Cavar una fosa.
Edificar una casa. […]
El mismo techo de incertidumbres
para nuestro horizonte de sucesos
Amalia Iglesias Serna, Dados y dudas (1996)
Como ya comentamos en Pasadizos (2008), los espacios acaban emanando unas reverberaciones que van más allá de lo físico, para llegar, cuanto menos, al ámbito de lo simbólico. El arte y la literatura siempre han aprovechado esta potencialidad, que produce aún réditos de alcance. Desde un punto de vista psicoanalítico –disculpen, de cuando en cuando me da–, las casan son proyectos, pero también se proyectan sobre sus moradores: “Houses commonly appear in dreams as images of the psyche. Many times there are unknown rooms in the house, indicating hidden or unexplored areas of the patient’s potential ego structure”[1]. Esta cita de James A. Hall nos lleva de lleno a “The Fall of the House of Usher” de Edgar Allan Poe, a The Turn of the Screw de Henry James, a la casa vacía de la segunda parte de To the Lighthouse de Virginia Woolf, a “Casa tomada” de Cortázar, a “El huésped” de Amparo Dávila, o a House of Leaves de Mark Z. Danielevski, entre un infinito etcétera. En La poética del espacio, Gaston Bachelard dice que los espacios “se transportan fácilmente a otra parte, a otros tiempos, en planos diferentes de sueños y recuerdos”[2], y cita unos versos memorables del poeta y pintor brasileño Vincent Monteiro (1899-1970):
Como las gentes del pasado
Construyo en mí mismo, piedra
sobre piedra, un gran castillo con fantasmas.
Vamos a comentar dos prosas recientes donde los espacios resuenan y las arquitecturas proyectan espectros de sentido o sinsentido, muy distintas entre sí pero unidas por este aspecto anómalo reverberante y por su indudable calidad literaria.
Elvira Navarro, La sangre está cayendo al patio. Barcelona: Literatura Random House, 2025.
El cuento es una imagen que razona.
Gaston Bachelard, La poética del espacio
Una de las virtudes literarias de Elvira Navarro es la de desajustar la experiencia de quien lee, sacándole de sus expectativas; incluso en aquellos relatos que parecen más realistas, algo se (nos) escapa, una parte del sentido huye; hay líneas de escape, puntos de fuga por los que no podemos asir del todo la historia, quizá porque el mundo, contemplado desde el punto de vista filosófico, es demasiado complejo para ser apresado por el lenguaje. Navarro, filósofa de formación, no solo conoce esa cortedad dantesca del decir: juega con ella y, a la vez, con quienes la leemos. La sangre está cayendo al patio es uno de sus mejores libros de cuentos, un género con el que debutó en la escritura –mediante el brillante y descarnado La ciudad en invierno (2007)–, y en el que muestra un virtuoso dominio de los resortes de extrañamiento narrativo, sin necesidad de góticos –los fantasmas, que los hay en estos relatos, surgen de dentro– ni de realismos mágicos.
Uno de los puntos donde Navarro se muestra más fuerte es en el retrato de esos personajes que van quedándose psicosocialmente al margen del resto, cada vez más solos dentro de sus propios abismos mentales; la autora suele generarles un correlato urbanístico-arquitectónico, identificado con los márgenes de la ciudad, esos terceros espacios entre el campo y la urbe –allí donde suceden también algunos libros de poemas de Fermín Herrero y Pablo García Casado– donde estas personas encuentran una suerte de lugares vacíos ideales para ubicar su nada interior, su desajuste, su vacío afectivo, su soledad radical. Goethe, en Las afinidades electivas, decía que “el arquitecto, el escultor, están altamente interesados en que las personas esperen de su mano y de su arte una señal de perduración de su existencia”; en los relatos de Navarro, por el contrario, lo que encuentran las personas en estos espacios arquitectónicos, configurados como imágenes pensantes, es la demostración de su inexistencia, de su nadería política y su condición de cero a la izquierda socioafectivo.
Navarro es una de las mejores lectoras de la ciudad actual, que acaba siendo un personaje más en sus libros. Bajo su mirada, los espacios urbanos y los edificios tienen una personalidad propia, cóncava (para Gaudier, según recuerda Ezra Pound, la arquitectura es un arte cóncavo[3]), tan fantasmal como palpable, que se impone sobre las personas que los habitan –y este es el punto de partida de algunos relatos como “El proyecto”, “El vigilante” o “La ciudad del miedo”–. En una de las entradas del magnífico blog que Navarro dedicó entre 2010 y 2016 a las afueras madrileñas, Periferia (https://madridesperiferia.blogspot.com/), afueras que paseó, fotografió y estudió sobre el terreno, podíamos leer esto:
Tengo la sensación de que los inmuebles abandonados poseen una presencia mayor que lo nuevo, y no porque los talleres y las naves vacías y decrépitas sean más numerosos, sino porque su carácter se impone sobre lo demás. Lo connotativo, lo sugerido, tiene más fuerza que lo denotativo. El significado sin fisuras se encoge. Podríamos en todo caso tildar a este fenómeno de anomalía sensorial. Una anomalía en la que los inmuebles recientes parecen lo residual, lo que está a punto de extinguirse. Como si el barrio se estuviera construyendo hacia atrás en el tiempo.[4]
Estos relatos acogen esas anomalías sensoriales que resuenan sobre los personajes, que vienen ya derruidos y gastados de serie por la precariedad, la falta de expectativas sociales, el encierro pandémico o la incomunicación afectiva. “No se trataba solamente de la degradación, sino también de la cantidad de espacios anómalos” (p. 135), se dice en uno de los tres relatos que fabulan el entorno urbano como amenaza con la misma protagonista (“El miedo a la ciudad”, “Tela de araña” y “La ciudad del miedo”). El derrumbe psicológico de las psiques se precipita a veces por actos que no entienden y que hay que comprender, o no comprender –como el memorable relato que abre y titula el volumen, “La sangre está cayendo al patio”– en el marco de lo simbólico, más que dentro de lo fantástico. Porque lo que se propone Navarro, entiendo, no es crear sentido, sino dibujar la tormentosa atmósfera psicosocial de nuestro tiempo, auscultar el Zeitgeist, pergeñar nuestras Cumbres borrascosas –novela también estructurada por sus opuestos marcos arquitectónicos–, cartografiar todas las pulsiones que nos mueven y que impiden la felicidad individual y la calma colectiva. Navarro crea ciudad metafísica a la vez que crecen físicamente las ciudades, con la diferencia de que las suyas se pueden habitar con la dicha y la esperanza de las parejas que compran un inmueble sobre plano.
