sábado, 29 de abril de 2023

El cazador de Javier Tomeo

 EL CAZADOR | JAVIER TOMEO | Casa del Libro

Javier Tomeo, El cazador. Oviedo: Pez de Plata, 2023, 127 pp.

El silencio y el olvido son los dos alimentos que más de continuo reciben las personas ya fallecidas que durante su vida escribieron con cierta ambición y tomando riesgos. Los ejemplos de ninguneo y desmemoria son tantos que es preciso prestar atención a las excepciones. E incluso cuando un editor, lustros después de la muerte de una voz distinta y ambiciosa, se juega el tipo y el dinero en recuperar alguna de sus obras de un autor diluido en el espeso limbo que rodea a los artistas muertos en España —y me temo que no solo aquí—, puede pasar que su valiente y necesaria propuesta vuelva a recibir más silencio por respuesta.

Creo que algo así está pasando con la recuperación por la editorial Pez de Plata de la primera novela de Javier Tomeo, El cazador (1967), y de ahí esta nota, por si en algo contribuyese a paliar ese mutismo, o a dar visibilidad a la obra. Aparecida en la década donde comenzó la indispensable renovación de la narrativa española, El cazador presentaba a un autor diferente, más ubicable en la órbita de cierta narrativa centroeuropea (Georg Büchner, Kafka, Schulz) que en la tradición española. Tomeo solía caminar con un lado en lo real y otro en lo fantástico, y tuvo un claro momento de despegue con Amado monstruo (1985), que constituyó un éxito editorial que lo catapultó durante los años siguientes a una “vorágine publicadora”, según Pozuelo Yvancos[1], y a la distribución internacional de su obra, aunque en algunos países fue más conocido como dramaturgo que como novelista, como explica Antón Castro en su acertado prólogo a la edición ovetense de El cazador.

En El cazador asistimos a la épica menor de Julián, un personaje ensimismado que se enclaustra en su cuarto el día que cumple los 35 años, un número nel mezzo del camin de nostra vita que seguramente no es azaroso. Sitiado por su madre al otro lado de la puerta, Julián se rodea de muñecos y objetos a los que comienza a dar vida, a través de su propia voz:

 

Y la madre, al oírle […] pregunta al cabo de un momento […] ¿Quién está contigo?

                Y esa pregunta ofrece a Julián la posibilidad de utilizar todas sus voces y responder sucesivamente con cuatro yoes distintos. un yo por el monje, otro por el sargento, otro por cabo ametrallador y, por fin, el suyo propio. Ninguna de las cuatro voces, por supuesto, coincide en tono, timbre y entonación. (2023: 52)

 

Es una especie de regresión infantil a través de los desdoblamientos subjetivos, pero que la habilidad simbólica de Tomeo comerte rápidamente en una alegoría de la resistencia ante la vida pautada y mecánica. Julián se multiplica para vivir otras vidas que no puede disfrutar durante su robótica existencia.

Otro tema importante de la novela es el choque generacional contra sus padres, especialmente contra su madre; asunto este de las madres castrantes que retomará Tomeo en su novela más conocida, Amado monstruo, según la lectura que hizo de ella Leopoldo Azancot: “en el fondo, los dos protagonistas del libro son aspectos de un mismo personaje, el hombre genérico, que debido a su dependencia inicial de la mujer, ve en esta un principio amenazador contra su libertad, un principio negador de su esencia” (reseña en ABC, 06/06/1985). La puerta de la habitación donde está encerrado Julián se convierte en un espacio de separación a la vez que de comunicación, pues la madre no deja de suplicar o musitar a través del ojo de la cerradura, intentando que el hijo se arrepienta de su decisión misántropa. El tono kafkiano con el que comienza la novela va mutando hacia tonos que podríamos encontrar hoy en la obra de un César Aira, como por ejemplo plantear puntos de partida insensatos que la condición obsesiva del personaje desarrolla con exquisito y metódico cuidado (p. 117):

 

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Del mismo modo que el protagonista de El castillo de la carta cifrada (1979), donde según Pozuelo “Tomeo se entrega a la excentricidad de un juego metafórico con dos planos, como toda metáfora, en que el plano A, el de significación, vuelve a ser la soledad del individuo, encerrado en su fortaleza, incomunicado con el mundo”, Julián genera en El cazador un aislamiento donde se rompen los lazos convencionales y civilizados con el mundo, para ofrecer un expresionismo radical de la interioridad que solo puede acabar de una forma.

