sábado, 27 de diciembre de 2008

Emiliano Monge


[Transcribo el texto de presentación de Emiliano Monge leído el pasado 27 de noviembre en el Centro Cultural de España en Ciudad de México, aumentado con posterioridad]

Emiliano Monge
Arrastrar esa sombra; Sexto Piso, México D.F., 2008


Arden los objetos sin sombra
Emiliano Monge

Emiliano Monge nació en la Ciudad de México el 6 de enero de 1978. Estudió Ciencias Políticas en la Universidad Nacional Autónoma de México, donde hoy imparte clases. Ha publicado relatos, crónicas y reseñas literarias en Letras Libres, La Jornada y en el suplemento de libros Hoja por Hoja del periódico Reforma. Actualmente se dedica de lleno a la escritura. Respecto a lo que voy a decir de su obra, les ruego comprensión y paciencia respecto a mis palabras de presentación, porque comencé a leer su literatura ayer y le he conocido a él hace seis minutos, de modo que deben poner en cuarentena todo lo que a continuación pueda decir. Para hablar de Monge, comienzo leyendo un texto de Lolita Bosch, aquí presente: “Y hoy, que estoy en Oaxaca, hoy que he vuelto a México, he pasado la tarde con mi amigo Emiliano, un escritor increíble que me prestó una de sus frases para dar inicio a este texto” (La familia de mis padres; Mondadori, 2008, p. 257). Espero que ese Emiliano sea este Emiliano que tengo aquí al lado, por mi bien y, sobre todo, por el bien de ella; si ambos coinciden, es cierto que a mi izquierda tenemos a un escritor excelente. Me comentó la propia Lolita que el libro de relatos de Monge tenía algún parentesco con Salvador Elizondo. Aproveché para releer al excelente narrador mexicano, y es cierto. Por ejemplo, escribe Monge: “viaja en un elevador cuyas paredes son dos espejos, su imagen se multiplica y se disgrega. El primer plano le muestra su semblante, el segundo una nariz que no conoce, después unos ojos que no le pertenecen, dos cejas superpobladas. Justo se embriaga en la transformación de su rostro”. Y escribe Elizondo en su relato “La puerta”:


Un rostro la miraba fijamente desde ese resquicio sombrío. El terror de esa mirada la subyugó. Se acercó todavía más al pequeño espejo que relucía en la penumbra. El rostro sonreía dejando escapar, por la comisura de los labios, un hilillo de sangre que caía, goteando lentamente, en el quicio. De pronto no lo reconoció, pero al cabo de un momento se percató de que era el suyo.[1]



Más que la casualidad puntual, en realidad este inquietante relato de Elizondo tiene un tono muy similar a varios relatos de Monge. De uno de sus personajes, llamado Gustavo, se nos dice que “necesita asirse a las cosas”, y creo que la obra de Monge también. La prosa de Monge se debate entre dos planos: una descripción milimétrica, minuciosa, proustiana sin el preciosismo aunque sí con bellas imágenes puntuales, que disecciona cosas y gestos, por un lado. El segundo plano sería la descripción de la dispersión mental de sus personajes que, a diferencia del otro tipo de descripción, es completamente abstracta, irreal unas veces y surreal otras. El resultado es una narración inquietante en la que no sabemos bien lo que pasa pero, como decía Borges, lo que pasa es terrible. Sus personajes no se reconocen en los espejos, dicen estar conscientes al despertar de su vigilia pero el lector no lo tiene tan claro. Algún crítico literario ha castigado la hipernovela de Michael Joyce Afternoon por considerar imposible que la narrativa desarrolle cosas que no han acontecido, pero en “El caparazón y la coraza” leemos que “No existe el risco, no baja el hombre la ladera”. En la narrativa de Monge lo que no existe, lo que no ocurre, es tan importante como lo que acontece. No sólo porque lo no-real proyecta su sombra amenazante sobre lo real, sino porque la descripción de lo que no toma lugar es tan vívida que, después de leerlo en Monge, dudamos precisamente de lo que transcurre a nuestro alrededor.

Si he entendido bien la estructura oculta del libro, Monge es el vecino que, desde su ventana, observa el comportamiento de los demás habitantes de la casa, al modo de la película de Hitchcock La ventana indiscreta: “la espalda del tiempo sacude al hombre (…) Cierra la ventana, no quiere mirar el reflejo de la noche (…) En el cristal de la ventana se dibuja mi silueta. Entonces quedamos solos, yo y él y yo que aquí lo observo, en el vacío ausente de la noche” (p. 120). En el relato anterior la mujer aborrece a otro hombre que la mira desde una ventana. Su visión sobre las casas de los demás es omnisciente: “No le gusta salir a la calle. Se recarga en el tronco de un árbol y recupera el aliento. Vuelve sobre sus pasos, el sol quema la piel de su cráneo. Cruje el gozne de la puerta cuando empuja la hoja. El eco de un teléfono se escucha tras el muro. Conozco la secuencia: repica el aparato, nadie contesta. El perro de mi vecina ladra inquieto en el patio” (p. 70). “En el sueño del héroe” el personaje, Justo Rincón (alguien con la manía compulsiva de pensarse otro), atina cuando piensa que el vecino (el narrador) quiere ser él: “Justo piensa que su vecino quiere ser Justo Rincón y se siente tranquilo” (p. 26). Es como si la prosa de ese vecino omnisciente fuera una grabadora visual que, mediante el registro exhaustivo de los actos cotidianos del resto de habitantes, diera cuenta de la tremenda soledad y el rasgado vacío en el que viven.

Los cuentos de Monge presentan hombres que viven solos y que intentan recuperar la normalidad; pero una normalidad muy kafkiana, ya que todos ellos se despiertan convertidos en algo que no desean ser, como el protagonista de La transformación. Del mismo modo que Samsa, tienen también problemas para darse la vuelta, para ubicarse, para asir los grifos, para desperezarse. No gustan de salir de casa (p. 106), les gusta el aislamiento: “los hombres somos como los ermitaños, como esos crustáceos que buscan refugio en la coraza” (p. 112), haciendo buenas las tesis de Lipovetsky sobre el individuo contemporáneo encerrado en su burbuja narcisista
[2]. Sus dudas de identidad son tales que hasta reciben en el contestador llamadas de teléfono que no son para ellos, hechas por los personajes perdidos en otros relatos. También se encuentran entre ellos mientras pasean: la mujer que protagoniza “El temblor de las palomas” se topa, mientras saca a pasear al perro, con el desolado personaje de “La piel de los cangrejos” (p. 113), y con el simbólico Ulises de “El laberinto cerrado” (p. 95). Son personajes destruidos, psicologías a punto de salir de sí. La primera persona parece una tercera persona del singular, y a veces lo es. Son sombras arrastradas en lucha contra la confusión de su propia mente y su adecuación al mundo. No sé si son autorretratos de Monge, a ello invita la puntual aparición de una extraña primera persona, aunque me he sentido muy identificado con estos coleópteros inadaptados para la vida social que describe en Arrastrar esa sombra. Las escasísimas conversaciones reproducidas en sus relatos son muestras geniales de incomunicación, de personas que marcan su distancia al hablar, en vez de generar acercamiento. Si he entendido bien, en un solo día, la narrativa de Emiliano Monge, debería constituir un ejercicio estético y doloroso de comprobación de lo solos que estamos ante el mundo.


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Notas
[1] Salvador Elizondo, “La puerta” (1966), Narda o el verano; Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2000, p. 94.
[2] G. Lipovetsky, La era del vacío; Anagrama, Barcelona, 9ª edición, 1996, p. 33.

domingo, 21 de diciembre de 2008

Fragmenta 2



A la izquierda, la genial publicidad estática de las librerías Gandhi, en México. La foto no es muy buena porque se tomó desde un coche en movimiento.

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El surrealismo de Breton hubiera encontrado, de nacer setenta años más tarde, un medio mucho más eficaz de escritura automática: dejar caer el teclado de un ordenador al suelo, o frotarlo contra todo tipo de superficies romas, agrietadas o desparejas. Abandonar el teclado frente a un bebé. Lanzarle pelotas de tenis. Arrastrarlo por un suelo lleno de gomas de borrar. Prestarlo a un ciego. Dejarlo en la ventana para que lo pisen pájaros despistados. Colocarlo como diana en una escuela de tiro. Meterlo, como tercer cuerpo, en la cama donde hacemos el amor.

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Raúl Quinto, uno de los poetas jóvenes más interesantes de nuestro panorama, ha sacado este año La flor de la tortura (Renacimiento), y ha reeditado Grietas (La Garúa). La flor de la tortura es uno de los poemarios más duros, por no decir salvajes, que he leído en mucho tiempo. En medio de la complacencia general, estos versos son una bofetada no ya a la cara del lector, que también, sino sobre todo a la cara del mismo poeta, para despertar de lo que Kant llamaría el “sueño dogmático” y enfrentarse a la cruel intemperie de la existencia. En él pueden encontrarse piezas como espléndido haiku: “En el umbral / hay dos cuerpos desnudos / cicatrizando”. Absténgase mentes encantadas de conocerse, admiradores de Ana Rosa Quintana y suscriptores de Qué leer. Completando el negro panorama, con un tono desolado y seco, consciente del hueco interno (“el vacío lo es todo”, p. 44), Grietas (2002, 2008) construye o más bien deconstruye una visión desolada y rota del sujeto contemporáneo, a través de la elipsis y de la destrucción sistemática de los resquicios de una existencia plena. En buena medida, Grietas es un poemario de época, representativo de una corriente subterránea de la poesía española en la que el sujeto poético se ve a sí mismo como una fisura, como una grieta en la antigua esfera cartesiana del sujeto, por donde se escapa la vida a chorros o por la que entra, en tromba, el vacío al centro.

