sábado, 19 de noviembre de 2011

4 poéticas de la visibilidad


“toda la creación surge de lo invisible; y toda la creación desaparece en lo invisible cuando llega la noche de la oscuridad”

Bhagavad Gita, 8, 18.

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La época de sobreexposición en la que vivimos, donde todo parece estar a la vista, procura en realidad muy diversas formas de ocultamiento, de escamoteo de aquello que también es importante. No falta quien dice que lo invisible es lo esencial, lo más valioso, y que por ese motivo se intenta mantener alejado de las pantallas. Sería plausible, e irónica, una forma de ocultamiento consistente en exponer aquello que se desea invisibilizar en la pantalla, a la vista de todo el mundo, como sucede en el célebre cuento de Edgar Allan Poe La carta robada. El método buscaría entonces la invibilidad por refulgencia; la imagen brilla tanto que es insostenible a la vista, y acaba por ser tan invisible como su obliteración fuera de la pantalla.

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En fechas recientes se han publicado cuatro libros de narrativa que se proponen, desde muy diversas estéticas y puntos de vista, recuperar parte de lo invisible y exponerlo en un lugar donde no ciegue. Su propósito tiene una doble vertiente: una cívica, planteando la necesidad de visibilizar elementos de nuestra sociedad que, por unas u otras razones, son convenientemente apartados de las primeras planas; y una vertiente estética, la más importante por cuanto convierte una postura en arte, que procura acceder a “la sonora invisibilidad de la que procede toda poesía”, como dijese Hermann Broch[1], y persigue “revelar la realidad detrás de las cosas visibles”, propósito explícito de la pintura de Paul Klee[2].

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1. Gonzalo Hidalgo Bayal y las otras realidades

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A fin de cuentas, la cara oculta acaba siempre por aparecer.

Antonio Méndez Rubio, La apuesta invisible

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El fantástico conjunto de monólogos Conversación (Tusquets, Barcelona, 2011), de Gonzalo Hidalgo Bayal, un gran escritor tardomoderno que comienza por fin a ser reconocido como merece, dedica el segundo de sus relatos, “Corzo”, a una historia rural. La realidad de lo que ha venido a denominarse “la España profunda” no suele asomar por las novelas actuales. En los últimos tiempos apenas aparece en la novela de Antonio Montes El grito (Siruela, 2011) y en Volver al mundo (2003), de González Sáinz, que presentaba a Biércoles, inolvidable personaje agreste e indistinguible de la montaña, al que me ha recordado mucho el Corzo de Hidalgo Bayal, otro personaje fascinante. Tanto en este relato, ambientado en una sierra inextricable, como en el Valle descrito en la novela de González Sáinz, lo telúrico y lo coetáneo se dan la mano con una delicadeza extraordinaria, huyendo por igual del tipismo y del tópico, e intentando con una fina pulsión literaria llegar hasta el fondo de las cosas y reencontrarse con “las cosas del campo”, como las llamaba José Antonio Muñoz Rojas. En ese sentido, Hidalgo Bayal nos devuelve en ésta y otras historias un modo dialógico y dialéctico de analizar otras realidades que no asoman mucho ni por la prensa ni por otras novelas, mediante excelentes monólogos que lejos de imponer una sola versión de los hechos discuten consigo mismos y muestran lo difícil que es penetrar hasta la médula de lo que nos rodea y conocer a fondo cualquier tipo de realidad: “también se dijo que huía de un mal crimen, del que, sin embargo, nadie sabía contar los pormenores. Estas cosas nunca acaban de saberse. Si muchas veces no se sabe ni lo que ocurre delante de uno mismo, cómo se va a saber lo que ocurre en otra parte, en sitios que uno ni siquera conoce o de los que ni siquiera ha oído hablar” (p. 45). Sus narradores saben que no son fiables, al utilizar la primera persona, y comparten con el lector honradamente sus limitaciones: “os advierto, sin embargo, de que estamos ante un cabo narrativo suelto” no sé qué importancia tuvo esta muchacha, si es que alguna tuvo (…) en el triste desarrollo de la trama” (p. 75). De este modo, la escritura de Hidalgo Bayal busca equilibrios ocultos entre fenómenos diferentes, como la filosofía, y por eso contiene estructuras simétricas, ecos narrativos, palíndromos (“Acaso los siervos obréis solos acá”, p. 55; o los nombres de Saúl Olúas y Surte Petrus), y otras magias especulares, “pues los dioses también se divierten con juegos de equilibrio y compensación, la balanza de Temis, la rueda de Némesis” (p. 71).

