domingo, 27 de agosto de 2023

martes, 22 de agosto de 2023

Poéticas del desorden

 


Rafael Argullol, Danza humana. Barcelona: Acantilado, 2023. 

Gueorgui Gospodínov, Física de la tristeza. Traductores: María Vútova y Andrés Barba. Logroño: Fulgencio Pimentel, 2018.

 

Poéticas del desorden

1

Estos dos títulos son una suerte de antilibro uno del otro. Si en la Física de la tristeza de Gospodínov el protagonista puede invadir los recuerdos de otras personas (como el Amado Dam de Roque Larraquy en La telepatía nacional), en Danza humana, continuando el proyecto iniciado desde Visión del fondo del mar, Rafael Argullol permite que sus recuerdos sean invadidos por apuntes históricos, eruditos o artísticos. Biografía y conocimiento se interrelacionan en ambos libros de una manera híbrida, porosa, abierta, muy subjetiva y, en el caso de Argullol, intelectualmente estimulante. Física de la tristeza puede pasar por novela y Danza humana por hiperdiario o protodietario, pero su adscripción genérica es lo de menos, porque su género mayor es la escritura omnívora, que no se permite limitaciones, vallados ni estrecheces.

Creo que puede ser interesante comentar estos libros por oposición, y mostrar cómo la poética del desorden puede adquirir disímiles y casi contradictorias materializaciones literarias.

 

2

Pese a la gravitación del pasado en ambos proyectos narrativos, los resultados no pueden ser más divergentes. Por ejemplo, en el estilo; el del catalán se alinea en la estela de un estilo de escritura culto, digamos centroeuropeo, mientras que el del búlgaro borbotea desde un crisol cultural posmoderno donde cabe todo, si bien intenta lanzarlo hacia la tradición universal, como revelan los epígrafes de apertura. Argullol, dentro de la diversidad, mantiene un tono medio de notable calidad durante 1030 páginas. En cambio, Gospodínov cae en la trampa de rebajar a veces su nivel, a veces de forma inexplicable, como en la página 191 (“¡Venga, que nos vaaamooos!”), o, peor aún, al final de las páginas 97 y 361, con esos imperdonables mugidos (no es una metáfora: “Muuuuuuu”, p. 97).

Creo que el problema de Gospodínov es que confunde el hecho de quitarse importancia a sí mismo, un gesto loable, con quitarle importancia al texto propio, infantilizándolo. Recuperar la infancia, un asunto literario de luenga tradición, no debería hacerse al precio de incorporar la idiocia infantil. Como explicó una buena lectora, Ana Gavilá, en una red social, algunos puntos de este libro hubieran necesitado de mayor exigencia por parte de su primer editor búlgaro.

 

3

La estructura de la Danza humana de Argullol parte de un esquema en apariencia sencillo que se va enrejando: el volumen se escribe durante dos años, entre 2019 y 2021, y se divide en diez libros, cada uno de ellos dividido en sus correspondientes capítulos y dotado de una temática central, aunque tanto la vida contada como la subjetividad del autor engarzan un hilo de continuidad a lo largo de la obra. La poética de Argullol entroniza la temporalidad como eje central y cifra en lo que podríamos llamar la subjetividad estética (auto)indagatoria su mecanismo de irradiación. Las distintas capas cronológicas se entreveran, desde el pasado histórico y la infancia al presente inmediato y el futuro, y la narración es como un barco que boga entre las “tempestades del tiempo” (p. 224). Para ayudarse en este camino, emplea el intradiálogo con un alter ego llamado Å, y dialoga con algunas figuras mitológicas o evemerismos, que por lo común aparecen en uno solo de los diez capítulos.


Fiel a la escritura transversal característica de Argullol, el género literario de Danza humana es híbrido; aunque el tono predominante sea el autobiográfico, se mezclan aquí apuntes reflexivos, microensayos, esquejes de ficción ambientadas en el futuro, estampas historiográficas, crónicas pandémicas, aforismos emboscados, análisis pictóricos, trazas de crítica social, etc. A veces reconstruye —o restituye, el de restitución es un término importante en esta obra— momentos históricos, como las hermosas páginas que dedica a Salinas y Fray Luis, o fabula con garra momentos legendarios como el encuentro de Príamo y Aquiles al final de la Ilíada.

