domingo, 18 de diciembre de 2011

Pasadizos entre Rey y García Román. Dos visiones sobre poesía y lenguaje




José Luis Rey, Jacob y el ángel (la poética de la víspera); Devenir, Madrid, 2010.

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Juan Andrés García Román, La adoración; DVD Ediciones, Barcelona, 2011.

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Amemos al lenguaje

José Luis Rey

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La grieta entre el lenguaje y su adoración.

Juan Andrés García Román

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I. Pliegue

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José Luis Rey y Juan Andrés García Román, como hemos escrito en varios lugares, me parecen dos de los poetas jóvenes (no han cumplido los cuarenta años) más inspirados de nuestra poesía. Además, son dos de los vates más dotados, entre los de cualquier edad, para la creación de imágenes poéticas asombrosas. Si me permiten la imagen de David Lynch, más que apropiada a mi propósito, el fuego camina con ellos. Hay en algunos de sus libros ramalazos visionarios que los conectan con la llama de un Blake o de un Lorca. Con esto no intentamos establecer paralelismos de calidad, sino calibrar adecuadamente la asombrosa potencia de sus hallazgos, iluminaciones o fulguraciones ocasionales.

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Aparecido el pasado año, Jacob y el ángel (la poética de la víspera) es mucho más que un intento de esclarecer una poética. Como suele suceder en sus poemas, José Luis Rey parte de lo concreto (su propia obra, en este caso), para luego disolverlo o subsumirlo en una experiencia más abstracta o, mejor dicho, universal. De forma progresiva, y partiendo del motivo bíblico de la lucha de Jacob con el ángel (Gn 32, 22ss), Rey desarrolla diversos motivos donde explica su visión de la poesía, del silencio, del lenguaje y de lo que él denomina la “poética de la víspera”, que supone entender que el alba de la expresión poética total es inalcanzable y que el creador debe aguardar, sublimando el lenguaje, en el día anterior, en el mundo de lo cotidiano, ya que alcanzar la perfección es imposible: “Amar la víspera que somos y dejarla marchar. El lenguaje es esa víspera y sabemos que la víspera es pasajera” (p. 66). Para ilustrar esos conceptos el autor se vale en su ensayo de numerosos poetas, de Dickinson a Vallejo, de Juan Ramón a Rimbaud o de Colerigde a Mallarmé, citando poemas traducidos por él mismo.

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Puede sorprender al lector la constante referencia de Rey a temas y simbologías cristianas, ya desde el título. Se habla en este libro de la poesía como el “paraíso prometido de la palabra” (p. 18), se habla de ángeles, de resurrecciones, de “lenguaje con fe” (p. 50) y demás panoplia bíblica (recordemos que el primer libro de Rey ya se titulaba Un evangelio español, Adonais, 1997), pero hay que advertir que no estamos en absoluto ante una visión religiosa de lo poético, sino ante un uso resemantizador del vocabulario sacro, dirigido a otros fines. Es cierto que se podría haber buscado un léxico menos connotado, pero la cuestión es que Rey sabe domeñar el vocablo y advierte con frecuencia de su intención, para evitar posibles equivocaciones: “no nos enteramos de que toda poesía verdadera es trascendente sin necesidad de ser religiosa” (p. 129). Aunque yo preferiría hablar en términos de inmanencia, Rey es consciente de lo que habla y apoya su visión en argumentos filosóficos, por ejemplo en el Wittgenstein que sostiene que “el sentimiento del mundo como algo limitado es lo místico” (Tractatus, 6.45), frase que ya estaba en el frontispicio de su poemario La familia nórdica (2006) y que estatuye como declaración de intenciones: “así siento yo el lenguaje: como un todo limitado, cerrado, encerrado, guardado con mil llaves de llave en el arcón de la lengua” (p. 7). Nos encontramos, pues, ante un sistema estético que persigue sacralizar o elevar constantemente la labor poética para, en cierto momento, rebajar la tensión sublimadora mediante la poética de la víspera. Es una opción arriesgada, pero late en ella una tensión, una dialéctica referencial entre lo excelso y lo a ras de vida, que J. L. Rey resuelve con brillantez en sus poemas y que sabe ejemplificar muy bien en el caso de Dickinson. Con esta opción intenta Rey oponerse a cierta tradición de poesía mística, que ve representada en Valente (sobre algunas opiniones de Rey acerca de Valente habría cosas que puntualizar, pues coincide con él más de lo que cree), e intenta una reversión de la fórmula: “me gustaría que este libro sirviera, entre otras cosas, para combatir un poco la fácil tendencia a la poesía mística y buscar, en cambio, la mística de la poesía misma” (p. 49). Esto último es más que razonable.

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II. Despliegue

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Adorable es el canto de la madre que se sienta en el suelo con su hijito

saciada al contemplar cómo se duerme.