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2. Espigado y las ciudades prohibidas

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condenados a un tiempo al lenguaje y al misterio, a no ir con las palabras más allá de la piel y la cáscara cuando lo que nos interesa y nos atrae es lo oculto, lo secreto, lo profundo y lo prohibido

G. Hidalgo Bayal, Conversación

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El notable debut literario de Miguel Espigado, El cielo de Pekín (Lengua de Trapo, Madrid, 2011) tiene la virtud de acercarnos un retrato hacedero de China en estos momentos. Un país en el que Internet está controlado, donde hay manipulación informativa y en el que los disidentes son armonizados, como se narra, de forma espeluznante, a lo largo de sus páginas. La novela de Espigado tiene todos los defectos habituales de cualquier opera prima narrativa, que en otras partes se han encargado de exagerar, así que nos centraremos aquí sólo en su relación con la invisibilidad. El cielo de Pekín tiene, amén de las literarias, la gran virtud de visibilizar China, con todos sus excesos, sus parciales bondades, y sus parciales injusticias. Las contradicciones de esta nación-continente, que dentro de pocos lustros será la primera potencia mundial, y la esquizofrenia que para sus ciudadanos significa el hecho de ser comunistas y ultracapitalistas a la vez, están bien vistas desde una distancia foránea que, no lo olvidemos, también aporta distorsiones. Un ejemplo es el de ese Curator cretino que niega la posibilidad del diálogo cultural (pp. 106-108); es obvio que uno no puede dialogar culturalmente con los chinos a menos que hable chino; cuando uno habla la lengua del otro, el diálogo global es posible y hay millones de ejemplos por todo el mundo. Pero, amén de las distorsiones, la perspectiva del extraño también tiene ventajas: a nosotros, nos permite asomarnos a la ciudad informativamente prohibida del Pekín actual, y atisbar todo eso que el régimen no quiere que veamos. También se cuenta la forma en que los ciudadanos chinos, o al menos los retratados por Espigado, viven sabedores de esa media verdad institucional y tienen sus conflictos internos con ella. Unas veces a través de la tecnología, otras a través del secreto, algunos rastros de la evidencia tapada se ocultan, y se producen grietas en esa especie de “Ministerio de la verdad” orwelliano en el que trabaja Társila, que se dedica a escribir noticias que aún no han sucedido (p. 24). Por ello, y a pesar del tono presentista, tenemos la sensación de estar leyendo una distopía o un libro preapocalíptico, en el que la misma catástrofe está siendo mantenida en silencio institucional. El de la develación es, en consecuencia, el gran tema de la novela, magníficamente simbolizado en la obra del artista Li Zheng, que realiza un óleo dirigido a la visibilización: “pinté cuatro bustos oficiales con un estilo totalmente nuevo, utilizando pinturas y materiales fosforescentes y reflectantes. Todo pensado para que en la inauguración se enciendan las luces negras, que supuestamente sirven para realzar el efecto luminescente de los lienzos, pero en realidad, lo que realzan es una pintura solo visible bajo esa iluminación” (p. 177). Dejando de lado que la palabra correcta es luminiscente y no “luminescente” (que sería italiano o portugués), la obra de Zheng es el epítome de la visualización buscada, de la revelación o develación o desvelado de la realidad oculta. El cielo de Pekín, con el que Espigado presenta unas sólidas credenciales como narrador en crecimiento, es un libro que nos abre las puertas a una realidad, la de la China contemporánea, hasta ahora parcialmente invisible para nosotros.

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3. Rosa y Gopegui: visibilizar el origen

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“hay un mérito singular en Petrus: su habilidad para que nunca se hayan confundido su persona y sus negocios. Tal vez haya sido la cabeza pensante de NQR, pero no la cabeza visible”

