jueves, 4 de junio de 2015

Diario de una pelea con Evan Dara



Miércoles, 28 de mayo. Cometo el error de leer de un tirón casi 100 páginas de la novela de Evan Dara El cuaderno perdido (Pálido Fuego, Málaga, 2015, traducción de José Luis Amores). Tal hecho no es en sí mismo un error, porque las disfruto como un enano a pesar de la complejidad de entrada; el error que cometo es que al día siguiente salgo de viaje y aparco durante cuatro días la lectura de la obra. #fail

Domingo, 31 de mayo: Regreso y recorro 120 páginas más. Leo con sensación de jet-lag mental; no por el viaje, sino porque debido al tiempo transcurrido no recuerdo bien los detalles e ignoro si la parte que estoy leyendo tiene relación o no con la leída cuatro días atrás. A pesar de mi sensación de pérdida me doy cuenta de que los personajes sufren otra sensación similar y de que hay cierta fluidez o liquidez (Dara habla en esta novela, publicada por primera vez en 1995, de identidad líquida –pág. 236– cinco años antes de que Zygmunt Bauman hiciera la descripción teórica de la figura) en la estructura novelesca; intento decir que siento que si la hubiera leído de un tirón no estaría mucho más perdido. Me asombra el modo de Dara –o de quien se disfrace tras ese nombre– de cruzar historias, hilos narrativos y discursos prescindiendo de cualquier fijación o hito y de cualquier ancla significante sencilla de descifrar, sin que eso afecte a la lectura, que discurre fácil, tranquila, asombrada y maravillada a ratos, como quien cruza en coche una ciudad desconocida.

Lunes, 1 de junio, 4pm: Me pregunto cómo J. L. Amores, el traductor, sabía cuál de los sucesivos narradores en primera persona era hombre o mujer, teniendo en cuenta que en inglés casi nunca es identificable el género en una voz que cuenta desde un yo. No tengo a mano el original para buscar los marcadores genéricos que ha podido seguir, pero imagino la inmensa dificultad de la traducción. / Me topo con esta cita y creo que guarda algún sentido fractal respecto a la propia significación de la novela: “la agudeza de nuestro entendimiento sobrepasa con creces lo que recibe a través de la experiencia… o, lo que es lo mismo (…) reconstruimos el cristal con fragmentos de vidrio dispersos… ¿cómo aprendimos a hacerlo?... es decir, desde luego yo no fui a la escuela de fragmentos, ¿y tú?” (p. 264, también 310). Yo sí, pero a la vista está que no he aprendido nada. / En 266 leo: “las páginas de la carta se habían desordenado con el ajetreo, pero encontré el hilo, sin dificultad, tras reorganizarlas un poco”. Pues serán las tuyas, yo sigo felizmente perdido y devorando páginas. Sigo leyendo con una idea feliz en la mente: encontrarme ante el primer libro que puedo terminar sin haber comprendido. Y que eso me dé igual.

Lunes, 1 de junio, 6pm: Me viene a la mente una cita de Madera de boj de Cela: “todo esto viene muy desorganizado”. Entiendo que varias imágenes o metáforas de El cuaderno perdido tienen algo en común. Relacionan motivos o fenómenos caracterizados por la mixtión entrópica o por la unión cruzada y azarosa de elementos o estructuras con la incompletud del ser humano y de su experiencia. Por ejemplo, la música de Harry Partch (pp. 287ss). La referencia a Beethoven: “por qué se enamoraría de esa forma del reciclaje, de contar la misma historia una y otra vez; y fue esto lo que fundamentó mi trabajo (…) intentando generar el infinito dentro de un área finita” (pp. 49-50). La narrativa sentimental de la narradora del tramo central de la novela, cuando se explica que “la narrativa tenía que servir para algo, aunque sólo fuera para ayudar a consolar la pérdida que ella misma había garantizado” (p. 300). El discurso sobre la ausencia de centro (p. 333). La cita shakespeariana que abre la novela: “este trigo esparcido en un mismo haz, / estos miembros rotos en un solo cuerpo”. El “campo de presencia ininterrumpido” infantil que consiste para Piaget en una “fluida mezcolanza de sensaciones, estímulos y percepciones” (p. 444). Las recurrencias a Chomsky y sus saberes aprendidos de antemano, que te guían a través de “los árboles del lenguaje” (p. 204). Y, sobre todo: “progresar implica adentrarse en el error, traer a un primer plano el titubeo experimental” (p. 356).