F. Hölderlin, Elegías

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Hace un tiempo reseñamos en este blog El fósforo astillado (2008), en una lectura muy personal que creo sigue siendo de lo poco decente que he escrito. En ella apuntábamos algunos elementos que son válidos también para La adoración: la estética de síndrome Diógenes (que el autor recoge, curiosa y explícitamente, en este libro), la postura antimetafísica, los atentados contra el concepto de sublimidad literaria, etc. García Román ahonda en su peculiar mundo, pero desde una perspectiva muy diferente. La adoración no es un libro fácil. Frente a la estructura fragmentaria y sincopada de El fósforo astillado, que permitía al lector una entrada razonable en el poemario, La adoración se presenta como una extraña novela en verso (ver reflexiones al respecto en pp. 78-79), una novelírica donde la cascada de imágenes empece y difumina a cada paso la narración, hasta el punto de que el lector pierde en ocasiones el hilo de lo que está leyendo. Hay una ilación, por supuesto, pero puede necesitarse una segunda lectura para encontrarla. A mi juicio, La adoración es una Bildungsroman ditirámbica, metareflexiva e irónica, que narra la historia de Expósito (un abandonado, por tanto), quien persigue unos objetivos no muy diferentes de los manifestados por José Luis Rey en su ensayo: “morir de belleza”, encontrar una pescadilla estética que “se muerde el lomo y las branquias, hasta que en un esfuerzo yóguico se devora la cabeza y logra la aristocracia de lo que no envejece. Eso sí es emancipación. Y yo la conseguiré. El instante, la belleza” (pp. 50-51). Un sujeto lírico que busca “subir una montaña para siempre” (p. 21), en un entorno montañoso (“La montaña nunca es democrática. El Tibet está ahí para todos, pero ¿todos se atreven a escalarlo?”; José Luis Rey, Jacob y el ángel, p. 85), en el que otros personajes secundarios se proponen la construcción de un kibbutz para escuchar la “revelación”: la llegada de “la adoración del lenguaje” (pp. 32, 43 y 44), que el personaje detesta. Porque Expósito, como Rey, buscan algo más que el lenguaje, persiguen un más allá inmanente.

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Como vemos, pese al retorcimiento irónico, abunda también en García Román el mismo vocabulario solemne y bíblico presente en Jacob y el ángel (véanse las páginas 82-84 de La adoración). Pero también hay idéntica unión (¿vía unitiva?) de lo místico y de lo vital, de acercamiento brusco a lo más cercano de la existencia: “era simplemente yo, un obstáculo entre la vía láctea y la tierra tumbada” (p. 113). De hecho, hay un párrafo de Rey que me parece muy adecuado para entender o esclarecer algunas facetas del libro de García Román: “Un lenguaje entregado así a su ser víspera gozará de su sonido diario y quebradizo, de su nada pasajera pero salvada para siempre por su vecindad con el sentido: la poesía que viene. El poeta debe abrir huecos en el lenguaje, revelar la pobreza del lenguaje: nada mejor para ello que tratarlo con humor metafísico, con dulzura irónica, con chistes culturales que rebajen su orgullo” (p. 68). Si pienso en una lírica que materialice esa poética como pocas otras lo hacen, me surgen El fósforo astillado y La adoración como ejemplos. Después del párrafo citado, Rey traduce –con cierta y espléndida libertad, a mi juicio– el poema 61 de Emily Dickinson:

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¡Papá que estás arriba!

¡Contempla a este Ratón

Derrotado por el Gato!

¡Reserva siempre en tu reino

Una “Mansión” a la Rata!

¡Un rincón confortable en seráficas Despensas

para estar todo el día allí royendo,

Mientras los Ciclos inimaginables

Solemnemente ruedan por encima!

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Y ahora veamos un fragmento de García Román:

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-Papá, yo no quería… yo quería pedirte perdón. Sólo eso. Yo no quería traerte a esto de nuevo. No, no voy a sublimarme ni a morir de belleza; moriré, moriré simplemente, lo heredé de ti.

Me incliné sobre el lecho y quise besarlo pero al acercarme y respirar sobre su rostro se desprendieron algunas pestañas. Entonces soplé y todas sus pestañas volaron como si hubiera soplado un vilano. Mi padre me dijo:

-Si me soplas, tengo cáncer.

Y yo lloré fuertemente de los dos ojos hasta que un viento como el espíritu de las navidades pasadas me devolvió a la nube. Eché a correr, corrí como un poseso hasta que mi pie se hundió y caí. Porque la nube comenzaba a deshacerse y por sus huecos se veían pájaros.

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Elementos en común: más allá de la casual referencia a un papá, que además es distinto en ambos textos, estarían el humor metafísico, las referencias muy cotidianas mezcladas con alusiones a lo sublime, la deconstrucción del léxico religioso y… la dulzura irónica.

