domingo, 22 de julio de 2018

La crítica creativa



Una entre muchas filologías posibles

Me gustan los académicos porque piensan de verdad que lo que hacen es importante. Sus reuniones, esas publicaciones acartonadas que nunca nadie lee.
Katixa Agirre, Los turistas desganados (2017)


No escasean los textos sobre la decadencia o falta progresiva de interés de los artículos académicos y los capítulos de libro, parte de una maquinaria mundial de papers en rotación; una práctica que, sobre todo en el terreno de las humanidades, ha materializado un océano de irrelevancia publicada y de separatas entendidas como mero trámite para la obtención de trienios, sexenios y currículum, en su mayoría vertebradas con poca aportación original y escaso pensamiento digno del nombre[1]. En un artículo del diario argentino Clarín, María Luz González Gadea, investigadora del Conicet en el Instituto de Neurología Cognitiva de Buenos Aires, apunta un dato estremecedor: “Un promedio de un paper bastante leído es de diecisiete personas. Eso, haciendo un pronóstico optimista: el 50% de los trabajos sólo serán leídos por los coautores, los revisores y los editores del journal. Entonces, ¿qué estamos haciendo?”[2]. Por no hablar de la precariedad laboral de las últimas promociones de profesores, comentada por Remedios Zafra en El entusiasmo (2017), o la distorsión que en este mundo crean las predatory journals que cobran por publicar, o las revistas que sólo publican a los amigos de los miembros del comité científico, o aquellas que cobran por acceder a la lectura de los artículos sin pagar un solo céntimo a sus autores. Junto a estos problemas referidos al medio socioeconómico de implantación y transferencia de conocimiento de la universidad, la práctica de los estudios filológicos se veía amenazada desde dentro por otro motivo, apuntado por José Francisco Ruiz Casanova, cuando se refería a “esta Filología que ya sólo tiene eco entre los filólogos”, al penalizar los “asuntos nuevos”[3] y quedar convertida en una forma de autoconsumo cultural, ajena por completo a los intereses de la sociedad de su tiempo.



Pero lo que me gustaría abordar hoy no es el entorno socioeconómico en que se desarrolla el trabajo de investigación en las universidades, sino la forma de la aportación crítica, entendiendo por tal, en sentido amplio, tanto la filología tradicional como la crítica ensayística e incluso cierta crítica en medios. Las instituciones son reticentes al cambio y a la evolución por su propia conformación burocrática, lo sabemos, pero ¿no debería una mente humanística, al escribir, resistirse en cierta medida a la institucionalización, o abrir, de cuando en cuando, las ventanas, no sólo para refrescar el aire, sino también para mirar más lejos? En esta dirección también se hacen notar las voces poco complacientes; no hace mucho exponía Kevin Perromat que “tampoco es posible descartar un cambio de paradigma que, como proponen algunos, salve los discursos de la Crítica, aunque desprovistos quizás de pretensiones universales u objetivas”[4], y César Aira, en Continuación de ideas diversas, se preguntaba “¿Por qué no existe, ni existió nunca, el ensayo ‘de vanguardia’?”[5]. Pocas páginas antes, Aira dudaba acerca de “[…] si ese rigor filológico no se estará llevando demasiadas energías que sería más fecundo poner en el trabajo mismo […] Quizá si dejáramos de lado el rigor y volviéramos a lo aproximativo de una información deficiente, volvería a haber un florecimiento humanístico… Esta hipótesis pueda probarse en los tiempos inmediatamente venideros, si filósofos y científicos empiezan a usar la web como fuente de información” (p. 41).



En los últimos tiempos están apareciendo muestras de otros enfoques teóricos y ensayísticos que proponen nuevos modelos, más próximos a lo que quizá espera la sociedad de nosotros, en el marco de una crítica entendida como activismo cultural, en la línea marcada por Josefina Ludmer: “La crítica literaria parecía como demasiado contemplativa o pasiva, y por eso, la tarea de este activismo cultural parece ser la de pensar de qué modo intervenir, como convertir discurso ya no en interpretación, sino en un modo de la acción”[6]. Se trata de pensar a fondo para quién y para qué escribimos, cuál es nuestro ámbito de intervención, y si los trabajos académicos deben escribirse con el objetivo central de superar exámenes de pares o deben buscar, más allá, lectores. Como ya dijo en un lejano artículo titulado “Is Literary Studies Becoming Unpublishable?” Mary Murrell, por entonces editora de Princeton University Press, “writing for readers and not for a committee is what will ensure a stable book market for literary studies”[7].