 

4

La estructura general de Física de la tristeza es interesante y peligrosa a la vez. Gospodínov la describe autorreferencialmente en varias ocasiones como “caja” (p. 240, entre otras), donde va introduciendo todo tipo de materiales, más o menos hilados. Esa elección tiene el obvio atractivo de la variedad, pero requiere de una sana autoexigencia para no caer en el peligro potencial de convertir la obra en un cajón de sastre. Y me temo que su novela deviene cajonera revuelta donde materiales cualitativamente muy irregulares son introducidos a la fuerza; a veces son pecios estimables, fabulosos, pero numerosas páginas se pueblan de ocurrencias fútiles (por ejemplo, 271-277), lugares comunes (“la vida entera puede narrarse como un catálogo de mudanzas”, p. 193) o episodios banales (pp. 335-341, entre otras).

Las novelas son como escafandras de buzo: pueden tener rayones, o manchas, pero si tienen agujeros, te ahogas.

No obstante, en este totum revolutum también proliferan los hallazgos. La idea del sótano (p. 162) o “inframundo” (p. 190) desde el que el protagonista autoficcional escribe la novela es un hábil correlato de las profundidades del inconsciente (el de las tres instancias: autor, personaje desdoblado y obra), y desde ahí Física de la tristeza teje el simbolismo con los mitos del Minotauro y del laberinto —ya manidos, hay que evitar cualquier símbolo desarrollado por Borges, entre otras cosas porque los tratamientos borgianos han generado a su vez la proliferación imitativa en cadena—. El mitotauro y su laberinto se vinculan con otro símbolo, el del arca de Noé, variante de la estructura de caja —o cajista, como de impresor de tipos—, para la cual se recuerdan vivencias propias o reapropiadas, o se compran (pp. 239-241) historias ajenas. Nadie puede negar ingenio y puntual talento a Gospodínov; creo que nadie dejará de apuntar que su talento e ingenio pudieron refinarse, manteniéndose alejados de la irregularidad que los afea y disminuye.

 

5

Otros momentos del máximo interés llegan en Danza humana cuando Argullol profundiza o divaga, según casos (y la profundización no ha de ser necesariamente más exacta o relevante que la digresión) en ejemplos filosóficos, literarios o artísticos, entre los que se mueve como pez en el agua. Se logra así gran altura en páginas como aquellas en las que observa el paso del tiempo en el propio Cronos (p. 883-885), o cuando distingue la “mirada doble” humana, a partir de las dos trinidades pictóricas de Masaccio y Rubliov (852-866), doble mirada que a su juicio conforma la mayoría de las expresiones estéticas de lo humano, apuntalando la visión, expuesta en la página 227, del arte como forma esencial de recuperación del tiempo.

La tesis está bien construida, aunque es difícil estar de acuerdo con alguna de sus consecuencias, como la de que no hay progreso en el arte: si no existiera ese progreso Argullol escribiría su proyecto autobiográfico de la misma forma que Agustín redactó sus Confesiones, o sus poemas mediante la cuaderna vía de Gonzalo de Berceo. Hay que recordar que en La atracción del abismo (1983) el propio Argullol se refería a la “revolución” romántica —que tantos avances trajo, pese a cierto antiprogresismo programático en alguna de sus manifestaciones— o aseveraba que “Munch provoca un ‘incendio’ del cielo sin precedentes en la pintura” (Plaza & Janés, 1987, p. 118), porque en eso consiste la genialidad artística: lograr, incluso sin saberlo, detalles, técnicas, resultados, estructuras, recursos estéticos, hallazgos estilísticos o dimensiones semánticas sin precedente.