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No es raro encontrar expresiones metafóricas en las cuales los escritores utilizan a la hora de describir el éxtasis sexual la inmersión en un espacio verde. No hace mucho encontré también la imagen en Musil. Me pregunto si esa tendencia puede relacionarse con las tesis de Jung sobre el oro verde, mito alquimista que vendría a significar el “espíritu vital”: de ser así, constituido en arquetipo y por tanto presente en el inconsciente colectivo de diversas razas y épocas, configuraría el escenario mental del coito.


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Para amantes de Rimbaud, y/o de su poesía, acaba de aparecer en la Editorial Complutense el volumen de trabajos sobre el poeta francés coordinado por Miguel Casado y titulado Rimbaud, el otro. Textos de Michel Collot, Amelia Gamoneda, Jean-Marie Gleize, Chantal Maillard, Vicente Luis Mora, Jaime Moreno Villarreal, Miguel Morey, Antonio Méndez Rubio, Nino Palenzuela, Esther Ramón, Ildefonso Rodríguez y William Rowe.

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Álvaro Valverde, Desde fuera; Tusquets, Barcelona, 2008. “A modo de inventario” es el primer verso de uno de los poemas de Desde fuera, y da la impresión de que el autor de Plasencia, al borde de los 50, recapitula o inventaría una descripción existencial, marcada más por la búsqueda de equilibrio que por la efectiva consecución del mismo (problemas de ser occidental, los orientales sobrellevan mejor este asunto). La indagación elegíaca es una de las características más reconocibles de la poesía de Valverde, presente ya en su excelente Ensayando círculos (1995), poemario que nos sirvió a muchos para conocer esta poética sustancializada y contenida, tan enemiga de la falsa profundidad como del aspaviento innecesario. Una poética coherente, como decimos: ya en 1993, en uno de los poemas de A la debida distancia, había escrito Valverde: “mi tema es la memoria”[1].
Valverde tiene una voz muy personal, capaz de saltar de las tierras extremeñas a las praderas holandesas sin necesidad de variar su tono meditativo y sosegado. En uno de los mejores poemas de este libro, “El viaje de mi vida”, el yo se disuelve en un personaje diez años mayor que repasa el “espacio metafísico” de la breve distancia entre su casa natal y la que ahora ocupa. Una variante de ese paseo meditante la reflexión es el propio Desde fuera, lleno de viajes, sobre todo de viajes interiores, y que sitúa en el juego dialéctico del par conceptual interioridad/exterioridad su clásica estructura.

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19/11/2008. Me encanta utilizar la palabra Red para referirme a Internet. Creo que es porque me parece asombroso que una realidad tan vasta pueda ser nombrada con un nombre tan corto.

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El día después de haber escrito lo anterior, como si hubiera estado llamándolo, me encuentro el verso de Emilio Adolfo Westphalen: “¿Qué es más grande –el mar o la palabra con que lo nombramos?”.

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Raúl Quirós Molina, El día que me enamoré de mi BMW; Vitruvio, Madrid, 2008. Es difícil publicar un primer poemario. No me refiero sólo a lo complicado de encontrar una editorial que, sin premios ni ayudas a la edición, apueste por un nombre joven que comparece –hasta donde sé– sin padrinos ni apoyos, sino al hecho de saber qué debe entrar y qué debe quedarse fuera de una primera colección de poemas. Acierta Vitruvio publicando El día que me enamoré de mi BMW, del joven Raúl Quirós Molina (Madrid, 1980), irregular y compuesto de piezas de años y tonos diferentes, como todos los primeros poemarios, pero que guarda algunos aciertos sugerentes y otros, como “Riley Manson” (un poema dedicado a una actriz porno) simplemente memorables. Quirós Molina acierta más cuanto menos se ciñe a tradiciones previas, y toca fibra cuando se lanza a inventar literatura a su antojo, con valentía y descaro. Se cometen errores operando de este modo, por supuesto, y me temo que dentro de diez años el poeta leerá con sonrojo alguno de los textos, pero hay que aplaudirle su valiente y deslenguada apuesta, capaz de hacer una “Oda a la hamburguesa”, tema ya con cierta tradición poética reciente (Riechmann, Vilas, Mercedes Cebrián), o de ponerse en la piel de un dictador muerto que se zarandea en una soga.

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09/12/2008. Aeropuerto de Washington D.C. Entra en la cafetería donde desayuno una chica con el uniforme de los Marines, el de camuflaje. Lleva el pelo medio largo, es rubia, ojos claros, expresión aniñada y cara de sueño. Todos los clientes se la han quedado mirando al entrar, porque es poco frecuente ver una soldado atractiva. Debe tener unos diecinueve años. Estornuda, y al hacerlo su cuerpo tiembla dentro del uniforme. Sé que ella odiaría leer esto, menos mal que lo escribo en español, pero lo que transmite es fragilidad. No parece capaz, aunque está entrenada para ello, de entrar con un fusil de asalto en una casa acribillando personas. Se recoloca el pelo, de espaldas a mí, con suavidad, mientras bosteza.

Ojalá todos los soldados despertasen, al verlos, lo que esta chica: las ganas de taparla con un abrigo, darle una pastilla para la tos e invitarla a un chocolate caliente.

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Jorge Volpi, Mentiras contagiosas; Páginas de Espuma, Madrid, 2008. Volpi y yo presentamos en México nuestros respectivos ensayos publicados en Páginas de Espuma este año, en un acto entrañable por muchos motivos. Me gustaría recomendarles Mentiras contagiosas por la sencilla razón de que dentro aguardan varias piezas magistrales. No sé con cuál de ellas quedarme. Según el día, releo el maravilloso texto sobre la nunca terminada adaptación del Quijote al cine por Orwon Welles, o reflexiono sobre los enlaces entre literatura y ciencia aportados en “Pobladores de mundos extraños”, o voy por la calle diciéndole a la gente que no puede vivir un solo día más sin leer “Las trompetas de Jericó y los crímenes de Santa Teresa”, una de las reflexiones sobre la frontera y la literatura de la frontera más inteligentes que he leído, cuya ética suscribo de principio a fin. En este texto, precisamente, encontré un pasadizo entre nuestros dos ensayos, porque ambos transpiran la misma resitencia ética ante cualquier forma de frontera excluyente. Escribía yo en Pasadizos: “España acometió un muro en el norte de África para dejar afuera, lejos del progreso, a los pueblos pobres y de piel oscura. Los muros son siempre de conciencia. Hay en ellos una terca tensión norte-sur, una insalvable distancia, y la voluntad ciega de saltar las almenas que acaba venciendo cualquier resistencia defensiva. (…) C. W. Ceran observaba que en todas las ciudades antiguas había una parte de ciudadanos que deseaban la llegada de los de fuera y la brecha en la defensa, y la literatura universal, desde Kafka a Coetzee pasando por Buzzati, está llena de traicioneros vigilantes en las torres. Yo soy de los que aguardan esperanzados el momento. Los muros de Troya y Jericó cayeron, se superaron los de Nínive y Babilonia, cayó Constantinopla, caeremos. Todo muro acaba siendo, más tarde o más temprano, Muro de las Lamentaciones”. Y escribe Volpi: “La construcción de muros y fronteras se ha convertido en una especialidad arquitectónica –y en un género literario- por sí mismo. La muralla es la exacerbación de la frontera. Su objetivo es múltiple no sólo impedir que los de afuera nos vean –y nos deseen-, sino enturbiar el paisaje y quitarnos la tonta idea de que quizás los bárbaros al otro lado de la verja no son tan distintos a nosotros (…) En contra de lo que hubiésemos creído después de 1989, los muros no han perdido su vigencia, sino que se han multiplicado. (…) Estas barreras interiores ya no asilan a un país de otro –tarea fútil-, sino señalan la única frontera que importa en nuestros días: la que separa a pobres de ricos”
[1]. Amén.

*

Los de Hermano Cerdo me pidieron lo
mejor del año.

*

Bibliomaquia de los días


Desfilan batallones de días azules.
Apollinare

Andan días iguales persiguiéndose.
Neruda.

Y palidece en la luz del día común
Wordsworth

Hay días que parecen fotocopias
Aurora Luque

Sus días fueron copias
tan perfectas que no mancharon
nunca de hambre sus manos
Raúl Quirós Molina

A un día monótono otro
monótono, idéntico, sucede. Pasarán
las mismas cosas, volverán de nuevo a pasar,
iguales instantes nos toman y nos abandonan.
Constantino Cavafis

contemplo con espanto
el nuevo día traerme el mismo día del fin
del mundo y del dolor,
un día igual a los otros
Carlos Barral

Y está la resistencia de los días de lluvia
Inmaculada Mengíbar

Sólo me quedan los días iguales
de después, los días marginales
Ricardo Defargues

Sucede que ha llegado a preocuparme
la manera de ser de las semanas.
Pablo Neruda

Se parecen los días a los días
Esperanza López Parada

Los días son igual que una condena.
Santiago Auserón

Los días lentos
se apilan
Buson

No hay
pasado. Sí, también yo colecciono
días, pero los tengo todos repetidos
Gabriel Ferrater

Pero después de todo, no sabemos
si las cosas no son mejor así,
escasas a propósito... Quizá,
quizá tienen razón los días laborables.
Gil de Biedma


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Notas
[1] Jorge Volpi, Mentiras contagiosas; Páginas de Espuma, Madrid, 2008, pp. 127-128.
[1] Álvaro Valverde, “Hotel inglés”, A la debida distancia; Hiperión, Madrid, 1993, p. 34.

martes, 16 de diciembre de 2008

Crack, Boom, Afterpop, McOndo, Mutantes-Nocilla






Lo bueno de los blogs es que, entre otras cosas, permiten completar lo que ha salido, por problemas de espacio, recortado en otros sitios. El sábado pasado asistíamos en ABCD las Artes y las Letras, el suplemento literario del diario ABC, a un interesante diálogo a tres bandas (¿triálogo existe?), entre el mexicano Jorge Volpi, el español Jorge Carrión, que moderaba y coordinaba, y el boliviano Edmundo Paz Soldán. Tal y como estaba en el suplemento, el debate ya era interesante, pero creo que ahora, completo, lo es más aún, y pone sobre la mesa varias cuestiones interesantes: la tensión generacional, los grupos literarios, el diálogo entre las "dos orillas" (o la falta de él), las verdaderas novedades literarias y las que no lo son tanto, etc. Transcribo ahora el diálogo sin comentar, pero abriré los comentarios opinando al respecto.