            Siempre hemos oído que la crítica literaria debe lidiar con las dos orillas sobre las que está asentada. Por un lado, se debe al rigor intelectual; por otro, tendrá presente el público a quien se destina (siendo diferentes en forma y propósitos, por supuesto, la crítica académica y la crítica periodística). Pero, ¿en realidad es esto así? ¿No existen medios para ser riguroso, incluso en el más estricto sentido académico, y, sin embargo, poder llegar a la sociedad, poder cumplir un papel intermediador entre autor y lector, o una no menos necesaria función prescriptora? No sé cuántos caminos hay, pero vamos a extendernos sobre uno: la crítica creativa, aquella que, gracias al uso de herramientas provenientes de la literatura mal llamada “creativa” —porque la crítica, a mi juicio, es creativa y artística también—, por ejemplo de la ficción, puede ser entendida y asimilada por lectores en principio no pensados. Camille Paglia decía algo que me parece interesante, en este sentido: “Good writing comes from good reading. Humanists must set an example: all literary criticism should be accessible to the general reader. Criticism at its best is re-creative, not spirit-killing”[8]. Son palabras algo terminantes, pero en ellas late bastante sentido común. Porque al cabo, en los terrenos que no son de nuestra estricta especialidad —poesía húngara, teatro australiano, narrativa keniata, crónicas laponas, aforismos en quechua, entre otros miles de casos— nosotros somos meros lectores también. Recuerdo que antes de cumplir la mayoría de edad, lejos aún de tener algo digno de llamarse “formación humanística”, como mero lector disfrutaba con entusiasmo de los ensayos literarios de Borges, Edmund Wilson o George Steiner. Antes de ser universitario, y por lo tanto potencial “interesado por la teoría”, esos ensayos me parecían tan apasionantes como las obras que describían —en el caso de Borges, me fascinaban más sus extricaciones que las obras extricadas—. No estoy poniendo como modelo ni el tono, ni la forma u orientación crítica de estos autores, alejado de la crítica creativa que ahora se defenderá: me limito poner como ejemplo a imitar la pasión con la que yo los leía. Me pregunto si nuestras lecturas de las obras ajenas ilusionan de la misma forma a los adolescentes de hoy.


La crítica creativa

del Glas de Derrida al plexiglás de Javier García Rodríguez no hay apenas distancia, ambos son en sus contextos una magnífica apología de lo que podemos llamar Crítica Creativa
Cristina Gutiérrez Valencia[9]

Aunque la crítica creativa, repetimos para no descubrir mediterráneos, ha existido al menos desde el romanticismo (o antes, si pensamos en el Cándido de Voltaire como crítica creativa del pensamiento de Leibniz, por ejemplo), da la impresión de que en los últimos años su autoconciencia ha dado una vuelta de tuerca, quizá por ese agotamiento generalizado del mondo paper al que antes hacíamos referencia. De ser una posibilidad más, ahora la crítica que rebasa los marbetes del análisis y el método parece una elección más meditada y combativa que antes, una forma metacrítica de resistencia, que puede tomar como fines la creación literaria, la estética plástica o un sano sentido del humor. También cabe hablar de una dirección de análisis literario dirigido a la apertura de esos marcos y la lenta disolución de los mismos en la retórica textual de los nuevos tiempos (el lenguaje de las redes, incluyendo incluso el código con que se diseñan y programan esas redes), representada por el libro de Alex Saum-Pascual que comentaremos después. En resumen: la crítica creativa entendida como una alternativa, entre otras, de renovar los estudios literarios, orientándolos a un público más amplio. Y en esta línea quiero apuntar el surgimiento de distintos tipos de ensayo y de escritura académica que tienen en común una intención creativa que desborda el límite, creo que bastante aceptado y poco discutible, de que toda crítica es creación. Lo es, sí, pero hay creaciones más creativas que otras, igual que hay novelas que son más novelas que otras (novelas Cervantes frente a novelas Avellaneda, para entendernos), o músicos que son más músicos que yo cuando tomo una guitarra y perpetro unos acordes borrosos y discordantes.

