanencia tranquila en los hogares e intentar paliar el número de actos violentos. Es difícil saber hasta qué punto hay una voluntad consciente de los medios de comunicación de colaborar con estos propósitos, pero sí hay algo indudable, señalado por Ramón Fernández Durán: “la profusión de la violencia mediática busca insensibilizar y acostumbrar a los sujetos ante la creciente violencia real. (...) y en esa batalla épica, las fuerzas del orden pueden desarrollar toda la violencia que consideren necesaria, sin ningún tipo de limitaciones ni cortapisas legales, para triunfar sobre el mal. Este mensaje se repite cada vez más en los diferentes productos audiovisuales, de forma recurrente, como una especie de adoctrinamiento”[5]. Precisamente la descripción de ese adoctrinamiento, de esas lecciones “inculcadas también desde el aprendizaje de la ficción” (El país del miedo, p. 263), es el punto fuerte de la novela de Rosa y, seguramente, el motivo principal de su escritura. Un objetivo más que necesario en estos tiempos de ciudadanos convertidos en borregos no por su falta de inteligencia, sino por la inoculación constante del miedo, social o personal, en su mente hasta doblegarla por pánico.
Bien escrita, bien contada, presentada sin complejidades formales ni estructurales en un lenguaje directo y claro, El país del miedo es una novela psico-sociológica a la vez que un ensayo sobre las formas del miedo en nuestro tiempo y de los discursos que lo vertebran. Un libro para pensar detenidamente quién o quienes dirigen la construcción de los imaginarios infantiles, quién o quienes dirigen la violencia y la seguridad en nuestros días, y las oscuras y tortuosas relaciones entre los unos y los otros.
Notas
[1] Pedro Ugarte, “El miedo”, Materiales para una expedición; Lengua de Trapo, Madrid, 2002, p. 29.
[2] Isaac Rosa, Adios muchachos (casi un tango); Caja España, Valladolid, 1998, p. 43.
[3] Juan Goytisolo, “Fe de erratas”, El País, 27/11/2004, p. 13.
[4] Pierre Bordieu, Sobre la televisión; Anagrama, Barcelona, 1997, p. 27.
[5] Ramón Fernández Durán, Contra la Europa del capital y la globalización económica; Talasa Ediciones, S. L., Madrid, 1996, p. 202.
10 comentarios:
Estimado Vicente, creo que te puede interesar la segunda entrevista de este enlace, sobre la creación poética:
http://www.cccb.org/ca/arxiu_multimedia?fc=63;sn=5
No tiene desperdicio.
Salud.
Querido Vicente,
Saludos estivales. Ya veo que ni en vacaciones este blog deja de interpelarnos. Me alegro de ello. De las distintas tipologías de miedo que das cuenta a partir de la novela de Rosa me gustaría detenerme en la primera de ellas: la situación económica, porque, creo, es un territorio también fértil para la literatura. No solamente el “miedo al pobre” se convierte en escenario sobre el cual las oligarquías económicas azuzan la paranoia, mucho me temo que las raíces de ese miedo son más profundas. Pongamos sólo tres ejemplos. La precariedad y desregulación laboral han edificado un discurso de aceptación de condiciones injustas que, de manera transversal, corta a buena parte de nuestra generación. El temor al desempleo, a la discontinuidad, a la ausencia de recursos estables… va tejiendo una red invisible de “micromiedos” que acorralan e inmovilizan. Las difíciles condiciones de acceso a un bien básico como la vivienda, trufado además con el miedo anterior al desempleo, están produciendo otra suerte de psicosis que obliga también a la “aceptación” pasiva de condiciones de abuso, mientras los beneficios industriales y empresariales no paran de crecer. Por último, el desgaste y deterioro de servicios públicos fundamentales (pienso en los educativos y sanitarios) conduce inevitablemente no ya al miedo por la carencia de servicios indispensables para la reproducción social, sino a la incertidumbre sobre la propia cotidianeidad. Y es aquí donde quería ir a parar. Más allá del miedo visible, tangible, operacionalizado por instituciones, grupos sociales, poderes varios, en mi opinión la “estrategia del miedo” en nuestros días se articula, fundamentalmente, a través de la incertidumbre y la indeterminación. Cuando careces (o, al menos, existen poderosas dudas) de proyecto socio-profesional, cuando careces de proyecto habitacional, cuando sufres el deterioro de instrumentos fiables para tu reproducción social (salud, educación, acceso a servicios culturales, transporte, etc.) y así hasta un largo etcétera el miedo se apodera de ti y, entonces, no es de extrañar que uno comience a ver fantasmas y competidores y riesgos y amenazas y, en definitiva, la sombra de uno mismo convertida en monstruo invisible y arrollador.
Por eso este territorio es fértil para la literatura, porque deviene, no sólo en magnífico termómetro simbólico de nuestro tiempo, sino también una materia ficcional y poética de primer orden. Incluso me atrevería a decir que para los que somos de la generación nacida a partir de 1970, el proceso de “incertidumbre y miedo social” vivido en las últimas décadas (desmantelamiento de los estados del bienestar, crecimiento de la desigualdad planetaria, irrupción de fenómenos como el 11S y 11M que han hipertrofiado aún más este proceso) constituye nuestro verdadero “habitus” (Bourdieu), nuestro “tiempo herido” en palabras de Enrique Falcón. Por ello no es de extrañar que sea también nuestro material de trabajo literario.
