Manuel Segade
Narciso fin de siglo; Melusina, Barcelona, 2008
Jean Nouvel: ¿Tienes todavía una opción positiva de la modernidad?
Jean Baudrillard: ¿Tuve alguna vez una?[1]
La historia del pensamiento estético occidental puede hacerse simplemente observando las transformaciones que ha tenido el mito de Narciso a través de los tiempos. El de Narciso es un mito proteico, que ha sabido adaptarse de forma natural a las evoluciones de la cultura, y este libro de Manuel Segade puede ayudar a explicarnos una de las causas: la relación psicológica que parece tener con el hecho de la creación, y con la posición narcisista del creador ante su obra, en la cual cree ver reflejada su propia grandeza. Segade concreta históricamente el objeto de su investigación; su objetivo no es el rastreo del mito en cualquier época, sino en una muy concreta: finales del siglo XIX, momento en el cual en Europa se germina –con cierta influencia norteamericana, la de Edgar Allan Poe vía Baudelaire– lo que será el clímax de la Modernidad. Para Segade, “Fin de Siglo nombra un período: la acotación temporal de los últimos años de un siglo. Pero también connota la ajada condición de lo que acaba. Por su propia definición es un período de transición” (p. 20). Es decir, cumple la doble condición de dar cuenta de lo que acaba y también de la “crisálida en gestación” (ibídem) de la cultura que viene, de “lo nuevo”. De la muerte de un régimen y de la llegada de otro, de la lucha, señalada por Antoine Compagnon, entre los modernos y los antimodernos; siendo estos últimos, aun con su carga negativa, los que mejor comprendieron precisamente lo nuevo que lo moderno traía[2]; caso paradigmático, negativo y positivo a un tiempo, sería el de Villiers L’Isle-Adam[3], no en vano estudiado por Segade (pp. 138ss).
Para el autor, como hemos apuntado, hay un vínculo indisoluble entre el mito de Narciso y el modo en que los artistas finiseculares reflexionan sobre el hecho de la creación artística. Así, “los creadores del Fin de Siglo asumieron la autoconciencia como requisito previo al acto creador. Todos se miraron dentro, como Narciso contemplaba su reflejo sobre la superficie del agua” (p. 21); o, como dice más adelante, “mirarse hacia dentro es hacer secreto: el enclaustramiento y la exclusión son el objeto mismo del relato finisecular” (p. 95). Estudia el autor algunas tendencias anexas de la época (el dandismo, pp. 263ss), algunos pintores focalizados en temas similares (Moreau, Redon, Khnopff), y algunos escritores clave:
Stéphane Mallarmé le explicaba en una carta a su amigo Aubanel: ‘Acabo de gestar el plan para toda la obra, después de haber hallado la clave de mí mismo’. Odilon Redon tituló su diario: À soi-même: Journal (1867-1915). Hugo Von Hofmannsthal, en la Carta de Lord Chandos, pone en boca de su alter ego el deseo de escribir una obra inmensa en la que hablar de los mitos con el don de lenguas: ‘la obra entera se titularía Nosce te ipsum’, el ‘conócete a ti mismo’ del mandato délfico (ibídem).
Examina Segade, por ejemplo, la relación entre el Tratado de Narciso (1890) de Gide, dedicado a Valéry, y los poemas sobre Narciso que a éste le motivó el tratado, como ejemplo claro del proceso metanoico al que el mito es sucesivamente sometido, ajustándose, por cada autor y época, a sus necesidades expresivas. El rastreo del mito en obras, biografías, correspondencias, cuadros, tendencias estéticas, tratados esotéricos, diarios y esculturas es fascinante, y el notable peso que la literatura tiene en la primera parte del libro (seguramente dirigida a tomar “el aliento” de la época, p. 55), se ve aligerada hacia el final con una gradual apertura a la estética de las artes plásticas de finales del XIX, casi siempre centrando el examen en Francia, aunque con numerosos puentes a Inglaterra. Quizá, por señalar algún defecto a un ensayo incontestablemente valioso, se echan en falta mayores referencias a la importante cultura germánica de la época, aunque la amplitud del tema invite a centrarse en lo geográfico y lo temático; pero lo cierto es que Segade propone como centros geográficos referenciales París y Bruselas, cuando a juicio de Josep Casals (con el que coincidimos) buena parte de las tensiones artístico-literarias referentes a los cambios subjetivos de final del XIX se produjeron en Viena (véase al respecto su excelente ensayo Afinidades vienesas. Sujeto, lenguaje, arte; Anagrama, Barcelona, 2003). También podría ponerse como pequeña objeción al libro que no se hagan constar las referencias concretas de las citas; se entiende que el autor o el editor hayan querido aligerar de notas al pie el texto, pero hay fórmulas imaginativas para cohonestar la limpieza de la caja del libro y el debido rigor, sobre todo teniendo en cuenta que el texto proviene de un entorno académico y las referencias, como es lógico, estaban bien localizadas.