McONDO, EL CRACK, AFTERPOP: ¿LA REINVENCIÓN DE LO GENERACIONAL?


En 1996 coincidieron las dos últimas grandes propuestas generacionales de la lengua española, desde un extremo y el otro de América Latina. Desde Chile, Alberto Fuguet y Sergio Gómez llamaban a los escritores en sintonía con la aldea global y las nuevas tecnologías y armaban la antología iberoamericana McOndo, en oposición al realismo mágico y comercial de su momento histórico. Desde México, Jorge Volpi, Ignacio Padilla y otros firmaban el manifiesto de El Crack, en defensa de la alta literatura y del retorno a la ambición del Boom. Justo diez años más tarde se publicó en España Nocilla Dream (Candaya, 2006) de Agustín Fernández Mallo, cuya segunda parte Nocilla Experience (Alfaguara) ha aparecido este mismo año. Regresa así un debate antiguo: ¿qué hacemos con lo que tradicionalmente se ha llamado “generación”? La llegada, en las mismas fechas, de los ensayos Afterpop. La literatura de la implosión mediática (Berenice, 2007) y Homo sampler. Tiempo y consumo en la Era afterpop (Anagrama, 2008), de Eloy Fernández Porta, ha dado nombre a una reactualización generacional. El fenómeno ha sido debatido por el boliviano Edmundo Paz Soldán, el mexicano Jorge Volpi y el español Jorge Carrión, desde una perspectiva histórica y crítica.

J.C. (Jorge Carrión): Vayamos al principio: esta historia comienza en 1993, con la publicación en Santiago de Chile de Cuentos con Walkman, una antología de nuevos escritores que tuvo mucho éxito y que provocó, de hecho, la antología mcondiana…

E.P.S. (Edmundo Paz Soldán): Después de la antología Cuentos con Walkman, que estaba circunscrita a escritores chilenos de la nueva generación, Alberto Fuguet coincidió en el Iowa Writers Workshop con el escritor mexicano David Toscana. Cuando Alberto le mostró el libro a David, éste se mostró gratamente sorprendido y le sugirió hacer una nueva antología pero a nivel latinoamericano… Así surgió McOndo. Hay un dato algo olvidado al respecto: si bien el prólogo se refería sobre todo a la realidad latinoamericana, tres de los diecisiete escritores incluidos eran españoles: Loriga, Mañas, Martín Casariego.

J.C. Ese hecho me hace pensar en los nombres de las supuestas “generaciones”. De una terminología numérica e histórica (del 27, de medio siglo) o epocal (modernistas, contemporáneos), se pasa en la posmodernidad a las onomatopeyas (Boom, Crack), lo tecnológico o de inspiración popular (Walkman, MacOndo, Nocilla). ¿Será por causas periodísticas?


E.P.S. El nombre del Boom apareció en un periódico argentino. En la segunda mitad del siglo XX es la crítica periodística la que comienza a influir en gran manera en la recepción de los movimientos artísticos. A veces, bautizándolos, y en otras ocasiones banalizando el alcance de su propuestas. En esto los escritores somos corresponsables, porque nos servimos de los medios a la vez que los criticamos.

J.C. Y en 1996 se publica McOndo y se publicita el Crack. Yo tengo la sensación de que la gestación de ambos proyectos, y no sólo su ideología, es antitética. Si hemos de creer el prólogo de la antología, se trató de un libro gestado con pocos recursos y mucha fuerza de voluntad, sin un pacto previo de difusión, sin contratos, sin agentes literarios poderosos apoyando la iniciativa; aunque Mondadori sea una editorial poderosa. En cambio, en el Crack intuyo que existió la intervención de poderes, desde miembros del Boom, a quienes se estaba reivindicando, hasta superagentes o editoriales… ¿Me equivoco?


J.V. (Jorge Volpi): Éste es uno más de los malentendidos que siempre han rodeado al Crack. El grupo empieza con la reunión de cinco amigos, Palou, Padilla, Urroz, Chávez, Castañeda y yo mismo, en un Vips de la ciudad de México, en 1994, cuando ninguno de nosotros tenía el menor contacto con ningún “poder”. Padilla, Urroz y yo éramos amigos desde la secundaria. Todos habíamos publicado nuestros primeros libros con muchas dificultades (y enormes resistencias críticas). Los cinco teníamos nuevas novelas inéditas, todas ellas amplias y ambiciosas (no digo que necesariamente buenas) y habíamos tenido muchas dificultades para publicarlas. Decidimos entonces asumirnos como grupo (jamás como generación), darnos un nombre irónico (Crack por el obvio homenaje pero también burla al Boom) e intentar publicar las cinco novelas dentro de una misma colección. Después de varios intentos frustrados, el editor Sandro Cohen en Planeta y luego en Nueva Imagen decidió acoger nuestros libros. Luego se diría que Cohen fue el inventor del Crack, otra mentira. Cuando los libros se publicaron finalmente en 1996, decidimos añadir la “broma en serio” de acompañarlos de un manifiesto. Así nació el Crack. Sin agentes. Sin pensar en el mercado o en las traducciones. Sin padrinos.

J.C. Entonces habría dos fases: la doméstica, privada, y la internacional. Recuerdo, por ejemplo, la implicación de la revista barcelonesa Lateral en la segunda. O la publicación del manifiesto en revistas anglosajonas. ¿Cómo se dio la segunda fase, desde tu perspectiva?

J.V. La fase “doméstica” del Crack, como la llamas, duró bastante tiempo. Tras la publicación del manifiesto en 1996, recibimos decenas de ataques y descalificaciones en la prensa mexicana, de parte de contemporáneos y escritores un poco mayores que nosotros, por la pretensión de aparecer como grupo, algo muy mal visto en un país donde los grupos proliferaban pero nunca se atrevían a presentarse así, como los que se formaban entonces en torno a Nexos o Vuelta. Muchas notas hacían referencia, por ejemplo, al “autodenominado grupo del Crack”, una obvia referencia a los “autodenominados zapatistas”, como si fuésemos un grupo guerrillero. Reconozco que en nuestro intento había cierto anhelo juvenil de incomodar y escandalizar, pese a que en realidad lo que pedíamos era una especie de vuelta al Boom y una crítica feroz a la obligación para un escritor latinoamericano para escribir realismo mágico. La segunda “etapa”, si podemos llamarla así sin ser petulantes, del Crack se inicia con el Premio Biblioteca Breve a En busca de Klingsor, en 1999 (cinco años después de la formación del grupo) y se consolida con el Premio Primavera a Amphytrion. A partir de allí hay un repentino interés fuera de México hacia el grupo al que pertenecen esos dos mexicanos que acaban de ganar premios en España. (En ese momento yo seguía haciendo mi doctorado en Salamanca y Nacho Padilla había regresado a México hacía un año.) Vienen entonces las traducciones, las reediciones de algunos de nuestros libros, el nuevo escándalo mediático (ahora propiciado por nuestra supuesta complicidad con el “mercado” o por nuestro “abandono” de temas latinoamericanos, ambas cosas falsas). Los momentos importantes para el Crack que siguieron son la publicación en España del manifiesto (en Lateral), la publicación por Muchnik en 2001 de novelas de Palou y Vicente Herrasti (que se incorpora al grupo) y por fin, en 2004, de Crack. Instrucciones de uso (Mondadori), nuestro propio relato de las aventuras del grupo a diez años de existencia.

J.C. En tu relato hay una elipsis: qué ocurre entre la situación todavía edénica de 1996 y la situación institucionalizada de 1999.

J.V. Entre 1996 y 1999 los autores del Crack continuamos publicando novelas y ensayos en México de manera constante, y al mismo tiempo la mayor parte de sus miembros salimos de México para estudiar en otras partes (Nacho y yo en Salamanca, Ricardo y Eloy en Estados Unidos). Combinamos la vida académica con la literaria. Y así, como estudiante de doctorado, fue que obtuve el Biblioteca Breve.

J.C. Por otro lado, lo que apuntas acerca de las revistas como núcleos "generacionales" es interesante. Está claro que todos los escritores tienen una red o un grupo que se puede identificar con lo que hace cincuenta años se entendía por "generación". La "alianza" entre Fuentes, Goytisolo, Ortega o Ríos, por ejemplo, apunta en esa dirección; la "solidaridad" textual y personal entre Vila-Matas, Piglia, Villoro o Bolaño también. El problema es explicitar, hacer visibles esas redes, sobre todo a partir de una forma literaria que se percibe como anacrónica: "el manifiesto"...

J.V. Al contrario de otros grupos, los miembros del Crack decidimos hacer pública nuestra amistad literaria (sin contar con una revista, que es lo que tradicionalmente han hecho otros grupos); el manifiesto desde el principio fue un guiño irónico, una broma en serio, una provocacion. Y en ese sentido funcionó perfectamente, pues la reacción de otros grupos (que nunca se presentaron como tales) fue muy violenta. Todos sabíamos que un manifiesto era "anacrónico", como tú dices, pero esa era la intención... A la fecha seguimos creyendo que los grupos literarios animan la vida intelectual y por eso seguimos reivindicando su existencia.

E.P.S. A finales de los noventa, por otro lado, la idea de un movimiento artístico o propuesta generacional se hallaba descartada. Eran tiempos posmo, en los que había que ser irónico, escéptico, estar de vuelta de todo. Incluso de la misma tradición literaria. El prólogo a la antología McOndo tenía un tono medio en serio medio en broma. Fue la crítica la que interpretó el prólogo como un manifiesto, y así redujo lo generacional a lo que mostraba la antología: simplemente, se trataba de los escritores nacidos en los sesenta que habían comenzado a publicar en los noventa.

