miércoles, 29 de noviembre de 2023

Edición inglesa de Centroeuropa

Aparece en Peninsula Press la versión inglesa de Centroeuropa, en traducción de Rahul Behry. Behry ha mantenido la proporción matemática de la versión española, llevando a cabo un trabajo ímprobo, con el rigor habitual en él.

Más sobre la forma en que está escrita la novela aquí: https://vicenteluismora.blogspot.com/2020/12/como-esta-escrita-centroeuropa.html

 


 

domingo, 19 de noviembre de 2023

Roque Larraquy

 


 

Roque Larraquy, La comemadre. Logroño: Fulgencio Pimentel, 2022.

Roque Larraquy, La telepatía nacional. Logroño: Fulgencio Pimentel, 2021.

 

En un artículo de 2014 publicado en Letras Libres, disertaba Damián Tabarovsky sobre el panorama narrativo argentino, y apuntaba lo siguiente: “Roque Larraquy (Buenos Aires, 1975) escribió La comemadre e Informe sobre ectoplasma animal, en el que, con gran sentido del humor, inventa una pseudociencia que desemboca en una crítica frontal al positivismo ambiente”. Esas líneas llamaron mi atención y cuando apareció en Turner La comemadre (2010) se convirtió para mí en un descubrimiento. Con posterioridad, la editorial Fulgencio Pimentel ha publicado en España La comemadre (2022) y La telepatía nacional (2021). Larraquy anda estos días por Madrid (martes 21 en Espacio Telefónica, miércoles 22 en Tipos Infames), y no deberían perdérselo, si tienen oportunidad.

El autor argentino tiene una particularidad que genera su mundo narrativo y que lo hace inconfundible: su obra muestra la indistinción entre tecnología y magia cuando una técnica da sus primeros pasos de forma errónea, y cómo la ciencia deviene pseudociencia en manos de cretinos. Si alguien visualiza mentalmente una idea científica peregrina y da los primeros pasos para materializarla, nos explica Larraquy, su comportamiento no es diferente del de cualquier esoterismo, pero viene respaldado por la presunción metodológica del rigor, lo que puede convertir cualquier ocurrencia disparatada en terror sistémico homologado con sello de calidad. ¿Registrar los sentimientos de una persona recién degollada, para que en sus restantes nueve segundos de vida cuente qué ve de la muerte? Ningún problema, se dicen los médicos de La comemadre (2010). ¿Hacer fotografías ectoplasmáticas y construir extraños enjambres de criaturas mezcladas con ellas, para unir muerte y vida en una forma simbólica? Vamos allá, se dicen los hauntólogos trans(animal)humanistas de Informe sobre ectoplasma animal (2015). ¿Construir en Buenos Aires un zoológico humano con tribus indígenas de todo el mundo, a mayor gloria de la nación? Enseguida, proponen los antropólogos aficionados de La telepatía nacional (2020).

Su cronología narrativa, anclada en los principios del XX, lanza sus consecuencias argumentales sobre el XXI y resulta perfecta para abordar esa mezcla de cientifismo y superchería, radicada en unos ideales tecnocientíficos que, por supuesto, tienen su trasunto político. Y ahí está una de las claves de la obra de Larraquy: su lectura de algunos males del aquí (ubicuo) y el ahora mediante un estratégico rodeo histórico. Como dice con su agudeza habitual Valeria de los Ríos sobre las dos primeras novelas de Larraquy, “se sitúan desde el presente y proyectan la lectura biopolítica sobre el pasado que ficcionalizan, dando cuenta de jerarquías y de la disponibilidad de los cuerpos para la vida y/o la muerte. El cuerpo, lo material, es lo que persiste e interrumpe el tiempo, siendo capaz de transformarlo, de allí su potencia fantasmal sobre las políticas del presente”. El ideal estético de Larraquy podría hallar su parangón en una fotografía donde veamos a la vez a la persona retratada, a sus antepasados y a su fantasma post-mortem, con los espectros nacionales al fondo.