Todo el tejido teórico expuesto por Segade está, pues, en relación con el profundo carácter simbólico del mito ovidiano (el tratado de Gide sobre Narciso se subtitulaba, significativamente, Teoría del símbolo), ya que el narcisismo es siempre una tentación del sujeto que se enfrenta a sí mismo, y es precisamente en el XIX cuando esta realidad, según Gilles Lipovetski, alcanza dimensiones patológicas: “lejos de derivarse de una ‘concienciación’ desencantada, el narcisismo resulta del cruce de una lógica social individualista hedonista impulsada por el universo de los objetos y los signos, y de una lógica terapéutica y psicológica elaborada desde el siglo XIX a partir del enfoque psicopatológico”[4]. En efecto, este narcisismo es, como apunta Segade, muy “autoconsciente” (p. 51), y acusa énfasis en una época donde todo lo relativo al sujeto era, de por sí, muy problemático[5]. El mito de Narciso, que es una representación simbólica, está siempre rondando el problema de la subjetividad, y por eso es muy feliz la frase de Segade cuando sintetiza que “la identidad es una cuestión estética, un problema de representación” (p. 25), planteamiento que también han rozado en otros ensayos Carlos Thiebaut (Historia del nombrar) o Carlos Piera (Contrariedades del sujeto). Ahí podría estar, quizá, la clave de la supervivencia constante del mito, que llega hasta nuestros días (Narciso, la novela de Germán Sánchez Espeso; Narciso en el acorde último de las flautas, el poemario de Leopoldo María Panero; Narcisia, el libro de versos de Juana Castro, entre centenares de ejemplos posibles): su asociación con el tema que más nos preocupa desde siempre: nosotros mismos, observados desde una perspectiva literaria.
Uno de los puntos más interesantes del libro llega cuando Segade aborda unos “Apuntes para una genealogía del segundo romanticismo” (pp. 29ss). Allí defiende la estrecha relación entre la llegada a la autoconciencia del creador de Fin de Siglo y el Romanticismo. Para Segade, “en el romanticismo alemán se planteo la idea de una subjetividad refleja, volteada sobre sí misma en una continua pirueta” (p. 30). Creo que sería oportuno tender lazos aquí con otra interesante novedad bibliográfica, el último libro del filósofo José Luis Molinuevo: Magnífica miseria. Dialéctica del Romanticismo (2009). Escribe Molinuevo que “individuo y totalidad son los dos grandes polos del movimiento romántico”[6], para examinar a continuación cómo a partir de Kant la evolución del sujeto viene firmemente marcada por la tradición romántica, creada a la vez por filósofos (Schlegel, Schelling, Hegel), por poetas (Novalis, Rilke) y por poetas filósofos (Hölderlin). Este proceso romántico tiene su importancia porque, como señala el propio Segade, es durante la última década del XIX cuando todos estos libros alemanes (o prusianos, para ser exactos) van a ir traduciéndose y asimilándose en Francia. Hegel y Novalis son ya citados en torno a 1895, y “de la mano de Maeterlinck se actualizaba la mística de Novalis o de Ryusbroeck como práctica apotropaica” (Segade, p. 31). Tanto Segade como Molinuevo apelan al espejo como el símbolo básico de ese momento histórico. Segade cita a Schiller utilizando el espejo como símbolo de la imaginación creadora del hombre, y Molinuevo remite a Ewers para recordar que “la imagen del doble saliendo del espejo es la afirmación de los derechos de lo empírico. El doble es el gran tema del romanticismo negro que muestra cómo en el idealismo absoluto anida ya el expresionismo, lo inquietante en lo familiar, lo inhóspito en las moradas. El espejo, pura superficie, es la profundidad que emerge, es la profundidad habitada” (Magnífica miseria, p. 67). Por su parte, Segade recuerda que “el problema romántico del Döppelganger, del doble, se hace real en la vida cotidiana finisecular” (p. 87). La consecuencia que ese vaciado sistemático del Romanticismo sobre el sujeto acaba llevando a una Modernidad finisecular muy consciente de que “la correlación entre el sujeto y el modo de representación se desvanece”, como ha visto Álex Matas Pons[7], configurando un auténtico giro subjetivo[8] artístico que corre paralelo al giro lingüístico que en pocos años alterará el pensamiento filosófico.