Hay que felicitarse, pues, de esta recuperación por parte de Pez de Plata de El cazador, con la esperanza de que iniciativas de este tipo contribuyan a volver a poner sobre las mesas de lectura la obra singular, obsesiva y diferente de Javier Tomeo.



[1] J. M. Pozuelo Yvancos, “Tetralogía de la soledad: una introducción a la narrativa de Javier Tomeo”, Tropelías, 1, 1990, pp. 177-198.

 

[Relación con autor y editorial: ninguna]

 

domingo, 23 de abril de 2023

Literatura e inteligencia artificial

 

 

Literatura e inteligencia artificial.

Cuánto vale nuestro lenguaje entrenado

 

Conferencia en el Centro Andaluz de las Letras, Málaga, 21/04/2023

 

 

 

Internet es la nueva propietaria de los textos y los autores, entendidos como obras de arte, son su combustible.

Hernán Vanoli (2019, p. 22)

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Esta charla debería tratar sobre los múltiples cambios que la tecnología ha provocado en la literatura en la actualidad, recordando que la llegada de los instrumentos de escritura en la antigüedad, o de la imprenta en el siglo XV, fueron también hechos tecnológicos de gran relieve en sus respectivas épocas. Luego se citarían algunos ejemplos de grandes clásicos que dieron cabida a la técnica en sus obras, de Franz Kafka a Samuel Beckett, o que diseñaron sus propias herramientas de escritura, como la máquina de papel continuo de Juan Benet o el rollo de télex mecanografiado de Jack Kerouac. Seguiríamos después comentando la creciente dimensión “textovisual” de la literatura, luego recogeríamos la influencia de los formatos informáticos y su ciberretórica, de ahí nos moveríamos a la literatura exclusivamente digital y acabaríamos en La escritura a la intemperie (2021), es decir, en el inmenso corpus de escrituras, a medio camino entre la literatura y el amateurismo expresivo, que llena el mundo digital de prácticas escriturarias que redimensionan lo que antes era campo literario. Aquí felicitaríamos a Salvador Gutiérrez Solís por sus hábiles cuentos semanales presentados como hilos de tuits en Twitter (@gutisolis), donde consigue sin dificultad diez millones de impresiones, que aseguran un número millonario de lecturas; o alabaríamos la capacidad de convocatoria de Alberto Chimal para poner a escribir a miles de personas; o la sana pulsión crítica de Ariana Harwicz en Twitter; o el ingenio de los estados de José Luis Zárate o Juan Varo en Facebook, o las performances de la poeta Rocío Cerón, que comparte a veces en su cuenta de Instagram.

         Este era mi plan original: un panorama abierto y positivo, con alguna puntualización crítica, porque la función de la crítica literaria es poner en crisis, valorar, sopesar. Pero he variado de planes, porque un fenómeno del que todos han oído hablar hasta la saciedad en los últimos meses me fuerza a postergar todas esas sugestivas posibilidades de discusión y a centrarme en una sola rama de la tecnología y su posible influencia en la literatura. Esa que hoy llamamos inteligencia artificial o IA.

 

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Contamos con numerosos testimonios literarios de la inteligencia mecánica. Uno de los más hermosos es la máquina de Elena de La ciudad ausente de Ricardo Piglia. Según la novela, esa máquina ha sido construida para conservar la memoria de Elena de Obieta, la esposa tempranamente fallecida en 1920 del escritor Macedonio Fernández, pero también atesora varios subtextos literarios, constituyendo una “una increíble máquina macedonio-puigueano-benjaminiana” de narrar, según la descripción de Claudia Kozak (2008). La máquina, que habla en voz alta dentro de un Museo, conserva lo mejor de Elena y de la cultura literaria occidental, y de hecho el hermoso parlamento final es, a su vez, un homenaje al término del Ulysses de James Joyce, puesto que Elena está recordando, además de a sí misma, al personaje de Molly Bloom que cierra con su monólogo el Ulysses. Les leo un fragmento del cierre:

 