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El iter o recorrido novelesco de La adoración, ese camino que el abandonado Expósito recorre por cumbres nevadas, alemanas, llenas de objetos y flores simbólicos a lo Novalis, debe ponerse también en contacto con alguna de las obsesiones del autor, sobre todo con la obra de Hölderlin. Recordemos que en la introducción a las Elegías del poeta germano, García Román escribía que:

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El poeta no es un ser humano cualquiera: está poseído por un ritmo interior, una soledad acogedora, y, si vaga por la noche infinita en la era de la caída de los dioses y se halla sin compañeros, nunca, empero, lo abandona, como si fuera el viento imantado de la historia, su voz cargada de un ‘Jetztzeit’ en el que el pasado y lo futuro se miran, se imbrican y asisten a su parto, son creados. (…) En Hölderlin, la naturaleza no es el rincón donde se arropa y se aleja la displicencia de un poeta desclasado y guardián de un orden antiguo definitivamente roto.

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Es aquí, en este orden de cosas (es decir, en una ausencia de orden intelectivo), en esta mística inmanente de la ruptura del sentido en esquirlas, donde debemos situar, entiendo, el proyecto que se inició con El fósforo astillado y que parece desarrollarse en La adoración. Un lugar de ruptura y caos fragmentado en el que también establecieron su centro de operaciones Ingeborgh Bachmann y Paul Celan, quienes no por causalidad son también devociones particulares del traductor y estudioso García Román.

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III. Repliegue

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a lo largo

del pliegue

del párpado

estar cerca de ti

con el propio pliegue

del párpado

Paul Celan, Compulsión de luz

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Vivimos en la noche del lenguaje: en esa noche larga lucharemos, dispuestos a morir.

José Luis Rey, Jacob y el ángel

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Es cierto que no hay respuestas para lo que acontece, pero la poesía hace las preguntas más interesantes. Escribía Alan Badiou que “respecto de la dimensión universal [de la filosofía] nuestro mundo ya no es apropiado para ella, porque, como sabemos, es un mundo esencialmente especializado y fragmentario. Está disgregado en respuesta a las demandas de las innumerables ramificaciones de la configuración técnica de las cosas, del aparato de producción, de la distribución de los salarios, de la diversidad de funciones y habilidades. Y los requerimientos de esta especialización y fragmentación hacen difícil percibir lo que puede ser dado como transversal o universal, o lo que puede ser válido para todo pensamiento”[1]. Mientras la filosofía parece renunciar, por imposibilidad estructural, a la antigua universalidad del pensamiento, he aquí cómo la poesía contemporánea retoma el espíritu universalista de reconstrucción, partiendo de elementos fragmentarios, dirigidos a la contemplación total de la realidad, como soñase Novalis siglos atrás (y aun con parecido método). Eduardo García se ha referido a este fragmentarismo esencial de la última poesía española en un excelente artículo; algo similar decíamos nosotros en La luz nueva (2007) y en nuestra tesis doctoral (2009). Y quizá es lógico que sea así; según Schelling, “la filosofía sólo lleva, por así decirlo, un fragmento del hombre hasta ese punto. El arte lleva al hombre entero, tal como es, hasta ese punto, es decir, hasta un conocimiento superior a todos, y en eso reside la eterna diferencia y el milagro del arte”.

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García Román acoge la incertidumbre con una sonrisa helada, que no reniega de lo afectivo; José Luis Rey prefiere celebrar la palabra y el mundo, sin olvidar que en la relación entre Jacob y el ángel, lo esencial es la lucha, el combate. Esas son las diferencias, pero entre ambos poetas hay bastantes puntos en común, como hemos ido viendo: ambos guardan una metafísica desconfianza hacia el lenguaje, ambos crean estéticas lindantes con la estética del pliegue con la que Deleuze definía lo barroco (Barroco es precisamente el título de uno de los últimos poemarios de Rey). Apuntaba Deleuze que “el mundo con dos pisos solamente, separados por el pliegue que actúa de los dos lados según un régimen diferente, es la aportación barroca por excelencia”[2]; y tiene lugar, de formas muy distintas, en los dos poetas un movimiento doble frente a la posibilidad de una cosmovisión universal, por más que sea una contemplación fracturada. Ese planteamiento fue definido por Hölderlin en su ensayo “El devenir en el perecer”: “lo aislado, lo antiguo individual, aspira a universalizarse y a disolverse en el infinito sentimiento de vida”[3]. Algo similar parece latir en los versos con los que García Román cierra casi su poemario: “y el cielo su celeste / y el trigo su amarillo / Hasta que todos juntos se bañaron” (p. 121). Algo parecido acaece en versos de José Luis Rey como “soy el ángel que aprende / y no baja a comer” (La familia nórdica). Los dos pisos, suelo y cielo, mundo y elevación, se ajustan gracias al pliegue de un lenguaje visionario que no respeta convención alguna. La dialogía constante en estas dos obras poéticas, entreveradas de lo sublime y lo cotidiano, situadas entre lo excelso y lo cárnico, entre lo individual abandonado y el nosotros perseguido, me parece una de las tensiones más emocionantes y mejor resueltas (por no resueltas, por nunca resueltas) que está dando en los últimos años la poesía española.