J.C. ¿Con McOndo el proceso expansivo fue muy diferente? ¿Se agotó con la antología? ¿Durante cuánto tiempo se atribuyó la etiqueta a sus autores?


E.P.S. El prólogo combativo de Fuguet y Gómez hizo que se viera a McOndo no como una simple antología sino como un movimiento coherente, con un manifiesto generacional, en el que todos sus autores estaban conjurados en procura del mismo objetivo. De hecho, muchos autores no estaban de acuerdo con el prólogo y se desmarcaron. Por ejemplo, ¿se acuerda alguien hoy que Santiago Gamboa estaba en la antología? Otros, incluso los que teníamos algunos reparos pero no nos desmarcamos del todo, nos quedamos con la etiqueta de “escritores McOndo”. Hasta ahora hay entrevistas en las que debo responder a alguna pregunta sobre mi pertenencia a McOndo.

J.C. Hasta ahora hemos hablado de coincidencias en la forma de los fenómenos, ¿qué ocurre con el fondo?

E.P.S. Efectivamente, si bien hubo una coincidencia temporal entre el Crack y McOndo, y hubo objetivos comunes, también siento que había diferencias importantes. Una de ellas tiene que ver con la relación de la literatura con la cultura popular. A veces siento que el Crack, en su defensa de las novelas “difíciles”, siguió mostrando una diferencia muy jerárquica entre cultura alta y cultura popular. McOndo intentaba un diálogo con la cultura popular, con los medios, con las nuevas tecnologías. En el manifiesto del Crack, Padilla ataca los videojuegos; a mí, por ejemplo, me parece que algunos de los creadores más interesantes de nuestro tiempo trabajan diseñando videojuegos.


J.V. Creo que tienes toda la razón, Edmundo. A Palou, Herrasti, Urroz o a mí nunca nos interesó demasiado (hasta ahora) la llamada “cultura popular” (Nacho en cambio siempre fue un fanático de los cómics). Yo, por ejemplo, me crié con música clásica y ésa sigue siendo mi pasión hasta ahora. Apenas sé algo de música pop, todo lo contrario de, digamos, Fuguet. En nuestros libros apenas hay jóvenes, no nos interesaba retratar ese mundo de sexo, drogas y rock’n’roll que tanto furor hizo tanto en España como en América Latina. En cambio, todos crecimos con la televisión y el cine, que son fundamentales tanto para McOndo como para el Crack.

J.C. En el décimo aniversario de la antología, Fuguet escribió en su blog “pronto postearé el puto prólogo”. ¿Cómo ven aquel proyecto, ahora, sus integrantes?

E.P.S. De 1996 al 2003, McOndo fue una mala palabra en la literatura latinoamericana. Sus escritores eran unos chicos del barrio alto, alienados a la cultura norteamericana. Creo que pasó lo mismo con el Crack. Digo 2003 porque ese año fue un parteaguas. En el congreso organizado por Seix Barral en Sevilla, me llamó la atención que se hablara de McOndo como una cosa aceptada y asumida, sin escándalos, simplemente parte de la historia reciente. McOndo puede verse como una intensificación de la presencia de los medios y la cultura popular que ya aparece en la obra de Cabrera Infante o Puig, pero lo que viene después de McOndo, toda la generación YouTube, hace ver que McOndo no era para tanto. En cuanto al proyecto, queda la sensación ambivalente de que fue como un arrebato, pero, a la vez, que causó impacto porque fue un arrebato. Cuando pienso en Afterpop, en cambio, siento que tiene un grado de sofisticación teórica que no tenía McOndo.


J.C. Seis o siete años después del Crack y McOndo, sin etiquetas ni manifiestos, nació en América Latina un fenómeno muy diferente, y de algún modo antitético. Me refiero al proyecto Eloísa Cartonera, que surgió en la Argentina de la crisis y se ha expandido a otros países latinoamericanos. Se trata de un proyecto de origen social, promovido por escritores que, a priori, no tienen por qué haber tenido, como Fuguet o como tú, Edmundo, una formación estadounidense ni posibilidades económicas para acceder al mundo de los shoppings, Miami, alta tecnología, etc., que se reivindicaba en el famoso prólogo de McOndo, que podía leerse como una defensa del neoliberalismo…

E.P.S.: Es cierto, McOndo puede leerse como un síntoma del momento celebratorio en torno al neoliberalismo que se vivía a mediados de los noventa en el continente. Creo que esa fue una de sus limitaciones: un proyecto que sólo incluía a hombres, a escritores de clase media, que no estaba muy interesado en explorar problemáticas sociales o políticas,etc. Pero creo que los compartimientos estancos de ese período han cambiado. Hay un retorno a temas sociales y políticos, y muchos de nosotros –me incluyo-- hemos publicado en alguna de las versiones de Eloísa Cartonera que han aparecido en países como Perú, Bolivia, Chile, México.

J.C. Los dos fenómenos generacionales latinoamericanos se articulan en un mundo casi sin Internet. Esa es la gran diferencia respecto a lo que ha pasado con Nocilla Dream y Afterpop: el fenómeno es estrictamente español. Quizá ese es, a mi juicio, uno de sus defectos. Había plataformas de internacionalización, al menos en el ámbito de la lengua, gracias a los blogs y los e-mails, y en cambio, el debate se ha limitado a nuestras fronteras…


E.P.S. La diferencia principal es que con McOndo y Crack hay como diez años de perspectiva. Es más fácil hacer el balance. Nocilla y Afterpop son todavía fenómenos en flujo, en formación, como sacarle una foto a un grupo que se mueve. Y eso complica un poco el análisis... Ahora, lo cierto es que el Crack también inicialmente era un fenómeno local, mexicano. Fue la caja de resonancia española la que lo amplificó.

J.V. Como dice Edmundo, del Crack y McOndo han pasado ya diez años, y su contaminación y difusión exterior fue, en realidad, bastante lenta. Creo que a fin de cuentas el congreso organizado por Casa de América y Lengua de Trapo en 1999 fue el detonoador de los contactos internacionales de nuestra generación (allí nos hicimos amigos Edmundo y yo, por ejemplo). Nocilla y Afterpop, en efecto, son fenómenos muy recientes y sólo españoles, al menos por ahora. La distancia entre lo que ocurre en España y cada país de América Latina sigue siendo muy grande, a pesar del internet y la globalización. Nocilla, para colmo, es un nombre puramente español, que nada significa en América Latina (en México ese producto se llama "Nucita"). Por ahora me parece difícil que ambas denominaciones sean adoptadas o copiadas en otros países, pero nunca se sabe.

E.P.S.: En Bolivia se dice Nutella… Yo encuentro varios puntos de contacto entre McOndo y Nocilla/Afterpop: el interés por la cultura pop y de masas, el intento de narrar el impacto de los medios en la subjetividad, el deseo de ver la literatura en su relación con una ecología de medios muy intensa, etc. Pero me parece que McOndo no es un referente conocido para los narradores españoles, a diferencia de lo que ocurrió con el Crack. ¿O me equivoco? Por otro lado, han pasado diez años entre Mcondo y Nocilla/Afterpop. ¿Es Nocilla una versión retrasada de lo que pasó en América Latina hace una década? ¿Cuáles son los cambios fundamentales?

J.C. Ten en cuenta que hablamos de plataformas de visibilidad. Lo afterpop estaba configurado, al menos parcialmente, desde mediados de los noventa, en novelas de Debate, en congresos de joven narrativa, en artículos de Lateral... Es decir, el interés por lo audiovisual, que después ha derivado en un interés conceptual y formal por las nuevas tecnologías, la posición irónica respecto a la cultura pop, la red personal de interlocutores, la experimentación, etc., viene de lejos en la nómina abierta de autores españoles que ven el lenguaje como un problema y no como una solución en nuestro presente. Pero no se ha hecho visible hasta ahora. Eso me lleva a la pregunta que os he formulado antes: separación institucional, lo latinoamericano como tendencia o moda en España, eclipsando lo local... ¿Cómo lo veis?

E.P.S. Los mundos culturales latinoamericanos funcionan como compartimientos estancos. Los lectores peruanos, por dar un ejemplo, no conocen qué se publica en Ecuador, y viceversa. Para bien y para mal, la literatura latinoamericana depende de las editoriales españolas para su difusión. El peligro, entonces, es tratar de escribir pensando en lo que le podría interesar al mercado español. La tentación es muy fuerte. Y no veo impermeabilidad a esos cantos de sirena.

J.C. Diego Trelles, en el prólogo a El futuro no es nuestro, dice que la antología de McOndo no tenía una base teórica sólida y que su propuesta estética era un “simulacro inofensivo”. Destaca, además, algo que llama la atención: al “grupo” le une la “superación de la novela total”. Y concluye que han optado por llamarse “sin onomatopeyas ni prefijos pegajosos”. ¿Qué opináis sobre el proyecto?

E.P.S. McOndo era una respuesta visceral a un estado de cosas, no había una base teórica pero sí varias ideas-fuerza muy importantes. Y había una selección de textos con cierto aire de familia. En literatura, no creo que sea un punto en contra no tener una base teórica. Las onamatopeyas y los prefijos son imposibles en una antología como la de Trellez, que apuesta por ser representativa y al hacer eso debilita cualquier posibilidad de una propuesta estética clara.

J.C. La paradoja de Bogotá 39 era que los autores latinoamericanos más leídos por los demás eran los que habían publicado en Anagrama… Jorge incluso declaró que sois o somos la “generación Anagrama”, porque nuestras lecturas han dependido del catálogo de esa editorial. Generación YouTube, generación perdida, generación X, Y o Z, Next Generation, ordenadores de nueva generación, generación nocilla o Anagrama… Quizá haya llegado el momento de olvidar esa palabra. ¿No creéis?