Algunas virtudes literarias de Larraquy:

-Su habilidad para proporcionar gradualmente la información a quien lee sin tomarle por tonto, evitando el abuso de un narrador heterodiegético omnisciente, dejando que sean los diálogos entre los personajes, los narradores alternos, los epígrafes y algunos documentos añadidos —por lo común amenos informes paracientíficos— los que vayan situándonos en el mundo narrativo. Un arte discursivo, este de conducir con naturalidad al lector al mundo propio, más difícil de lograr de lo que pueda parecer en un primer momento.

-La perfecta adecuación entre la semántica y la estructura en sus novelas. Por ejemplo, el ensayista y crítico argentino Martín Cristal señaló que “se puede decir que La comemadre [...] existe como un cerebro: un órgano dividido en dos partes, una ligada a la investigación científica, y la otra, a la búsqueda artística [...] esos cruces también unen los dos hemisferios que integran la novela de Larraquy”. La elección de la(s) forma(s) en sus novelas es siempre la más adecuada a sus propósitos, parece imposible imaginar otra.

-Un fino sentido del humor, capaz de mezclar registros con precisión inaudita:

 

La telepatía nacional, p. 50


Un humor que también se maneja bien en el registro del ingenio y la irrisión: “La mayoría de los donantes maneja un vocabulario de no más de cien palabras, preposiciones y artículos incluidos, y bajo esas condiciones es difícil no incurrir en la poesía” (La comemadre).

-Agudas reflexiones sobre el lenguaje, el arte y sobre el arte del lenguaje, sabiamente espigadas entre fraseos esotéricos de tecnofantasías que delatan la estupidez estructural de quienes las columbran.

-La entrada a fierro en los mitos nacionales argentinos, con sus consiguientes hauntologías y espectros, mediante el escalpelo de la ficción.

-Su capacidad para construir mundos narrativos comunicados de formas distintas (por la trama, por reverberación, por telepatía psiconatural), cuya extricación requiere de la actitud activa e imaginativa de quien lee.

 

En resumen, un autor diferente, no clónico ni clonable, al que conviene seguir, porque su habilidad para acceder a nuestras mentes y adivinar qué nos gustaría leer sí es demostrable con sólidas evidencias.

 

 [Relación con autor y editorial: ninguna.]

 

domingo, 12 de noviembre de 2023

Sobre la supuesta imposibilidad de juzgar un libro sin haberlo leído

 

Shannon Cartier Lucy, Day at the Library, 2018

 

Una tarde del pasado agosto estaba viendo los mundiales de atletismo. Amodorrado mi entendimiento y más espesa aún mi mente que de costumbre, en una poza química de sus circunvoluciones se formó la siguiente pregunta: “¿Podría yo correr los cien metros lisos en menos de nueve segundos?”. En otra región de mis obtusas meninges resonó un poderoso “no” por respuesta, al que no requerí argumentos, ni demostración, porque los hechos eran y son notorios. Es así. No podré correr los cien metros en menos de nueve o diez segundos. Por mucho que adelgace y me entrene. Aunque me dope. Reparé en otro hecho incontestable: es que nunca hubiera podido lograrlo. La única vez que me cronometraron en el colegio, de adolescente, obtuve un resultado tan vergonzoso que mi memoria ha borrado sus dígitos. Nunca pensé que se tardase tanto en cubrir cien metros a la carrera; aquello no acababa nunca, y eso que he sido siempre deportista —y lo sigo siendo—. Nunca he tenido la menor oportunidad de bajar de los tiempos de Sha’Carri Richardson, Usain Bolt, Carl Lewis o Florence Griffith. Es sencillamente imposible. Carezco de la genética precisa para obtener ese desarrollo prodigioso, con la que solo cuentan muy contados atletas, e incluso ellos no doblegan el cronómetro si no es en plenitud de facultades y en la cúspide de su carrera, gracias a entrenamientos exhaustivos y bajo un estricto control médico. Las demás personas no podemos. Como una piedra no puede dar una conferencia de astrofísica, ni un estornino operar a corazón abierto una cardiopatía congénita.