Llega el momento de analizar brevemente lo que podría denominarse el dispositivo literario de Javier García Rodríguez, una de esas rara avis de la cultura española que puede hacer una tesis sobre el neoaristotelismo de la escuela teórica de Chicago, analizar las novelas estadounidenses de campus, componer libros de poemas o relatos, estudiar con rigor tanto la narrativa de David Foster Wallace como la influencia de los mitos grecolatinos en la poesía española actual, o generar toda una serie de textos polimórficos en los que es inútil diferenciar parte teórica y parte creativa, pues ambas vienen indisolublemente unidas. García Rodríguez, como dije recientemente en un congreso, se dedica al terrorismo genérico —de géneros literarios, se entiende—, en aras de un decir otro que comprenda o incluya todas las maneras de enunciar la literatura. En los últimos tiempos ha publicado tres libros que tienden pasadizos entre ellos, los ensayos creativos de Literatura con paradiña. Hacia una crítica de la razón crítica (Editorial Delirio, 2017) y En realidad, ficciones (Septem Ediciones, 2017), y los relatos con momentos teóricos de La mano izquierda es la que mata (Trea, 2018).  Criticar o analizar la obra creativa con otra obra creativa es un principio romántico, como viese Walter Benjamin[10], y quizá de un modo postromántico —muy ligado a la ironía posmoderna—, García Rodríguez construye lo que denomina “razón crítica ficcional” en Literatura con paradiña: “Recoge este libro algunos trabajos que ensayan una crítica de la razón crítica (que es, al tiempo, una crítica de la razón ficcional), esto es, una problematización de las formas hermenéuticas o analíticas tratando de expandirlas hacia espacios menos transitados. No es ajena a esta pretensión la idea de sostener el discurso teórico-crítico sobre la indistinción genérica entre este y el discurso de ‘la ficción’”[11]. Un poco más adelante, García Rodríguez añade: “Dejar que la ficción sea un elemento más del trabajo crítico (‘quien se proponga escribir como un ensayista ha de aceptar la inconsistencia de la dispersión, ha de aprender a multiplicarse como sea y, si es preciso, a armarse con muchos ojos, dice Enrique Lynch en Prosa y circunstancia) no es más que un paso en la dinámica de no renunciar a cualquier recurso disponible” (pp. 12-13). Y, en efecto, el volumen reúne varias piezas que están en el límite de lo conceptual y también en el límite de lo decible, como “Lyrica®”, un texto que fue publicado originalmente en una revista académica, aunque es la reproducción literal del texto íntegro del prospecto del medicamento antidepresivo homónimo. Al insertar el discurso farmacológico en un contexto filológico-lírico genera una inquietante apertura del horizonte de expectativas sobre el concepto de poesía y su funcionamiento psicológico (y también del marco académico como marco neurótico; no cito el pharmakon derrideano porque ustedes ya lo habían pensado).



Como ha señalado Cristina Gutiérrez Valencia, otras piezas de los libros de García Rodríguez que nacieron como poemas o relatos se integran sin solución de continuidad en su discurso crítico, amparadas en la regenerización o la repetición multiforme, en un esfuerzo que, según Jara Calles, abraza “la ficción no solo como refuerzo semántico, sino, sobre todo, como medio para la revisión, problematización y ampliación de las formas hermenéuticas tradicionales”[12]. Mutatis mutandis, aparecido como libro en 2009, es un ejercicio exploratorio de la narrativa mutante utilizando algunos elementos retóricos de la misma, del mismo modo que “Narratología para dummies” compila algunas ideas sobre narrativa posmoderna mediante la reproducción de sus estrategias dispositivas y elocutivas. En una reseña sobre Literatura con paradiña, Laro del Río Castañeda expone algo de gran interés: “el análisis del papel de la crítica y la Academia en torno a ellas consiguen una riqueza expresiva (en el instante y reveladora) que solo se podía hallar en la mezcla de crítica y ficción, de creación y metacreación.”[13], en un marco que es metafictiocrítico o metacrítico-ficticio. Algo similar sucede con La mano izquierda es la que mata (2018), un conjunto de relatos donde sigue penetrando la teoría con naturalidad, y una sentencia judicial y una noticia de prensa son trasvasados, sin apenas más operación estética que la recontextualización, al discurso narrativo. Observemos una página de este libro “de cuentos”, a fin de comprobar el grado de retorsión teórica al que se somete al discurso narrativo:




Los penaltis con paradiña o paradinha, inventados por futbolistas brasileños como Didí o Pelé, tenían por objeto desequilibrar al portero antes del momento del lanzamiento, postergando el chute del balón hasta que el futbolista veía caído al arquero en el suelo. Eso garantizaba el acierto.




Pero, si lo pensamos bien, la paradiña genera un momento de suspensión en que el delantero contempla, libre del obstáculo natural, la portería contraria; un instante sin tiempo en que puede ver de un modo diferente la meta (lo meta) y pensar, gracias a un gesto creativo, cuál es el mejor punto de entrada del pensamiento, quiero decir del balón, en las redes. Pues creo que los libros de García Rodríguez generan idéntico momento de cambio de la mirada en el entendimiento —a puerta vacía— de lo que es la literatura en nuestro tiempo. Del mismo modo que el delantero talentoso, que no renuncia a ningún recurso para obtener el tanto (aunque, ay, la paradiña se ha prohibido hace poco por la FIFA), el crítico inteligente no renuncia a ninguna de las posibilidades de la panoplia intelectual para hacer diana.