Y acabo ya. Sólo un par de muestras de hasta qué punto este panorama es territorio fértil para la literatura: una de las editoriales que está mostrando más interés por este ámbito es, a mi juicio, Caballo de Troya dentro de cuyo catálogo destacaría los textos de Mercedes Cebrián: “El malestar al alcance de todos” y “Mercado Común”; el de Ángeles Valdés-Bango: “Nada sucedía como lo había imaginado y otras certezas”; y Pelayo Cardelús y su “El esqueleto de los guisantes”. En el ámbito poético me quedaría con la reciente antología publicada por Amargord de la obra de Falcón titulada “Para un tiempo herido”, y también (aunque desde otra perspectiva) “Grito y realidad” de Matías Escalera. Se trata, tan sólo de una mínima nómina, pero que pone de manifiesto el alcance del tema y la importancia de su abordaje literario.
De nuevo, querido Vicente, te felicito por la elección del texto para esta entrada del blog, y por sacar a la palestra un asunto que merece muchas reflexiones desde miradas distintas. Un abrazo.
¿Y el miedo del pobre? como el miedo al paro, esa erosión de la autonomía interna.
¿Quién maneja los hilos de esa maquinaria económica?
Como dice Todorov en El espíritu de la Ilustración, "Su origen ya no es el poder estatal, sino otras fuerzas difusas mucho más difíciles de etiquetar que adquiere la forma impersonal de la fatalidad y que impide al individuo hacer uso de su voluntad"
El tema ha merecido la espera.
Un amigo mío parisino me decía que la profusión de programas de televisión en los que se mostraban con una asiduidad sospechosa los conflictos sociales de las afueras,la cara más sórdida de la juventud de los barrios periféricos de París pero no la única real, tenía un doble efecto: por un lado, producía un miedo irracional en los parisinos adultos de clase media a chicos de apenas 16 años, y por otro, desencadenaba una fuerte necesidad en esos mismos chicos (que ven los mismos programas) de adecuarse a la imagen que los medios daban de ellos. Y así, se entraba en un círculo vicioso que dificultaba la convivencia. Películas como El Odio o Código Desconocido son ilustrativas a este respecto.
A Ernesto García: Estoy completamente de acuerdo con tu reflexión, pero me gustaría recordar que a veces es el miedo a perder lo que ya se tiene, y estoy hablando de las clases medias y medias-altas, lo que paraliza. Hay también marginales voluntarios que tienen menos que perder. A veces se me antoja que no están tan expuestos al miedo como otra gente que lleva una vida más convencional. No sé.
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El otro día una amiga mía, autoestopista, cuando le pregunté si no le había dado miedo ir sola a dedo desde Barcelona hasta Córdoba me respondió:
"Lo más probable es que no te pase nada malo".
Creo que fue Hegel quien vino a decir que quien no estaba dispuesto a jugarse la vida al menos una vez en concreto, moría más de mil en abstracto. Creo que no andaba muy lejos de la verdad.
Saludos.
Oche.
Tiene razón Ugarte en su microrelato. A lo que verdaderamente deberíamos tener miedo no es a las criaturas horribles y viscosas, a los extraterrestres o a los fantasmas, sino a los hombres, a nosotros mismos. Los hombres sí que somos capaces de sembrar el miedo, de propagar el dolor. Nada comparable al miedo que genera la cercanía de la muerte, la certidumbre de que algo o alguien puede hacer verdadero daño. Detrás del dolor se esconde más dolor. Y los medios de comunicación son los que pueden llegar a crear una psicosis con esa propagación de imágenes que no hacen sino insensibilizarnos ante las atrocidades, nos hacen menos humanos. Pero ¿qué es lo que persiguen los medios de comunicación? ¿audiencia? ¿ser los líderes? y más aún ¿cómo nos tratan? ¿cómo tratan a los "ignorantes" de los que habla Rosa? como a un rebaño. Sí. Nos adoctrinan. Nos hacen dependientes. Nos utilizan. Y peor aún, utilizan a nuestros hijos. ¿Es que no hay un código ético? ¿un protocolo sobre la utilización de la información? (Prepárense porque aquí sí que viene la parte más panfletaria). El miedo no nos deja vivir. Apague el televisor.
¿Cómo que los calcetines blancos con zapatos no son elegantes? pero con sandalias si ¿verdad?
Benjy, el poeta memo.
Oche: De acuerdo también contigo. El pavor de las clases medias a perder lo suyo las hace especialmente violentas. Otro ejemplo parisino de esto: la película "Caché" de Michel Haneke. Ahora que vamos charlando de este tema, ese "país del miedo" tiene en Francia (también en España, ojo) un prototipo más que interesante. Por supuesto con esto no quiero decir que no existan resistencia y proyectos emancipatorios allí (he vivido un tiempo en París), pero que siguiendo los términos utilizados por Vicente en el post en función de la novela de Rosa, creo que se adecúan bastante bien a la realidad francesa. Saludos.
Hola
Pienso ¿confieso que padezco temor social?
Por una parte, es un acto de valentia. Un desafío a la opinión de los demás.
Por otra imagino toda una serie de posible consecuencias. Nada garantiza no vayan a ocurrir. No depende de mi evitarlo.
Ya cantaba John Cale aquello de Fear's man best friend
Voy a salir un rato. A hacerme visible. Ocurra lo que tenga que ocurrir.
Abrazos
esta tarde ha muerto, como sabréis, Mahmud Darwix.
no es una noticia que tenga mucha relación con el post actual, pero es una noticia importante y dolorosa, al menos para mí.
para recordarlo está su obra y, también, el blog que ha creado su traductora española, Luz Gómez:
http://mahmuddarwix.blogspot.com/
muy interesante...
http://circozombie.blogspot.com/
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