Las metamorfosis de Narciso estudiadas por Segade confluyen en un terreno que supone un hiato entre realidad y representación y una tensión entre el amor del creador por su obra y el desprecio por sí mismo. Todo el desmesurado esteticismo de la época, llena de tocados, simbolismos, cisnes, salones entendidos como decorados, tafetanes y poses exageradas ante las nacientes cámaras fotográficas, acaba en la guardarropía de un cementerio. Los procesos narcisistas devienen en un terrible encastillamiento, en una clausura laica en la que el artista sólo puede contemplar la ruina de sí mismo: el estudio realizado por Segade sobre la casa-castillo-torre de marfil del pintor Fernand Khnopff es, a estos respectos, precioso, impecable e implacable (pp. 300ss). El resultado que nos ofrece Narciso Fin de Siglo es la cosmovisión de una cultura finisecular en clara relación con el duelo, con el entierro en vida, con la inmersión en una forma clausurada y autofágica de la existencia entendida como forma de arte.
Narciso fin de siglo; Melusina, Barcelona, 2008
Jean Nouvel: ¿Tienes todavía una opción positiva de la modernidad?
Jean Baudrillard: ¿Tuve alguna vez una?[1]
La historia del pensamiento estético occidental puede hacerse simplemente observando las transformaciones que ha tenido el mito de Narciso a través de los tiempos. El de Narciso es un mito proteico, que ha sabido adaptarse de forma natural a las evoluciones de la cultura, y este libro de Manuel Segade puede ayudar a explicarnos una de las causas: la relación psicológica que parece tener con el hecho de la creación, y con la posición narcisista del creador ante su obra, en la cual cree ver reflejada su propia grandeza. Segade concreta históricamente el objeto de su investigación; su objetivo no es el rastreo del mito en cualquier época, sino en una muy concreta: finales del siglo XIX, momento en el cual en Europa se germina –con cierta influencia norteamericana, la de Edgar Allan Poe vía Baudelaire– lo que será el clímax de la Modernidad. Para Segade, “Fin de Siglo nombra un período: la acotación temporal de los últimos años de un siglo. Pero también connota la ajada condición de lo que acaba. Por su propia definición es un período de transición” (p. 20). Es decir, cumple la doble condición de dar cuenta de lo que acaba y también de la “crisálida en gestación” (ibídem) de la cultura que viene, de “lo nuevo”. De la muerte de un régimen y de la llegada de otro, de la lucha, señalada por Antoine Compagnon, entre los modernos y los antimodernos; siendo estos últimos, aun con su carga negativa, los que mejor comprendieron precisamente lo nuevo que lo moderno traía[2]; caso paradigmático, negativo y positivo a un tiempo, sería el de Villiers L’Isle-Adam[3], no en vano estudiado por Segade (pp. 138ss).