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[Relación con los dos autores: cordial. Relación con las editoriales: ninguna]


[1] Alan Badiou, La filosofía, otra vez; Errata Naturae, Madrid, 2010, p. 51.

[2] Gilles Deleuze, El pliegue. Leibniz y el barroco; Paidós, Barcelona, 2009, p. 44.

[3] F. Hölderlin, Ensayos; traducción, presentación y notas de Felipe Martínez Marzoa, Hiperión, Madrid, 2001, p. 110.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Poesía reunida de Jesús Aguado



No voy a esperar a las líneas azules, ya características, al final del post, para aclarar que Jesús Aguado es mi amigo, un amigo entrañable como tengo pocos. Los prólogos se hacen por diversos motivos y la amistad es uno más que legítimo para prologar. No obstante, creo de mucho interés aclarar cómo acabé siendo amigo de Jesús Aguado, a la hora de explicar por qué es tan importante esta Poesía reunida que acaba de publicar Vaso Roto.

Cuando tuve noticia de la existencia de un poeta llamado Jesús Aguado, con ella llegó la de que vivía en la India, en Benarés. Era, por tanto, un poeta virtual, un poeta situado -casi exóticamente- fuera del sistema. Leí su poesía, algunos de sus primeros libros, y me gustaron mucho. Pero luego llegó Lo que dices de mí. La lectura de ese poemario me produjo dos tremendos golpes; literario el primero, pues era y sigue siendo un poemario magnífico. El segundo fue diferente. Al terminar de leer el libro, pensé: hay un gran ser humano detrás de este libro. Así que hice todo lo posible para entrar en contacto con él. Pedí a alguien su correo electrónico y le escribí inmediatamente. Tras su afable respuesta comenzó una larga y sostenida correspondencia, donde los temas intelectuales se mezclaron pronto, como no puede ser de otro modo con Jesús, con cuestiones personales: la existencia, el amor o el dolor (temas de ese poemario). Más tarde conseguimos vernos en persona, congeniamos y desde entonces nos vemos siempre que podemos.

He aquí como, a veces, las amistades llegan a través de conductos puramente intelectuales y luego se transforman en otra cosa, más profunda y enriquecedora. No siempre sucede, pero cuando ocurre es un privilegio.

Y para mí ha sido un privilegio, en efecto, haber prologado este importante volumen, en el que los lectores tienen acceso a un retrato integral de la enorme aportación de Jesús Aguado a la poesía en castellano. Sus libros estaban publicados en varias editoriales, casi todas las importantes, pero a mi juicio era necesaria una reunión, como la presente, que diese una imagen de conjunto: gracias a esa visión global puede entenderse mejor la magnitud y diversidad del talento de Aguado. Por eso es tan valiosa esta compilación, porque permite acceder por completo a un universo poético extraño en nuestras letras, hecho desde extrarradios espaciales e intelectuales (filosofía oriental, poesía india), y que arroja una mirada nueva sobre lo que es posible escribir en poesía.
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A continuación adelanto algunos extractos de mi prólogo:
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"Piezas de un puzle destinado a quedar incompleto y en incesante reconstrucción o, quizá, diferentes puzles superpuestos en paralelos estratos temporales. No existe la angustia ante los senderos que se bifurcan, Aguado envía un yo poético a cada uno."
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"En especial, recomiendo al lector que compare los poemas aquí aparecidos de El fugitivo con los que en su momento recogía la versión de Pre-Textos de 1998. Son dos libros distintos, pero es que Aguado es también ahora una persona distinta, certeza visible en este poema de Verbos:

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recordar

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muchas cosas suceden hacia atrás

en el pasado cambios

no archives no regreses

no estás ahí nunca estuviste

al desandar el tiempo

cierra su laberinto y te devora"

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"Su larga experiencia de traductor (Kabir, la poesía devocional india, la poesía popular) parece haber sido para él muy enriquecedora, al obligarle a estudiar las diversas místicas y filosofías de la India, como medio para entender debidamente los textos. En un segundo lugar, parece haberle fascinado, algo normal en un vate, el modo en que esos poemas se ideaban y componían, la filosofía poética que los informaba. En cierto modo ambos análisis eran simultáneos: lo técnico y lo cósmico se encontraban para él en el mismo plano de lo real. De ahí la declarada afinidad del autor con María Zambrano, la filósofa malagueña que también indagase en la raíz de la razón poética. Incluso en los libros aparentemente más racionales de Aguado, ordenados de forma enciclopédica, como su valioso Diccionario de símbolos (2010), la presencia de lo simbólico agrega un relieve mítico que sirve de compensación a lo que cabe dentro del marbete “sentido común”, para convertirlo en sentido a solas."


