domingo, 30 de diciembre de 2012

4 notas de lectura


  
Jeymer Gamboa, Días ordinarios; Pre-Textos, Valencia, 2011.
 
Gracias a una recomendación accedí a este poemario de Jeymer Gamboa (Costa Rica, 1980), y debo decir que ha sido una de las invitaciones de lectura más provechosas de los últimos años. Días ordinarios es un poemario sorprendente, con una lírica fresca y clásica a la vez, despojada pero compleja, en la que la observación epifánica de lo cotidiano convierte casi cada poema en un hallazgo. Pongo un ejemplo entre decenas posibles, el poema “Moby Dick”: “El auto lo dejaron abandonado / en una playa de Tarifa / como un cetáceo de hierro / donde ahora entran y salen / pájaros marinos. // La aguja todavía indica 220 Km./h.” (p. 17). Las reflexiones de este libro sobre el paisaje, el movimiento y la soledad me parecen muy brillantes y originales. Lo recomiendo de forma viva.
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Patricia Esteban Erlés, Casa de muñecas; Página de Espuma, Madrid, 2012.
Al leer estos textos de Esteban Erlés, sobre todo recorriendo el arranque de algunos microcuentos, me he acordado de Ambroise Bierce, parentesco de por sí prometedor. Dar comienzo una historia con un frases como “El día que asamos a la abuela hacía frío” (p. 96) o “El vestido de mi hermana me aprieta. Su novio, en cambio, me queda grande” (p. 57), demuestra un sentido del humor cruel, que la autora adhiere hábilmente a un decidido modo de narrar que capta la atención desde la primera línea, presentando al lector un microuniverso diferente al esperado en narrativas minúsculas al uso. Aunque algunos temas y tonos resultan repetitivos, Casa de muñecas tiene una estructura original y presenta una elegante serie de microcuentos de tono fúnebre o macabro, llenos de ingenio, aderezados con detalles sagaces (vgr., la asesina que se santigua en el excelente “Pois(s)on”) y puntual poesía. La cuidada edición de Páginas de Espuma se completa con imágenes de inquietantes señoras y niñas turbias, laboriosamente ilustradas por Sara Morante. 
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Carlos Gámez, Artefactos; Sloper, Palma de Mallorca, 2012.

Teniendo en cuenta que estoy entre los agradecimientos finales de este libro, no tienen que esperar ustedes a las características líneas azules con que cierro mis notas de lectura para saber que este párrafo sobre Artefactos debe ser leído a beneficio de inventario. Artefactos es una primera novela, con todo lo bueno que eso tiene (una voz nueva, que aporta un modo fresco y diferente de observar la realidad) y todo lo malo (técnica por desarrollar, exceso de autoconsciencia narrativa, mayor preocupación por el estilo que por el desarrollo y credibilidad de los personajes). Con ecos explícitos de Ballard y Burroughs, Artefactos intenta desde su título presentar una lectura de la tecnología de nuestro tiempo, de sus productos y de su influencia en nuestra existencia. “La tranquilidad y el confort de la existencia humana se fundamentan en haberse sabido rodear de múltiples artefactos de rotación”[1], había escrito Germán Sierra, otra influencia presente en esta novela. Máquinas son los temas, máquinas algunos narradores puntuales de estos relatos hilados y un poco maquinal a veces el resultado narrativo, que mejora cuando el teórico de Física que es Gámez aborda semántica o estructuralmente el mundo de la ciencia. En este sentido, es relevante dar noticia de que, tras innúmeros intentos (tanto en la prosa reciente como, sobre todo, en la poesía española última), de hacer literatura sustentada en las teorías sobre los cuantos, el “Cuento cuántico” (pp. 47-59) de Gámez es uno de los ejercicios más sólidos de literatura cuántica realizados en nuestro país. Artefactos, pese a sus defectos, presenta una voz diferente, joven y madura al mismo tiempo, dotada para la observación de la sociedad reinante y crítica con la tecnología no ideada para estar puesta al servicio del hombre sino para hacerle su esclavo consumidor.

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Javier Cercas, Las leyes de la frontera; Mondadori, Barcelona, 2012.

