[Ponencia divulgativa en la Jornada sobre la Luz de la Confederación Española de Sociedades
científicas (COSCE), Madrid, 6 de junio de 2019]
Esquejes
sobre luz y literatura
En primer lugar, me gustaría agradecerles su
presencia y su futura paciencia durante el tiempo que durará esta charla, por
ser la menos científica y la menos talentosa de todas. También quiero agradecer
a ASETEL, la Asociación Española de Teoría de la Literatura, que haya pensado
en mí para este evento, supongo que por mi constante interés en la unión de
ciencia y literatura, o quizá por ser el único miembro que, al estar fuera de
la Universidad, no tiene que corregir en estos días centenares de exámenes.
1) Luz como
ente(lequia)
Cuando el filósofo Víctor Gómez Pin se plantea
expresa y pertinentemente en Filosofía.
Interrogaciones que a todos conciernen (2008) el esbozo del “catálogo
relativo a qué ha de saber un filósofo”, que casi podríamos extender a
cualquier intelectual contemporáneo, su lista incluye un vasto repertorio de
materias: “Tal saber
incluye necesariamente aspectos relativos a genética, lingüística, mecánica
clásica, mecánica cuántica, Teoría de la Relatividad, teoría matemática de
Conjuntos, topología algebraica, teoría físico-matemática del campo, teorías
ondulatorias de la luz y del sonido, momentos de la historia de la teoría
musical, historia conceptual del arte… y un no muy largo etcétera”[i].
No está mal para empezar, desde luego. Hoy seguramente añadiría la neurociencia
y la inteligencia artificial.
Si
nos preguntamos qué saben de ciencia los escritores contemporáneos, y, en concreto,
qué saben de la luz, la respuesta es más sorprendente de lo que podía esperarse
en un principio. Pero, si les parece, iremos dando esa respuesta poco a poco,
inductivamente, y discúlpenme que utilice este modo empirista entre un
colectivo que trabaja, supongo, con el método deductivo en su inmensa mayoría,
pero hoy actuaré más bajo la protección luminiscente de Carnap que tras el
escudo fotovoltaico de Popper.
2) Luz como
metáfora
El primer territorio en que los escritores actuales
utilizan la luz es, por supuesto, la metáfora. Ustedes me dirán que una
metáfora no es un ente físico, y tendrán razón, pero sí es una entidad
conceptual cuya ontología viene salvaguardada por la fenomenología artística y
literaria. E incluso, yendo más allá, si en la sala se encuentra algún
neurocientífico que aplique el enfoque cognitivo a las ciencias del lenguaje,
nos recordará que la metáfora es también preconceptual y que es el modo
habitual en que las personas construyen su relación con el mundo, no sólo a nivel
discursivo, sino comprensivo. Lakoff y Johnson establecieron en Metaphors We
Live By (1980) y otros textos su Teoría de la Metáfora Conceptual para
explicar de qué modo las metáforas, incluida por supuesto la de la luz, están
entre nosotros y dentro de nosotros —estructurando nuestro pensamiento,
tanto intuitivo como consciente—, arrojando luz sobre los fenómenos externos.
En esta última frase, por ejemplo, hemos visto un uso metafórico de la luz, uno
de los más frecuentes, por el cual el entendimiento sería una proyección de
luz sobre la realidad fenoménica. Incluso para aquellos filósofos realistas
especulativos hoy de moda que sostienen, y estoy de acuerdo con ellos, que
existe un ahí fuera ontológico, lleno de objetos físicos, energías y las
cuatro fuerzas que existen con independencia de que los percibamos o no, esa
misma deducción es metafórica, establece que hay un dentro y un fuera del ser,
y que la “realidad” —entrecomillada como recomendaba Nabokov—, es lo
exterior, sito frente a nuestro interior. Al paso conceptual entre uno y
otro se le denomina en humanidades arrojar luz, e iluminar a alguien, según el
diccionario, es hacerle entender un extremo o concepto. Es decir, hay una
correspondencia entre dos dominios, uno meta y otro fuente, por
utilizar la terminología de Lakoff y Johnson, en que el mismo pensamiento es la
luz, la luz interior o la luz del alma, según la antigüedad de la imagen.
Recuerden que hay un siglo entero, el XVIII, al que por el empuje del
racionalismo filosófico y el deseo de ilustración llamamos, no por casualidad,
el Siglo de las Luces.