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sábado, 19 de noviembre de 2011

4 poéticas de la visibilidad


“toda la creación surge de lo invisible; y toda la creación desaparece en lo invisible cuando llega la noche de la oscuridad”

Bhagavad Gita, 8, 18.

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La época de sobreexposición en la que vivimos, donde todo parece estar a la vista, procura en realidad muy diversas formas de ocultamiento, de escamoteo de aquello que también es importante. No falta quien dice que lo invisible es lo esencial, lo más valioso, y que por ese motivo se intenta mantener alejado de las pantallas. Sería plausible, e irónica, una forma de ocultamiento consistente en exponer aquello que se desea invisibilizar en la pantalla, a la vista de todo el mundo, como sucede en el célebre cuento de Edgar Allan Poe La carta robada. El método buscaría entonces la invibilidad por refulgencia; la imagen brilla tanto que es insostenible a la vista, y acaba por ser tan invisible como su obliteración fuera de la pantalla.

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En fechas recientes se han publicado cuatro libros de narrativa que se proponen, desde muy diversas estéticas y puntos de vista, recuperar parte de lo invisible y exponerlo en un lugar donde no ciegue. Su propósito tiene una doble vertiente: una cívica, planteando la necesidad de visibilizar elementos de nuestra sociedad que, por unas u otras razones, son convenientemente apartados de las primeras planas; y una vertiente estética, la más importante por cuanto convierte una postura en arte, que procura acceder a “la sonora invisibilidad de la que procede toda poesía”, como dijese Hermann Broch[1], y persigue “revelar la realidad detrás de las cosas visibles”, propósito explícito de la pintura de Paul Klee[2].

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1. Gonzalo Hidalgo Bayal y las otras realidades

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A fin de cuentas, la cara oculta acaba siempre por aparecer.

Antonio Méndez Rubio, La apuesta invisible

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El fantástico conjunto de monólogos Conversación (Tusquets, Barcelona, 2011), de Gonzalo Hidalgo Bayal, un gran escritor tardomoderno que comienza por fin a ser reconocido como merece, dedica el segundo de sus relatos, “Corzo”, a una historia rural. La realidad de lo que ha venido a denominarse “la España profunda” no suele asomar por las novelas actuales. En los últimos tiempos apenas aparece en la novela de Antonio Montes El grito (Siruela, 2011) y en Volver al mundo (2003), de González Sáinz, que presentaba a Biércoles, inolvidable personaje agreste e indistinguible de la montaña, al que me ha recordado mucho el Corzo de Hidalgo Bayal, otro personaje fascinante. Tanto en este relato, ambientado en una sierra inextricable, como en el Valle descrito en la novela de González Sáinz, lo telúrico y lo coetáneo se dan la mano con una delicadeza extraordinaria, huyendo por igual del tipismo y del tópico, e intentando con una fina pulsión literaria llegar hasta el fondo de las cosas y reencontrarse con “las cosas del campo”, como las llamaba José Antonio Muñoz Rojas. En ese sentido, Hidalgo Bayal nos devuelve en ésta y otras historias un modo dialógico y dialéctico de analizar otras realidades que no asoman mucho ni por la prensa ni por otras novelas, mediante excelentes monólogos que lejos de imponer una sola versión de los hechos discuten consigo mismos y muestran lo difícil que es penetrar hasta la médula de lo que nos rodea y conocer a fondo cualquier tipo de realidad: “también se dijo que huía de un mal crimen, del que, sin embargo, nadie sabía contar los pormenores. Estas cosas nunca acaban de saberse. Si muchas veces no se sabe ni lo que ocurre delante de uno mismo, cómo se va a saber lo que ocurre en otra parte, en sitios que uno ni siquera conoce o de los que ni siquiera ha oído hablar” (p. 45). Sus narradores saben que no son fiables, al utilizar la primera persona, y comparten con el lector honradamente sus limitaciones: “os advierto, sin embargo, de que estamos ante un cabo narrativo suelto” no sé qué importancia tuvo esta muchacha, si es que alguna tuvo (…) en el triste desarrollo de la trama” (p. 75). De este modo, la escritura de Hidalgo Bayal busca equilibrios ocultos entre fenómenos diferentes, como la filosofía, y por eso contiene estructuras simétricas, ecos narrativos, palíndromos (“Acaso los siervos obréis solos acá”, p. 55; o los nombres de Saúl Olúas y Surte Petrus), y otras magias especulares, “pues los dioses también se divierten con juegos de equilibrio y compensación, la balanza de Temis, la rueda de Némesis” (p. 71).