Lunes 1, 7pm. Leo esta bestialidad:




Madrugada del lunes 1 al martes 2, 5am. Me despierto súbitamente pensando que el personaje de Raymond puede haber sido en realidad el marido de Carla y que eso explicaría muchas cosas. Le daría un sentido complementario al personaje de Greg -el padre de Tom-, que funcionaría como espejo o personaje anticlimático. Le doy vueltas en la cama a esta posibilidad un rato, angustiado, hasta que caigo en la cuenta de que Carla no es un personaje de El cuaderno perdido, sino de la última novela de Gopegui. Caigo dormido de nuevo.

Martes 2, tarde. Pienso, a la vista de las páginas anteriores a la soberbia resolución lorquiana de la novela[1], si hay en ella una temprana crítica del Big Data, mediante el modo en que la sobredosis de información puede utilizarse para ocultar una verdad mediante la asfixia de informes. En su última parte la novela entronca con White Noise de Don DeLillo y con películas sobre desastres químicos, que en los 80 poblaron el imaginario estadounidense a partir de varios casos reales de contaminaciones industriales. Me da pena que se acabe la novela. Como se dice en cierto punto, “no quería que la película acabase, que no se resolviera de ninguna forma; yo quería que la película simplemente continuara, que continuara elaborando más versiones de su historia, que continuara produciendo más personajes” (p. 75).

Miércoles 3, tarde. Releo algunas páginas. Rebusco en las notas que he ido tomando. Reviso algunas partes enteras y copio todas las citas que he ido subrayando –que, juntas, suman bastantes páginas–. Releo el excelente prólogo de Stephen J. Burns y encuentro allí que la interconexión de voces de la novela tiene un componente ecológico (p. 12, ¡!). De pronto se abre la mente y entiendo este thriller ecológico, como alguien ha definido la novela. Creo que veo algo. Vuelvo a las páginas donde alguien describe la creación de un artefacto imaginario capaz de extraer energía del lenguaje (pp. 107-108), pienso que ese artefacto existe y se llama El cuaderno perdido. El puzle se arma en la cabeza. Aunque el puzle es más tipo John Ahsbery que tipo Conan Doyle, por supuesto, lleno de piezas faltantes y otras sobrantes. Un puzle que no casa, que no cuadra, y que por eso nos refleja. A la perfección.

Las alusiones científicas (relatividad, principio de incertidumbre) no son casuales. El uso de testimonios parciales (fragmentos de cartas hiper-subjetivas, la colisión de testimonios de primera y de segunda mano, el estilo indirecto para narrar hechos que por científicos debieran ser objetivos) y la ausencia de voces autorizadas, así como de autoridad narrativa en la novela, no son casuales. La discusión sobre la inconmensurabilidad del lenguaje no es casual. Con esto no quiero decir que Dara pretenda hacer una justificación tan burda como mi novela es incompleta y en parte incomprensible porque el mundo también lo es, sino, más bien, todo lo contrario, porque tal aserto implicaría haber atisbado y entendido –globalmente- el mundo: hay en El cuaderno perdido una metafísica, o una cosmovisión, si prefieren, de lo incompleto o de lo humano incompleto que parece iluminar la visión del mundo de todos los personajes y, al mismo tiempo, rige la estética de la novela. Nunca como en esta novela ha sido tan cierto aquello que decía Eagleton de la literatura como “acontecimiento, en el sentido de que su completud está en movimiento perpetuo, pues solo se hace realidad en el acto de leer”[2].  Desde este punto de vista, El cuaderno perdido puede referirse, no lo sé, no tengo ni idea, podría referirse a la falta existencial de cuaderno de bitácora, a la ausencia de un manual de instrucciones para entender la vida y para entendernos a nosotros mismos. La pérdida del lenguaje final ante la inminencia de la tragedia es una metáfora de la desaparición de lo humano ante el terror, anunciando el regreso a la pura animalidad, representada en el deseo de supervivencia. Creo. Qué sé yo. Qué más da. Lo mejor es que la lean, con la absoluta conciencia de que recorren, entendiéndola o no, lo cual es lo de menos, una novela grande como pocas, narrativa en estado puro con escasísimos parangones. Déjense atrapar por la selva del lenguaje y el diagrama de flujo de la literatura. Y disfruten.