Para el autor, como hemos apuntado, hay un vínculo indisoluble entre el mito de Narciso y el modo en que los artistas finiseculares reflexionan sobre el hecho de la creación artística. Así, “los creadores del Fin de Siglo asumieron la autoconciencia como requisito previo al acto creador. Todos se miraron dentro, como Narciso contemplaba su reflejo sobre la superficie del agua” (p. 21); o, como dice más adelante, “mirarse hacia dentro es hacer secreto: el enclaustramiento y la exclusión son el objeto mismo del relato finisecular” (p. 95). Estudia el autor algunas tendencias anexas de la época (el dandismo, pp. 263ss), algunos pintores focalizados en temas similares (Moreau, Redon, Khnopff), y algunos escritores clave:
Stéphane Mallarmé le explicaba en una carta a su amigo Aubanel: ‘Acabo de gestar el plan para toda la obra, después de haber hallado la clave de mí mismo’. Odilon Redon tituló su diario: À soi-même: Journal (1867-1915). Hugo Von Hofmannsthal, en la Carta de Lord Chandos, pone en boca de su alter ego el deseo de escribir una obra inmensa en la que hablar de los mitos con el don de lenguas: ‘la obra entera se titularía Nosce te ipsum’, el ‘conócete a ti mismo’ del mandato délfico (ibídem).
Examina Segade, por ejemplo, la relación entre el Tratado de Narciso (1890) de Gide, dedicado a Valéry, y los poemas sobre Narciso que a éste le motivó el tratado, como ejemplo claro del proceso metanoico al que el mito es sucesivamente sometido, ajustándose, por cada autor y época, a sus necesidades expresivas. El rastreo del mito en obras, biografías, correspondencias, cuadros, tendencias estéticas, tratados esotéricos, diarios y esculturas es fascinante, y el notable peso que la literatura tiene en la primera parte del libro (seguramente dirigida a tomar “el aliento” de la época, p. 55), se ve aligerada hacia el final con una gradual apertura a la estética de las artes plásticas de finales del XIX, casi siempre centrando el examen en Francia, aunque con numerosos puentes a Inglaterra. Quizá, por señalar algún defecto a un ensayo incontestablemente valioso, se echan en falta mayores referencias a la importante cultura germánica de la época, aunque la amplitud del tema invite a centrarse en lo geográfico y lo temático; pero lo cierto es que Segade propone como centros geográficos referenciales París y Bruselas, cuando a juicio de Josep Casals (con el que coincidimos) buena parte de las tensiones artístico-literarias referentes a los cambios subjetivos de final del XIX se produjeron en Viena (véase al respecto su excelente ensayo Afinidades vienesas. Sujeto, lenguaje, arte; Anagrama, Barcelona, 2003). También podría ponerse como pequeña objeción al libro que no se hagan constar las referencias concretas de las citas; se entiende que el autor o el editor hayan querido aligerar de notas al pie el texto, pero hay fórmulas imaginativas para cohonestar la limpieza de la caja del libro y el debido rigor, sobre todo teniendo en cuenta que el texto proviene de un entorno académico y las referencias, como es lógico, estaban bien localizadas.
Todo el tejido teórico expuesto por Segade está, pues, en relación con el profundo carácter simbólico del mito ovidiano (el tratado de Gide sobre Narciso se subtitulaba, significativamente, Teoría del símbolo), ya que el narcisismo es siempre una tentación del sujeto que se enfrenta a sí mismo, y es precisamente en el XIX cuando esta realidad, según Gilles Lipovetski, alcanza dimensiones patológicas: “lejos de derivarse de una ‘concienciación’ desencantada, el narcisismo resulta del cruce de una lógica social individualista hedonista impulsada por el universo de los objetos y los signos, y de una lógica terapéutica y psicológica elaborada desde el siglo XIX a partir del enfoque psicopatológico”[4]. En efecto, este narcisismo es, como apunta Segade, muy “autoconsciente” (p. 51), y acusa énfasis en una época donde todo lo relativo al sujeto era, de por sí, muy problemático[5]. El mito de Narciso, que es una representación simbólica, está siempre rondando el problema de la subjetividad, y por eso es muy feliz la frase de Segade cuando sintetiza que “la identidad es una cuestión estética, un problema de representación” (p. 25), planteamiento que también han rozado en otros ensayos Carlos Thiebaut (Historia del nombrar) o Carlos Piera (Contrariedades del sujeto). Ahí podría estar, quizá, la clave de la supervivencia constante del mito, que llega hasta nuestros días (Narciso, la novela de Germán Sánchez Espeso; Narciso en el acorde último de las flautas, el poemario de Leopoldo María Panero; Narcisia, el libro de versos de Juana Castro, entre centenares de ejemplos posibles): su asociación con el tema que más nos preocupa desde siempre: nosotros mismos, observados desde una perspectiva literaria.
