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VLM: En El corrector examinas el 11 de marzo de 2004, día de los atentados en Madrid que provocaron casi doscientos muertos. Blanca Riestra, en Madrid Blues, también ha abordado desde la narrativa el 11/M. Javier Cercas, en su último libro, analiza el 23 de febrero de 1981, fecha del intento frustrado de golpe de Estado contra la democracia española. Antes de que yo diga alguna vulgaridad, prefiero que seas tú quien me señale las posibles causas que os han llevado a narradores menores de 50 años (menos de 40, en tu caso y el de Riestra) a reflexionar sobre la realidad histórica reciente.
Ricardo Menéndez Salmón: España, que es un país extraordinariamente complejo y plástico en su vertebración, y en ese sentido representa un modelo político muy avanzado, también es un país bastante monolítico en su imaginario creador, hasta el punto de que nuestros escritores mantienen una relación casi siempre incómoda con la realidad política inmediata, como si se sintieran más seguros cuanto más alejada del aquí y del ahora se desarrollara la acción ficcional. Ya sabes lo que quiero decir: montones de girasoles ciegos pero ninguna agenda oculta.
A pesar de la cantidad de cosas que han sucedido en nuestro país durante los últimos 34 años, desde la muerte de Franco, es notable que el guerracivilismo siga siendo el tema por antonomasia de nuestra literatura, y que, por ejemplo, los escritores se hayan asomado con tanta prevención, salvo en el caso excepcional de Raúl Guerra Garrido, al problema de ETA como aspecto central de una obra, un problema que ha generado océanos de tinta en la prensa y en la opinión pública, pero sólo ríos de escaso caudal en la literatura de ficción. Cito el caso del terrorismo vasco, pero lo mismo podría decirse de la Transición o del cuestionamiento del modelo de monarquía constitucional bajo el que vivimos.
Hablando en primera persona, confieso que el tema de la Guerra Civil no sólo me cansa como lector, sino que me produce indiferencia como ciudadano. Soy hijo de una generación que vive el intento de golpe de Estado con 10 años y asume su adolescencia y madurez en un régimen democrático consolidado, así que mi horizonte ideológico y mis motivaciones íntimas deben construirse en torno a una serie de ítems que hacen de España un país con sus contradicciones, con sus luces y sombras, pero que, honestamente, sospecho que tiene caladeros para la ficción mucho más intensos por abordar que el eterno debate acerca de la República que no pudo ser o el agujero negro moral que supusieron cuarenta años de dictadura.
Aun hoy seguimos en esa indiferencia hacia lo inmediato. Me pregunto, por ejemplo, cómo es posible que nuestra literatura no haya dado todavía una gran novela acerca de la inmigración, un Buda de los suburbios español. Imagino que habrá que esperar a que un chino de segunda generación, un senegalés de las conurbaciones o un búlgaro llegado en el eterno viaje del Este hacia el Oeste nos regale ese texto.
Antes de pasar a la siguiente pregunta, me gustaría recordar que también autores como Fernando Aramburu, Manuel Vilas, Bernardo Atxaga, Iban Zaldua o Juan Francisco Ferré, entre otros, han tocado el tema del terrorismo etarra, y Belén Gopegui y José Morella han buceado –a mi juicio con gran acierto y profundidad, pero quizá es pronto para saber si las suyas son o no grandes novelas– en la inmigración. Pero tienes razón respecto a que es una minoría frente al espesor de la corriente guerrista o posguerrista. Sigamos avanzando. En El corrector se utiliza el recurso, últimamente muy habitual, de la autoficción. Los últimos libros de Isaac Rosa, Lolita Bosch, Julián Rodríguez, Ray Loriga, Enrique Vila-Matas, Leonardo Valencia o Javier Pastor vienen bajo este patrón narrativo. Tu primera novela se llama La filosofía en invierno, y la del corrector protagonista El invierno de los filósofos; la segunda Panóptico y la segunda de él Frenopático, él es corrector y tú haces trabajos editoriales para KRK. ¿Por qué, en tu caso, la elección de este modo de contar? Si lo que querías era acercar la historia real del 11/M a tu punto de vista, ¿por qué no hacerlo directamente, como Ricardo Menéndez Salmón? ¿A qué se debe ese pequeño desvío o hiato entre tu anécdota personal y la del corrector?