Un segundo libro del máximo interés en este sentido es #Postweb! Crear con la máquina y en la red (Iberoamericana Vervuert, 2018), de la profesora y poeta digital Alex Saum-Pascual. Desde la universidad de Berkeley, donde forma parte de un grupo de estudio e investigación en creación digital, Saum-Pascual propone un análisis de la narrativa española reciente desde un marco conceptual que desafía lo establecido y que considera el tecnotexto como el punto donde se manifiesta la tensión entre el mundo del libro impreso (y su vertical cultura institucionalizada) y las nuevas formas de escritura en los márgenes, portadoras de valores diferentes y de un modo distinto de enfocar el hecho literario —desde su nacimiento creativo hasta su distribución horizontal—. Aunque #Postweb! puede parecer un poco provocador, tanto desde el título como desde el índice y el esquema dispositivo, esa sensación se diluye nada más comenzar a leerlo, pues es un libro extraordinariamente inteligente e informado (esté uno de acuerdo o no con los planteamientos concretos que hace la autora, que no siempre habrá consenso, ni falta que hace). Si nos parece provocador es porque #Postweb! materializa el desiderátum al que hacíamos antes referencia: actualizar a la contemporaneidad el lenguaje de la crítica literaria/académica y situar las lecturas en un contexto reconocible, mezclado con la realidad social y una perspectiva de crítica sociohistórica. Creo que la autora lo explica mucho mejor que yo:




Su perspectiva anti-académica (no se referencian los números de las páginas citadas, por ejemplo) y su extremo subjetivismo pueden entenderse, además, como una forma adecuada a un discurso alérgico a cualquier hegemonía, un modo de encarnar en primera persona el punto de vista. Es una perspectiva más próxima a los estudios literarios anglosajones que a los españoles, y que conlleva sus problemas, pero que, cuando se emplea con el debido rigor y ajeno a la uniformidad de los Cultural Studies (no pocas veces tan pétreos e institucionalizados como el discurso que venían a combatir), como lo hace Saum-Pascual, produce un saludable efecto de aire nuevo. Además, el innovador modo digitalizado (un poco tecnotextual también, ahora que lo pienso) en que Alex organiza, amplía, glosa y comenta sus propios textos es una perfecta traslación de sus conceptos sobre la interfaz digital y su profundo impacto en los textos actuales (no sólo en los que ella estudia, sino, prácticamente, en todos). #Postweb!, en consecuencia, también se inserta en ese momento de crisis entre lo impreso y lo digital, nutriéndose de ambas esferas, intentando la comunicación fructífera entre las dos. No niego que el ensayo pueda suscitar cierta polémica por su ruptura abierta con la norma académica, pero creo que esa polémica es necesaria, porque es preciso un debate sobre las formas de la crítica académica en el siglo XXI. Intento decir que lo importante no es si la academia debe cambiar hacia la dirección en que trabaja Saum-Pascual, sino tomar nota de que Saum-Pascual es un buen radar de lo que sucede ahí fuera, y que la academia necesita radares para no quedarse aislada, como aquel soldado japonés que resistió a solas en la selva a los estadounidenses durante veinte años, sin saber que había terminado la II Guerra Mundial.

Otro ejemplo de crítica creativa es el interesante ensayo de Fernando Iwasaki, Las palabras primas (Páginas de Espuma, 2018), un libérrimo ejercicio de estilo y mirada atravesado por una mezcla singular de rigor lingüístico, histórico y filológico y de sentido del humor (algo que lo emparenta con Javier García Rodríguez, por cierto, que tampoco ahorra la mirada irónica y el descaro en sus ensayos). En sus primeras páginas, además, Iwasaki recuerda algunos significativos párrafos de distintos autores, desde Chesterton a Borges pasando por Monterroso, que recuerdan la posibilidad de hacer un pensamiento irónico, que puede desactivar el otro rigor, el mortis, que a veces afecta a la escritura teórica. El teórico argentino Alberto Giordano, en un ensayo titulado “La resistencia a la ironía”, señala “Para que la literatura pueda hacer su propia teoría, la teoría deberá ser irónica y adoptar la forma de lo paradójico, que es la de la coexistencia inestable de determinaciones heterogéneas, incluso antagónicas: el apego a lo circunstancial y el deseo de lo definitivo, subjetivismo radical y la busca de objetivación, la exaltación del detalle y la voluntad totalizadora, la experiencia afectiva y el rigor conceptual”[14]. Ironías y paradojas no faltan en el ensayo de Iwasaki, desde luego, que con un estilo cuidado y digresivo se arroja sobre cuestiones lingüísticas e históricas con el bisturí del estudioso y la anestesia del enamorado de todo lo relativo a la lengua —en todos los sentidos de la palabra— y de la cultura —también en todas sus variantes—.