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2. Espigado y las ciudades prohibidas

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condenados a un tiempo al lenguaje y al misterio, a no ir con las palabras más allá de la piel y la cáscara cuando lo que nos interesa y nos atrae es lo oculto, lo secreto, lo profundo y lo prohibido

G. Hidalgo Bayal, Conversación

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El notable debut literario de Miguel Espigado, El cielo de Pekín (Lengua de Trapo, Madrid, 2011) tiene la virtud de acercarnos un retrato hacedero de China en estos momentos. Un país en el que Internet está controlado, donde hay manipulación informativa y en el que los disidentes son armonizados, como se narra, de forma espeluznante, a lo largo de sus páginas. La novela de Espigado tiene todos los defectos habituales de cualquier opera prima narrativa, que en otras partes se han encargado de exagerar, así que nos centraremos aquí sólo en su relación con la invisibilidad. El cielo de Pekín tiene, amén de las literarias, la gran virtud de visibilizar China, con todos sus excesos, sus parciales bondades, y sus parciales injusticias. Las contradicciones de esta nación-continente, que dentro de pocos lustros será la primera potencia mundial, y la esquizofrenia que para sus ciudadanos significa el hecho de ser comunistas y ultracapitalistas a la vez, están bien vistas desde una distancia foránea que, no lo olvidemos, también aporta distorsiones. Un ejemplo es el de ese Curator cretino que niega la posibilidad del diálogo cultural (pp. 106-108); es obvio que uno no puede dialogar culturalmente con los chinos a menos que hable chino; cuando uno habla la lengua del otro, el diálogo global es posible y hay millones de ejemplos por todo el mundo. Pero, amén de las distorsiones, la perspectiva del extraño también tiene ventajas: a nosotros, nos permite asomarnos a la ciudad informativamente prohibida del Pekín actual, y atisbar todo eso que el régimen no quiere que veamos. También se cuenta la forma en que los ciudadanos chinos, o al menos los retratados por Espigado, viven sabedores de esa media verdad institucional y tienen sus conflictos internos con ella. Unas veces a través de la tecnología, otras a través del secreto, algunos rastros de la evidencia tapada se ocultan, y se producen grietas en esa especie de “Ministerio de la verdad” orwelliano en el que trabaja Társila, que se dedica a escribir noticias que aún no han sucedido (p. 24). Por ello, y a pesar del tono presentista, tenemos la sensación de estar leyendo una distopía o un libro preapocalíptico, en el que la misma catástrofe está siendo mantenida en silencio institucional. El de la develación es, en consecuencia, el gran tema de la novela, magníficamente simbolizado en la obra del artista Li Zheng, que realiza un óleo dirigido a la visibilización: “pinté cuatro bustos oficiales con un estilo totalmente nuevo, utilizando pinturas y materiales fosforescentes y reflectantes. Todo pensado para que en la inauguración se enciendan las luces negras, que supuestamente sirven para realzar el efecto luminescente de los lienzos, pero en realidad, lo que realzan es una pintura solo visible bajo esa iluminación” (p. 177). Dejando de lado que la palabra correcta es luminiscente y no “luminescente” (que sería italiano o portugués), la obra de Zheng es el epítome de la visualización buscada, de la revelación o develación o desvelado de la realidad oculta. El cielo de Pekín, con el que Espigado presenta unas sólidas credenciales como narrador en crecimiento, es un libro que nos abre las puertas a una realidad, la de la China contemporánea, hasta ahora parcialmente invisible para nosotros.

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3. Rosa y Gopegui: visibilizar el origen

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“hay un mérito singular en Petrus: su habilidad para que nunca se hayan confundido su persona y sus negocios. Tal vez haya sido la cabeza pensante de NQR, pero no la cabeza visible”

G. Hidalgo Bayal, Conversación

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Aunque muchas veces, como ahora, se les cita juntos, es de justicia recalcar que Isaac Rosa y Belén Gopegui son dos autores muy diferentes, de distintas estéticas y modos de concebir la novela (ambos, a mi juicio, muy interesantes). Lo que los une es su atención al presente, su voluntad de novelar la actualidad. Sobre Acceso no autorizado (Mondadori, 2011) escribía Damián Tabarovsky, en un reciente artículo en el diario argentino Perfil: “Acceso no autorizado profundiza el plan de Gopegui de pensar no a la literatura como algo político, no a la narrativa para criticar el poder, sino a la inversa, de pensar a la novela como un contrapoder, a la escritura como una contrapolítica, y a la reflexión como una forma de contrainsurgencia. ¿Es un proyecto ambicioso? Sí ¿Demasiado ambicioso? Tal vez. Pero hablamos de literatura, de eso se trata”[3]. En términos similares podríamos leer La mano invisible (Seix Barral, 2011) de Rosa, si bien el acento no está tan puesto en lo político como en lo económico –que también es siempre política, por supuesto–. La expresión “mano invisible” remite rápidamente al mercado, según la analogía que estableciese en su momento Adam Smith; pero, en una inteligente vuelta de tuerca, Rosa parece darnos a entender que el mercado está hoy más visible que nunca, y que lo que desaparece es el elemento humano, la mano de obra que hay detrás del mercado, sosteniéndolo con su esfuerzo diario.