E.P.S. Me parece que sí, en teoría. Pero en la práctica la seguiremos usando.

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sábado, 13 de diciembre de 2008

Entrevista a editores independientes

Cada vez tengo más claro que una de mis obligaciones como crítico debe ser la defensa de la escritura alternativa, entendiendo por tal la escritura de alto voltaje literario no necesariamente experimental. También existen ciertos tardomodernismos exquisitos que son tan necesarios como difíciles de localizar, y por ese motivo necesitan toda la ayuda y difusión posibles. En consecuencia, creo que hay que defender a las editoriales independientes, que no sólo publican a este tipo de autores sino que, como luego veremos, sacan a las librerías los títulos que estos escritores alternativos necesitan para comenzar a escribir o para seguir escribiendo. Por ello aprovecho que están en la Feria del Libro de Guadalajara (México) los editores independientes agrupados bajo el sello Contexto, recientes Premios Nacionales a la Mejor Labor Editorial, para hacerles unas preguntas. Julián Rodríguez, el editor de Periférica, se ha quedado en España pero nos responde vía correo electrónico.

La primera pregunta sería en qué consiste ser un editor independiente. Rodríguez se pregunta a su vez: “¿’Independiente’ de qué? Conocemos buenos sellos editoriales que pertenecen a grandes grupos, y que publican, como dijimos antes, excelente literatura, o literatura a secas, sin pensar en la cuenta de resultados. Al menos sus directores literarios… En realidad, todos, de un modo u otro, dependemos de alguien: de nuestros banqueros, lectores, distribuidores, libreros, críticos… La única independencia está en tratar de elegir siempre qué vas a editar sin pensar en ellos… Nuestro propósito es, en ese sentido (y aunque, sinceramente, tengamos en cuenta todos esos factores), de una independencia total”.

Enrique Redel, de Impedimenta, responde: “Somos los más pillados por un montón de ámbitos: red de librerías, distribuidores a los que implicar, a los bancos (a los que perseguimos y que nos persiguen). Somos independientes, en el sentido de que tenemos la única y última palabra para elegir nuestros títulos, pero esa es casi nuestra única libertad”.

Diego Moreno, de Nórdica Libros, comenta: “tenemos un criterio para decidir los libros que editamos que nunca depende de la cuenta de resultados. No miramos si va a gustar al público o no. No publicamos cosas para pagar unas con las otras”. Para Redel, muchas editoriales compran los libros sin siquiera leer el libro, teniendo a la vista simplemente la cuenta de resultados de otras editoriales de otros países. “Eso me resulta impensable como editor”, añade. Moreno, que acaba de sacar en Nórdica una edición ilustrada de Bukowski, explica que: “mi colección de narrativa nórdica es ruinosa, pero desde el principio lo tuve claro: era un proyecto cultural, quería dar a conocer la literatura de esos países sin pensar en si vendían o no. Lo echaba en falta como lector. Hamsun me influyó muchísimo como lector, y quiero que otras personas tengan la oportunidad de sentir el mismo impacto que yo sentí al leer Hambre” (impacto que compartimos, por cierto, pues Hambre también me parece un libro imprescindible).

Enrique Redel acaba de publicar Estallidos y bombardeos, de Wyndham Lewis, con una traducción premiada de Yolanda Morató y prólogo de Juan Bonilla. “Lewis –comenta su editor– no tiene casi presencia en el mundo hispánico, y la persona de su autor es incluso tremendamente desagradable para muchos. Pero me gustaba su provocación y me lancé a difundirlo sin pensarlo. Apoyas libros de menos salida, con la confianza, quizá excesiva, en que los lectores los descubran, y se vuelvan rentables por su indudable calidad. Lo que me anima a publicar libros es que no suelo encontrar el libro que quiero leer en las librerías. No publico para hacerme rico, es obvio, en cuando a la elección lo que quiero es aportar es un punto de vista cultural aportando un libro que no está en este momento, un punto de vista estético que falta”. Luis Miguel Solano, de Libros del Asteroide, por su parte, sintetiza diciendo que editor independiente es: “aquel que intenta buscar un sutil equilibrio entre la calidad literaria de lo que publica y la exigible rentabilidad económica que necesita toda empresa para funcionar correctamente”.

Se suele reprochar a estos editores independientes su escasa apuesta por autores españoles, basada quizá en las escasas ventas que tienen. Pero ellos se defienden de esta acusación: “Lo que yo hago con los autores nórdicos –dice Diego Moreno– es lo que hacen otras editoriales con los escritores españoles. Para que haya buenos autores deben existir buenas traducciones, y uno de los papeles de las independientes es que facilitamos a los nuevos escritores libros que deberían estar a su disposición. No se puede ser buen escritor sin tener a mano a Gogól, a Kafka, a Pirandello, a Tolstoi, etc. Aportar cosas importantes para la sociedad es valioso pero, en el caso de los autores españoles, ya lo están haciendo otros”.

También el editor de Libros del Asteroide se defiende: “No creo que existan autores independientes: existen buenos y malos autores. Nosotros intentamos publicar buenos autores. En nuestro caso se nos podría acusar de no publicar autores españoles (es cierto con las excepciones de Chaves Nogales, Pla, Antoni Marí o Edmundo Paz Soldán). Lo verdaderamente cierto, al menos en el caso de Asteroide es que no publicamos originales en español, obras que no se habían publicado antes, las razones son varias: 1) que existen otros editores que seleccionan autores noveles mejor que nosotros, 2) que por originales de autores españoles que nos puedan gustar tendríamos que pagara anticipos muy superiores a los que pagamos actualmente por autores extranjeros. Dicho esto también me gustaría aclarar que esto tendrá remedio, que en los próximos años aumentaremos la cuota de ‘recuperaciones’ de autores españoles y que en el medio plazo comenzaremos también a publicar originales escritos en castellano”.

Enrique Redel dice que el caso de Impedimenta es diferente, ya que está deseando publicar autores españoles (como Andrés Ibáñez, a quien ha editado El perfume del cardamomo), pero se produce la paradoja de que los quiere publicar ya están en otras editoriales que les pueden pagar más. Los autores españoles que le interesan cobran más que los extranjeros importantes a los que traduce. Cree que la situación de la literatura española es muy buena, pero el mercado es más limitado de lo que parece, y los que llegan a un nivel son muy pocos, pero es difícil competir con las editoriales que los publican. “Si no publico autores españoles, es porque no puedo”.

Respecto a los noveles, coinciden todos en que es un riesgo publicarlos, pero también es difícil encontrar obras de noveles realmente sugestivas por las cuales se la jueguen. En eso tengo que darles la razón; la calidad de los noveles es muy irregular y hay que tener un estado de cuentas notable para lanzarse alegremente a la publicación de noveles.


Siempre suelo preguntarles a los editores el por qué de su actividad, los motivos de su vocación editora. Todos me hablan de pasión: “Una de las características es la pasión por los libros que publicas -explica Diego Moreno-. El criterio nuestro para publicar cada libro en concreto es subjetivo, pero al final aparece una coherencia entre colecciones. Otras veces te das cuenta que hay relaciones entre escritores que publicamos. Las lecturas de Lidell, por ejemplo, tienen mucho que ver con la línea editorial de Nórdica. De alguna manera, tu catálogo es la biblioteca de mucha gente, y esa es una de las cosas que te mueven. Cundo publicas algo que no tiene mucho sentido, el lector lo detecta y lo castiga”.

Para el responsable de Periférica, “Un editor es un lector apasionado y también un lector crítico. Un editor es alguien que ‘recomienda’, que quiere recomendar como apasionado que es, que quiere compartir, lo que leyó previamente (al menos, nosotros sólo publicamos aquello que hemos leído y disfrutado o pensado previamente; nunca contratamos a través del parecer de otros o de propuestas de agencias que no vienen acompañadas de un texto…)”. En el mismo sentido, Luis Miguel Solano añade: “Yo creo que sí, sin esa pasión es prácticamente imposible tener el empuje suficiente necesario para que una editorial funcione”. Para Enrique Redel, “lo que nos caracteriza es que somos enamorados de los libros. Una de las comidas más aburridas que he tenido en mi vida ha sido con una agente inglesa que no había leído ni a Burguess ni a Woolf. La energía se transmite. Para mí es imposible sacar un libro y venderlo sin que sea un libro que me haya emocionado como lector. Mi elección resulta coherente desde fuera, aunque a mí me parece muy diversa. Me gusta lo que dice Julián sobre la pasión, creo que es un elemento preponderante, y desde luego es mi caso”.

Diego Moreno dice algo que me hace pensar: “yo me niego a crecer, porque es imposible que me enamore al año de más de 15 libros. Creo que el tamaño de mi editorial es el de mi gusto lector. A partir de ahí, le estaría dando gato por liebre al lector”. Medio en broma, medio en serio, le digo que le recordaré esta frase dentro de diez años.

El día anterior se le había realizado a Manuel Borrás, el editor de Pre-Textos, el Homenaje al Mérito Editorial de la FIL, seguramente el reconocimiento más importante que puede recibir un editor en lengua española. En su discurso, Borrás recordó su ya célebre frase: “el catálogo de su editorial es el libro más importante de un editor”. Les pregunto por ella:

Para Diego Moreno, “es una de las frases editoriales más afortunadas de la historia, y más viviendo de Borrás, cuyo catálogo habla muy bien de él. El catálogo debe ser polifónico y coherente a la vez. Mario Muchnik decía que los malos libros hablan mal de los editores. Un mal libro editado es una errata terrible en el catálogo de uno”. Para Enrique Redel, “el de Borrás creo que es uno de los pocos modelos a seguir, porque publica con una tremenda valentía, que es lo que le caracteriza, sin plantearse cómo va a funcionar el mercado por sus libros, y eso se nota mucho a la hora de ver su catálogo. Abundando en su frase, viendo el catálogo de una editorial, puedes ver la vida de un editor. El catálogo es la biografía de una persona. Mientras que su obra, tus actos, sean tangibles, tu vida no muere. Como la vida de un editor suele tener unos efectos llamados libros, éstos son la expresión más depurada de la biografía”. Julián Rodríguez escribe: “El catálogo… Evidentemente, el catálogo de una editorial es su principal y único valor; su energía y su aval. Da igual el nombre, da igual el lugar o país desde el que edites, da igual tu ‘poder’ mediático o económico: para juzgar a una editorial lo único que hemos de recorrer son las líneas (los nombres propios, tanto los ‘sonantes’ como los poco ‘sonantes’o asonantes) de su catálogo. Y, sobre todo, la conjunción entre todos esos nombres. A todo esto algunos lo llaman ‘perfil’, me parece bien: el perfil de un rostro llamado editorial”.