Según el artículo 281.4 de la Ley de Enjuiciamiento Civil española, están excluidos de la necesidad de prueba judicial los hechos que gocen de notoriedad absoluta y general. La jurisprudencia, a la hora de interpretar este dictum, ha establecido (sentencia de la Sala 1ª del Tribunal Supremo de 3 de febrero de 2016, RJ 2016/1), que para saber cuándo son notorios unos hechos resulta suficiente que “el tribunal los conozca y tenga la convicción de que tal conocimiento es compartido y está generalizado, en el momento de formular el juicio de hecho”. El Derecho suele tener sentido común —su aplicación por los jueces es ya harina de otro costal—, y conocer algunos de sus rudimentos ayuda a moverse por el mundo. Y por las ideas.

Por eso quiero hoy poner en cuestión esa frase que leo de cuando en cuando, especialmente cuando se concede algún premio literario mediático y surgen los comentarios críticos tras la noticia, semanas antes de que se publique la obra en cuestión: “no se puede juzgar un libro sin haberlo leído”. ¿De verdad? Bueno, creo que depende de las circunstancias. En algunos casos —en bastantes, de hecho—, sí que puede juzgarse un futuro libro sin el menor miedo a equivocarse.

Creo que mi argumento es irreprochable, porque se basa en hechos notorios. Pero vamos a exponerlo al revés, comenzando por ejemplos negativos, aquellos donde mi hipótesis no se cumple.

En bastantes casos, aquellos que involucran a personas con genética literaria, no es recomendable opinar con antelación, porque a lo largo de la historia literaria hemos visto todo tipo de ejemplos y excepciones a cualesquiera reglas. Por más que nos sintamos tentados a apostar que los próximos libros de Anne Carson o Thomas Pynchon serán excelentes o valiosos, podrían suceder accidentes: declive intelectual a causa de la edad, exceso de confianza, quedar empestillado el libro en una idea desafortunada, etc. Es poco probable, sí, pero no descartable por completo. Y si eso pasa con los grandes nombres, conforme descendemos en el escalafón el asunto se complica todavía más. Con un enorme número de autoras y escritores el juicio previo será inviable, porque a veces atinan y a veces no. Pero, por desgracia, autores excelentes hay pocos, y buenos autores no hay tantos como pensamos. De hecho, no son más que varias docenas por país. Otra cosa son los autores “dignos”, categoría lábil y numerosa donde es complicado moverse. Pero incluso ahí, en nombres ya casi de medio pelo, mi argumento no tiene validez: sería arriesgado vaticinar que un futuro libro va a ser malo, o bueno, porque pueden y suelen producirse sorpresas, positivas —las menos— o negativas.

Hasta aquí no tengo razón, lo concedo. Pero ahora llegamos al meollo del asunto: al oceánico resto de personas que se autodenominan novelistas, poetas o cuentistas, o a las que sus editoriales publican como tales. Entre ellas se encuentran quienes ganan premios de relumbrón, mediáticos, vergonzosos, pero también esos innúmeros escritores aficionados, que son incapaces durante décadas de publicar en una editorial mínimamente decente (o que lo han hecho por nepotismo, o por premio que debía haberse declarado desierto). Un mar aspiracional, un cosmos de mentes sin talento. Pues en ese piélago mi argumento comienza a ganar peso, así que voy a exponerlo: una persona que haya desarrollado una constante actividad literaria (luego se verá por qué hago esta precisión), si llegada cierta edad no ha dado jamás muestras de calidad, ya no va a alcanzarla nunca, porque carece del don, porque no tiene genética literaria. Si alguien que lleva enviando versos a premios, amigos y editores desde los 17 años, cuando alcanza digamos 40 años no ha conseguido publicar un solo poema decente en una revista o en un libro, ni siquiera en sus redes sociales, es que no está llamado para esto. Si un narrador da la brasa a discreción desde su adolescencia y a los —digamos— 45 años no se le conoce un solo cuento valioso, aunque lo haya repartido en fotocopias, no tiene opción alguna de llegar a escribirlo. No vale y punto, como no valgo yo para las matemáticas o la gimnasia rítmica. Otra cosa —y por eso hacía antes la precisión de haber desarrollado actividad literaria habitual— son los raros supuestos de vocaciones literarias tardías, como los de Gesualdo Bufalino o Arseni Tarkovski —el padre del cineasta—, o de escritores póstumos. En tales casos puede haber una decisión de no publicar (“Me sonrío cuando me sugiere que tardo en ‘publicar’ –eso es tan ajeno a mi pensamiento, como lo es el Firmamento a las Aletas–”, escribe Emily Dickinson en carta a Higginson el 7/6/1862, si bien de su enorme talento tenían cumplida noticia varias personas), pero nunca hay en estos raros supuestos un sostenido número previo de pésimas publicaciones: lo poco que publican, tardía o póstumamente, tiene una excelente calidad media. Se trata de casos extrañísimos, que prefiero apuntar a que me los apunten.