Uno de los puntos más interesantes del libro llega cuando Segade aborda unos “Apuntes para una genealogía del segundo romanticismo” (pp. 29ss). Allí defiende la estrecha relación entre la llegada a la autoconciencia del creador de Fin de Siglo y el Romanticismo. Para Segade, “en el romanticismo alemán se planteo la idea de una subjetividad refleja, volteada sobre sí misma en una continua pirueta” (p. 30). Creo que sería oportuno tender lazos aquí con otra interesante novedad bibliográfica, el último libro del filósofo José Luis Molinuevo: Magnífica miseria. Dialéctica del Romanticismo (2009). Escribe Molinuevo que “individuo y totalidad son los dos grandes polos del movimiento romántico”[6], para examinar a continuación cómo a partir de Kant la evolución del sujeto viene firmemente marcada por la tradición romántica, creada a la vez por filósofos (Schlegel, Schelling, Hegel), por poetas (Novalis, Rilke) y por poetas filósofos (Hölderlin). Este proceso romántico tiene su importancia porque, como señala el propio Segade, es durante la última década del XIX cuando todos estos libros alemanes (o prusianos, para ser exactos) van a ir traduciéndose y asimilándose en Francia. Hegel y Novalis son ya citados en torno a 1895, y “de la mano de Maeterlinck se actualizaba la mística de Novalis o de Ryusbroeck como práctica apotropaica” (Segade, p. 31). Tanto Segade como Molinuevo apelan al espejo como el símbolo básico de ese momento histórico. Segade cita a Schiller utilizando el espejo como símbolo de la imaginación creadora del hombre, y Molinuevo remite a Ewers para recordar que “la imagen del doble saliendo del espejo es la afirmación de los derechos de lo empírico. El doble es el gran tema del romanticismo negro que muestra cómo en el idealismo absoluto anida ya el expresionismo, lo inquietante en lo familiar, lo inhóspito en las moradas. El espejo, pura superficie, es la profundidad que emerge, es la profundidad habitada” (Magnífica miseria, p. 67). Por su parte, Segade recuerda que “el problema romántico del Döppelganger, del doble, se hace real en la vida cotidiana finisecular” (p. 87). La consecuencia que ese vaciado sistemático del Romanticismo sobre el sujeto acaba llevando a una Modernidad finisecular muy consciente de que “la correlación entre el sujeto y el modo de representación se desvanece”, como ha visto Álex Matas Pons[7], configurando un auténtico giro subjetivo[8] artístico que corre paralelo al giro lingüístico que en pocos años alterará el pensamiento filosófico.
Las metamorfosis de Narciso estudiadas por Segade confluyen en un terreno que supone un hiato entre realidad y representación y una tensión entre el amor del creador por su obra y el desprecio por sí mismo. Todo el desmesurado esteticismo de la época, llena de tocados, simbolismos, cisnes, salones entendidos como decorados, tafetanes y poses exageradas ante las nacientes cámaras fotográficas, acaba en la guardarropía de un cementerio. Los procesos narcisistas devienen en un terrible encastillamiento, en una clausura laica en la que el artista sólo puede contemplar la ruina de sí mismo: el estudio realizado por Segade sobre la casa-castillo-torre de marfil del pintor Fernand Khnopff es, a estos respectos, precioso, impecable e implacable (pp. 300ss). El resultado que nos ofrece Narciso Fin de Siglo es la cosmovisión de una cultura finisecular en clara relación con el duelo, con el entierro en vida, con la inmersión en una forma clausurada y autofágica de la existencia entendida como forma de arte.