A que no todo lo que le sucede a Vladimir en la novela le ha sucedido en la vida a Ricardo Menéndez Salmón. Puede parecer una respuesta maximalista, pero así es. Vladimir es una decantación, a veces meliorativa, a veces peyorativa, de mis virtudes y defectos. Vladimir encarna, en cierta medida, no sólo lo que Ricardo Menéndez Salmón es, sino lo que Ricardo Menéndez Salmón podría haber sido y lo que Ricardo Menéndez Salmón nunca se atrevió a ser. Y ello también es aplicable a su catálogo de opiniones, a la doxa que derrama a lo largo de la acción. La ecuación protagonista = autor no es en este caso plenamente legítima. Ricardo Menéndez Salmón es mucho más y, al tiempo, mucho menos que Vladimir. Además, a menudo se tiende a olvidar una circunstancia que, quizá por demasiado evidente, como la carta robada de Poe que tenemos ante los ojos y no vemos, obviamos en lo que se refiere a las autoficciones: El corrector es sólo una novela y, como tal, no es un reportaje periodístico, ni una confesión con luz y taquígrafos ni un capítulo de unas memorias.
Dicho esto, me atrevería a añadir una consideración de carácter supersticioso: aunque no me tembló el pulso al ver sobre la pantalla parpadear los nombres de Aznar o de Otegi, no puedo decir lo mismo cuando vi mi propio nombre escrito al lado de los suyos. El temor a la magia contaminante, imagino.
En este punto, alguna voz crítica ha señalado que tu implicación personal en la historia (quizá acentuada por el uso de la primera persona, que creo no habías utilizado más que en alguno de tus relatos) daña el distanciamiento, por crear un abismo entre el nivel habitual de tus libros, instalados –por decirlo de alguna manera– en las alturas de la reflexión, y el pie de calle de la referencia a políticos y declaraciones públicas del 11/M. Como si hubiera dos libros y dos tonos, uno más anecdótico que otro, en El corrector. ¿Crees que esto es así? ¿Qué valoraste a la hora de elegir la primera persona como canal narrativo?
Acerca de esa dialéctica transitividad/intransitividad que ciertos críticos apuntaron apelando a Barthes, debo decir que, aunque acepto esas críticas, sobre todo porque han sido elegantemente expuestas, no las puedo compartir. Como Sergio Gaspar, editor de DVD, me confesó: «Decir todo sin decirlo es no decir nada».
Para mí hay dos instancias fundamentales en la novela, que ningún crítico ha sabido interpretar. Me refiero a las frases de Corrección, la novela de Bernhard, que enmarcan la novela. En esas dos citas Bernhard reclama la soberanía del silencio (en cuanto nombramos algo, lo aniquilamos) y la tentación de la misantropía (nada más inteligente que retirarse del mundo y cultivar la indiferencia). Bien. Es posible que, en circunstancias normales, yo me adhiriera abiertamente a las tesis de un escritor que para mí representa la cumbre de la literatura europea de la segunda mitad del siglo veinte, pero, sin embargo, en el escenario de las jornadas de marzo del 2004, en un país que se vio golpeado por el terror más indiscriminado y por la manipulación más maquiavélica, la soberanía del silencio y la tentación de la misantropía, que en mí están profundamente arraigadas, entraron en contradicción con la realidad de los hechos y con los poderes de la escritura. De modo que, al escoger la primera persona, valoré tres circunstancias, que tienen que ver con otros tantos estados de conciencia vividos por mí durante aquellos días: el dolor causado por la muerte de todos nosotros (por primera vez en la historia de España, y salvando el ataque de Zaragoza en Hipercor, que sabemos se debió a un error de cálculo, asistíamos a un atentado absolutamente democrático, donde no se discriminaba entre los objetivos), el estupor (provocado al advertir cómo el poder iba construyendo, paso a paso, minuto a minuto, comparecencia a comparecencia, un discurso alternativo al de la realidad, al modo de 1984) y la indignación (que alcanza su punto álgido el 29 de noviembre del 2004, cuando Aznar anuncia en cierta comisión que los atentados de Madrid no habían sido urdidos en «lejanas montañas ni en remotos desiertos»).
Quizá, también, esa prevención de ciertos críticos ante el tono de El corrector tenga que ver con la primera pregunta que me haces. España es un país poco acostumbrado a que los escritores se ensucien con la realidad, que por definición mancha. Orhan Pamuk lo explica magníficamente en esa lección de literatura que es Nieve: «Soy un escritor que considera la política un destino inevitable que no le gusta». Ese ha sido mi humilde caso en El corrector.
El protagonista rechaza la idea de narrar, y explica las razones que le llevaron a dejar de hacerlo (pp. 70 y ss.), pero sin embargo se embarca en la redacción de una crónica.