Hay más indicios que despiertan suspicacia: aquellas personas que publican un libro y que jamás había mostrado interés por la lectura, ni han publicado nada de forma amateur, ni han participado en actos literarios, ni siquiera han asistido a ellos como público, ni mencionaron nunca la lectura o la escritura a nadie. Si ganan un premio o publican un libro de la nada, devienen de inmediato sospechosos. Porque para alguien que ama la literatura, no tiene demasiado sentido evitarla a ultranza, en cualquiera de sus manifestaciones, como si se la odiase.

Dicho esto, ya podemos formular leyes generales. Por ejemplo, una que dice que cuando una persona mediática, un periodista o presentadora de televisión, a quien jamás se le ha conocido interés literario ni cultura letrada, gana un premio de campanillas amañado, es porque no es escritor y su libro lo ha escrito un autor fantasma por encargo, por lo que el libro será malo, y punto. Y si lo ha escrito de su puño y letra, será todavía peor. Porque eso es precisamente lo que ese premio demanda, un libro malo (antes no era necesariamente así, pero hoy se cuecen habas diferentes), y el autor o autora fantasma que redacta esas páginas sabe que debe adecuarlas al prototipo de productos comerciales, mainstream, de ínfima calidad y ajustado a la “dictadura del tema” que ya comentamos en su momento Sara Mesa y yo en Cuadernos Hispanoamericanos. De la misma forma, si una escritora o escritor que jamás ha escrito nada decente gana un premio, llevando ya bastantes años en esto, quizá con varios libros publicados, por supuesto que quienes hemos sufrido sus versos o sus malos cuentos estamos legitimados para decir que su libro va a ser una basura, porque es notorio que no ha publicado o emanado más que basura hasta la fecha, y nemo dat quod non habet, nadie da lo que no tiene (otro principio jurídico, especialmente aplicable al talento: si no lo tienes, no lo puedes dar). Y no hay ninguna excepción a esto que digo, jamás en la historia de la humanidad se ha producido ninguna, y si alguna vez se produce es porque esas páginas las ha escrito otra persona de talento, porque el talento se tiene o no se tiene. Puede que tarde en afinarse, pero pasada cierta edad juvenil de tanteos, imitaciones y aprendizajes la calidad se impone y sus filones son fáciles de percibir, incluso en escritos tempranos e inseguros.

De la misma forma que la jurisprudencia permite la condena por indicios, ajustada a ciertos criterios, señalados por el Tribunal Supremo (STS 532/2019, de 4 de noviembre), en literatura los reiterados indicios de incapacidad expresiva de una persona son las pruebas en su contra que ella misma acumula, y que acaban justificando la sentencia condenatoria. Por eso, es imposible que algunas personas más o menos conocidas o insistentes lleguen a publicar nunca nada valioso: porque tenemos un indicio por poema, cuento, ensayo o novela. Y da igual que cambien de género: si una poeta horrible comienza a publicar novelas, es imposible que acierte, porque si tuviera algo de talento narrativo sus poemas se hubiesen beneficiado de él. Y al revés: la poesía es la peor pista de aterrizaje posible para un narrador incapaz; ahí todavía se le notarán más las costuras, de inviable disimulo fuera del frágil caparazón del argumento.

En resumen, sí se puede defender en muchos casos que el próximo libro de una persona va a ser malo de solemnidad, porque su abigarrada carrera criminal, compuesta de ideas asesinadas, textos muertos y argumentos torturados, constituye un acarreo de suficientes indicios para sentenciar que su torpeza literaria es un hecho notorio, exento de la necesidad de prueba. 

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domingo, 5 de noviembre de 2023

El vasto territorio de Simón López Trujillo

Videorreseña de la primera novela del escritor chileno Simón López Trujillo, El vasto territorio, publicada por la editorial Caja Negra.