domingo, 27 de julio de 2014

Reseña mash-up de Martillo




Martillos neumáticos palabra e imagen bioavance explosivo

William Burroughs, Nova Express

En el mundo de Goethe el crujido del telar era aborrecido como un ruido ingrato; en el tiempo de Ulrich comenzaba a hacerse agradable el canto de las máquinas, el de los martillos y de las sirenas de las fábricas.
Robert Musil, El hombre sin atributos



Si bien no todo el monte es orégano, creo no desbarrar demasiado al sostener que buena parte de la mejor literatura en castellano está siendo publicada en editoriales independientes. Acaba de sumarse al numeral indie el sello Balduque, con un deslumbrante comienzo: la novela Martillo, primera de Alejandro Hermosilla (Cartagena, 1974), una obra reticular y absorbente que no cabe sino aplaudir por su madurez, quizá ayudada por el hecho de que su autor haya publicado su opera prima en la cuarentena.

Podría parecer fácil presentar esta novela, pero en realidad es bastante complicado. Se solucionaría el expediente con rapidez aludiendo a tópicos narrativos como el juego de espejos, las muñecas rusas, el trompe-l’oeil, la metaficción (p. 163), etcétera. La palabra “fragmentarismo” también sería apropiada e inoportuna a la vez para acercarse al libro. En realidad, podríamos decir que uno de los símbolos que mejor explica la literatura del escritor murciano es el caleidoscopio que nos conduce irremediablemente a observar sus creaciones desde las más variadas y, por momentos, insólitas perspectivas. Basta animarse a hacer girar el caleidoscopio y, continuamente, aparecen nombres de escritores como Lovecraft, Artaud, Ali Bey, Pitol, Potocki, Borges, etc., que podríamos conectar con la estética del escritor cartagenero en un proceso que se revela, aparentemente, infinito. De esta forma, comenzamos a sentir la presencia del caleidoscopio lingüístico construido por Alejandro Hermosilla como un órgano vivo, perteneciente a un amplio cuerpo (la literatura) en el que todas las partes se encuentran conectadas entre sí. Pues basta que el caleidoscopio se desplace levemente hacia un lugar u otro para que todo lo sostenido hasta entonces sobre un escritor quede en entredicho y el arte de continuos equívocos que este objeto propicia continúe extendiéndose. En este supuesto, el tejido central de Martillo se arma mediante tres tipos de citas: las implícitas, que son las intertextualidades apropiadas de las obras enumeradas en la nota final (p. 223); las explícitas o remisiones, que son citas de autores explícitamente mencionados en el texto; y, por último, las apócrifas, referentes a libros ficticios, como el Necronomicón. De modo que ambas capas textuales se entretejen, creando un sustrato límbico del que se irá alimentando la narración como si de un inconsciente narrativo se tratase. Hermosilla se procura un ello textual, epicúreo y promiscuo, del que tirará el superego constructivo.

Dicho de otra forma, un temblor dionisíaco afecta tanto a la semántica del libro (cuyo gran asunto es el deseo y los apetitos rabelesianos, pues Martillo es una novela carnavalesca en todos los sentidos), como a la estructura. Estructura textual que, además, se plantea como un remedo de la ciudad de Fez y su doble mitológico y fantástico, Ubar, posible alusión al Uqbar borgiano. De ahí que la forma más precisa de definir esta novela -árabe, dionisíaca y urbana a la vez-, es, por supuesto, mediante el concepto de texto-medina de Juan Goytisolo, fundado sobre el de ciudad-palimpsesto, como decía el autor de Makbara en un trabajo sobre la obra de Orham Pamuk. Por cierto, es extraño que en una novela innovadora, fundada en un gran trabajo sobre el lenguaje, ambientada en Marruecos, que defiende la ruptura del ritmo narrativo como herencia de la cultura árabe (p. 151), sexualmente provocadora y que sostiene una visión pro-arábiga, no aparezca por ningún lado el nombre de Goytisolo, sobre todo porque precisamente Makbara ha venido en más de un momento a nuestra mente durante la lectura (también el Vathek de Beckford, minuciosamente obliterado).