Esta paradoja central (la asunción de que Vladimir, en realidad, acaba de escribir su tercera novela) me parece que humaniza extraordinariamente al protagonista y desvela lo que de frágil y, al tiempo, de poderoso alienta en él. Como todos los que han escrito y publicado alguna vez, Vladimir debe lidiar con sus limitaciones y trabajar sobre el terreno nada firme de sus anhelos y de sus renuncias. Aunque lo que en realidad Vladimir está diciendo es que, por encima de todo, contra viento y marea, hay temas que deben ser escritos. La gran literatura, guste o no a los bien pensantes, es siempre urgente. Kurt, en La ofensa, miraba hacia otro lado ante el horror y dimitía de la realidad; Manila, en Derrumbe, se buscaba en los ojos de Mortenblau y de Los Arrancadores para acabar convirtiéndose él mismo en un asesino; Vladimir, en El corrector, dinamita ambas actitudes (la suspensión del juicio y la osmosis con la maldad) y reclama la escritura como contrapoder. Por eso El corrector es, desde mi punto de vista, una novela decididamente optimista, porque supone una declaración de amor a los poderes emancipadores de la literatura, a su capacidad para destruir todo criterio de autoridad que no se asiente sobre la razón.
Otra contradicción que quiero que me expliques, porque supongo que es deliberada: el protagonista critica la vanidad y la falta de autocrítica de los escritores actuales (p. 89, por ejemplo), pero cuando se refiere a su primera novela, habla de «su belleza» (p. 78). ¿Intentas señalar irónicamente con esto que incluso todos los escritores actuales son, sois o somos, unos vanidosos?
Vanidad y literatura parecen inseparables. Una mirada a la historia más íntima de la literatura lo confirma sin remedio. Lo cual no significa que yo niegue al escritor el poder de contrastar la potencia y singularidad de su obra (y la de sus contemporáneos) con mayor relevancia que cualquier otra mirada. Steiner, que en mi opinión es un lector inmenso, lo explica en «Invidia», un capítulo de su extraordinario Los libros que nunca he escrito. Allí dice que la crítica es indispensable para la difusión y dilucidación de los textos, pero que queda en pie un hecho fundamental (y a menudo doloroso para el crítico) resumido en una frase contundente: «Pushkin escribe las cartas». Vladimir, que es, que ha sido un diminuto Pushkin, sabe con propiedad de qué habla cuando se refiere a una belleza pasada.
Cuando hice la reseña de Derrumbe, insistí en el tema del mal. Un tema que quizá es el leitmotiv de nuestro tiempo. Antes de leer nada tuyo, estaba preso de la escritura de una novela que apenas acabo de terminar, que también examina este problema, y en la última y excelente novela de Iván Thays, Un lugar llamado Oreja de Perro (Anagrama, 2008), el protagonista se dice a sí mismo: «a mí el tema que me interesaba era el mal» (p. 17). ¿Crees que es el mal el tema de nuestro tiempo? ¿Crees que el miedo social, que apuntas en la novela como emblema de nuestra era, sería sólo el efecto del mal generalizado? ¿Has cerrado con este libro una trilogía sobre el mal, que comenzaría con La ofensa y Derrumbe o el mal, como me inclino a pensar y a la vista de obras tuyas anteriores como Panóptico, es en realidad el asunto central de tu escritura?
Hay una intuición de Roberto Arlt en Los siete locos que asumo como propia: «Sólo el mal», escribe el escritor argentino, «afirma la presencia del hombre sobre la tierra». Frase terrible pero muy certera, porque a poco que uno reflexione se da cuenta de que la maldad y, por extensión, el terror son privilegio de nuestra especie. La peripecia que conforman La ofensa, Derrumbe y El corrector, y que como bien insinúas arranca de Panóptico, no tiene fin, porque el tema es inagotable, aunque ahora mismo, y por razones incluso de higiene mental, me apetece separarme de esa temática durante un tiempo. Las caracterizaciones que en mis libros ha ido adoptando el asunto (la locura como sanción burguesa de lo que es o no es aceptable en Panóptico; la guerra sensu stricto en La ofensa; el miedo como ideología dominante en Derrumbe; la mentira como realpolitik en El corrector) no agotan el tema, sin duda, pero desgastan mucho.
Pecando de esa vanidad de la que antes hablábamos, me atrevo a decir que, en las condiciones actuales de la literatura española, pocos autores están arriesgando en sus libros como yo, formal y argumentalmente. En tres años he ofrecido otros tantos libros muy distintos entre sí y, a la vez, secretamente dialogantes, solidarios, hermanados: 1) una historia de redención, 2) una historia de terror puro y, por fin, 3) una historia de redención y de terror puro, pero creo haberlo hecho en tres envoltorios, si no novedosos, desde luego excéntricos en la literatura de la última década: grosso modo, 1) un ensayo filosófico disfrazado de novela de aventuras, 2) un cronomapa del desconcierto contemporáneo disfrazado de novela negra y, por fin, 3) un homenaje a los seres queridos disfrazado de lo más desesperanzador y escéptico que quizá exista: la novela política.
Ahora me he ganado el derecho a un libro luminoso. Y en eso estoy.
Gracias, Ricardo.