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Notas:
[1] Jean Baudrillard y Jean Nouvel, Los objetos singulares. Arquitectura y filosofía; Fondo de Cultura Económica de Argentina, Buenos Aires, 2006, p. 50.
[2] Cf. Antoine Compagnon, Los antimodernos; Acantilado, Barcelona, 2007, pp. 107-108.
[3] “Con este texto [Claire Lenoir] Villiers inicia su programa irónico-satírico contra el positivismo y la llamada religión del progreso, intentando exorcizar así las fuerzas negativas del mundo. Rebelde idealista de fin de siglo, Villiers luchará contra la mediocridad de una sociedad que detesta”; Carmen Camero Pérez, “Un rebelde idealista de fin de siglo: Villiers de L’Isle-Adam, el cuento y la ironía”; en VVAA, Homenaje al Prof. J. Cantera; Universidad Complutense, Servicio de Publicaciones, Madrid, 1997, p. 145.
[4] Gilles Lipovetsky, La era del vacío; Anagrama, Barcelona, 1996, p. 53.
[5] “En definitiva, nos enfrentamos a un siglo que intentará, por todos los medios, no solo conciliar el individuo con la sociedad sino, quizás, las dos vertientes de ese mismo individuo: la trascendente e ideal con la inmanente y material”; Isabel Veloso Santamaría, “El viaje de las artes hacia la Modernidad: la Francia del Siglo XIX”, Cauce. Revista de Filología y su Didáctica, nº 29, 2006, pp. 425-445; p. 429.
[6] José Luis Molinuevo: Magnífica miseria. Dialéctica del Romanticismo; CENDEAC, Murcia, 2009, p. 27.
[7] Álex Matas Pons, “La nueva trama del héroe”, Tropelías, nº 15-17, 2004-2006, p. 362.
[8] Cf. Beatriz Sarlo, Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión; Siglo XXI, Buenos Aires, 2005 y Nora Catelli, La era de la intimidad; Beatriz Viterbo, Buenos Aires, 2007.
[1] Jean Baudrillard y Jean Nouvel, Los objetos singulares. Arquitectura y filosofía; Fondo de Cultura Económica de Argentina, Buenos Aires, 2006, p. 50.
[2] Cf. Antoine Compagnon, Los antimodernos; Acantilado, Barcelona, 2007, pp. 107-108.
[3] “Con este texto [Claire Lenoir] Villiers inicia su programa irónico-satírico contra el positivismo y la llamada religión del progreso, intentando exorcizar así las fuerzas negativas del mundo. Rebelde idealista de fin de siglo, Villiers luchará contra la mediocridad de una sociedad que detesta”; Carmen Camero Pérez, “Un rebelde idealista de fin de siglo: Villiers de L’Isle-Adam, el cuento y la ironía”; en VVAA, Homenaje al Prof. J. Cantera; Universidad Complutense, Servicio de Publicaciones, Madrid, 1997, p. 145.
[4] Gilles Lipovetsky, La era del vacío; Anagrama, Barcelona, 1996, p. 53.
[5] “En definitiva, nos enfrentamos a un siglo que intentará, por todos los medios, no solo conciliar el individuo con la sociedad sino, quizás, las dos vertientes de ese mismo individuo: la trascendente e ideal con la inmanente y material”; Isabel Veloso Santamaría, “El viaje de las artes hacia la Modernidad: la Francia del Siglo XIX”, Cauce. Revista de Filología y su Didáctica, nº 29, 2006, pp. 425-445; p. 429.
[6] José Luis Molinuevo: Magnífica miseria. Dialéctica del Romanticismo; CENDEAC, Murcia, 2009, p. 27.
[7] Álex Matas Pons, “La nueva trama del héroe”, Tropelías, nº 15-17, 2004-2006, p. 362.
[8] Cf. Beatriz Sarlo, Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión; Siglo XXI, Buenos Aires, 2005 y Nora Catelli, La era de la intimidad; Beatriz Viterbo, Buenos Aires, 2007.
21 comentarios:
Estoy cansada de que Narciso sea el protagonista hasta del pensamiento estético. ¿Qué pasa conmigo? ¿y con Aminias?