Jorge Luis Borges, un escritor al que nos
referiremos hoy un par de veces, porque pensó mucho a la luz de la filosofía y
de la ciencia —ahí tienen, por cierto, otra figuración lumínica—, escribió en Luna
de enfrente (1925), en los comienzos de su trayectoria literaria, un poema
titulado “Calle con almacén rosado”, donde podemos leer estos versos: “yo forjo
los versos de mi vida y mi muerte / con esa luz de calle”. Empeñado en una
fundación mítica de la ciudad de Buenos Aires, esto es, en una recreación de
una ciudad que ya contaba no sólo con historia, sino también con mucha
literatura, Borges entiende en libros como Luna de enfrente o Fervor
de Buenos Aires que su mirada nueva requiere de un elemento fundamental, de
una luz nueva. Y esa luz es “luz de calle”, es el resplandor urbano que
por entonces él aún podía percibir, pues aún quedaba lejos el accidente de finales
de 1938 y la posterior septicemia que convertirían su debilidad visual congénita
en un proceso de enceguecimiento. Como dijimos en El lectoespectador, la
modernidad de una literatura está en su modo de mirar su tiempo, y Borges
quiere mirar en 1925 con esa luz de calle, para encontrar una expresión poética
a la altura de su mirada distinta, utilizando para ello los recursos de la
vanguardia literaria que había conocido muy bien en sus viajes por Europa,
especialmente gracias a su contacto con los poetas ultraístas andaluces en
Sevilla, pese a su rechazo posterior. Ese contacto con la vanguardia, aunque
sea para negarla después, es necesario para refundar una literatura, como
dijimos en otro ensayo, titulado significativamente, La luz nueva, o
para renovar la mirada sobre la misma, que es en puridad lo que hizo Borges:
mirar la literatura de todos los tiempos de una forma única y singular, para
arrojar sobre ella una luz desusada, actualizadora.
3) Luz
oximorónica
El hecho de que Borges fuera perdiendo
progresivamente la vista, y con ella la percepción de la luz, tiene seguramente
algo que ver con la progresiva abstracción que su obra literaria va teniendo
con los años, cada vez más intelectual e histórica y menos plástica. En su
relato “El zahir”, perteneciente al conjunto de cuentos El Aleph (1949),
un Borges ya tardío nos recuerda que “En la figura que se llama oxímoron,
se aplica a una palabra un epíteto que parece contradecirla: así los gnósticos
hablaron de luz oscura; los alquimistas, de un sol negro”[ii]. Quizá
no es casual la aparición de ese contrasentido lumínico en un momento en que el
escritor argentino había perdido buena parte de su visión. La luz pasa de
blanca a negra. Pero, en realidad, lo que hace Borges ahí es, de nuevo, releer
la historia y la tradición literaria. Porque estas ideas de un sol oscuro, o de
una luz negra, son imágenes constantes en la cultura occidental, que a veces
han corrido subterráneamente, bajo formas esotéricas. Lo curioso es que estas
visiones de la luz oscura, tan poéticas, podrían tener una correlación
científica. Como ustedes saben mejor que yo, en el último siglo y medio se han
descrito tres efectos que tenderían hacia la explicación de la luz como un
fenómeno corpuscular, frente a quienes postulaban su naturaleza ondulatoria, antes
de llegar al acuerdo de doble composición actual. Esos tres efectos eran el
efecto Compton, el efecto fotoeléctrico, desarrollado con éxito por Einstein, y
el llamado efecto de cuerpo negro. Para no equivocarme, o equivocarme
menos, tomo la definición de Wikipedia:
Un cuerpo negro es
un radiador teóricamente perfecto que absorbe toda la luz que incide en él y
por eso, cuando se calienta se convierte en un emisor ideal de radiación
térmica, que permite estudiar con claridad el proceso de intercambio de energía
entre radiación y materia. La distribución de frecuencias observadas de la
radiación emitida por la caja a una temperatura de la cavidad dada, no se
correspondía con las predicciones teóricas de la física clásica. Para poder
explicarlo, Max Planck, al comienzo del siglo XX, postuló que para ser descrita
correctamente, se tenía que asumir que la luz de frecuencia ν es absorbida por
múltiplos enteros de un cuanto de energía igual a hν, donde h es una constante
física universal llamada Constante de Planck.