 

6

El “Gaustín” que incorpora nada menos que tres citas al comienzo de la novela de Gospodínov es la primera ficción del texto; se trata de un alter ego (a la Renzi más que al estilo de un heterónimo pessoano), configurado como una figura metanoica: a veces es un escritor apócrifo, que procede de su relato “Gaustine” (2001), publicado en uno de sus libros que en la versión en inglés se tituló And Other Stories (Northwestern University Press, 2007), y que también aparece en Las tempestálidas —libro que no he leído, y que seguramente no leeré— bajo la forma de un psiquiatra llamado Gaustín. Otras veces comparece como personaje atemporal con diversas figuraciones, desde un amigo de juventud del protagonista de Física de la tristeza (p. 148) hasta un “Gaustín de Arlés (S. XVII)” citado en la p. 87. Así que Gaustín es un personaje comodín que le permite al autor desdoblar sus voces desde cualquier presunta legitimación bibliográfica.

 

7

Entre las numerosas virtudes de Danza humana, una no menor es la de explicar a la perfección el proceso de madurez, expuesto como paralelo, y esto me parece un hallazgo, al intelectual: ambos parten de la puesta en cuestión de aquello que se daba por sabido o asentado, solo por creerlo, porque otros lo creían o porque formaba parte de una tradición. Deshacer el falso conocimiento, para Argullol, es más valioso que construir el nuevo, porque el nuevo, pasado un tiempo, también deberá ser reexaminado (p. 166). Un ejemplo de cómo se realiza ese proceso en lo intelectual son las vibrantes páginas en que el autor revisa la famosa cita de Goethe sobre la preferencia del orden frente a la injusticia. Argullol la localiza en el original alemán, la traduce de nuevo y la reinterpreta de un modo completamente distinto al tradicional (pp. 164ss), regalándonos una perspectiva de análisis muy diferente de la que hemos heredado. Este tipo de revisiones culturales nos enriquecen tanto como cualquier descubrimiento de nuevo cuño.

 

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Física de la tristeza es una metaficción posmoderna que no esconde sus resortes al lector, mostrando sus tripas (por ejemplo, pp. 66 o 167) sin complejos, con varias mises en abyme recursivas (la cápsula de cápsulas temporales de la p. 193, entre otras). El narrador de Gospodínov es poco fiable; varía en el uso de la primera y la tercera persona, desdobladas temporalmente, y su relato es dudoso o forzado en algunas ocasiones.

La excesiva preocupación del autor búlgaro por salpicar las novelas de golosinas llamativas —algo especialmente claro en Novela natural, su primera novela de 1999—, le acaba llevando al preocupante reino de lo que podríamos llamar la estética midcoolhunter, una poética del desorden revuelto compuesta a medias por una prosa midcult y por la actitud zahorí de coolhunter. Y el acopio de bisutería textual, esa prosa de relumbrón, me parece su mayor debilidad.

 

Dos nombres me han venido a la cabeza leyendo a Gospodínov: Gonzalo Tavares y Mircea Cărtărescu, uno por afinidad y otro por antagonismo. Creo que Gospodínov se parece a Tavares, que es otro hábil mezclador posmoderno de materiales de irregular calidad. Pero Tavares tiene momentos aún más abaratados que el búlgaro, y comete el error de disfrazar las ocurrencias de hallazgos. Gospodínov no las disimula, honestamente las presenta sin más como tales, refugiándose en su “complejo de Noé” (p. 189). Su poética de la recolección (Novela natural, p. 126) no filtra: profetas y bolsas de plástico acaban por igual en el vientre de la ballena.

Digamos que ambos recuerdan a Cărtărescu por oposición: el rumano es el modelo de gran escritor posmoderno que el portugués y el búlgaro, a mi juicio, y al menos de momento, no pueden llegar a ser.

 

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Recontar todos los hallazgos de Danza humana sería inútil, pues los hay de todo tipo; desde fulguraciones como la de que los pensamientos tienen sombra, hasta la definición de los sueños como “un viaje en todas las direcciones” (p. 448), pasando por profundos apotegmas sobre la condición humana, la importancia del error en el conocimiento (propio o ajeno), reflexiones creativas o sesudos descubrimientos de madurez. La recopilación de los subrayados, marcas y señales de mi ejemplar, pasados a papel, ocuparía un volumen del tamaño de una novela corta.