Poco puedo decirte, Eco, salvo esto:
El eco de estas rocas me acusa vengativo
y maldice mi nombre;
yo sigo pregonando mi inocencia,
jamás la fatuidad vivió en mi pecho.
Contra mí las dos flechas se lanzaron,
y no se nos permite
ser víctima y verdugo al mismo tiempo
F. Ruiz Noguera, Memoria; Ayuntamiento de Málaga, Málaga, 2004, p. 39.
gracias Sr. Mora...
Ashberytos o Ashberinhos que pululáis por este blog. ¡Visor ha publicado nuevo libro del maestro!
¡Ala, a deshojar la margarita y venerar al padre otro ratico!
Es una época apasionante!
Su post me llevado a recordar unos cuantos libros y exposiciones. Y a verificar, una vez más, que nunca debí prestar ni À rebours y ni Maldoror. Nunca me los devolverán.
En el fin de siglo está el meollo que sirve para explicar porque junto a Picasso antes que Goya debe estar Rousseau.
Saludos.
Hola Vicente, te regalaré un antipoema de Nicanor Parra en agradecimiento a tus palabras:
Durante medio siglo
la poesía fue
el paraíso del tonto solemne.
Hasta que viene yo
y me instalé con mi montaña rusa.
Suban, si les parece.
Claro que yo no respondo si bajan
echando sangre por boca y narices.
saludos.
Sr. Mora:
El advenimiento de Narciso está relacionado de forma directa, en mi opinión, con el proceso de desaparición de la realidad. Otra cuestión será determinar la relación causa/efecto entre estos dos factores.
También en mi opinión, se trata de un proceso de retroalimentación mecánico: dada la dificultad de determinar que es lo “cierto”, no debe extrañarnos que el autor –que el ser racional- se “encastille” en el último reducto de aparente certeza que le queda: él mismo.
Se prefiere así el espejismo propio ante la incertidumbre que entraña el ajeno.
El desvanecimiento de lo real, hijo del idealismo del XIX, ha tenido su continuidad –y un más acusado nivel de efectos- en el optimismo productivo que caracterizó el siglo XX.
Ambos siglos han sido dos intentos, tan fallidos y como terribles, de traer el cielo a la tierra.
Sr. Pellicer, si las cosas fueran como usted dice se trataría de sustituir un simulacro por otro, ya que el ser no es más que un espejismo de realidad, y la realidad un espejismo de esencia. De modo que van retroalimentados, en efecto, pero porque pasan de una nada a otra, no de un "constructo" a un "sólido". Ambos son constructos, modos de ver, y no modos de ser. Saludos.
Sr. Mora:
En efecto, para mí el Ser no es una realidad rodeada de espejismos. Es una idea formal adquirida y autoinducida -aunque esto sólo en los casos más admirables de la historia del pensamiento humano...
Narciso es tan inmaterial como su reflejo en el estanque. Aunque no se lance al agua, se nos ahoga igual.
Entonces, ¿nos queda algo que merezca ser llamado punto de apoyo?
Vivimos una época en la que hasta la física y las matemáticas tienden voluntariamente a lo difuso. Desde que Dios se murió solito -por mucho que Nietzsche se autoincriminara sin pruebas- nos hemos quedado huérfanos de lo ininterpretable.
(Y en lugar de dedicarnos a soñar seguimos construyendo pirámides)
¿Por qué íbamos a necesitar puntos de apoyo externos? Es mejor construirlos nosotros, ésa es nuestra grandeza como especie, si tenemos alguna. Pero sin olvidar que son una construcción, una ficción, un mecano montado en la niebla. Saludos, Pellicer.
La literatura moderna empieza siempre por la muerte de Dios, la muerte de una idea fija y dogmática de la realidad (que no es lo mismo, señor Pellicer, que la muerte de la realidad). Y por eso la literatura moderna suele ser tan llorica, siempre de luto, papá se ha muerto, qué hago yo sin mi Ideal, etc..