La idea de cuerpo oscuro es bastante poética, sobre
todo si le añadimos la idea de que ese objeto emita luz, sólo que una luz
coherente con su estado, esto es, una luz negra. De “luz negra y
radiante” habla por ejemplo el poeta Gabriel Celaya, disfrazado bajo su heterónimo
Rafael Múgica[iii],
y el libro de ensayos de Andrés Sánchez Robayna La luz negra (1985) se
abre con este oscuro, pero luminoso a la vez, epígrafe de José Lezama Lima:
“Después que la luz o el tiempo dimensión rebasaron el obstáculo en su
potencial negativo, vuelve a buscar nuevos puntos de reconstrucción que
fraccionan de nuevo al hecho para volverlo a unir en una nueva serie de puntos
luz”[iv]. De
nuevo aparece la idea de reconstrucción, de mirar de otra forma o bajo otra luz
para replantear y refundar la realidad. La otra expresión, “sol negro”, suele
asociarse a la depresión, desde el libro de Julia Kristeva Soleil noir:
Dépression et mélancolie (Gallimard, 1987), que utiliza un verso del poema
“El desdichado” de Gérard
de Nerval, del que reproducimos la primera estrofa:
Je suis le
Ténébreux, - le Veuf, - l'Inconsolé,
Le Prince
d'Aquitaine à la Tour abolie :
Ma seule Etoile
est morte, - et mon luth constellé
Porte le Soleil
noir de la Mélancolie.
Yo soy el tenebroso —el viudo —el
sin consuelo,
Príncipe
de Aquitania de la torre abolida,
murió mi sola estrella —mi
laúd constelado
ostenta el negro Sol de la
Melancolía.
(Traducción
de Octavio Paz)
Estas visiones oscuras de
fenómenos en principio luminosos y alegres son una constante en la poesía romántica
del XIX y gozan de un ritornelo en la modernista de principios del siglo XX,
donde se deslizan en las obras literarias numerosos elementos reelaborados del
romanticismo, pero también tomados de leyendas y mitos que no ocultaban su
naturaleza esotérica. “En una época
madura y cansada, los productos de la movilidad del espíritu comienzan a
solidificarse en una masa negativa, en un ‘sol negro’ que produce un efecto
invernadero allá donde se proyecta su sombra”, ha expuesto el sabio Fernando R.
de la Flor[v],
y quizá el romanticismo y el modernismo sean las épocas cansadas por excelencia
de la literatura, las únicas donde la muerte y la oscuridad no sólo no están
mal vistas, sino que proyectan un halo de esperanza. Los símbolos de las
antiguas tradiciones alquímicas han seguido sembrando la cultura de alusiones y
referencias, como estudió Carl Gustav Jung en Psicología y alquimia, y
esa idea de la luz oscura tiene larga raigambre en la literatura y en el
pensamiento. El filósofo francés André Comte-Sponville,
en su libro Lucrecio. La miel y la
absenta (2009), hace un recorrido por la obra del poeta y filósofo latino
Lucrecio (siglo I a.C.), autor del vasto poema De rerum natura, una de las magnas obras que nos ha dejado Roma, y
que es una mezcla de poesía y filosofía, una de esas extrañas emulsiones
posibles en la antigüedad y que hoy parecen mal vistas en tiempos de triunfo de
una poesía sencilla y “tardoadolescente” (Martín Rodríguez Gaona, La lira de
las masas). Una excepción clara sería el excelente poema extenso La luz
oída (1996), de Eduardo Moga, un canto cósmico, solar y visionario que
cuenta entre sus epígrafes de partida, no por casualidad, uno del De rerum
natura lucreciano. Comte-Sponville conforma el sustrato argumentativo de su
ensayo también a partir de uno de los versos de Lucrecio, “sobre un tema
oscuro, mi luminoso canto” (IV, 8-9), para colegir que el tema oscuro sería el pensamiento de Epicuro, mientras que el luminoso canto se constata como la
aportación sustancial del propio poeta. Lucrecio fue un personaje sobre cuya
peripecia vital se tienen pocos datos, pero que legó a la humanidad una versión
poética sobre la naturaleza en el epicureísmo que ha seguido teniendo lectores
y estudiosos hasta el día de hoy, por su potencia lírica y filosófica y su
negación de todo lo “sobrenatural” (p. 84). Como lírico, ha influido a poetas y
pensadores de todas las épocas, como Fray Luis de León, Poliziano, Spenser,
Montaigne, Molière, Goethe, Schlegel o Byron[vi],
y fue incluido por George Santayana en su estudio Tres poetas filósofos: Lucrecio, Dante, Goethe. Desde Lucrecio, por
tanto, cobra cuerpo la idea cultural, casi siempre soterraña, de que la
creación del mundo está ligada, no a la luz y a la sombra, sino a una luz
blanca y otra negra, que se combinan ferazmente para producir el contraste o
dialéctica de opuestos necesario para la vida. Entendida de este modo fértil,
en palabras del poeta Marcos Canteli, “la claridad se tatuaba con tinta negra”,
porque “la escritura sana / cuando incorpora sombras”[vii].