G. Hidalgo Bayal, Conversación

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Aunque muchas veces, como ahora, se les cita juntos, es de justicia recalcar que Isaac Rosa y Belén Gopegui son dos autores muy diferentes, de distintas estéticas y modos de concebir la novela (ambos, a mi juicio, muy interesantes). Lo que los une es su atención al presente, su voluntad de novelar la actualidad. Sobre Acceso no autorizado (Mondadori, 2011) escribía Damián Tabarovsky, en un reciente artículo en el diario argentino Perfil: “Acceso no autorizado profundiza el plan de Gopegui de pensar no a la literatura como algo político, no a la narrativa para criticar el poder, sino a la inversa, de pensar a la novela como un contrapoder, a la escritura como una contrapolítica, y a la reflexión como una forma de contrainsurgencia. ¿Es un proyecto ambicioso? Sí ¿Demasiado ambicioso? Tal vez. Pero hablamos de literatura, de eso se trata”[3]. En términos similares podríamos leer La mano invisible (Seix Barral, 2011) de Rosa, si bien el acento no está tan puesto en lo político como en lo económico –que también es siempre política, por supuesto–. La expresión “mano invisible” remite rápidamente al mercado, según la analogía que estableciese en su momento Adam Smith; pero, en una inteligente vuelta de tuerca, Rosa parece darnos a entender que el mercado está hoy más visible que nunca, y que lo que desaparece es el elemento humano, la mano de obra que hay detrás del mercado, sosteniéndolo con su esfuerzo diario.

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Y éste es justo el momento en que las novelas de Gopegui y Rosa coinciden, en la visibilización de lo invisible, en su poética de de(s)velamiento; revelan accesos no autorizados a la información política e invisibilidades mercantiles. Y coinciden incluso en la descripción concreta de dos elementos: la mano de obra fabril, sobre la que luego volveremos, y los procedimientos informáticos, forma por antonomasia de procesos invisibles que producen efectos directos sobre la realidad. Sobre esto escribe Gopegui: “Durante un tiempo él también había sido así, cuando solo miraba iconos y palabras pulsando el ratón como un interruptor, sin preguntarse nunca por los programas que había detrás, esas copias de un trozo de mente en un estado preciso, esos protocolos de actuación capaz de alimentarse con energía eléctrica”[4]. Los términos con los que Rosa describe el mismo proceso son muy semejantes: “un informático (…) significaba algo ajeno a su comprensión, una profesión que todos saben que existe, que saben necesaria, que relacionan con muchas actividades, pero ahí termina todo, ven a los informáticos como sacerdotes, como brujos, dueños de un lenguaje mágico que hace funcionar al mundo con sus órdenes (…) ven a los informáticos como seres poderosos, dueños del secreto”[5]. Ambos párrafos traen a la luz la señal electrónica programada y a sus operadores, hacen que el lector de pronto repare en los mecanismos automatizados que controlan las cosas a su alrededor o que, incluso, como se describe unas páginas después en la novela de Rosa, le controlan a él como fuerza de trabajo, midiendo su productividad.

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Y hablando de productividad, hay que dejar constancia de que ambas novelas traen también a la vista del lector el hecho mismo del trabajo, la actividad diaria como objeto de atención de la novela, en la línea de las excelentes novelas de la poco conocida Mercedes Soriano, a quien no por casualidad cita Gopegui a la entrada de Acceso no autorizado. La fuerza del trabajo y su alienación son presentadas aquí sin tapujos, sobre todo en la novela de Rosa, pero también en la de Gopegui, en su condición de grandes olvidados: “pasar la mano y sentir el tacto de un tejido que no es eléctrico ni pegajoso ni demasiado suave (…) La vicepresidenta vio una fábrica mortecina con trabajadoras maduras, gordas de no moverse, rostros abotargados con ojos que ya no alcanzan a distinguire el hilo bajo la máquina de coser. Ellas han hecho esta tela” (Acceso no autorizado, p. 74). No sabemos si la vicepresidenta retratada por Gopegui vería o no tras la tela a las trabajadoras que la hicieron pero, desde luego, Gopegui sí las ve. Y esa operación de ver, pero a gran escala, es el leitmotiv de La mano invisible, que describe a un grupo de personas que son contratadas para ser vistas trabajando. Y justo en el instante en que firman su contrato es cuando salta a la luz su condición de invisibles para los demás; condición que piensan ingenuamente que será revertida con la incorporación a este extraño puesto laboral: “cuando la entrevistadora le preguntó si le importaba que la mirasen mientras fregaba, ella se rió y dijo que al contrario, que estaría encantada si la mirasen, eso sí que sería una novedad, porque para que la mirasen primero tendrían que verla, lo que a menudo no sucede. Está acostumbrada a su invisibilidad, ha sido así en todos los sitios en donde ha fregado, y son muchos en tantos años. Unas veces era invisible a los demás porque trabajaba sola, cuando todos se habían marchado a casa y que se quedaba ella con toda una planta de oficinas para quitar el polvo, vaciar papeleras y ceniceros, fregar los suelos (…) para que al día siguiente los trabajadores encontrasen todo como si un fantasma hubiera devuelto al orden lo que ellos dejaron lleno de papeles, envoltorios de comida, ceniza y huellas pringosas en las mesas” (La mano invisible, p. 144). Y más adelante: “podían creerlo así, pues muchos de esos trabajadores de oficina y clientes de hotel veían como sus propias casas también se limpiaban y ordenaban como por arte de magia” (La mano invisible, p. 145).