*
Fernanda García Lao, Estación Saturno. Barcelona: Candaya, 2025.
El retorno a la casa paterna, que en la mayoría de la narrativa occidental se vincula a la vuelta al origen y lo conocido, en manos de Fernanda García Lao se convierte en el principio de la entropía y el desconocimiento. Dos hermanos, una mujer y un varón innominados, intentan encontrar el gato huido de un tercer hermano que acaba de morir, en unos parajes argentinos con vestigios ferroviarios abandonados. Este es el punto de partida de una aventura donde concurrirán elementos naturales y sobrenaturales que convierten Estación Saturno en un memorable laberinto. La novela aborda la desestabilización referencial, la pérdida de los puntos de apoyo de lo que consideramos elemental y básico: el yo, el hogar, la familia, el espacio, el tiempo. Algunos personajes creen ser copias de otros, ciertos espacios son resabios de lugares antiguos, distintos momentos parecen atrapados en una suerte de déjà-vu permanente. Nuestra sensación de lectura es un remedo de la estupefacción que sienten los personajes, que quizá son movidos como marionetas por un demiurgo maléfico que busca esclavos, atención, dinero o todo a la vez. De la misma forma, quien lee es zarandeado por los hábiles hilos manejados por Fernanda García Lao.
También se mezclan los géneros. El estilo, seco y corto, de continua parataxis, roza lo poemático por concentración gracias al tensionado del lenguaje, y no faltan los párrafos que podrían funcionar como poemas. También hay “exoaforismos” a lo largo de toda la obra: “el auto rodeado de lluvia es una pecera al revés” (p. 37), o: “Quizá el más allá es una copia mal realizada de la provincia” (p. 128). A lo que hay que añadir dimensiones teatrales, como ahora veremos.
Una de las dimensiones más singulares y acertadas de esta breve novela es la psicologización de los espacios, convertidos en entidades psíquicas resonantes. La casa del hotel Tiānqì, centro neurálgico (y neurasténico) de Estación Saturno, es un auténtico hallazgo, con distorsiones espaciales y temporales, con lugares creados como mise en abyme; una casa que podemos describir como una casa encantada, pero también como casa manipulada y manipuladora. Y es posible que la novela que leemos sea otra casa Tiānqì, una trasposición espaciotextual de sus ambigüedades, porque hay agujeros de gusano entre visiones, entre párrafos, entre frases, así como momentos conectados espacio-temporalmente, reverberaciones, anticipaciones y reminiscencias. Novela psicoespacial, Estación Saturno es una historia planificada, que comienza por el primer espacio sensible: la corporalidad. Los personajes dudan de todo, menos de su cuerpo –son muy corporales las novelas de García Lao, llenas de deseo turbio y de goce insatisfecho–. Para quienes habitan en el hotel Tiānqì, el deseo es un modo de orientarse. En un artículo reciente, titulado “De la influencia como contagio”, escribe García Lao: “Leí teatro antes que narrativa. Jean Genet, Jean Anouilh, Sartre, Fassbinder”[5], y esa ascendencia es perceptible no solo en la eficacia de los diálogos, sino también en la consideración de las habitaciones como escenarios, perfectamente acotadas y concebidas como deambulatorios psíquicos por los que derivan los cuerpos ansiosos.
Otro aspecto que no suele citarse de la obra de García Lao es su humor negro, que me parece muy oportuno y que alivia en cierta medida la desolación general de las historias y la dureza de las relaciones entre los personajes. Una risa helada permanece en nuestro rostro mientras leemos sus libros, siempre personales, únicos, técnicamente virtuosos, divertidos y desolados, como la vida misma.
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La tercera y última arquitectura resonante, con la que terminamos, es el poema “Reconstrucción de la casa de mis abuelos”, de María García Díaz, incluido en uno de los mejores libros de poemas que he leído este año: En tu piscina de esmeraldas calculé y lloré. Barcelona: Ultramarinos, 2025, p. 52:
[1] James A. Hall, Jungian Dream Interpretation. Toronto: Inner City Books, 1983, p. 82.
[2] Gaston Bachelard, La poética del espacio. Trad. Ernestina de Champourcin. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000, p. 64.
[3] Ezra Pound, Il mare. Córdoba: Berenice, 2006, p. 96.
[4] Elvira Navarro, “Suanzes”, Periferia, 22/02/2016, https://madridesperiferia.blogspot.com/2016/02/foto-de-olmo-calvo.html
[5] https://cuadernoshispanoamericanos.com/de-la-influencia-como-contagio/
[Relación con las autoras: cordial con Elvira Navarro y Fernanda García Lao, ninguna con María García Díaz. Relación con las editoriales: ninguna]



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