Así lo recuerda Sánchez Robayna, en la “Nota preliminar” a La luz negra:
“El título general de estos ensayos alude al signo mismo de la escritura. L’homme
poursuit noir sur blanc, escribió Mallarmé. El hombre busca -y se busca- en
la iluminación de tinta, en la luz negra” (p. 11). Según este diagnóstico, la
literatura, toda la literatura, sería la luz negra que el hombre arroja sobre
lo existente; es la proyección, clara y oscura a la vez, con la que iluminamos
el mundo. Esto nos liga con otra dimensión de la metáfora lumínica relacionada
con la creación, no sólo con la creación artística, sino asimismo con la
creación del universo.
4) Luz cósmica
Severo Sarduy escribió en 1974 un
libro de poemas titulado Big Bang, donde lo cósmico, lo órfico y lo
sentimental se entretejían en una obra singular, casi inclasificable, que parte
de un “estallido de la vacuidad”, como Gustavo Guerrero asevera sobre Severo en
la introducción a su poesía reunida. Poemas amorosos y eróticos se mezclan en Big
Bang con citas científicas literales y hondas reflexiones sobre la materia
y la luz, luz que tiene en el libro una importancia seminal —en todos los
sentidos del término—. Sarduy teje un tapiz de referencias casi imprevisible,
pero en el que creemos ver una metáfora sobre la riqueza y vastedad de los
fenómenos observables, por un lado, y de su propia imaginación, por otro. Entre
sus imágenes hallamos, precisamente, la de la “luz negra”, que enlaza a la de
un “sol fósil”[viii],
esto es, un sol que ha dejado de serlo y que, como explica en su poema dedicado
a las estrellas conocidas como “Enanas blancas”, alcanza con éxito el mejor fin
de todo sol: dar interminablemente su luz hasta extinguirse. En otras palabras,
la finalidad de un cuerpo solar es apagarse; su súbita oscuridad es el hecho
feliz que redondea su existencia, pues significa que ha agotado toda su reserva
lumínica y consumido su capacidad de irradiar fotones. Sarduy no ignora, puesto
que la explicita, la teoría científica sobre la “luz fósil”, que puede ser una
prueba del Big Bang, el “testigo de la explosión que dio origen al universo”
(p. 85), y que aún reverbera de forma detectable.