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Además de la ética que mueve estas novelas, con la que uno puede estar de acuerdo (como es mi caso) o no, hay un trabajo literario que tampoco debe pasar desapercibido. Hay críticos que opinan que ambos autores han ido abandonando la “literaturidad” de sus primeras obras, en pos de una especie de “realismo ideológico” en las últimas, como si la estilística fuera, por sí misma, garante de la literatura. Esa mirada, muy conservadora en temas estéticos, que defendería que sólo el libro de Hidalgo Bayal es literario frente a los otros tres, equivoca los márgenes de construcción de una literatura, confundiéndola con “escribir bien”. Hidalgo Bayal es un fabuloso estilista, amén de un notable constructor de estructuras, personajes, conflictos, ambientaciones y desarrollos climáticos. Espigado, sin olvidarnos de que está dando sus primeros y tentativos pasos, se insertaría en un término medio, entre una concepción puramente estética y otra más performática. Rosa y Gopegui están llevando a cabo una compleja operación por la que ambos están sacrificando dotes que han demostrado sobradamente poseer con el fin de buscar otras, y es ahí, en ese despojamiento voluntario, donde algunos críticos se han perdido. Algo similar ocurre con el último poemario de Diego Doncel, Porno ficción (DVD, 2011), que también rompe radicalmente con su poética anterior para sumergirse en un ahondamiento brutal, despiadado, en la realidad pornogránica del espectáculo reinante: “estoy devorado por pantallas que tratan de saber, miro el mundo a través de ventanas electrónicas”[6]. Es la de Doncel una poética de ver más que no abjura de lo irracional y que por ello, como decía Manuel Rico de la parte de más iluminación rimbaudiana de la poesía de Diego Jesús Jiménez, “no margina las zonas no visibles”[7]. Una poética que ya comenzó en la última novela de Doncel, Mujeres que dicen adiós con la mano (DVD, 2010).

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Algo debe estar sucediendo cuando varios escritores, en distintos géneros, siendo autores asentados, reconocidos y premiados, deciden dar un vuelco a su obra y perseguir un modelo más abarcador de literatura. Tabarovsky apunta la dirección: están persiguiendo otro modelo creativo, no menos ambicioso que el anterior, y lo que los críticos debemos hacer es intentar conformar su perfil, en vez de negar o poner en duda su validez literaria. No nos engañemos: en cualquier caso, incluso si hubiesen mantenido retóricas escriturarias al uso, hubieran sido combatidos o ignorados, al acercarse demasiado al presente y al origen conflictivo del dinero, del trabajo y de las relaciones de jerarquía: Soriano era una maravillosa estilista y fue convenientemente olvidada, invisibilizada, por la mayoría de los críticos literarios en los años ochenta, con algunas excepciones, recuerdo ahora la de Juan Ángel Juristo. Hemos tenido que ser críticos cronológicamente muy posteriores, como es mi caso, o hispanistas extranjeros, como Marco Kunz, los que han intentado arrojar luz sobre obras tan fundamentales como Historia de no o Entre nosotros. En los casos de Rosa y Gopegui, este cerrojazo crítico que sufrió Soriano parece estar comenzando a producirse, aunque por fortuna da la impresión de que el interés de los lectores no remite, y con buenos motivos, debido a la que está cayendo con la crisis económica. Insisto en que lo que deberíamos hacer los críticos, cuando autores de innegable talento como Rosa y Gopegui están realizando un giro, es preguntarnos hacia dónde viran, y no lamentar o laminar la evolución; todo creador tiene el derecho, si no el deber, de intentar crecer como artista y no estancarse eternamente en la repetición de la misma fórmula. En mi caso, creo que la poética de la visibilidad, de hacer patentes los procesos que la realidad espectacular y refulgente de las pantallas intenta ocultar, es una parte de ese proyecto de largo alcance que ambos autores están poniendo en marcha en sus últimas novelas. Un proyecto que, al menos yo, seguiré con mucha atención.