Es normal que en un libro de 1030 páginas sobren algunos pasajes, o hallemos subapartados de menor fuerza o valor que otros. Eso me ha pasado en Danza humana con la larga parábola de Matías el Desnudo (pp. 333-360) o con las algo previsibles páginas dedicadas a Hiroshima (730-732), o en algunas digresiones sobre el amor. Pero el nivel medio es de una altura sorpresiva, las diversas historias incluidas contienen siempre uno o más aspectos relevantes, y las últimas 400 páginas alcanzan una brillantez desusada. No voy a cometer la boutade de decir que esta Danza humana se hace corta, pero consigue el milagro de no hacerse larga.

Otra virtud: pese a su extensión y variedad, no hay en el libro concesiones al exhibicionismo ni al confesionalismo vergonzante, características de otras escrituras autobiográficas contemporáneas. Aunque Argullol incluye algún ajuste de cuentas consigo mismo, sobre todo al repasar sus etapas adolescentes y de juventud temprana, la vida íntima del autor no aparece ni por asomo, y un espeso bloque de silencio se levanta entre la persona —de la que apenas llegamos a saber nada— y el escritor, de quien sí aprehendemos todo. Para Argullol, resguardar lo más valioso de uno es una forma de que “fructifique la libertad” (p. 993). Desde mi perspectiva personal, que va en contra de las modas editoriales en vigor, y que por supuesto no hay que compartir, este modelo autobiográfico me parece modélico.

 

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El problema de Física de la tristeza, con su final un poco ñoño —que recuerda, y no es un símil positivo, a las películas de Christopher Nolan, donde lo familiar comparece siempre asociado a la blandenguería, puede explicarse con la imagen —quizá manida, disculpen— de las almendras. Cuando comemos almendras lo hacemos con gusto, pero si masticamos una amarga —y no digamos si es la última— ese amargor estropea la entera experiencia. Como lectores, al leer no podemos adivinar cómo será la almendra que viene a continuación; nuestra esperanza es que sea, al menos, tan sabrosa o alimenticia como la precedente. Para lograr ese efecto, un escritor capacitado debe localizar las piezas alcaloides y extirparlas del conjunto, antes de que lleguen a nuestra boca. Me temo que el problema del muy posmoderno Gospodínov es que cree que todo vale. Sus lectores, y me consta que no soy el único caso, sabemos que no.

Eso no obsta a que haya extractos suficientes para recomendar, con moderación, Física de la tristeza; es un libro leído a ratos con gusto. Tiene elecciones narratológicas interesantes, que pueden aprovecharse para explicaciones de clase o como ejemplos para talleres de escritura creativa, y Gospodínov tiene una notable imaginación. Pero la recomendación de lectura debe hacerse dentro de la prudencia y desde la certeza de que es una novela con problemas, y cuyos innegables aciertos están a la penumbrosa altura de sus batacazos.

 

11

Eso sí, nunca olvidaré que Gospodínov es autor de una de las definiciones más memorables que he leído nunca sobre ese concepto casi inefable que es “novela”: “El mundo es un todo, y la novela es lo que ensambla ese todo” (Gueorgui Gospodínov, Novela natural. Trad. María Vútova. Logroño: Fulgencio Pimentel, 2020, p. 31).


 

12

He pasado muchas horas de este agosto en compañía de Danza humana, que generaba a mi lado la sombra de una persona culta, sabia, que con pasión pero sin aspavientos iba contándome historias propias y ajenas, en un tono libre de afectación, contenido y elegante, respetuoso consigo mismo y con quien escucha. Han sido horas muy bien empleadas, porque es difícil imaginar mejor compañía que una de la que se aprende.

 

La poética del desorden autobiográfico de Argullol, que encuentra su espejo en los autorretratos trastocados de André van Valen (pp. 687-689), me parece uno de los proyectos literarios más interesantes de la literatura española actual. Cuando me sea posible, y como el dios Jano con quien conversa el autor en uno de los capítulos de Danza humana, miraré hacia atrás y recorreré en orden inverso las otras dos piedras basales del proyecto, Poema (2017) y Visión del fondo del mar (2010), sin prisa. Con la conciencia de que la piedra, como dice Argullol, puede ser infinitas cosas, pero, “en los días benevolentes”, puede constituir “un fragmento de eternidad” (p. 1030).

 

 

[Relación con los autores y las editoriales: ninguna]