Ese décalage temporal entre la emisión de la luz estelar y su
recepción por nuestros ojos o instrumentos ha dado pie a uno de los motivos
científicos más abundantes en la literatura actual, aunque cuenta con luenga
tradición. Por ejemplo, Gustave Flaubert se había hecho eco del fenómeno del
desfase lumínico alrededor de 1881, en su inacabada novela Bouvard y
Pécuchet: “La velocidad de la luz es de ochenta mil leguas por segundo. Un
rayo de la Vía Láctea invierte seis siglos para llegar a nosotros, de tal forma
que, cuando observamos una estrella, ésta pueda ya haber desaparecido. Algunas
son intermitentes, otras ya no vuelven nunca; y cambian de posición. ¡Todo se
agita, todo pasa!”[ix]. Las consecuencias digamos “metafísicas” de
la demora receptiva las explica el poeta Jenaro Talens: “si la luz de una estrella [...] viaja por el espacio miles de
años y llega a nosotros en la actualidad, lo que vemos como luz no es presencia
sino la huella de una ausencia [...] La idea me parecía fascinante porque, de
hecho, ¿lo que inscribimos en nuestro presente como recuerdo del origen, no es
también la huella de la muerte?”[x]. Esta
misma imagen, la de la luz retardada de las estrellas muertas, que ya
había fascinado también a Robert Musil[xi], Gregor
von Rezzori[xii],
Roland Barthes o Susan Sontag, ha sido utilizada en la literatura contemporánea
por César Aira[xiii],
Roberto Bolaño[xiv],
Rikardo Arregui, Pablo García Casado[xv],
Ricardo Menéndez Salmón[xvi], Rodrigo
Blanco Calderón[xvii],
Jesús Carrasco[xviii],
Javier Moreno[xix],
Mario Cuenca[xx],
Antonio Gracia[xxi],
Agustín Fernández Mallo[xxii],
Andrés García Cerdán[xxiii],
Sergi de Diego Mas (“todavía veo estrellas que ya dejaron de existir”[xxiv]), Ben Clark (“Omage a la oscuridad”), Roberto Valdivia[xxv]
o Juan Bello Sánchez[xxvi]. Como
vemos, una misma cosmovisión, la científica, impregna el modo de escribir de
estos autores de forma similar, apreciando en lo contingente —la luz—, no lo
trascendente, sino las consecuencias digamos metafísicas que tiene su propia y
finita inmanencia. Todo lo que se origina, parecen decirnos los textos, tiene
en el mismo hecho de su nacimiento la perspectiva de la llegada, del
des/aparecer. Recuperando el verso de Lowell, lo nacido puede decir “he hablado
la extinción hasta la muerte”. Cabe agregar: desde el comienzo.
No son pocos los escritores, tanto poetas como narradores, que han
entendido que la luz que viene del cielo por la noche, cuando hay luna nueva y
sólo cuelgan de nuestra cabeza las estrellas, es tan negra como blanca, como si
el cosmos emitiese negror a la vez que luz estelar. Los escritores parecen
percibir esa mezcla en forma de energía, como tal se puede ver en
algunas obras. Por ejemplo, en este magnífico párrafo de Don DeLillo, incluido
en su novela Point Omega, que les traduzco:
Antes de entrar en
el interior Elster apretó mi hombro, diríase que de forma tranquilizadora, y yo
permanecí en la terraza un rato, demasiado hundido en mi silla, en la noche
misma, para alcanzar la botella de escocés. Detrás de mí, la luz de su
dormitorio se proyectó hacia fuera, iluminando el cielo; y qué extraño parecía,
la mitad del cielo acercándose, todas esas masas incandescentes incrementándose
en número, las estrellas y constelaciones, porque alguien encendía una luz en
una casa en el desierto, y yo lamentaba que él no estuviese ahí para escucharle
hablar sobre esto, lo lejano y lo próximo, sobre lo que creemos que estamos
viendo cuando no lo vemos[xxvii].
O en estos versos de Diego Doncel, donde el
personaje conduce a solas de noche por una carretera despejada, y piensa en
estos términos:
La mirada se pierde no en el tramo
de carretera
que tengo ante mí, sino en las altas
profundidades astrales.
No me hago ninguna pregunta.
La sensación de volar es muy intensa
cuando traspaso la arista de los
cambios rasante.
Las explosiones del motor, el ruido
con que el alquitrán succiona los
neumáticos,
el roce de la chapa y de los
plásticos,
me hacen pensar en las explosiones
de hidrógeno y de helio allá arriba,
en el movimiento de la materia celeste,
en la energía de la luz cruzando el
espacio.[xxviii]
Unos versos que me recordaban, desde la natural diferencia,
estos otros de Javier Moreno en Cortes publicitarios: “alcanza / la velocidad de las cosas / Mira la luz
que intenta / darse a la fuga / y casi lo consigue / Huye tú también. Síguela /
si puedes”. O estos versos de la peruana Blanca Varela en este fragmento
de “Canto villano”:
aniquilar
la luz
o
hacerla
hacerla
como
quien abre los ojos y elige
un
cielo rebosante
en
el plato vacío.