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Y éste es justo el momento en que las novelas de Gopegui y Rosa coinciden, en la visibilización de lo invisible, en su poética de de(s)velamiento; revelan accesos no autorizados a la información política e invisibilidades mercantiles. Y coinciden incluso en la descripción concreta de dos elementos: la mano de obra fabril, sobre la que luego volveremos, y los procedimientos informáticos, forma por antonomasia de procesos invisibles que producen efectos directos sobre la realidad. Sobre esto escribe Gopegui: “Durante un tiempo él también había sido así, cuando solo miraba iconos y palabras pulsando el ratón como un interruptor, sin preguntarse nunca por los programas que había detrás, esas copias de un trozo de mente en un estado preciso, esos protocolos de actuación capaz de alimentarse con energía eléctrica”[4]. Los términos con los que Rosa describe el mismo proceso son muy semejantes: “un informático (…) significaba algo ajeno a su comprensión, una profesión que todos saben que existe, que saben necesaria, que relacionan con muchas actividades, pero ahí termina todo, ven a los informáticos como sacerdotes, como brujos, dueños de un lenguaje mágico que hace funcionar al mundo con sus órdenes (…) ven a los informáticos como seres poderosos, dueños del secreto”[5]. Ambos párrafos traen a la luz la señal electrónica programada y a sus operadores, hacen que el lector de pronto repare en los mecanismos automatizados que controlan las cosas a su alrededor o que, incluso, como se describe unas páginas después en la novela de Rosa, le controlan a él como fuerza de trabajo, midiendo su productividad.

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Y hablando de productividad, hay que dejar constancia de que ambas novelas traen también a la vista del lector el hecho mismo del trabajo, la actividad diaria como objeto de atención de la novela, en la línea de las excelentes novelas de la poco conocida Mercedes Soriano, a quien no por casualidad cita Gopegui a la entrada de Acceso no autorizado. La fuerza del trabajo y su alienación son presentadas aquí sin tapujos, sobre todo en la novela de Rosa, pero también en la de Gopegui, en su condición de grandes olvidados: “pasar la mano y sentir el tacto de un tejido que no es eléctrico ni pegajoso ni demasiado suave (…) La vicepresidenta vio una fábrica mortecina con trabajadoras maduras, gordas de no moverse, rostros abotargados con ojos que ya no alcanzan a distinguire el hilo bajo la máquina de coser. Ellas han hecho esta tela” (Acceso no autorizado, p. 74). No sabemos si la vicepresidenta retratada por Gopegui vería o no tras la tela a las trabajadoras que la hicieron pero, desde luego, Gopegui sí las ve. Y esa operación de ver, pero a gran escala, es el leitmotiv de La mano invisible, que describe a un grupo de personas que son contratadas para ser vistas trabajando. Y justo en el instante en que firman su contrato es cuando salta a la luz su condición de invisibles para los demás; condición que piensan ingenuamente que será revertida con la incorporación a este extraño puesto laboral: “cuando la entrevistadora le preguntó si le importaba que la mirasen mientras fregaba, ella se rió y dijo que al contrario, que estaría encantada si la mirasen, eso sí que sería una novedad, porque para que la mirasen primero tendrían que verla, lo que a menudo no sucede. Está acostumbrada a su invisibilidad, ha sido así en todos los sitios en donde ha fregado, y son muchos en tantos años. Unas veces era invisible a los demás porque trabajaba sola, cuando todos se habían marchado a casa y que se quedaba ella con toda una planta de oficinas para quitar el polvo, vaciar papeleras y ceniceros, fregar los suelos (…) para que al día siguiente los trabajadores encontrasen todo como si un fantasma hubiera devuelto al orden lo que ellos dejaron lleno de papeles, envoltorios de comida, ceniza y huellas pringosas en las mesas” (La mano invisible, p. 144). Y más adelante: “podían creerlo así, pues muchos de esos trabajadores de oficina y clientes de hotel veían como sus propias casas también se limpiaban y ordenaban como por arte de magia” (La mano invisible, p. 145).