Sé que me abandonaron aquí, sorda ciega y medio inmortal, si solo pudiera morir o verlo una vez más o volverme verdaderamente loca, a veces me imagino que va a volver y a veces me imagino que voy a poder sacarlo de mí, dejar de ser esta memoria ajena, interminable, construyo el recuerdo pero nada más. Estoy llena de historias, no puedo parar, las patrullas controlan la ciudad y los locales de la 9 de Julio están abandonados, hay que salir, cruzar encontrar a Grete Müller que mira las fotos ampliadas de las figuras grabadas en el caparazón de las tortugas, las formas están ahí, las formas de la vida, las he visto y ahora salen de mí, extraigo los acontecimientos de la memoria viva, la luz de lo real titila, débil, soy la cantora, la que canta, estoy en la arena, cerca de la bahía, en el filo del agua puedo aún recordar las viejas voces perdidas, estoy sola al sol, nadie se acerca, nadie viene, pero voy a seguir, enfrente está el y desierto, el sol calcina las piedras, me arrastro a veces, pero voy a seguir, hasta el borde del agua, sí. (2019, p. 167)

 

         Si nos conmueve este fragmento al llegar al final de la novela es porque es profundamente humano. Tras la máquina sentimos a la Elena de Obieta real, y también al personaje de Elena, a cuya memoria está dedicada la máquina parlante, así como al resto de personajes de La ciudad ausente y, por último, al propio Ricardo Piglia. Capas y capas de humanidades reales y de textos escritos por personas de carne y hueso acumulan su emotividad en esa página. Lo mecánico actúa como un espejo de contraste, pues imaginar esa máquina en medio de un Museo, abandonada, emitiendo un discurso tan vibrante, intensifica la emoción, en vez de apagarla. Como diría Greene, es El factor humano lo esencial en cualquier cacharrería que aparezca en una obra literaria; sin ese temblor no hay nada.

         La irrupción brutal de la última versión de Chat GPT como tecnología de inteligencia artificial nos ha regalado en los últimos meses miles de testimonios de texto caracterizados por dos elementos esenciales: su sorprendente corrección gramatical… y su carencia de cualquier temblor, no solo emocional, sino también estético. Porque, como dije alguna vez, a la hora de escribir lo correcto es lo escolar, lo infantil, lo pautado, lo que te enseñan en el colegio. El programa escribe como lo hacíamos quienes cursábamos el bachillerato de los planes antiguos (no puedo hablar de los bachilleres actuales, porque no sé cómo redactan). El sistema comete multitud de errores semánticos, es fácil de engañar y manipular (las redes se han llenado de ejemplos), ofrece datos equivocados, se inventa fechas y títulos de libros y ha generado notables escándalos al atribuir falsos delitos de acoso sexual a un profesor o revelarse sus problemas de seguridad. No es el único caso polémico de IA.

         De hecho, en lo que respecta al contenido, la hipercorrección anodina de Chat GPT está dando lugar, en un país más crítico que el nuestro, Francia, a la acuñación de una interesante expresión: cuando alguien da un discurso en público sin sustancia ni interés, repetitivo y como calcado de un modelo, se dice que “parece escrito por Chat GPT”.


          Sin embargo, desde el principio se ha especulado con posibles aplicaciones literarias de este producto. Y aquí entono el mea culpa, pues en una charla impartida por videoconferencia en el marco del ciclo “Remanentes” de la Cátedra Max Aub de la UNAM de México, en noviembre 2021, expuse un poema creado por GPT-3, instigado por Duncan Anderson (2021), sobre el Covid-19 como ejemplo de prácticas de escritura no creativas (uncreative writings, un terreno de experimentación literaria desarrollado con especial denuedo en los últimos años). Ese mismo año había publicado en Mecánica (2021) el “Procedimiento del Gran Voc”, un poema creado con traductores automáticos, a partir de un poema surrealista de André Breton. Pero ambos fueron ejemplos puntuales, ubicados en el marco de dinámicas experimentales, como también lo hace Jorge Carrión en su reciente libro Los campos electromagnéticos. Teorías y prácticas de la escritura artificial (2023), donde lleva a cabo una compleja reescritura de Los campos magnéticos (1920) de Breton y Philippe Soupault, con la ayuda de los ingenieros e informáticos del Taller Estampa.

         Lo que me preocupa es la naturalidad con que se está aceptando el uso de Chat GPT en general, y los recientes planteamientos sobre su incorporación “natural” a la experiencia literaria, como un recurso, herramienta o ayuda. A ello contribuye el “entusiasmo” (Remedios Zafra) con que a veces actuamos en el campo digital. He visto en redes a numerosas personas del mundo de la escritura compartir capturas de imagen de sus conversaciones con Chat GPT, y toda curiosidad es sana. Pero, superado el umbral de las probaturas e inquietudes, me gustaría compartir algunas perplejidades que me suscita el hecho de que se acepte el posible uso del chat sin haberse planteado algunas cuestiones previas.   