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[Relación del crítico con los autores: con G. Hidalgo Bayal, ninguna; con Miguel Espigado, buena relación, amén de haber sido miembro activo de este blog desde su principio. Con Gopegui y Rosa, cordial aunque básicamente epistolar. Relación con las editoriales: con Tusquets, Lengua de Trapo y Mondadori, ninguna; Seix Barral publicará en breve mi próximo libro]

[1] H. Broch, La muerte de Virgilio; Alianza, Madrid 1998, p. 279.

[2] “Formerly we used to represent things visible on Earth, things we either liked to look at or would have liked to see. Today we reveal the reality that is behind visible things”; citado en H. B. Chipp, Theories of Modern Art; University of Berkeley, California, 1968, p. 186.

[3] D. Tabarovsky, “El plan español”, Perfil 04/09/2011, accesible aquí.

[4] Belén Gopegui, Acceso no autorizado; Mondadori, Barcelona, 2011, p. 52.

[5] I. Rosa, La mano invisible; Seix Barral, Barcelona, 2011, p. 332.

[6] D. Doncel, Porno ficción; DVD Ediciones, Barcelona, 2011, p. 108.

[7] M. Rico, “Estudio previo”, en Diego Jesús Jiménez, Iluminación de los sentidos; Hiperión, Madrid, 2001, p. 38.

sábado, 5 de noviembre de 2011

El sistema Bellatin

Mario Bellatin, Disecado; Sexto Piso, Madrid, 2011.

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Lo que no es un poquito deforme da la impresión de ser insensible.

Charles Baudelaire, Cohetes

La incongruencia entre apariencia y esencia es fundamento tanto de lo sublime como de lo cómico; el cuerpo, como signo ínfimo, indica lo indescriptible.

Max Kommerell, Jean-Paul

Si se hace un libro que cuenta todos los demás libros, ¿él mismo es un libro, o no?

M. Foucault, El lenguaje al infinito

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En el último de los textos que compone El Gran Vidrio (2007), uno de los libros más difíciles que ha dado la literatura reciente en castellano, la protagonista del monólogo se plantea la posibilidad de hacer una biografía de sí misma: “una autobiografía cuyo eje sería cada uno de los libros que he publicado”[1]. El cosmos textual del escritor mexicano Mario Bellatin es tan coherente y está tan relacionado consigo mismo y con la persona de su autor que podemos atribuirle al escritor que narra en primera persona muchos de sus libros, esta declaración y convertirla en una especie de ley o sistema de escritura. Luego volveremos sobre esto. Antes de analizar el sistema Bellatin, deberíamos puntualizar que aunque Disecado parezca un ejercicio de autoficción, ni este libro ni ningún otro de Bellatin lo son: todo lo contrario, suponen un ejercicio de autodestrucción, de eliminado o borrado del yo. El presunto sosias de Bellatin aparece en el libro denominado recurrentemente como ¿Mi yo?, en cursiva y entre interrogaciones, y también como un símbolo, j, que no sé si este blog podrá reproducir, para mostrar el cambio estructural del “sujeto” al adoptar la religión sufí. El objetivo último no es la exhibición narcisista del yo, habitual en la mayoría de autofricciones contemporáneas, sino su disolución total en la escritura, su aniquilamiento sistemático. Queda la experiencia vivida, pero desaparece el sujeto que la encarnó.

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Entremos, pues, en el análisis de lo que denominamos el sistema Bellatin. En algunos párrafos, Bellatin parece haber escrito Disecado no copiando, pero sí teniendo a la vista algunos textos suyos anteriores, por lo demás citados explícitamente. Cuando narra la experiencia que j tuvo escribiendo Perros héroes (2006), el narrador dice:

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El enfermero-entrenador era un sujeto algo subido de peso. Había llegado a esa casa muchos años atrás únicamente con el fin de realizar las prácticas necesarias para conseguir el título de enfermero en el instituto de salud en el que estudiaba. (Disecado, p. 25)

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Y en Perros héroes leemos:

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Nadie sabe si el enfermero-entrenador primero fue enfermero y luego entrenador o viceversa, si antes fue entrenador y después enfermero. Se trata de un joven algo subido de peso (…) (Perros héroes; Matalamanga, Lima, 2006, p. 11)

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No es el único caso. Veamos otro ejemplo, aún más rebuscado. Leemos en Disecado que el escritor que visita al narrador trabajaba en una escuela de creación literaria, de curiosas características:

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Un espacio donde sólo existía una prohibición: la de escribir. Es decir, los alumnos, tal vez debía decir los discípulos de un número grande de maestros, no podían acudir a ella con el fin de cotejar sus propios trabajos de creación, pues éstos permanecerían o, mejor aún, se construirían en un ámbito paralelo al de la escuela: en los gabinetes personales que cada uno de ellos debía crear para sostener una obra única. La escuela tendría que ser solamente una suerte de detonante capaz de hacer que cada quien se enfren tase, de manera solitaria, con la propia creación. Esto se practicaba con la intención de que el trabajo resultante no se encontrase bajo la tutela más que de su propio autor, y de que una obra ejecutada bajo estas condiciones hiciera más evidentes sus particularidades. (pp. 33-34)

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Esto me sonaba. Y recordé de pronto un texto que sólo debemos conocer los bellatinianos más acérrimos, aquellos que estamos dispuestos a buscar su prosa metamorfoseante allá donde pueda encontrarse: ni más ni menos que el “Prólogo” que Bellatin escribe a un volumen colectivo titulado El arte de enseñar a escribir (2006), donde habla de su famosa Escuela Dinámica de Escritores. Compárese este párrafo con el anterior:

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Aparte de hacer mis libros, dirijo una escuela de escritores. Un lugar donde sólo existe una prohibición: la de escribir. Es decir, que los alumnos, tal vez deba decir los discípulos de un número grande de maestros, no pueden llevar a ese espacio sus propios trabajos de creación. (…) Los alumnos deben generar sus textos personales en un espacio ajeno a la escuela. Deben construir sus propios lugares de creación, donde lo aprendido o, mejor dicho, lo experimentado en la escuela, pueda ser puesto en práctica. La escuela debe servir solamente como una suerte de detonante capaz de hacer que cada quien se enfrente, de manera solitaria, con su propio trabajo. Esto se practica con la intención de que la obra resultante no se encuentre bajo la tutela más que del propio creador. Una obra ejecutada bajo estas condiciones hará más evidentes sus particularidades (…)[2]

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Lo importante no es detectar estas y otras muchas auto-apropiaciones que Bellatin lleva a cabo en esta y otras obras, algo que está al alcance de cualquier lector con un poco de memoria o de sistemática. Hay en Disecado más párrafos que conducen como pasadizos a otras obras suyas como Salón de belleza, Jacobo el mutante o El Gran Vidrio. El “estado hipnótico” (p. 16) bajo el que ¿Mi yo? ve la adaptación teatral de Salón de belleza es el “trance casi hipnótico”[3] con el que Mishima ve la adaptación de la misma obra en Biografía ilustrada de Mishima (2009). Y, años antes, Lecciones para una liebre muerta (2005) era un patchwork artístico, a medias entre la literatura y la performance (no en vano el título recordaba a otra intervención, la célebre Cómo explicar los cuadros a una liebre muerta de Joseph Beuys), construido con elementos nuevos trufados de citas de obras suyas anteriores. El método es conocido por todos los estudiosos de Bellatin. En Disecado se introducen de cuando en cuando unas enigmáticas tijeras, como si fueran signos de puntuación, que pueden apuntar los cambios de sentido en la narración, aunque a mi cabeza traen inmediatamente esta práctica de corta y pega que el autor ha hecho seña de identidad de su trabajo. Lo esencial, en consecuencia, sería hacer sentido de este procedimiento de retroalimentación, determinar su alcance. El propio autor, en ese Prólogo donde examina el modo en que no es posible enseñar a otros a escribir, pero sí a ser escritor, nos deja algún apunte interesante: “habría que recapacitar y preguntarse qué es lo que define a un escritor. Puede tener que ver con la conciencia que se tenga de lo que se está escribiendo. Con la posibilidad de leerse a sí mismo. Con advertir los distintos elementos que conforman su sistema de escritura” (p. 11). Creo que ahí está la clave. Bellatin tiene un sistema de escritura, que incluye la “lectura de sí” como parte del proceso. Bellatin escribe de forma continua, pero se permite en las obras nuevas “releer” parte de sus antiguos textos e incorporarlos al tejido de los embriones, como el que hace un injerto de una rama en un árbol. El procedimiento, en agricultura y en arte, es hacedero y plausible si acaba dando fruto. Y en Bellatin lo da, de un modo tan incesante y sistemático como la propia escritura, dando la razón al Senett que sentenciara que “en lugar de aspirar a lograr algo completo y acabado de una vez, habría que construir una estructura provisional que comenzara con un esbozo y fuera capaz de evolucionar. (…) Habría que comprometerse con la dificultad, el accidente y la limitación”[4]. Es decir, una obra que acepte la existencia tal y como es. Frente a los cuerpos muertos, deformes, mutilados o decadentes que pueblan su obra, el corpus o cuerpo textual de Bellatin se presenta como un biomecanismo de partes intercambiables, de fragmentos-prótesis que completan la función del órgano al que se ajustan, y que dan vitalidad y sangre al corpus con su perpetuo movimiento de mutación. La obra bellatiniana es ese gesto[5] dual mediante el que argumentos consagrados a la muerte y la degeneración son construidos gracias a un sistema vital, autogenerado, positivo, destinado a la duración y la supervivencia.