Llega la inevitable pregunta sobre el libro electrónico y nuevas tecnologías. Aprovecho para comentar que Nintendo sacará en navidad una consola adaptada para la lectura de libros electrónicos, con lo cual ya no hay paso atrás: si Nintendo está interesada, es como si la Coca-Cola se interesa por un nuevo formato de botella.

Enrique Redel comienza diciendo que “vamos a disentir, pero yo soy un firme defensor del libro electrónico, que culminaría muchos de mis sueños más dorados. Creo que la tecnología digital del libro electrónico es insoslayable, y podemos o aceptarla o mirar hacia otro lado. Dicho esto, creo que le libro tradicional no va a desaparecer, que seguirá conviviendo con otras modalidades de edición, y tienen defectos que pueden hacerlos incómodos: pesan, cogen polvo, etc. Pero si pudiera tener una biblioteca digital que no cambie en 50 años, lo haría sin dudarlo. Creo que tendremos otras cosas que ahora no tenemos y que nos vienen muy bien”. Diego Moreno, en efecto, disiente: “no soy partidario, pero da igual. Creo que el libro electrónico va a funcionar muy bien. Creo que cuando esté bien hecho, con poca batería y con todas las funciones de un iPhone, por ejemplo, va a funcionar muy bien, porque el que ha cambiado es el lector. La manera de ver la música y la cultura ha cambiado y las cosas también, ya no se compran enciclopedias enormes. Los gustos del usuario/comprador cambian, y el e-book puede enriquecer mucho la experiencia del lector y complementarla. No son incompatibles con los libros tradicionales, porque pueden cumplir funciones o paliar necesidades diferentes”. Luis Miguel Solano dice que el libro electrónico es: “el futuro, aunque no tan cercano como muchos parecen pensar. Creo que tardaremos en llegar a ver la lectura en pantalla para la lectura de ocio, otra cosa distinta es para la lectura profesional, donde lo veremos mucho antes. Lo que tengo claro es que en literatura ambas formas de lectura (en papel y convencional) convivirán durante mucho tiempo”. Según Rodríguez, “creemos que hay cabida para la edición electrónica y para la ‘tradicional’ al mismo tiempo, pueden convivir. Incluso es posible que los sellos más ’artesanales’, que más mimen sus ediciones, tanto en lo formal y natural: la cola o el hilo vegetal de sus encuadernaciones, el papel respetuoso con el medio ambiente, etcétera, etcétera, como en el diseño o la ‘puesta en escena’, puedan sobrevivir mejor a esos cambios. Siempre hay espacio para lo vintage bien entendido… Y, por otra parte, quién no quiere tener cien libros, o quinientos, en un solo aparato: también me parece fascinante… Creo que lo ideal sería poder disfrutar de ambas opciones, que lo ‘digital’ o inmaterial ayude a lo ‘analógico’, como las nuevas tecnologías (adsl, tarifas planas de móvil, skype, ordenadores baratos, transportes urgentes con tarifas culturales…) nos ayudan en nuestro trabajo, tan tradicional (¿o no?), nos ayudan a ser editores…”.

Enrique Redel concluye: “auguro que el 90% del sector no va a saber reacciona a esto. Va a haber un nuevo tipo de editor. Espero que nosotros tengamos cintura, pero de hecho el sentimiento que más capto en otros editores es que creen que el suelo desaparece bajo sus pies”.


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viernes, 5 de diciembre de 2008

Misentropías: Espacios de lo caótico inhumano y de la entropía de la agresividad



Materiales utilizados para este post:

a) Fotografías realizadas por VLM del nuevo Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC) de la Ciudad de México D.F., obra del arquitecto Teodoro González de León.
b) Reseña y textos del libro Misantropías. Políticas de la enemistad entre el Barroco y la Ilustración española; de Fernando R. de la Flor, publicado en la Editorial Delirio, Salamanca, 2008.
c) Comentario a la exposición Asedios, curada por José Luis Barrios para el MUAC y textos del catálogo de la misma.


1. Momentos misántropos




“Es casi imposible –escribía Chamfort en sus Máximas y pensamientos- que un filósofo, un poeta, no sean misántropos: 1º, porque su gusto y su talento les llevan a la observación de la sociedad, estudio que entristece constantemente el corazón; 2º, porque no siendo su talento recompensado jamás por la sociedad (feliz incluso si no es castigado), ese motivo de aflicción no hace sino redoblar su inclinación a la melancolía”. Cuando era adolescente llevaba un cuaderno con citas de este tipo, que agrupaba en dos subdivisiones: alegatos contra el mundo (donde copiaba largos párrafos de Quevedo, Schopenhauer, Gracián, Chamfort, La Rochefoucaul y otros aforistas franceses), y los alegatos contra el hombre y el nacimiento (contra el hecho de tener hijos: campaban por ahí Flaubert, Diderot, Voltaire –caigo de pronto en que mi adolescencia fue bastante francófila–, Defoe, etc.). La madurez es, en buena medida, el aprendizaje del ajuste de uno con el mundo, y aquel nihilismo precoz fue pasando, por lo que creo que la cita de Chamfort no es exacta, siendo quizá exagerada. Hay motivos para la misantropía, de acuerdo, pero también los hay para el vivir apreciando la existencia y a las personas con las que la compartimos.




Pero puede haber una "cuestión de época" detrás de la frase de Chamfort. El sabio Fernando R. de la Flor, uno de esos pocos filólogos españoles que puede atar cabos entre los tiempos pasados y los actuales sin temblor de manos, uno de los escasos pensadores que pueden citar sin chirrío ni rechines a Paul Virilio o Sloterdijk a continuación de un manual de prudencia del siglo XVII, ha publicado Misantropías, un pequeño ensayo donde estudia la aparición social y cultural del misátropo entre los siglos XVII y XVIII (el ensayo se subtitula Políticas de la enemistad entre el Barroco y la Ilustración española, y sería bonito que el autor nos entregase un día otro manual, donde se hablara de la otra posibilidad que la anfibología del título permite: esto es, de la enemistad entre el Barroco y la Ilustración, de su pelea constante, aún hoy día). FRF recoge primero los legados clásicos de las políticas de la amistad existentes en la época para estudiar su gradual transformación en políticas del antagonismo, primero, y más tarde en mecánicas de la soledad herida, retratando el paso de la soledad amena de Fray Luis a las misantropías aisladas de las que comienzan a escribir algunos hombres cultos de la época como Antonio López de Vega (Las paradojas racionales, s. XVII) o Juan Crisóstomo de Olóriz (Molestias del trato humano, 1745). Si bien de modos diferentes, ambos tratados, a los que une FRF algún libro de Torres Villarroel, comienzan a invertir la tendencia prescrita en manuales de comportamiento de la época (los famosos Espejos), que planteaban la vida fraternal en sociedad como el paraíso humano en la tierra. Estos autores comienzan a plantear la posibilidad (como hará El misántropo retratado por Voltaire) de una existencia no marginal, sino al margen; no residual, sino apartada del resto o frente a él. Cuando Gurevich recuerda los escritos misántropos de Petrarca -un precursor-, quien reconoce que prefiere leer a los muertos porque “hablo con ellos más a gusto que con los que se creen vivos porque dicen groserías y respiran”, el pensador concluye que “Petrarca vive en otra dimensión” (Los orígenes del individualismo europeo; Crítica, Barcelona, 1997, p. 199); esto es: su espacio no es el mismo que los demás; al menos, no el espacio mental. FRF constata modélicamente cómo las pautas socioculturales van dejando margen al comienzo de una desconfianza radical en el ser humano que dejarán, un siglo más tarde, a comienzos del XIX, el camino expedito para lo que se llamará el nihilismo. La misantropía es un paso previo al nihilismo, no es una descreencia total en todo, solamente la renuncia a creer en los demás. Cuando el autor comience a verter sobre sí el “hastío de sí mismo y en una autodesvalorización de la posición del sí propio en el mundo, hasta terminar en una visión totalizadora de la pérdida final de sentido en la vida humana”, estamos en el punto medio del camino. El nihilismo llegará con la elaboración teórica de todos estos elementos, con su incorporación a una narrativa filosófica o artística: La modernidad es la época del nihilismo, "la época en que lo real deviene fábula”, escribe Patxi Lanceros[1]. De ahí se suelda íntimamente al relato moderno, y llega otra muy interesante historia, pero queremos dejar constancia de la importancia de este ensayo de Fernando R. de la Flor, que establece un paso anterior en la “genealogía del saber” del concepto nihilismo.


2. Entropías y asedios: misentropías



Parte José Luis Barrios en su excelente catálogo El reino de coloso. El lugar del asedio en la época de la imagen (Museo Universitario de Arte Contemporáneo, UNAM, México D.F., 2008), de la imagen derrideana del coloso como modelo de irrepresentabilidad. Toda la exposición de la que el catálogo trae causa parece ser un tour de force para intentar colocarse precisamente en los límites de la representación artística, en el terror, pero entiendo que si hay algo que el arte de finales del XX y principios del 21 ha defendido como lo representable por antonomasia es, precisamente, el terror. Las fotografías y documentales incluidos por Barrios en la exposición son una minúscula parte de la miríada de obras de todo tipo (cinematográficas, audiovisuales, pictóricas, literarias, escultóricas, filosóficas, etc.), que han tomado el terror como tema para documentar o como punto de partida. Sin ir más lejos, éste es ya el tercer post que dedicamos al tema en lo que va de año, donde comenzamos hablando del asesino monstruoso para llegar al terror áureo, al cometido en la ficción por millonarios.