[Relación con autor y editorial: ninguna]



[1] La casa de Bernarda Alba, claro, pero sin virginidad.
[2] Terry Eagleton, El acontecimiento de la literatura; Península, Barcelona, 2013, p. 245.

10 comentarios:

Jesús P. Zamora Bonilla dijo...

Como "filósofo profesional", tengo un prejuicio contra las novelas que incluyen la reflexión filosófica como elemento explícito en la narración. Cuando quiero filosofía, leo filosofía (que, obviamente, es con lo que más tiempo suelo pasar); cuando quiero literatura, quiero novelas en las que pasen cosas y en las que el narrador no intente demostrarme que sabe más filosofía que yo.
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En todo caso, la reseña abre el apetito.
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Un saludo

Vicente Luis Mora dijo...

A mí la filosofía me gusta tanto que me encanta encontrármela en cualquier parte, incluso en poesía y narrativa -y sobre todo ahí-. En todo caso, espero no haber producido una falsa impresión: la parte "teórica" de la novela apenas ocupará el 8% de las páginas. Cordiales saludos, Jesús.

Anónimo dijo...

Yo estoy con Vicente Luis Mora: es más, sostengo que no se puede escribir una buena, una gran novela sin una filosofía que la soporte. En el Quijote hay toda una gnoseología subtextual de la que quizá ni siquiera el mismo Cervantes era consciente. Cervantes en algunas partes del Quijote demuestra que era un gran dialéctico, como lo era Quevedo, por ejemplo. Rayuela, con todas las monstruosas pedanterías de Cortazar, soporta una metafisica de la acción (y la inacción lo es) pasada por la contemplación que podriamos llamar existencialista, por decir algo. Y hasta Chandler y Ross MacDonald y Simenon serían inexplicables sin una filosofía (una cosmovisión) del mundo.

El monstruoso pedante que lee a DeLillo a pesar de sus monstruosas pedanterias :-)

Jesús P. Zamora Bonilla dijo...

Anónimo: por supuesto que toda obra de ficción parte de una concepción filosófica, mejor o peor. A lo que yo me refería es a que prefiero que esa filosofía no me la suelten explícitamente mientras leo la novela. Si el escritor sabe hacerlo, ya la descubriré yo al comprender la trama, sin necesidad de que me la cuenten.

Anónimo dijo...

Zamora: ¿Y no crees que se puede hacer literatura de la filosofía? ¿No te parecen geniales en algún sentido los diálogos de Platón con esos crescendos dialecticos que son pura literatura, una pura trama que te agarra del cuello y te lleva mucho más lejos a veces que la mejor literatura?


El Monstruito pedante

Jesús P. Zamora Bonilla dijo...

Anónimo: por supuesto que se puede (aunque es jodidamente difícil: la mayoría de las obras filosóficas son unos truños impresionantes desde el punto de vista literario). Pero no hablo de filosofía que consiga ser excelente como narración, sino de novelas cuyos autores se las dan de filósofos más o menos profundos.

Conchi Sirvent dijo...

Pues yo personalmente con la reseña me atrevo a enfrentarme al libro pero si te digo la verdad tengo sensación de estar ante una suerte de Faulkner, lo digo por la confusión de sujetos en la narración y me crea un poco de desasosiego... pero en tu nombre VLM ¡le haré un hueco en cuanto pille el siguiente fin de semana!

Vicente Luis Mora dijo...

Hay Faulkner y hay otros antecedentes que Burns cita en el prólogo, pero eso no es lo importante, sino lo que Dara hace con ellos. Espero que te guste. Saludos.

Enrique de la Cruz dijo...

Me han entrado muchas ganas de leerlo aunque no sé muy bien el motivo ; )

http://navegantenohaycamino.blogspot.com.es

Vicente Luis Mora dijo...

¡Esa es la actitud! :)