Baudelaire es el primer poeta moderno, el primer llorica, el primero que expresa esa orfandad, pero al menos aprovecha la muerte de la Poesía para hacer renacer la poesía con lo no-poético.. y de ahí a Nicanor Parra. Otros, como Mallarmé, Valente y Marco, siguen buscando a Mamá Poesía Trascendente y Esencial.
Luego llegan los posmodernos, Mora y amigos, y nos dicen que se acabó el luto, que basta de llorar, que a lo mejor estamos mejor sin un punto de apoyo externo.. Pero, cuidado, amigos pos, que a lo mejor sin un punto de apoyo no podemos mover el mundo.. Pensamiento débil: capitalismo fuerte.
Pero es que los marxistas son también muy lloricas (es que no pasan de modernos, los pobres..
Estimado Willy, lo posmoderno no me encaja por mucho que se expanda. Será que encogió con la lluvia ácida de letras verdes de Matrix. Saludos.
Salir o entrar, eterno dilema
http://www.youtube.com/watch?v=v4FVfKUIImA&feature=PlayList&p=7FEDD2EF543B661B&index=18
Eso es lo bueno, que nada te encaje para que puedas seguir siendo libre, por eso me gusta leerte. Aunque, bien pensado, esa es una actitud muy posmoderna.. Claro que posmoderno no es un insulto (y a estas alturas quizá no es nada..). Pero, en caso de ser algo, sería una superación de los Narcisos y los Edipos, sin duda. Un saludo pos-narcisista!
...eso es menos sostenible que mis pechos, Willymagine...
Te los puedo sostener cuando quieras, anónimo (a?), lo de los pechos lo dejamos para la privacidad, y para lo de la superación de Narcisos y Edipos,lo explican mejor que yo la poesía de Ghérasim Luca ("El inventor del amor", traducido al español en La poesía, señor hidalgo) o la teoría de los amigos Deleuze-Guattari. Saludos sostenibles.
Muy buen post, Vicente, y sobre una cuestión clef. El espejo, he ahí el dilema. De este lado o del otro, sin entrar en los laberintos de Lacan, Borges, Ashbery y Carroll. Si el diecinueve es narcisista de un modo novedoso (los espejismos de la modernidad fáustica), el veinte aburguesa, empequeñece o amaña el espejo y lo convierte en instrumento de una subjetividad performativa (perdón!), voluble y antojadiza, de baja resolución...
Me ha hecho mucha gracia que cites el Narciso de Sánchez Espeso (casi escribo "Espejo"), una ficción de un yo narrativo que se contempla en el espejo de la retórica y ésta la toma prestada de la Lolita de Nabokov, nada menos. Así que es un sujeto que problematiza el ideario fantasmático de la subjetividad occidental: en el espejo convexo del yo, el otro, la figura amorosa, sólo puede aparecer como un reflejo evanescente en segundo plano, un fantasma pasajero, un destello impreciso al fondo de la imagen de sí mismo, como el Parmigianino de Ashbery. El problema del narcisismo amoroso es una cuestión que procede ya de los provenzales y quizá de mucho antes, no soy experto, y está relacionado directamente con la escritura. En cualquier caso, la novela de Sánchez Espejo (sic) me sigue pareciendo excelente a pesar de los años y los avatares. Sólo por el agon estilístico narcisista con Nabokov merece la pena su lectura, por no hablar de las perversas labores de seducción del protagonista, un Humber Humbert de segundo grado...
En mi tesis tiene Narciso un lugar importante, aunque no decisivo, Juan Francisco, y a partir de ahí seguiremos alimentando este interesante debate, cuando se publique. Porque, como bien sabemos por Lipovetsky, la experiencia narcisista está en el eje del individuo contemporáneo, relacionada con el consumo y el autismo mediático. Para mí es un tema central, y para ti también, en efecto: no es casual que alguna de las modelos alienadas de tu Metamorfosis® (2005) aparezca en esa sección sobre el narcisismo autodestructivo... Saludos.
Look!
Thanks for sharing.
Si a VIcente Luis Mora le ha gustado "Narciso fin de siglo" lo leeré con más calma, porque desconfío de sus opiniones interesadas. El libro, a pesar de todo, está muy bien.
anonimo
Vicente Luis Mora es un cultureta
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