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Giovanni Panini, pintor piacentino nacido en 1691 (no confundir con Giovanni Papini, escritor toscano del XX), fue un pintor que se dedicaba a reconstruir pictóricamente los edificios de la Roma antigua y sus vistas. En dos descabellados óleos, titulados Vistas de la Roma antigua y Vistas de la Roma moderna, Panini nos muestra una galería gigantesca en la que por doquier están colgados cientos de reproducciones de edificios y paisajes, inventados en el primero, realistas en el segundo. Entre las columnas mayúsculas y los arcos, no hay un sólo espacio libre en la pared donde no haya un óleo que represente la vista o veduta de una realidad antigua: son gigantescos cuadros de cuadros; vedutas, por tanto, de vedutas. En su piranésica y laberíntica construcción, Panini recrea en el interior de ese edificio otros interiores de edificios no menos vastos, reduplicando borgianamente los espacios y logrando, a pesar del realismo, una atmósfera de compleja imposibilidad. Sus creaciones, destinadas en principio a que se le pudiera encargar cualquiera de los cuadros contenidos en ellas, tenía un interesantísimo punto final, que nos hizo llegar Gianni Guadalupi en un antiguo ejemplar de la revista FMR: Panini habría “concebido y llevado a cabo el sueño de todo pintor, el cuadro de los cuadros, una gigantesca galería de pinturas donde poder reunir, debidamente miniaturizadas, todas sus otras Galerías[6]. Más que el aspecto de veduta de veduta de veduta que tal visión conlleva, me atrae su poder expresivo para retratar el sistema Bellatin. Imaginemos que el procedimiento vedutista pudiera ser hecho con un virtuosismo estético inapelable, con originalidad y con una aterradora capacidad de descripción de las zonas en sombra de lo humano. Imaginemos que este prodecimiento revisitador pudiera ser sostenido, con calidad homogénea, durante decenios. Imaginemos que eso pudiera hacerlo una sola mano, de un solo hombre. Entonces, si somos capaces de imaginarnos eso, podremos imaginar qué es, quién es, Mario Bellatin.

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[Relación con el autor: puramente crítica: hemos mantenido correspondencia sobre sus libros y hemos coincidido en algún encuentro. Relación con la editorial: ninguna]


[1] M. Bellatin, El Gran Vidrio; Anagrama, Barcelona, 2007, p. 158.

[2] M. Bellatin, “Prólogo”, en M. Bellatin (coor.), El arte de enseñar a escribir; Fondo de Cultura Económica, México D. F., 2006, pp. 9-10.

[3] M. Bellatin, Biografía ilustrada de Mishima; Entropía, Buenos Aires, 2009, p. 48.

[4] R. Senett, El artesano; Anagrama, Barcelona, 2009, p. 323.

[5] Para el concepto de gesto en la obra crítica de Max Kommerell, véase Giorgio Agamben, La potencia del pensamiento; Anagrama, Barcelona, 2008, p. 250ss.

[6] G. Guadalupi, “Roma en un salón”, FMR n. 22, 1993, pp. 15-28.