         La primera, que no me parece baladí, sería esta: ¿al servicio de quién nos ponemos cuando lo utilizamos como escritores?

         La segunda, ligada y complementaria, es, ¿quién ayuda a quién cuando una persona creativa utiliza Chat GPT?

La tercera es tan peliaguda que simplemente la apunto, para que cada cual (se) la responda: ¿para qué queremos ser escritores?

 

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La inteligencia artificial sí puede cambiar cosas en la práctica de este oficio, pero usarla quizá suponga rechazar la idea de la literatura como oficio. Para mí y para muchos de quienes estamos aquí escribir es un oficio porque “recuerda” a un trabajo, porque tiene todo lo malo que un trabajo tiene, pero casi nada de lo bueno; para empezar, rara vez se obtiene un estipendio o un sueldo por escribir. Ello impide denominarlo trabajo, a menos que seas un superventas y se te recompense bien cada línea escrita. Pero un escritor real no publica todo lo que escribe. Una escritora de verdad rompe, rechaza, guarda bocetos de libros, a veces libros terminados, en su cajón. Toda esa escritura se ha realizado por puro oficio, dentro una visión que hoy diríamos “romántica” de la escritura, pero que se remonta a la Antigüedad, donde el resultado de lo dictado por la musa era una especie de comunicación con los dioses, un chat celeste que permitía a los vates grecolatinos o persas saber qué pensaban las divinidades, sin imaginar que esas divinidades residían en su interior. Algo que, si nos paramos a pensarlo, es tanto o más milagroso.

         Escribir supone tomarse muchas molestias; elaborar notas, leer, documentarse, abocetar líneas de tiempo narrativo, pergeñar los personajes en fichas con sus ideas, manías y características, diseñar posibles líneas argumentales, montar la trama novelesca, preguntarse continuamente a través de la técnica del “y si”: y si quito esta parte, y si este personaje se vuelve zombi, y si el alcalde fuera transexual, y si el mar tuviera color negro, y si alguien se vuelve loco leyendo libros y sale al mundo a caballo a desfazer entuertos. Esa entrega de estar uno disponible durante años para una novela, sin saber siquiera si va a publicarse, o no, solo es posible si se carece de una visión instrumental y economicista de la escritura; es una tensión constante y obsesiva pero que no garantiza alimento ni sostén, en un tiempo donde cada movimiento parece precisar de una inmediata conversión en dinero. Por tanto, es necesario poseer un temple especial para considerarse novelista, ensayista o poeta: pone en escena a una persona que desprecia el tiempo. En la era de la máxima angustia por la rentabilidad cronológica, quien escribe es alguien a quien no le importa perder meses o años de su vida a cambio de la mera escritura, que renuncia a su ocio por el oficio literario.

         Pero también hay personas que escriben y que carecen de ese temple; voces que no tienen esa dedicación, ni esa visión de la escritura como oficio. Algunas son escritores amateurs y otras, no nos engañemos, son escritores más o menos profesionales, algunos de ellos muy conocidos. Les guía una parte de afición y otra parte, legítima, radicada en una visión instrumental y economicista del hecho literario. Seguramente es a estos últimos escritores, a los que llamaremos “profesionalizados” —porque profesionales somos todos quienes hemos publicado algún libro en editoriales de distribución nacional—, a quienes la inteligencia artificial puede servirles de mucho. Como he explicado antes, la literatura, especialmente la escritura de novelas, tiene un gran componente de esfuerzo técnico, imaginativo, documental, compositivo y componedor, dubitativo, organizativo, contemplador de variantes. Esos esfuerzos suelen tener lugar sobre todo en las primeras fases de ideación y planeamiento de una novela, cuando la historia está en penumbra por no haberse decantado aún la línea de fuerza; cuando el libro, como diría Borges, es todavía un jardín de senderos que se bifurcan. Por lo que vemos acerca del uso de Chat GPT y tecnologías similares, es justo ahí donde la inteligencia artificial puede ser utilizada como forma de abreviar esos quebraderos de cabeza y de ofrecer posibilidades y recursos al escritor en ciernes.