La luz, en sus distintas formas y planteamientos, es una obsesión para
los escritores de todos los tiempos. Los escritores, especialmente los poetas,
han sido considerados como iluminados, quizá por dar pábulo a sus Iluminaciones,
que es el título que dio Arthur Rimbaud a uno de sus mejores libros. Harold
Bloom, por ejemplo, ha podido estudiar el modo en que Dante y Milton utilizan
la luz en sus obras, siempre con el trasfondo de la divinidad[xxix].
Los libros que incorporan la palabra “luz” en su título son incontables, y más
infinitos aún aquellos en que la luz ocupa un lugar significativo en su
interior, o que arden en la Light in August (Faulkner) o en Luces de
bohemia. En la exposición que tienen ahí fuera, a la salida de la sala, en
esta Biblioteca Histórica de la UCM, pueden ver un poema de José Hierro,
titulado “Entre árboles”, que termina con estos versos: “Narcisos duplicados en
el río / navegaron a la deriva, en busca de la luz, / la luz que fue el
principio y será el final”[xxx].
Para responder, por tanto, a la pregunta de si los escritores actuales saben lo
que es la luz, desde el punto de vista científico no lo tenemos del todo claro,
pero sí saben usarla con fines estéticos.
Quizá sería oportuno cerrar con el
conocido poema de la estadounidense Sarah Howe, bastante fiel a la teoría
einsteniana, en la traducción de Sergio Eduardo Cruz. Con estas líneas me gustaría concluir, agradeciéndoles su atención:
RELATIVIDAD
para Stephen Hawking
Cuando despertamos, movidos
por el pánico, en la oscuridad
nuestras pupilas se aferran
a la forma de las cosas conocidas.
Los fotones sueltos de sus
rendijas como sabuesos husmeantes
revelan la doble naturaleza
de la luz en sus sombras contenidas
que llenan de rayas un
laboratorio sin luz, y ya no son partículas,
sino que ondean para dar a
todas las certezas su despedida.
Porque, ¿qué es certero en
un universo que hace efecto doppler
como si fuera el grito de
una sirena a media noche? Se diría
que una luz vista desde
arriba o desde abajo cuando se mueve el tren
explica certeramente por qué
el tiempo se dilata como una tarde
perfecta: predice agujeros
negros donde se entrecruzarán las líneas
rectas, cuyos horizontes
pesados no serán conocidos siquiera
por la luz de las estrellas.
Si a tanta abstracción podemos llegar,
¿podrán nuestros ojos alguna
vez acostumbrarse a la oscuridad?
[i]
Víctor Gómez Pin, Filosofía.
Interrogaciones que a todos conciernen. Espasa Calpe, Madrid, 2008, p. 29.
[ii] J. L. Borges, Obras Completas. Tomo I. Buenos
Aires: Emecé, 1989, p. 590.
[iii]
Con ese título rubricó Celaya una de las secciones del libro (Rafael Múgica, Poemas
de Rafael Múgica. Bilbao: Comunicación Literaria de Autores, 1967).
[iv]
A. Sánchez Robayna, La luz negra. Madrid: Júcar, 1985, p. 7.
[v]
F. R. de la Flor, Biblioclasmo. Por una
práctica crítica de la lecto-escritura; Junta de Castilla y León,
Salamanca, 1997, p. 31.
[vi]
Cf. Michael von Albrecht, “Fortuna europea de Lucrecio”; Cuadernos de Filología Clásica: Estudios Latinos, vol. 20, núm. 2
(2002) [pp. 333-361], pp. 335-38; y Ángel Jacinto Traver Vera, “Dos ejemplos de
recepción clásica: Lucrecio 2, 1-13 en fray Luis y Lord Byron”, Anuario de Estudios Filológicos, vol.
22, 1999, pp. 459-474.
[vii]
M. Canteli, Su sombrío. Barcelona: DVD Ediciones, 2005, pp. 81 y 39.
[viii] Severo Sarduy, Obras I.
Poesía. Ed. Gustavo Guerrero. México D.F.: Fondo de Cultura
Económica, 2007, p. 92.
[ix] “La velocidad de la luz es de ochenta mil leguas por
segundo. Un rayo de la Vía Láctea invierte seis siglos para llegar a nosotros,
de tal forma que, cuando observamos una estrella, ésta pueda ya haber
desaparecido. Algunas son intermitentes, otras ya no vuelven nunca; y cambian
de posición. ¡Todo se agita, todo pasa!”; Gustave Flaubert, Bouvard y Pécuchet; Montesinos,
Barcelona, 1993, traducción de Marga Latorre y Mónica Maragall.