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Además de la ética que mueve estas novelas, con la que uno puede estar de acuerdo (como es mi caso) o no, hay un trabajo literario que tampoco debe pasar desapercibido. Hay críticos que opinan que ambos autores han ido abandonando la “literaturidad” de sus primeras obras, en pos de una especie de “realismo ideológico” en las últimas, como si la estilística fuera, por sí misma, garante de la literatura. Esa mirada, muy conservadora en temas estéticos, que defendería que sólo el libro de Hidalgo Bayal es literario frente a los otros tres, equivoca los márgenes de construcción de una literatura, confundiéndola con “escribir bien”. Hidalgo Bayal es un fabuloso estilista, amén de un notable constructor de estructuras, personajes, conflictos, ambientaciones y desarrollos climáticos. Espigado, sin olvidarnos de que está dando sus primeros y tentativos pasos, se insertaría en un término medio, entre una concepción puramente estética y otra más performática. Rosa y Gopegui están llevando a cabo una compleja operación por la que ambos están sacrificando dotes que han demostrado sobradamente poseer con el fin de buscar otras, y es ahí, en ese despojamiento voluntario, donde algunos críticos se han perdido. Algo similar ocurre con el último poemario de Diego Doncel, Porno ficción (DVD, 2011), que también rompe radicalmente con su poética anterior para sumergirse en un ahondamiento brutal, despiadado, en la realidad pornogránica del espectáculo reinante: “estoy devorado por pantallas que tratan de saber, miro el mundo a través de ventanas electrónicas”[6]. Es la de Doncel una poética de ver más que no abjura de lo irracional y que por ello, como decía Manuel Rico de la parte de más iluminación rimbaudiana de la poesía de Diego Jesús Jiménez, “no margina las zonas no visibles”[7]. Una poética que ya comenzó en la última novela de Doncel, Mujeres que dicen adiós con la mano (DVD, 2010).

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Algo debe estar sucediendo cuando varios escritores, en distintos géneros, siendo autores asentados, reconocidos y premiados, deciden dar un vuelco a su obra y perseguir un modelo más abarcador de literatura. Tabarovsky apunta la dirección: están persiguiendo otro modelo creativo, no menos ambicioso que el anterior, y lo que los críticos debemos hacer es intentar conformar su perfil, en vez de negar o poner en duda su validez literaria. No nos engañemos: en cualquier caso, incluso si hubiesen mantenido retóricas escriturarias al uso, hubieran sido combatidos o ignorados, al acercarse demasiado al presente y al origen conflictivo del dinero, del trabajo y de las relaciones de jerarquía: Soriano era una maravillosa estilista y fue convenientemente olvidada, invisibilizada, por la mayoría de los críticos literarios en los años ochenta, con algunas excepciones, recuerdo ahora la de Juan Ángel Juristo. Hemos tenido que ser críticos cronológicamente muy posteriores, como es mi caso, o hispanistas extranjeros, como Marco Kunz, los que han intentado arrojar luz sobre obras tan fundamentales como Historia de no o Entre nosotros. En los casos de Rosa y Gopegui, este cerrojazo crítico que sufrió Soriano parece estar comenzando a producirse, aunque por fortuna da la impresión de que el interés de los lectores no remite, y con buenos motivos, debido a la que está cayendo con la crisis económica. Insisto en que lo que deberíamos hacer los críticos, cuando autores de innegable talento como Rosa y Gopegui están realizando un giro, es preguntarnos hacia dónde viran, y no lamentar o laminar la evolución; todo creador tiene el derecho, si no el deber, de intentar crecer como artista y no estancarse eternamente en la repetición de la misma fórmula. En mi caso, creo que la poética de la visibilidad, de hacer patentes los procesos que la realidad espectacular y refulgente de las pantallas intenta ocultar, es una parte de ese proyecto de largo alcance que ambos autores están poniendo en marcha en sus últimas novelas. Un proyecto que, al menos yo, seguiré con mucha atención.


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[Relación del crítico con los autores: con G. Hidalgo Bayal, ninguna; con Miguel Espigado, buena relación, amén de haber sido miembro activo de este blog desde su principio. Con Gopegui y Rosa, cordial aunque básicamente epistolar. Relación con las editoriales: con Tusquets, Lengua de Trapo y Mondadori, ninguna; Seix Barral publicará en breve mi próximo libro]

[1] H. Broch, La muerte de Virgilio; Alianza, Madrid 1998, p. 279.

[2] “Formerly we used to represent things visible on Earth, things we either liked to look at or would have liked to see. Today we reveal the reality that is behind visible things”; citado en H. B. Chipp, Theories of Modern Art; University of Berkeley, California, 1968, p. 186.

[3] D. Tabarovsky, “El plan español”, Perfil 04/09/2011, accesible aquí.

[4] Belén Gopegui, Acceso no autorizado; Mondadori, Barcelona, 2011, p. 52.

[5] I. Rosa, La mano invisible; Seix Barral, Barcelona, 2011, p. 332.

[6] D. Doncel, Porno ficción; DVD Ediciones, Barcelona, 2011, p. 108.

[7] M. Rico, “Estudio previo”, en Diego Jesús Jiménez, Iluminación de los sentidos; Hiperión, Madrid, 2001, p. 38.