Otros posibles ejemplos de una crítica creativa son los ensayos visuales o ensayos gráficos, donde podríamos citar los conocidos libros de Frédric Pajak, como El manifiesto incierto (Errata Naturae, 2016), y también La rue del Percebe de la cultura y la niebla de la cultura digital (Consonni, 2015) de Mery Cuesta, Qué vemos cuando leemos, de Peter Mendelsund (Seix Barral, 2015); la crónica-cómic Los vagabundos de la chatarra (Norma, 2014), de Jorge Carrión y Sagar, o la tesis doctoral Unflattening (Harvard University Press, 2015) de Nick Sousanis. O algunos artículos académicos de Remedios Zafra, que pueden encontrarse sin dificultad en la red, que renuncian explícitamente a las citas y las referencias bibliográficas para ahondar, según la autora, en el tema tratado en cada momento. Vega Sánchez Aparicio recuerda otras direcciones y posibilidades:

En las últimas décadas, el ensayo, o la crítica, que se acerca a propuestas ya no solo híbridas, sino también mutantes, ha superado un estadio de consenso y su fisonomía se asemeja progresivamente al objeto examinado. De ahí, por ejemplo, Notas sobre conceptualismos (2009), de Robert Fitterman y Vanessa Place, que adopta la materialidad de la escritura conceptual, o, en una línea diferente, pero más cercana a la de Javier García Rodríguez, los trabajos de David Foster Wallace y de Eloy Fernández Porta, este último en el ámbito español. No es fortuito tampoco que ciertas creaciones ensayísticas se aborden desde la crónica, como Librerías (2013), de Jorge Carrión, finalista del premio Anagrama de ensayo, o desde la ficción y no-ficción como en Había mucha nebrina o humo o no sé qué (2016), de Cristina Rivera Garza.[15]

En la misma dirección podríamos citar también En la confidencia. Tratado de la verdad musitada (2018), un revelador ensayo sobre el secreto de Eloy Fernández Porta, siempre tan preciso como para-académico, o el Teleshakespeare (Errata Naturae, 2011) de Jorge Carrión, o incluso puede hacerse referencia a algunos libros de poemas de Ángel Cerviño o de Julio César Quesada Galán, donde teoría y práctica están tan unidas que separarlas es hacer inviable la supervivencia del texto donde viven en perfecta simbiosis.



Como se ve, parece que algo se mueve en el campo de los estudios literarios, y creo que cualquier forma de ventilación es bienvenida, aunque sólo sea para seguir ejerciendo esta antigua forma de arte verbal no desde una torre de marfil, sino desde un lenguaje ensayístico y una forma de mirar que no excluyan a los posibles lectores: nuestros semejantes, nuestros hermanos.




[1] “Pensador no es cualquiera: hace falta capacidad de observación, talento literario y conocimiento profundo de un ámbito de la realidad y el suficiente de otros cuantos para trascender. Al trabajo académico, en cambio, le basta con esconderse tras una supuesta labor investigadora y pergeñar textos de los que ya nadie espera atractivo estético ni mayor aportación. No hay que pensar en nombre propio para hablar de una obra literaria, no hay que saber mirar para hablar de pintura, no hay que haber estudiado a fondo y tener cultura suficiente para escribir sobre literatura, arte, filosofía; con investigar, basta: recoger fuentes, analizarlas, recopilar datos, tratarlos, recopilar estadísticas, extraer resultados, son manera de tratar una obra de arte o el pensamiento místico. Y con todo ello escribir un paper, citar a unos cuantos pares para que luego nos citen ellos y publicar el resultado en una revista indexada.”; José Antonio de Ory, “Esbozo sobre el ensayo /y II)”, Revista de Libros, 20/12/2017, en http://www.revistadelibros.com/blogs/pasajero-en-transito/esbozo-sobre-el-ensayo-y-ii.

[2] Martín de Ambrosio, “El drama de escribir papers para casi nadie”, Clarín, 19/07/2018, https://www.clarin.com/revista-enie/ideas/drama-escribir-papers-nadie_0_Hk77ydRQX.html.

[3] José Francisco Ruiz Casanova, Anthologos: poética de la antología poética. Madrid: Cátedra, 2007, p. 15.

[4] Kevin Perromat, “El apocalipsis que nunca llega. Crisis y representaciones de la crítica literaria actual”, Líneas. Revue interdisciplinaire d’Etudes Hispaniques, n.º 4, julio 2014, accesible en http://revues.univ-pau.fr/lineas/1297.