Nunca he sido una persona cerrada al uso de las tecnologías en la escritura; creo que precisamente por ese motivo se me ha invitado a dar esta charla, y por eso no voy a decir que buscar ayuda en estos programas sea ilegítimo, o que suponga una actitud desorientada respecto a la literatura. Pero me gustaría hacer algunas consideraciones, para favorecer la reflexión, porque creo que lo que distingue a la literatura sobre otros oficios es precisamente su eterna autocrítica y el constante repensado de sus procedimientos y de sus parámetros de actuación, algo inequívocamente sano en cualquier esfuerzo intelectual.

         En primer lugar, hay que dejar constancia de que el tipo de ayuda proporcionado por estos sistemas de inteligencia artificial nada tiene que ver con la ayuda meramente técnica que podemos obtener de un procesador de textos como el Word, o de la posibilidad de maquetar los textos o incluir imágenes en ellos, o con la libertad de hacerlos circular en internet. Todas estas son tecnologías diríamos canalizadoras, vehiculantes, conformadoras o transportadoras de los textos, pero no creadoras de los mismos.

         En segundo lugar, y desde una perspectiva más profunda, hay que pensar que estos sistemas, como Chat GPT, son el resultado del trabajo a partir de innumerables bases de datos compuestas por textos tomados de internet y de otras fuentes, lo cual significa que han sido entrenadas por los textos de cualquiera, quizá por nuestros propios textos, sin haberlo sabido, sin habernos pedido consentimiento, sin habernos compensado económicamente por ello, robándonos la autoría y disimulándola mediante estrategias de parafraseo. Son el producto de un latrocinio empresarial, de un robo a gran escala, que no solo no es penalizado, sino que es premiado por millones de usuarios, que con sus innumerables preguntas y consultas no hacen más que afinar el sistema y perfeccionarlo. Gratis y sin compensación, por supuesto. Cuando pensamos en Chat GPT como una “herramienta”, ya estamos haciéndole el juego, ya hemos cedido parte del terreno; yo siempre pienso en su página como una empresa, pues eso es lo que es: es el principal producto de la lucrativa empresa Open AI. Según la Wikipedia española, Open AI es una organización sin ánimo de lucro, pero ese dato es falso. Nació de ese modo, pero en 2019 pasó a ser una empresa y a principios de 2023 Microsoft hizo una millonaria inversión en ella. Hoy tiene 375 trabajadores y se prevé que a finales de año obtenga unos beneficios de 200 millones de dólares. Aquí es donde creo que deberíamos reflexionar las personas que nos movemos en el ámbito de la literatura, quizá podríamos llevar a cabo una meditación, no se asusten, de tipo ético. Y hacernos, al menos, dos preguntas. La primera: ¿quiero ser “ayudado” por una empresa cuyo producto estrella se ha creado utilizando sin permiso textos de millones de personas, quizá nuestros propios textos? La segunda: cuando recibo ayuda de este producto, o de otros similares, para crear, ¿qué idea sobre la creación tengo?

Esta última es más compleja de lo que parece y voy a intentar explicarla con más detalle. Las redes “neuronales” de deep learning (una variante avanzada del machine learning) o aprendizaje profundo lo que hacen es buscar leyes generales en los corpus o bases de datos textuales, eliminando singularidades únicas o exóticas, en aras de unos parámetros útiles para ser entendidos y utilizados en cualquier contexto (como me apuntó Francisco Ruiz Noguera tras la charla, funciona como un lecho de Procusto, mutilando las extremidades que sobresalen). Es decir, que propenden a conformar un sistema lingüístico que garantice que, si le preguntamos al chat por el sentido de la esperanza, nos responda más o menos que la esperanza es el “estado de ánimo que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desea”, que es la primera acepción que le da el Diccionario de la Lengua Española, sin que podamos aguardar que el chat nos diga que “la esperanza es una cosa con plumas” (“Hope is the thing with feathers”), que es la definición de la poeta Emily Dickinson. De la misma forma, es impensable que el chat entienda como viable que un “formidable de la tierra bostezo” haga referencia a una gruta en una montaña, como lo usa Góngora en el Polifemo. Esos usos “desviados” de la lengua no son del interés del programa, que está diseñado para borrarlos, para homogeneizar y encontrar una especie de esperanto operativo, comprensible y práctico, instrumental. Lo que hacen los programas de inteligencia artificial, al crear esta gigantesca sopa boba de lenguaje, tan correcto gramaticalmente como intelectualmente insustancial, es decir que ningún texto vale nada, que los textos solo cuentan en cuanto bolsas de lenguaje, que las obras no tienen individualidad ni valía, que no debe existir personalidad en las páginas, que todo da igual. Al mezclar todos los textos, Chat GPT los iguala, desvelando que para él no importan (pero su producto sí que vale, por eso la versión premiun de Chat GPT es de pago). Javier Moreno, en su ensayo El hombre transparente. Cómo el ‘mundo real’ acabó convertido en Big Data (2022, p. 167) recordaba el personaje de Edgar, un sistema de IA de la novela Exégesis (2008), de Astro Teller, que “tiene problemas […] para entender a Shakespeare, para diferenciar una tragedia de una comedia”. En otras palabras: nuestro lenguaje entrenado literariamente no sirve de nada, es intercambiable, es lo mismo un poema de Dickinson que una discusión sobre carpintería en Twitter; pero lo que ellos hacen, su producto, eso sí que vale, porque cuesta dinero.