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“Hemos experimentado de mil maneras las posibilidades del objetivo fotográfico. Hemos puesto prismas frente a él para deformar la imagen, le hemos dejado inmóvil para hacer ‘nadar’ la imagen, hemos puesto el aparato en raíles deslizantes o placas giratorias para que la imagen, si se da el caso, de deslice o gire sobre sí misma frente a los infortunados espectadores. Sin embargo, hoy todos estos trucos de prestidigitador parecen condenados a desaparecer, hemos comprendido que al espectador ya no se le puede ofrecer gato por liebre, y el esfuerzo se está orientando a expresar sentimientos humanos”
[2], escribió un tal Carl T. Dreyer en 1926.

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Caos. Barrios muestra aquellas obras que delatan la fractura gracias a la cual, dentro de la representación, aparece de manera brusca el acontecimiento, dejando al espectador a solas frente al horror. Es normal que elija mayoritariamente fotos de agencia o documentales. El acontecimiento tiene menos capacidad de entrada en las obras audiovisuales de ficción y en las fotografías de autor. En las primeras la estructura solipsista de la narración cinematográfica y en las segundas la excesiva subjetividad del artista, tanto o más volcado en la aparición de su mirada que en la aparición del hecho en sí, dificultan la recepción de la fractura representacional buscada, de ese lugar donde el espectador se enfrenta sin el cristal del arte a lo terrible desnudo. Pero esta técnica es sólo acertada cuando lo grabado o fotografiado es de un horror sin límites, “cazado” en determinadas situaciones. Cuando se extiende la práctica naturalista a otros momentos, el resultado puede ser paradójicamente falso, y caer en una complacencia ideológica con lo representado. ¿Por qué? Fredric Jameson lo explicará mejor que yo; habla el pensador de la novela, pero colóquese documental o fotografía en su argumento y el resultado es el mismo: “Todo esto (…) también pone de manifiesto el inherente conservadurismo estructural y el carácter antipolítico de la novela realista como tal. Un realismo ontológico absolutamente comprometido con la densidad y la solidez de lo real –ya sea en el ámbito de la psicología y los sentimientos, de las instituciones o de los objetos y el espacio- no puede más que considerar como una amenaza a la naturaleza de su forma la idea de que estas cosas son alterables y no ontológicamente inmutables
[3]. Dicho de otra forma: el documentalista o fotógrafo deben estar atentos a la sobreproducción de naturaleza que altera lo mostrado, para dejar a lo terrible en su pura manifestación concreta: también la realidad se pone a veces manierista, recargada de retórica, y hay que evitarla. Les pongo un ejemplo muy concreto:






Esta imagen es auténticamente terrible. Representa el horror en tiempo real. En cambio, en esta otra, aparece el manierismo:


Ese hombre que se lanza al vacío no es un suicida convencional: su acto responde al estímulo terrible ya existente. El fotógrafo que la capta quiere ahondar en la terribilidad del hecho, está buscando deliberadamente hacer el horror más grande, aumentando los detalles invisibles. No utiliza una cámara, sino un microscopio. Esta imagen, desde el punto de vista ideológico, es bastante sospechosa de colaborar –sin quererlo el autor, pero esos son los peligros del realismo ingenuo– con los objetivos de los terroristas: aumentar el terror, hacerlo más grande, resaltar a la impresionable retina del espectador detalles terroríficos que de otro modo resultarían invisibles. Decirle: este puedes ser tú, ándate con ojo.

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Caza lo que odias (¿o lo que temes?). En Arizona, desde hace un par de años, bandas organizadas de rancheros salen algunas noches al año a cazar inmigrantes ilegales que cruzan la frontera. Estos safaris sistemáticos no parecen demasiado distintos de los que ocurren al otro lado de la frontera, en Ciudad Juárez. Los motivos de ambos son, únicamente a estos efectos, irrelevantes. Lo terrible [1] es que son fenómenos especulares, donde la frontera hace las veces de azogue. Lo terrible [2] es que lo que sucede en México es conocido y denunciado en todo el mundo, pero lo segundo no tanto. Lo dijo Humpty Dumpty: lo que importa, a la hora de la representación del terror, no es el hecho en sí, sino quién manda.
Si analizamos la sociedad contemporánea desde el modelo hobbesiano, por desgracia bastante operativo, las lecturas del orden establecido se sustentan en la idea del miedo al otro, del temor a ser agredido –incluso a ser tocado, recordaba Canetti en Masa y poder–. Escribe Beckett en su relato El expulsado: “la acera más ancha nunca es lo bastante ancha para mí, cuando me pongo en movimiento, y me horroriza importunar a desconocidos”[1]. En consecuencia y como aprendí estudiando Derecho Penal, el poder represor del Estado se convierte en el sustituto civilizado de la violencia, al eliminar la venganza transformándola en castigo, por la lesión inferida al orden social. Nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal es la venganza por otros medios, parafraseando a Von Clausevitz. Pero cuando este orden sustentado en la ley no funciona o funciona mal y torpemente, quedando numerosos espacios de violencia al margen de su alcance, surge un problema de difícil solución. El mundo se convierte en un lugar peligroso, injusto, inseguro, y el miedo propicia la misantropía contra los demás. El caos social, la delincuencia, el casino de los lugares despoblados, la ruleta rusa de los paseos nocturnos, y todos esos imaginarios construidos no sabemos bien por qué y minuciosamente descritos y criticados por Isaac Rosa en El país del miedo (2008), hacen surgir en nuestro interior el animal antisocial inscrito en el esquema previo al contrato social (roussoniano o hobbesiano); antes del pacto, el hombre era un lobo para el hombre. Quebrantado el pacto –se piensa- todo permite el regreso a la violencia[4], a la práctica de la caza. Recordemos la caza humana descrita en el terrible relato de Salvador Elizondo “En la playa”, incluido en Narda o el verano (1966). Es la supervivencia animal: o matas o mueres. El trasfondo ético es la eliminación del orden social: “el devoto fanático sueña ya con la repristinación de todas las cosas y con un mundo renovado, después que éste se haya hundido entre llamas[5], dice Kant. En las películas tipo Terminator esa imaginería nos la brinda un paisaje postapocalíptico. En realidad es pre-creación, está antes de lo social, no después. El caos aterrado, la lucha neandertal de tribus, la agresión primordial, la misentropía. Kubrick sí lo vio bien: la angustia existencial de nuestra especie no estaba en la danza de naves espaciales de 2001, una odisea del espacio, ni siquiera en la hermosa agonía de Hal 9000; estaba en la escena de los primates ante el monolito. La representación mediática/artística del terror de nuestro tiempo nos sitúa, sea de manera distópica o sea bajo la forma de un naturalismo inexistente, ante las formas del fin de la sociedad existente. Algunas obras realizadas de este modo son maravillosas y necesarias (pongo como ejemplo, por todas, la obra de J. G. Ballard). Otras, en cambio, son residuos ideológicos de baja intensidad, conectados -consciente o inconscientemente- con el terror. Nuestro trabajo como espectadores, como artistas o como críticos debería ser entrar en ese caos, revolver la entropía y sacar de ese oscuro pudridero conceptual aquellas obras que, en su salvación artística, también nos salvan, de alguna manera, a nosotros.

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Segunda Ley de la Termodinámica: Cualquier cambio espontáneo en un sistema físico se produce en el sentido de entropía creciente, y el estado final de equilibrio corresponde al valor máximo posible de la entropía (versión de Gamov).











Notas

[1] Patxi Lanceros, “Modernindad y nihilismo”, en Ré-Gaceta Nietzscheana de Creación, Año I, nº3.
[2] Carl T. Dreyer, “El cine francés”, publicado en Politiken el 01/05/1926, incluido en Reflexiones sobre mi oficio; Paidós, Barcelona, 1999, pp. 36-37.
[3] F. Jameson, El realismo y la novela providencial; edición de Julián Jiménez Heffernan, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2006, pp. 30-31.
[4] “Todo el mundo sueña con la emancipación individual, y sin embargo arrastra como un remordimiento colectivo sobre el sujeto. Todo esto se traduce en el odio de sí, en las experimentaciones mortíferas, en las guerras fratricidas… en un estado de cosas mórbido”; Jean Baudrillard en Jean Baudrillard y Jean Nouvel, Los objetos singulares. Arquitectura y filosofía; Fondo de Cultura Económica de Argentina, Buenos Aires, 2006, p. 122.