[5] César Aira, Continuación de ideas diversas; Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2014, p. 65.

[6] Josefina Ludmer, “De la crítica literaria al activismo cultural”; Chuy. Revista de Estudios Literarios Latinoamericanos, n.º 4, 2018, [pp. 52-73], pp. 60-61.

[7] M. Murrell, “Is Literary Studies Becoming Unpublishable?”, PMLA, Vol. 116, No. 2, Mar 2001, [pp. 394-396], p. 395

[8] Camille Paglia, “Introduction”, Break, Blow, Burn; Pantheon Books, New York, 2005, p. xvi.

[9] C. Gutiérrez Valencia, “Javier García Rodríguez, un homo sampler con estilete crítico”, El Cuaderno, enero 2018, https://elcuadernodigital.com/2018/01/05/en-realidad-ficciones/.

[10] Walter Benjamin, El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán; Península, Barcelona, 1988, p. 105.

[11] Javier García Rodríguez, Literatura con paradiña. Hacia una crítica de la razón crítica. Salamanca: Editorial Delirio, p. 12

[12] J. Calles, “Literatura con paradiña”, EU-topías, vol. 15 (primavera 2018), [pp. 179-183], pp. 179-180

[13] Laro del Río Castañeda, «Entre mutantes y académicos: la criticaficción de García Rodríguez. Reseña sobre: Javier García Rodríguez: Literatura con paradiña. Hacia una crítica de la razón crítica», Actio Nova: Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, 1 (2017), [268-272], p. 271.

[14] A. Giordano, El pensamiento de la crítica. Buenos Aires: Beatriz Viterbo, 2015, citado en Virginia P. Forace, “Reseña bibliográfica: Alberto Giordano, El pensamiento de la crítica”. Estudios de Teoría Literaria. Revista digital: artes, letras y humanidades, marzo de 2018, vol. 7, n.° 13, [pp. 177-181], p. 179.


[15] Vega Sánchez Aparicio, “Javier García Rodríguez: Literatura con paradiña. Hacia una crítica de la razón crítica. Salamanca, Delirio” (reseña), Pasavento. Revista de estudios hispánicos, Vol. VI, n.º 1 (invierno 2018), pp. 239-243, p. 239.

domingo, 15 de julio de 2018

Cuaderno de Yorkshire de Juan José Rodinás




En el enlace está mi lectura de Cuaderno de Yorkshire (2018), libro de poemas de Juan José Rodinás (aparecida en revista Nayagua, n.º 28, julio 2018): 

https://www.academia.edu/37048736/Rese%C3%B1a_de_Juan_Jos%C3%A9_Rodin%C3%A1s.pdf

También se puede leer aquí, dentro del número completo de la revista:

http://www.cpoesiajosehierro.org/web/index.php/nayagua/item/nayagua-28


lunes, 9 de julio de 2018

No paren las máquinas




Adrià Pujol Cruells y Rubén Martín Giráldez, El fill del corrector. Arre, arre, corrector. L’Hospitalet de Llobregat: Hurtado y Ortega Editores, 2018.



las traducciones literarias son una temblorosa tentativa de interpretar un mensaje de signos equívocos mediante otro conjunto de signos equívocos.

Ernesto Sabato, Heterodoxia



M’impressiona, la paraula literatura.

APC



Lo que habla del buen estado de salud de una literatura —entendida en el sentido que queramos, ya sea el horizontal del tiempo o el vertical de la geografía— no es su calidad media, por lo común baja, como en todo arte de todo lugar y época, sino la potencia de sus singularidades, como intenté exponer años atrás. Hoy vamos a examinar una de estas singularidades, pero antes, para contextualizarla como es debido, será preciso dar un pequeño rodeo.



En su artículo “Vindicación de la mentira: La literatura de la falsificación” (Quimera, n.º 322, 2010), el poeta y traductor italiano Valerio Lanzanotti recuerda algunos casos de traducciones creativas:



Diversos procedimientos son apropiados para crear la sensación de verdad narrativa. Uno de ellos es la falsificación de una traducción o, como es conocida, la “traducción ficticia”. Uno de los pocos autores que ha estudiado este mecanismo de forma sistemática es Hans Christian Hagedorn, quien en su monografía La traducción narrada (2006) explora las diferentes posibilidades e implicaciones de esta técnica. Según Hagedorn, “este artificio sirve para crear la ilusión de que un determinado texto narrativo es la traducción de otro texto, redactado originalmente en otra lengua y, en la mayoría de los casos, por otro autor distinto del que se presenta como traductor o editor del mismo”[1]. Hagedorn diferencia este proceder de otros similares, como el manuscrito encontrado, situando la traducción ficticia dentro de su clara relación con la modernidad literaria y el crecimiento de los mercados nacionales, así como de la difusión de la traducción como vía trasmisora del conocimiento. Como bien apunta, “en el empleo del recurso de la traducción ficticia se manifiesta la autorreflexividad del texto narrativo, y sobre todo de la novela, en la época moderna” (p. 211). Hay numerosos ejemplos de este artificio, algunos sobresalientes: el Quijote de Cervantes; Tristam Shandy de Sterne; Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Jean Potocki; The Castle of Otranto, de Horace Walpole; Si una noche de invierno un viajero de Italo Calvino; Cartas persas, de Montesquieu; Croniques italiennes de Stendhal; Die Leiden des junges Werther, de Goethe; Gulliver’s Travels, de Jonathan Swift; El nombre de la rosa, de Umberto Eco, así como los relatos “Smarra” de Nodier o “El inmortal” de Jorge Luis Borges, entre muchos otros.

             

Hay que puntualizar que en estos casos el procedimiento de la traducción infiel es figurado (otro tanto sucede en El archivo de Egipto, de Sciascia; El ladrón de morfina de Mario Cuenca o Los hombres que no ataban a las mujeres de Ste Arsson —seudónimo de Miguel Serrano Larraz—). Es decir: no existe en puridad traducción, sino la figuración de un trasvase de lenguas. En otros casos, sí podemos hablar realmente de traducciones infieles realizadas conscientemente, con fines creativos, como las belles infidèles francesas del XVII y XVIII; la obra literaria de Alain-René Lesage (1668-1747), apropiacionista avant la lettre; la supuesta traducción que realiza Alfredo Adolfo Camús en el XIX del Pro Ligario de Cicerón (véase aquí); o cuando Karl Kraus, en uno de sus números de La antorcha, traducía con salacidad un texto de Maximilian Harden para desfigurarlo[2]. O bien podemos traer a colación la práctica de Jorge Luis Borges, solo o en compañía de Bioy Casares, cuando traduce textos modificando, alterando o apropiándose de algunos párrafos de los originales, o incluso recortándolos a su gusto y criterio, para acomodarlos a su poética, como ha estudiado con brillantez Efraín Krystal[3]. Borges era capaz hasta de manipular las traducciones de su propia obra al inglés, como ha señalado Fernando Sorrentino. Pueden encontrarse más casos de traducciones literarias tan infieles como feraces en este artículo de Antonio Rivero Taravillo, o en esta entrada de Wikipedia.



            A esta caterva sospechosa de traductores desleales y gamberros viene a sumarse este juego metatraductor que proponen Adrià Pujols Cruells y Rubén Martín Giráldez, que ha sido feliz y cuidadosamente editado por Hurtado y Ortega Editores. El volumen presenta, en principio, dos libros: a la izquierda, en las páginas pares, un ensayo autobiográfico novelado (es difícil etiquetar este texto, luego veremos que no es necesario hacerlo) en catalán de Pujols Cruells, titulado El fill del corrector; en las páginas impares, la supuesta traducción al castellano de Rubén Martín Giráldez.



            La realidad es bien distinta, o acaba configurando una realidad mucho más compleja del esquema editorial anunciado. Estamos ante una indagación literaria de primer orden, que revienta las fronteras, los géneros, los marcos de la traducción y los de la literatura antes conocida como tradicional (sin dejar de ser, sobre todo en lo tocante a Josep Pla, muy conocedora de la tradición, como debe entenderse cualquier obra realmente renovadora). En primer lugar, hay que valorar como se debe el texto “de partida” de Pujol Cruells, que utiliza el diálogo entre Pla y su propio padre —el corrector aludido en el doble título— como símbolo entre lo familiar y la literatura, entre el entorno afectivo no elegido y la literatura catalana escogida como afinidad electiva. Lo cual le permite el autor agavillar otras dos conversaciones directas: una con Pla y otra con su padre, estableciendo un triángulo de atractores y disonancias. A su aportación debemos algunas reflexiones de peso sobre el célebre ampurdanés y sus sombras gravitatorias, sobre la esencia de la “geografía personal” (p. 81) de un escritor, sobre el campo literario actual, sobre las tensiones políticas, culturales y lingüísticas de Catalunya, o sobre el papel del administrador de un legado y sus dialécticas con el archivo cultural (diría Boris Groys). Pero no nos limitemos, o no nos engañemos; Pujol Cruells no es sólo “planiano”, también es antropólogo y escritor reconocido, que no ha dudado en traducir libros como —ahí es nada— La disparition de Perec, eliminando en L’Eclipsi todas las apariciones de la letra “a” (en el original francés desaparecía la “e”). Pujol Cruells (en adelante APC) es un escritor valiente y valioso, y su texto exento El fill del corrector es interesantísimo de por sí, tanto si se está de acuerdo con alguno de sus planteamientos como si no, puesto que uno no lee para que le den la razón, ni para confirmar su verdad, sino para ponerlas en crisis.