Como escritores, como pensadores, como personas con sentido crítico, ¿eso no nos dice nada? ¿No salta ninguna alarma? ¿Nos quejamos de las comisiones de los bancos, o de lo que suben el aceite o la cerveza, minorando nuestra capacidad adquisitiva, pero nos da igual que nuestras creaciones se devalúen al infinito? ¿Nos solidarizamos con los agricultores, a quienes se les paga cada vez menos por sus imprescindibles materias primas, pero damos cancha y regalamos literalmente nuestros textos, nuestra materia prima? ¿Pedimos ayuda creativa a una empresa que le ha quitado todo valor a nuestras creaciones? ¿Por qué tenemos que colaborar con nuestros enterradores? ¿Por qué dejarles entrar en una casa, la de nuestra creación, que no estiman en absoluto y que solo valoran en cuanto lenguaje entrenado del que pueden extraer aún más entrenamiento para sus algoritmos? ¿Por qué no puede haber un espacio al margen de lo empresarial, libre de hiperproductividad, por qué producir por producir y escribir por escribir? Si nadie nos obliga —de momento— a utilizar la IA, ¿por qué nos obligamos nosotros mismos a utilizarla? ¿Por qué forzarnos a escribir igual, sobre una plantilla, en vez de hacerlo a nuestro aire y en nuestro estilo? En su reciente Teoría del arte y cultura digital (2023), Juan Martín Prada escribe: “cabe esperar de las prácticas artísticas, siempre problematizadoras de los modos de producción de diferencia, una llamada de atención sobre las limitaciones de los modelos sobre los que tienen lugar los procesos de deep learning, en los que la singularidad se ve siempre sometida al cálculo de la norma media” (p. 74). Y la buena literatura, como expliqué en mi ensayo de 2006, se forma a base de Singularidades, nunca a partir de homogeneidad deslavazada.

Y todavía voy más allá. Esa homogeneización lingüística, esa ultracorrección sintáctica, ese adocenamiento con el que estas redes de inteligencia artificial han sido entrenadas, pueden tener nefastos efectos creativos. Las ideas que sugieren, por lo que he podido comprobar y leer, son también adocenadas y previsibles, precisamente porque esa previsibilidad es lo que se buscaba al crearlas. El chat no miente, da lo que se le pide: un texto común sobre cualquier cosa. Veamos un ejemplo; le pedí un argumento de novela basado en la idea “chico conoce chica”, esquema con el que, según decía Camilo José Cela, se puede escribir La cartuja de Parma (1839) de Stendhal. Este es el resultado:

 

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Si le pides un argumento novelesco, la IA te da obviedades, esquemas de género romántico, mimbres de novela comercial, mainstream, ideas de primero de taller literario, absolutamente inocuas. En consecuencia, no hay que tener miedo de lo que se les pueda ocurrir a las redes de IA, porque incluso si fueran diseñadas para escribir algo “raro”, “distinto” y diferente de lo que existe, lo que producirían sería esquemas discursivos parecidos a los de la mala escritura experimental; ese tipo de galimatías ilegibles que confunde la novedad literaria con la novelería.