Cercas prosigue su andadura literaria con otro libro que roza los relatos reales y la frontera entre realidad y ficción (una de las fronteras aludidas en el título), si bien partiendo de la reconstrucción de una historia ficticia, la relación entre el personaje central (Ignacio / el Gafitas) y la banda de delincuentes a la que perteneció durante el verano de 1978: “yo soy de los que piensan que la ficción siempre supera a la realidad pero la realidad siempre es más rica que la ficción” (p. 367). Debo anticipar que el resultado queda lejos de lo esperado y que me ha parecido algo aburrido y poco trascendente, quizá porque el personaje del Gafitas no (me) resulta creíble. Ignacio da en la narración un inexplicable paso extremo, de chico de familia pequeñoburguesa a delincuente sin ningún motivo plausible, sólo porque se enamora de una quinqui y siente de pronto el deseo de cambiar: “quería ser otro, reinventarme, cambiar de piel, dejar de ser una serpiente para convertirme en dragón” (pp. 88-89). Las motivaciones son algo forzadas, así como la experiencia misma (quien fue adolescente en aquella misma época lo sabe), y ello redunda en la credibilidad de la historia, que a mi humilde juicio queda resentida desde entonces sin remedio. El Zarco, el delincuente construido como personaje anticlimático del de Ignacio, tampoco termina de funcionar, al parecer un trufado de los “héroes” lumpen tipo el Vaquilla que retrataban en los setenta José Antonio de la Loma (Yo, el Vaquilla) o Eloy de la Iglesia (El pico). Nunca vemos el rostro del Zarco, nunca salimos de una personalidad estereotipada de fugas, motines y reinserciones incompletas que presenta un claro paralelo con la propia historia personal del Vaquilla (del mismo modo que el Gafitas presenta ligerísimas reminiscencias de El Lute). Demasiadas cosas suenan a vistas en otra parte, en otra película: la descripción del Zarco como preso “funcionario” incapaz de la vida en el exterior (pp. 262ss) nos trae inmediatamente a la memoria al preso “institucionalizado” caracterizado a la perfección por James Whitmore en Cadena perpetua (The Shawshank Redemption, 1994, Frank Darabont), retratado con frases similares. Sólo el final abierto de la novela alivia en algo la sensación de estar leyendo en círculos la misma vieja historia. Cercas es un autor con un claro don para narrar, pero sus argumentos (desde La velocidad de la luz) adolecen de incapacidad de impregnación; la parte que podría ser más interesante en Las leyes de la frontera -la lectura sociológica de la transición española-, queda diluida y apenas dibujada quizá porque el libro anterior de Cercas, el ensayo Anatomía de un instante, ya trató los años inmediatamente posteriores a la entrada en la democracia. Sea ese el motivo o no, la cuestión es que la novela aparca la reflexión sobre los hechos ensimismada en la factualidad o facticidad, y se articula como una profunda historia de amistad y deseo (no hablaría yo de “amor” en la relación entre Tere e Ignacio) y de trama delictiva/penitenciaria que se lee correctamente pero que resulta monótona (estuve a punto de dejar la lectura en la página 162) y carente de alta ambición artística. Cercas parece estos últimos años más capaz de relatar la realidad que de realizar el relato; esperemos que en el futuro recupere el pulso narrativo y la imaginación de sus primeras novelas.

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[Relación del crítico con los autores: Con Jeymer Gamboa, Patricia Esteban y Javier Cercas, ninguna o contacto en facebook; con Carlos Gámez Pérez, relación cordial. Relación con las editoriales: ninguna salvo con Pre-Textos, editora habitual de mi obra poética.]


[1] G. Sierra, Intente usar otras palabras; Mondadori, Barcelona, 2009, p. 95.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Pasadizo. Nubes al fondo.










Thank God for that. You can shut them, say, 'Hold on a moment.' You play God to it. But who has ever torn himself from the claw that encloses you when you drop a seed in a TV parlor? It grows you any shape it wishes! It is an environment as real as the world. It becomes and is the truth. Books can be beaten down with reason. But with all my knowledge and skepticism, I have never been able to argue with a one-hundred-piece symphony orchestra, full colour, three dimensions, and I being in and part of those incredible parlors. As you see, my parlour is nothing but four plaster walls.
Ray Bradbury, Fahrenheit 451

lunes, 22 de octubre de 2012

Lectura de dos fotogramas de A Dangerous Method





1) No me gusta mucho la visión que da Cronenberg de Carl G. Jung en A Dangerous Method (2011), donde aparece despojado casi por completo de su visionaria potencia intelectual, pero al menos ha sabido utilizar bien el poder que daba el humanista suizo a los símbolos. Vamos a examinar la presencia de dos de ellos en la película. Observemos esta imagen:
 






La cuidada ubicación de los espejos (el espejo mayor, donde aparece ella como imagen del deseo, duplicada; el azogue pequeño, frente a Jung, empequeñeciendo su imagen o recortándola como lecho de Procusto) justo cuando el psicoanalista está reconociendo su sentimiento de escisión (divided), dice más sobre la complejidad de la psique humana y su capacidad de interpretación que muchos de los diálogos de la película. La imagen libidinal de Sabine, en camisón y sentada en la cama donde acaban de hacer el amor, rodea en su duplicación a Carl, que aparece además “recogido”, contraído sobre sí mismo mientras declara su culpabilidad y su sentimiento de división interna. Fractura interior que también asola a Sabine, claro, doctora y paciente a un tiempo (la poeta Concha García escribía en Cuántas llaves: “Me hinco en la cama y soy una / con la conciencia escindida”). Pero aquí la grieta interna que Cronenberg quiere enfatizar no es tanto la de Sabine –sin dejar de mostrarla– como la de Jung; la doble imagen de Sabine acorrala a Jung justo en el momento en que se declara trapped, atrapado, por la infidelidad marital con ella y los posibles efectos sobre su trayectoria profesional. El uso del espejo por Cronenberg es soberbio para “duplicar la duplicación” y mostrar la myse en abîme del sujeto. Recordemos el célebre pasaje de los diarios de André Gide, que tanto interesase a Lacan y Dallenbach: 