[x]
J. Talens, Negociaciones para una
poética dialógica.
Biblioteca Nueva, 2002, p. 43.
[xi]
“(…) su existencia podía equivaler a la fe en algunas estrellas que vemos
ahora, a pesar de haber desaparecido hace miles de años”; Robert Musil, El hombre sin atributos; tomo 1, Seix
Barral, Barcelona, 2002, p. 87; traducción de José M. Sáenz.
[xii] “¿Quién sabe cuántas de aquellas
estrellas estarían ya muertas entonces, mientras su luz temblorosa aún nos
alcanzaba?”; Gregor von Rezzori, La
muerte de mi hermano Abel; Sexto Piso, Madrid, 2015, traducción de José A. Campos, p. 696.
[xiii]
“Miraban la agonía de las estrellas. Se perdían en las fosas galácticas. Todo
lenguaje extinguido, todo se adivinaba.”; César Aira, (2009). Dante y Reina.
Ilus. Max Cachimba. Buenos Aires: Mansalva, p. 65.
[xiv]
R. Bolaño, 2666; Debolsillo,
Barcelona, 2017, p. 1099.
[xv]
“[…] igual que esas estrellas que están
muertas / tu cuerpo brilla aún en la pantalla”, P. García Casado, El mapa de América, DVD Ediciones, 2002.
[xvi]
“De las estrellas, apenas si vemos otra cosa que viejas fotografías”; Ricardo
Menéndez Salmón, La luz es más antigua
que el amor; Seix Barral, Barcelona, 2010, p. 62.
[xvii]
Rodrigo Blanco Calderón, The Night;
Alfaguara, Barcelona, 2016, p. 101.
[xviii]
“Miles
de millones de estrellas sobre su cabeza, muchas de ellas ya muertas, enviaban
su luz a guiños”; Jesús
Carrasco, Intemperie; Seix Barral,
Barcelona, 2013, p. 127.
[xix]
Javier Moreno, Alma; Lengua de Trapo,
Madrid, 2011, p. 55.
[xx]
M. Cuenca, Los hemisferios; Seix
Barral, Barcelona, 2014, p. 286.
[xxi]
A. Gracia, “Noche estrellada”, Lejos de
toda furia; Devenir, Madrid, 2015, pp. 19-20.
[xxii]
“El cosmos está lleno de esta clase de fantasmas, / estrellas cuya luz nos
engaña incluso muerta”; Agustín Fernández Mallo, Ya nadie se llamará como yo + Poesía reunida (1998-2012); Seix
Barral, Barcelona, 2015, p. 66.
[xxiii]
“Míralas, siempre ahí. / Son las estrellas extinguidas.”; Andrés García Cerdán,
“Estrellas”, Puntos de no retorno;
Reino de Cordelia, Madrid, 2017, p. 35.
[xxiv] Sergi
de Diego Mas, E-mails para Roland
Emmerich; Honolulu Books, Barcelona, 2012, p. 58. También nosotros hemos utilizado la
imagen en Construcción (2005).
[xxv]
“[…] y mi brazo derecho apuntará a una estrella / extinta que pensaremos aún
existe”, Roberto Valdivia, EP (poemas de
Salinger). Cáceres: Ediciones Liliputienses, 2018, p. 62.
[xxvi]
“llegan luces de alguna parte, / lo que uno llama / estrellas consumidas hace
millones de años, / lo que otro llama / una linterna que nos muestra el camino
en la noche”; Juan Bello Sánchez, Mi
tiempo perdido. Sevilla: La Isla de Siltolá, 2018, p. 65.
[xxvii] Don DeLillo, Point Omega; Scribner, New York, 2010, p. 54.
[xxviii] Diego Doncel, En ningún paraíso. Madrid:
Visor, 2005, pp. 50-51.
[xxix]
Harold Bloom, (1991): Poesía y creencia. Madrid: Tecnos, p. 42.
[xxx]
Este poema ilustró el libro de artista Arboledas del pintor Luis
García-Ochoa (Madrid: Editorial Casariego, 1976).
1 comentario:
Que buen aporte nos brindas, yo también leí algo similar en itc tlaxcala que me ayudo para los trabajos al respecto que tenía. Gracias.
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