Nuestro lenguaje entrenado de escritores no solo es el fruto de una interiorización psicológica del discurso escrito, es vástago de una decantación durante décadas de ideas propias, lecturas, contaminaciones ideológicas diluidas y destiladas, reflexiones sobre el propio oficio y sobre el propio estilo, decisiones conscientes guiadas por apetitos estéticos, pulsiones psíquicas que se dejan aflorar y se conforman y reconforman en el folio en blanco. También tiene que ver con la “consciencia de la mortalidad”, como apunta agudamente Javier Moreno (2022, p. 247), de la que carecen las máquinas y los sistemas. Las máquinas, que conectan con todo, no pueden conectar con nuestra ansiedad de supervivencia en los textos. Si no sienten ni comprenden afectivamente lo que hacemos, ¿para qué pedirles ayuda, para qué cederles la iniciativa? Si nos paramos a pensarlo, ¿tan desesperados estamos los escritores que aceptamos cualquier recomendación, sin pararnos a pensar que esa misma idea puede ser ofrecida a la siguiente persona que la solicite en Teruel, Kazajistán o Ciudad del Cabo? ¿No nos preocupa que dentro de unos años todas las novelas sean parecidas o, en algún caso, iguales? Es cierto que la literatura, desde el principio de los tiempos, se ha alimentado de más literatura, pero las lecturas que influían a las mentes escritoras habían sido escogidas por estas con cuidado: eran bien digeridas, eran sopesadas, pensadas y procesadas, y siempre se esperaba un cierto giro creativo a partir de los modelos tomados, un plus de destreza o exceso de sprezzatura, un salto eficaz y personal sobre las historias leídas o desde los textos clásicos. Pero usar Chat GPT o productos similares implica partir de malas ideas, de esquemas narrativos anodinos, mil veces vistos y leídos. Es como escribir con planilla de caligrafía infantil: está bien cuando tienes 7 años, pero queda un poco raro cuando tienes 27, y no digamos 57 o 70. Utilizar este producto empresarial, ¿no supone aceptar tus limitaciones? A lo mejor, si necesitas un programa para escribir, es porque no eres un escritor de verdad. En tal caso, ¿para qué hacerlo? ¿Por dinero? No lo creo, hay profesiones más rentables con menos esfuerzo. Y, si lo que te mueve a escribir es buscar prestigio, ¿crees que esas ideas mecánicas, escolares y adocenadas van a ayudarte a crear un libro que te aporte prestigio intelectual? Lo que producirán será justo el efecto contrario: lo que dirán de ti es que, como novelista, eres tan deficiente que necesitas ayuda de otros, de todos, de la sopa boba de la textualidad diluida por una empresa. Usar estos programas para competir con escritores de verdad, ¿no es una especie de dopaje cutre para paliar la falta de talento? Subamos el monte Tourmalet de la escritura a pelo, si es que podemos, a solas con nuestro propio esfuerzo, gozando de cada pedalada, sudando en cada curva. Allí, en la cima, esperan las escritoras, los poetas, dramaturgos y ensayistas de todas las eras que encontraron dentro de sí, en su imaginación, todos los recursos que necesitaban.

 

 

Libros citados

 

Anderson, Duncan, "When AI Writes Poetry", Humanise, 13/01/2021.

Carrión, Jorge y Taller Estampa, Los campos electromagnéticos. Teorías y prácticas de la escritura artificial. Buenos Aires: Caja Negra, 2023.

Kozak, Claudia, “Poéticas mediológicas en la literatura argentina del siglo XX. Posiciones/Variaciones/Tensiones.” En Ficciones de los medios en la periferia. Técnicas de comunicación en la literatura hispanoamericana moderna, editado por Wolfram Nitsch/Matei Chihaia/Alejandra Torres, 339–356. Köln: Universitäts und Stadtbibliothek Köln, 2008.

Martín Prada, Juan, Teoría del arte y cultura digital. Madrid: Akal, 2023.

Mora, Vicente Luis, Mecánica. Madrid: Hiperión, 2021.

Mora, Vicente Luis, La escritura a la intemperie. Metamorfosis de la experiencia literaria y la lectura en la era digital. León: Universidad de León, 2021.

Moreno, Javier, El hombre transparente. Cómo el ‘mundo real’ acabó convertido en Big Data. Madrid: Akal, 2022.

Piglia, Ricardo, La ciudad ausente. Anagrama: Barcelona, 2019.

Vanoli, Hernán, El amor por la literatura en tiempos de algoritmos. Buenos Aires: Siglo XXI, 2019.

Zafra, Remedios, El entusiasmo. Barcelona: Anagrama, 2017.