Escribo sobre este pequeño mueble de Anna Shackleton que se hallaba en mi habitación de la calle de Commailles. Era allí donde solía trabajar; me gustaba, porque, en el espejo doble del secreter, situado por encima del tablero en que me apoyaba para escribir, me veía escribiendo; me miraba entre frase y frase; mi imagen me hablaba, me escuchaba, me hacía compañía, me mantenía enfervorizado.[1]

El espejo que engrandecía el ya de por sí desatado ego de Gide es utilizado por Cronenberg persiguiendo el efecto contrario: empequeñecer el ego, mostrarlo mínimo y recortado frente al enorme poder sexual de Sabine. Este plano, que dura apenas unos cuatro o cinco segundos, acumula pues todos estos sentidos: el achicamiento del papel sexual de Jung, la representación espacial e icónica del poder agrandado de Sabine, la escisión psíquica de los dos, el acorralamiento simbólico de Carl, su recogimiento o contracción corporal ante la trampa o cul de sac existencial en que se encuentra, su sentimiento de culpa ante el adulterio.


[1] A. Gide, Journal 1889-1939; París, Gallimard, 1948, p. 252; citado en Lucien Dällenbach, El relato especular; Visor Distribuciones, Madrid, 1991, pp. 22-23. Dällenbach apunta en nota un aforismo de Valéry donde se expresa a la perfección –siempre a su juicio– el narcisismo de Gide: “Un espejo en el que nos miramos, ante el que nos vienen deseos de hablarnos, sugiere, explica el extraño texto: Dixit Dominus Domino meo..., confiriéndole sentido” (op. cit., pp. 28-29).
 



2) Segundo fotograma:








El simbolismo del segundo plano es más oblicuo, pero no por ello –creo– menos detectable. Jung y Freud llegan en barco a Nueva York, para participar en agosto de 1909 en un congreso de psicoanálisis en Clark University [foto a la izquierda]. Jung le dice a Freud, desde la cubierta del barco y mirando el larvario skyline de la Gran Manzana, que lo que contempla le parece el futuro. Freud responde lacónicamente: “¿Cree usted que saben lo que les traemos, la plaga?”. A continuación aparece este plano, en que una nueva simetría especular es planteada por Cronenberg para simbolizar el abismo entre los dos personajes. La utilización de la estatua de la Libertad no es casual, por supuesto; los personajes habían estado discutiendo minutos atrás sobre la libertad del hombre y sus condicionamientos sexuales e inherencias. Quedó clara en la conversación entre ambos retratada por Cronenberg (sobre el guión de Hampton basado en su obra de teatro, a su vez basada en un relato de John Kerr) su radical discrepancia frente a los factores que limitan la libertad del hombre y su capacidad para luchar contra los mismos. Para Freud esos límites sóso son estratos de conciencia y condicionantes sexuales remontables a la infancia; para Jung el asunto es mucho más complejo e incluye imposiciones arquetípicas, legados inmemoriales, resistencias del inconsciente colectivo. Esa conversación, o una similar, fue retratada por el propio Jung en sus memorias: “Recuerdo todavía muy vivamente cómo me dijo Freud: ‘Mi querido Jung, prométame que nunca desechará la teoría sexual. Es lo más importante de todo. Vea usted, debemos hacer de ello un dogma, un bastión inexpugnable’ (...) Algo extrañado le pregunté: ‘¿Un bastión contra qué?’ A lo que respondió: ‘Contra la negra avalancha’, aquí vaciló un instante y añadió ‘del ocultismo’. (...) Esto constituyó un rudo golpe para nuestra amistad. Yo sabía que nunca podría aceptar esto. Lo que Freud parecía entender por ‘ocultismo’ era, más o menos, todo lo que la filosofía y la religión, incluyendo la parapsicología, que por entonces estaba de moda, tenían que decir sobre el alma. Para mí la teoría sexual era igualmente ‘oculta’, es decir, indemostrable, pura hipótesis posible, como otras muchas concepciones especulativas. Una verdad científica era para mí una hipótesis satisfactoria por el momento, pero no un artículo de fe para todos los tiempos”[1]. Freud quería fundar una ciencia alternativa e inconmovible, que pudiera sostenerse por su rigurosa metodología. Jung quería llegar hasta el final, curar de verdad al individuo, hallar con él un camino para obtener su propia libertad, aunque los métodos no fueran metodológicamente ortodoxos. Freud quería abrir las puertas de la mente, Jung quería cruzarlas. Freud quería crear una narrativa para reelaborar el sujeto (Habermas, Jameson), Jung prefería un diálogo, una conversación. Esas diferencias metafísicas entre los dos quedan reflejadas con maestría en esta imagen de Cronenberg, donde la Libertad divide vertical e irremediablemente a los dos pensadores; un plano donde la mirada de Jung parece responder a la pregunta sobre la plaga que hace Freud, respondiéndole, sin palabras: “querrá usted decir las dos plagas”.
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[1] Carl G. Jung, Recuerdos, sueños, pensamientos (1961, Seix Barral, 1981, p. 160.