Frente a la idea “occidental” de bien, Hermosilla convoca al travieso efrit o demonio de la mitología árabe como vehículo rector de las transformaciones de los personajes. Novela de la carne y la reencarnación, de la pulsión sexual, al fin y al cabo, Martillo es un libro dichoso (p. 164), celebratorio, de ansia vital. Por ello, Hermosilla, como Nietszche, resemantiza en su novela el concepto de Daimón, siendo su concepción, coaligada con la de Mal, una fuerza positiva que equivale a creación, producción, vitalidad, mientras que el Bien sería mediocridad, placidez, sacrificio inútil. Las fuerzas maléficas (representadas en la novela por los primigenios lovecratianos) son convocadas para descubrir su fuerza regenerativa tras la destrucción (destrucción de la sociedad, del texto, del párrafo). La revelación surge del hachazo en la cabeza (Kafka, Diarios) o del martillazo a los conceptos (Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos). Algo parecido a lo que le sucede al hombre contemporáneo, incapaz de reunir los fragmentos de su ser dispersos alrededor de los más incógnitos parajes y regresar al Edén (p. 91), y que encuentra en la reordenación asistemática de esos pedazos rotos su identidad. Es el efrit malvado y fértil, en consecuencia, el que permite hilar el libro a través de las transfiguraciones y metanoias de los mismos personajes a través de las épocas, como esa princesa cristiana medieval que se convierte en Scherezade y después en una bailarina de rasgos latinos (cf. pp. 119, 156 y 180). Repeticiones, arquetipos, giros, apariciones y reapariciones (de párrafos y de personajes), metamorfosis textuales que revelan trasvestismos, eso es Martillo, que recuerda en su monocorde prosodia textual al martinete flamenco, pero que se eleva, semántica y estilo mediante, a la más compleja y sensual de las composiciones musicales árabes, puesto que el narrador reverbera aspectos de la trama en medio de digresiones que nos desvían de la narración central, haciéndole a uno sentir que se encuentra en medio de una calle con varios asnos obstaculizando el tráfico (p. 163).

El único problema de este sistema de composición, donde no todos los materiales son originales, es que resulta difícil saber a quién hay que achacar la responsabilidad por los fallos. En este caso, y tratándose de una especie de homenaje al otro cultural, manifestado por lo árabe en general y por lo árabe marroquí en particular, se comete algún desmán, como hablar de “Oriente” (p. 46), concepto huero y ideológicamente connotado en términos generales, pero además impropio para hablar de Marruecos, que es tan occidental en el mapa como España (y si el término “oriental” se toma en otro sentido que el geográfico, el error queda bien explicado por Edward Said en Orientalism). Amén de esa confusión exotista sobre Oriente en Marruecos, también se comete otra no menos preocupante para quien localiza o ambienta una novela en un país del norte de África: no distinguir árabe de musulmán, error bastante extendido (hay árabes que no son musulmanes, como muchos tunecinos, vgr., y muchos afroamericanos estadounidenses son musulmanes sin ser árabes), como el de identificar indios con hindúes. El problema, como digo, es que seguramente Hermosilla sabe estas cosas, pero alguno de los autores de los textos apropiados, remezclados o sampleados lo ignoraba. En tal caso, surge una curiosa problemática intertextual: ¿es el autor que remezcla obras responsable de los errores de los textos que incorpora? ¿Debe elegir fragmentos libres de errores? ¿Debería acotar los mismos y depurarlos en la traslación, mediante aclaraciones, puntualizaciones o ironías? Interesante problema, al menos para mí, que dejamos para otra ocasión.

Para terminar, podría decir que este mosaico, este conjunto de cristales rotos en reordenación sistemática, esta potencia esquirlada que recuerda a la primera novela de Javier Pastor, este “viaje chamánico a los confines del yo”, como lo describe J. F. Ferré en su prólogo, esta otredad berberisca injertada a la fuerza (por la fuerza del estilo) en nuestra literatura, con sus aciertos y fallos, manes y desmanes, merece ser leída por la simple y poderosa razón de que es uno de esos pocos experimentos narrativos que salen bien.



NOTA: Me parece justo indicar que en determinados pasajes de la reseña se copian –utilizando las técnicas del sampleado tan extendidas en el contexto musical– fragmentos, frases, palabras, acentuaciones o modulaciones de diversos artículos y trabajos de Alejandro Hermosilla, como éste o éste, o la propia Martillo.


(Relación con autor y editorial: ninguna)

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Leo esta reseña y no sé si interesarme por la novela, porque tanto entusiasmo del crítico desemboca en una -casi no- velada crítica a la construcción del texto. Y me queda otra curiosidad: ¿sabe o no sabe escribir el autor? ¿Vale la pena leerlo? Porque para leer otro collage o palimpsesto más...

Vicente Luis Mora dijo...

Vale la pena leerlo y sabe escribir muy bien. Creo que queda claro en la reseña. Saludos.

Ana María Rodas dijo...

Desde Berlín te he buscado y los organizadores del Festival o los de VersSchmugel no pudieron darme noticias tuyas. Ana María Rodas
anarodas6845@yahoo.com

Vicente Luis Mora dijo...

Ana María, te he enviado un correo. Me alegra saludarte, un abrazo.

Martín Zeke Ochoa dijo...

Aunque aún no leo Martillo, tu reseña me ha hecho reflexionar que en general no somos del todo justos con quienes se atreven a hacer algo de una forma distinta. No es lo mismo tener un desliz, digamos, siguiendo a pies juntillas el manual de tópicos de redacción, que hacerlo asumiendo todos los riesgos posibles. Hay en los errores de quien intenta salirse del camino una ingenuidad que incluso fallida puede resultar de lo más evocadora. Tomo nota. Saludos

Vicente Luis Mora dijo...

Estoy de acuerdo contigo, Martín. Pero creo que la reseña es muy favorable al libro y a su espíritu innovador. Ojalá leyese un libro como éste todos los meses. Saludos y gracias por venir.