[1] S. Beckett, “El expulsado”, Relatos; Tusquets, Barcelona, 1997, p. 36. Traducción de Caonex Sanz.
[5] I. Kant, “Replanteamiento de la cuestión sobre si el género humano se halla en continuo progreso hacia lo mejor”, en Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre filosofía de la historia; Tecnos, Madrid, 1987, p. 83.

sábado, 29 de noviembre de 2008

La Autonovela. Pasadizos entre los últimos libros de Lolita Bosch y Julián Rodríguez





En los dos libros de Mondadori que citaré hay varias referencias a las causalidades. En general, no me gustan mucho las casualidades, ni el azar como asunto narrativo –creo que su abundancia en la narrativa actual podría ser una desgraciada herencia de Paul Auster, que tiene otras facetas más interesantes–. Para mí las coincidencias tienen el escaso encanto de los números capicúas: son hechos que se leen igual desde los dos lados. Uno dice: “mira, un capicúa”, y luego da un trago a su refresco. Uno se entera de que nació en el mismo año que su interlocutor, y acto seguido piensa en la lista de la compra. Por si acaso en un futuro inmediato las casualidades se demuestran científicamente como hechos de suma (o alguna) relevancia, hago constar que La familia de mi padre, de Bosch, y Cultivos, de Rodríguez, están publicados en Mondadori. Y que los tres libros, si incluimos Esto que ves es un rostro (Sexto Piso, 2008), de Bosch, tienen como trasunto semántico principal la figura del padre. Aquí acaban las coincidencias entre los libros; centrémonos ahora en los pasadizos entre ellos.
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Ni España ni yo somos así. El hispanista Julio Ortega ha expuesto en alguna ocasión que la narrativa española joven más interesante se caracteriza por ser una narrativa española sin España. Los códigos territoriales han sido vencidos por una concepción narrativa globalizada y tendente a buscar y a buscarse en espejos diferentes, plurinacionales, que incluyen también lecturas e influencias de otras lenguas y países. En su último y excelente ensayo, Mentiras contagiosas, Jorge Volpi defiende su derecho a insertarse en otras tradiciones: “Quizás la nacionalidad de un autor revele claves sobre su obra, pero ello no indica –o al menos no tiene por qué indicar– que esté fatalmente condenado a hablar de su entorno, de los problemas y referentes de su localidad, o incluso de sí mismo. La ficción literaria no conoce fronteras: si ello es visto como un triunfo de la globalización y del mercado es porque no se comprende la naturaleza abierta de la literatura”[1].
Cultivos, entre otros varios propósitos, se plantea como el intento de narrar unas tierras extremeñas, de contar una historia, la de las personas aún atadas a la agricultura y a la tierra, para a partir de ahí lanzarse a lo universal. Sin solución de continuidad se pasa de Ceclavín a Londres o a Nueva York. En medio no está España, es una idea que ni siquiera aparece en todo el libro. Cultivos es una novela glocal, como lo es La familia de mi padre. “Por esto ahora que he vuelto y me he detenido dando un salto silencioso para plantarme en tierra firme, como una cigüeña cuando aterriza, he revisado el trazo sino en una historia. De una herencia extraña, compacta y transparente, y he podido escribir: yo no nací en un lugar sino en una historia”[1], escribe Bosch. Pero la extraterritorialización de Bosch va más allá de su adscripción deliberada a unos registros literarios o a unos códigos nacionales elegidos. Se aferra a lo literario sustancial, al lenguaje: México, por ejemplo, no penetra sólo por las referencias históricas y semánticas de un libro como Insólita ilusión, insólita certeza, que puede leerse como un manual histórico del México maravilloso en paralelo al México real, a la fantasía hiperreal en que este país hermano consiste; México penetra en la obra de Lolita Bosch por el lenguaje, y así modismos como “jalar” (p. 16) se anudan a la memoria catalana y a los poemas en catalán de Maragall como un todo irresuelto: quizá la narrativa española contemporánea sea, precisamente, esa voluntad de no resolver, de no disolver, de no absolver: de considerar al mundo como un tejido de hilos diferentes que se entrecruzan, y no un rompecabezas donde cada país esconde sus cubos para que no se rocen con los demás. Ya no es la narrativa, la obra literaria, un jardín de senderos que se bifurcan, sino el propio mundo.
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Imagen. Las minuciosas descripciones rurales de Julián Rodríguez en Cultivos, hechas con una exquisitez tal que nos permite ver la escena, son sustituidas en La familia de mi padre por las fotografías tomadas por la propia Bosch. Ambos libros son ejercicios de memoria, de memoria familiar, para ser más exactos. Para Rodríguez la memoria tiene un componente estético, y su visualidad es literaria, es una imagen forjada de palabras. Para Bosch, lo importante no es la imagen, o el lugar concreto, sino la historia que subyace y el simbolismo que arroja esa instantánea sobre la historia total. En la página 55 se reproduce un paisaje yermo y se escribe: la nada: un lugar vacío donde hubo algo que no puede ser remplazado”. Es la ausencia familiar –y la desaparición del legado familiar, manifestada en la inundación de la colonia industrial creada por el antepasado– lo que interesa contar, no el lugar en sí. “Yo no nací en un lugar sino en una historia”, sostiene Bosch, y si citamos tanto la frase es porque es una especie de mantra que se repite numerosas veces a lo largo de La familia del padre y es, en buena medida, una auténtica poética de la obra. Frente a la preocupación simbólica, Rodríguez sí se preocupa por el lugar. Y es curioso que un dedicado estudioso de la fotografía como él la descarte para contar su historia: para él procesar la descripción es recrearla en el tiempo, rehacer la imagen originalmente en el único lugar posible para reconstituirla: la mente del lector. Bosch parece decir: “de aquello nada queda, lo que queda es esto, donde los gestos y los hombres operan por ausencia”. Rodríguez parece decir: “es absurdo buscar aquel lugar, ya no existe, pero voy a intentar situarle a usted en él”. Para Bosch la imagen (fotográfica) es un instrumento más para documentar la historia, como lo era para Sebald o para David Eggers, que también han incluido imágenes en sus novelas, presumiblemente para darles un lugar, para acotar aquello que tienen de reales, para conferir verismo. Para Rodríguez, la imagen que cuenta es aquella que la literatura es capaz de formar en la mente. No importa correr el riesgo de que cada lector acabe teniendo una imagen distinta de los mismos hechos: para Rodríguez, esa singularidad intercambiable es precisamente la esencia nuclear de la memoria. Para Bosch, como para Santiago Alba, la imagen es el “alma exterior, un ‘espíritu’ desprendido y emancipado del cuerpo y reproducible por medios industriales: la imagen”
[2]; para Rodríguez, como para Barthes, “la imagen (…) es la cosa misma”[3].
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ya no se trata de matar al padre
sino de adivinar su nombre real
Gonzalo Escarpa, No haber nacido

El orden de lectura de los libros de Bosch sería el de publicación, porque parece ser el de escritura y el lógico desde el punto de vista psicoanalítico. Esto que ves es un rostro sería, en términos celianos (de Camilo José Cela, Oficio de tinieblas, 5), la purga de un corazón, tras la desaparición del padre. La familia de mi padre es lo que Freud llamaría la elaboración del duelo, un largo proceso compuesto de elementos irracionales (la decisión de rastrear la historia familiar) y racionales: el uso de la Historia para contar la historia que se necesita contar. En el primer acto / paso / libro, se trata de combatir el dolor, de exorcizarlo mediante un exabrupto, canalizado a través del monólogo y el torrente de conciencia; en el segundo, de aceptar el hecho de la desaparición y de comprender la exacta significación que el desaparecido ha tenido para uno. Hablo de los libros de Bosch y hablo de toda la literatura de la supervivencia y hablo de todas y cada una de nuestras experiencias personales al perder a alguien.
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Estos dos libros de Bosch y Rodríguez, a los que podríamos sumar otros libros de autores tan diversos como Mario Bellatin, Ray Loriga, Robert Juan-Cantavella, Vila-Matas, Juan Bonilla o Félix Romeo, fundan un género literario que podríamos denominar Autonovela. La Autonovela sería el punto de encuentro de la autoficción con la metaliteratura, donde los materiales autobiográficos y las reflexiones constructivas generan un tipo de libro que supone la escritura de uno, con un mayor o menor grado de ficción y teoría, según autores. La Autonovela tendría, por tanto, dos requisitos: una escritura total o parcialmente autobiográfica, y la autoconsciencia dentro del libro respecto a la construcción de esa experiencia vital (que puede ser la de uno, o que puede ser la de uno en relación a la experiencia de alguien muy cercano, como la de Amarillo de Romeo o La familia de mi padre de Bosch). La Autonovela es una de las salidas a la crisis de la novela, y es una especie de testimonio psicoanalítico, deja en el papel el rastro de la terapia del escritor a la hora de afrontarse, la hora de confrontarse, bien en el espejo del propio libro, bien en el espejo de otra persona, oponiendo dos biografías paralelas. La Autonovela no sería tanto un libro del yo como de la conciencia de la dislocación del yo, de su dispersión: si hay algo que montar es porque está fragmentado, si hay que construir una historia de uno es porque la unidad subjetiva es una ficción, una construcción narrativa de la identidad. “De nuevo, yo”, escribe Rodríguez (Cultivos, p. 27), y la cursiva es una metáfora visual de la distancia: implica que el yo es una cuestión, es un tema, algo de lo que hablar y por lo tanto algo ajeno a uno, o parcialmente ajeno, de lo que se puede escribir “a la debida distancia”. La Autonovela admite la confesión, la fabulación bajo la especie de otro, la anotación documental (de ahí la presencia habitual de fotografías o documentos reales), el testimonio, la entrevista. La Autonovela es mejor cuanto menos narcisista y más autocrítica. Una de sus intenciones es no olvidar, que es otra forma de fijar la identidad, a través de la memoria (de otros sobre uno y de uno sobre los otros). Por su difícil encaje con la novela convencional, los autores tienden a justificar(se) en el propio libro el por qué de este modo de abordar la narración identitaria, sembrando el texto de apelaciones a la decisión primigenia, al proceso escriturario (Julián Rodríguez), a la relación con los editores (Bosch), a la condición anfibia y a la frágil frontera entre ficción y realidad, eso que Eduardo Lago ha llamado realidad porosa en alguno de sus Autocuentos de Ladrón de mapas. La Autonovela es hoy el campo de batalla donde transcurre esa eterna lucha incruenta entre la literatura y la vida, entre los libros y la experiencia autobiográfica o, más bien, en el conflicto interno de los libros (los escritos y los leídos) como experiencia autobiográfica.



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Notas

[1] Lolita Bosch, La familia de mi padre; Mondadori, Barcelona, 2008, p. 15.
[1] Jorge Volpi, “La obsesión latinoamericana”, Mentiras contagiosas; Páginas de Espuma, Madrid, 2008, p. 183.
[2] Santiago Alba Rico, Leer con niños; Caballo de Troya, Madrid, 2007, p. 157.
[3] R. Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso; Círculo de Lectores, Barcelona, 1997, p. 199.