En segundo lugar, hay que tener en cuenta el protagonismo de las notas al pie, un espacio paginal que, si bien tiene sus usos irónicos modernos —Alberto Santamaría los ha descubierto, por ejemplo, en algunos textos de Leandro Fernández de Moratín (1760-1828)—, es en la posmodernidad literaria donde encuentra un uso exhaustivo, que llega al abuso en autores como David Foster Wallace o el Robert Juan-Cantavella de Proust Fiction. En estas notas se suscita un diálogo entre autor y traductor a cuenta de algunas palabras dudosas o polisémicas, pero el juego va más allá. Las notas al pie de este libro me han recordado aquello que escribió Don DeLillo: “There were footnotes like nested snakes”[4]. Se abren en ella serpientes textuales enroscadas, referencias eruditas, bromas y desafíos entre los autores, apropiaciones, desmontes, mentís y desmentidos, y un inacabable juego lúdico que, en rigor, es el suelo de este libro, el terreno fértil y productivo del que brota —y no al revés— el “discurso alto”, el corpus, ininteligible sin el sinsentido de la interpretación. Hay que recordar a este respecto que tanto Pujol Cruells como Martín Giráldez habían trabajado anteriormente con la nota al pie irónica (en La carpeta és blava, 2017, y Thomas Pynchon. Un escritor sin orificios, 2010, respectivamente). 




De forma textovisual, para identificar a cada uno se utilizan los iconos del ojo abierto (el autor) y del ojo cerrado (el traductor), códigos que ya anuncia la portada del libro. La fusión de rostros de la portada es trasunto de la fusión gradual de autobiografías que se tejen en el texto, con los dos autores mezclados en la versión en español, enzarzados en el relato de sus diversos accesos a la literatura, al trabajo, al campo literario, a la perplejidad. Un sujeto forjado por los elementos biográficos y formativos que APC y RMG tienen en común —un sujeto poco generacional o representativo, pese a todo, por la rareza de ambos—, pero un sujeto dúplice que revela a la perfección la escisión en la que vive desde hace años el escritor nacido en Catalunya: un Doppelgänger con un ojo puesto en el castellano y otro en el catalán. El objeto (el texto) deviene sujeto. Dos corpus para crear un cuerpo.






            En tercer lugar, queda lo más importante, mencionado por Pujol Cruells en una nota al referirse al quehacer de RMG: “la traducción como una modalidad de la confusión” (p. 119). Cuando hay un buen texto de partida las posibilidades de hacer algo sólido a la llegada se incrementan de modo exponencial, y eso sucede en el camino que va de El fill del corrector a Arre, arre, corrector. Las infidelidades en la versión de Martín Giráldez (desde el delirante título que elige) son más que una licencia traductora; en realidad, su pulsión es subvertir la idea de la traducción para llevarla a un terreno casi fantástico, al que alude en su jocoso prólogo, cual es la traducción entendida como la reproducción de lo que debería haber escrito el autor traducido. Ello le lleva, por ejemplo, a extender algunas ideas, o continuar el texto original por su cuenta, durante párrafos y párrafos, con ideas e incluso tonos (similares a la perorata de Magistral, su anterior libro) que no tienen nada que ver con el texto a quo de APC y que lo desbordan por completo, creando en Arre, arre, corrector una traslación más larga que El fill del corrector y diversa, sobrescrita (p. 171), enriquecida como el agua por el veneno. Martín Giráldez no duda en apropiarse o introducir como morcillas otros textos de Pujol Cruells dentro de la traslación, por ejemplo, produciendo efectos que generan al mismo tiempo una tremenda distorsión y una extraña fidelidad al autor traducido (cf. pp. 30-31), al incardinarlo en su propio tejido o injertarlo en su propio jardín. Son asimismo del mayor interés las reflexiones del autor sobre la traducción, o cuando intenta trenzar paralelismos entre la obra de Pujol Cruells y otros autores de su gusto (Gary, Nietzsche, Wallace Stevens, etcétera), marcando el ámbito de la afinidad/afectividad literaria. Esta tensión entre la infidelidad y el afecto genera una electricidad especial entre el original de uno y la versión del otro; de hecho, en algún lugar se intercambian los papeles de traductor y autor (pp. 132-135), y reflexionan de continuo sobre su condición de trujamanes. Comentando el dueto léxico sureda / alcornocal señala Martín Giráldez que “casi parece que una palabra haya salido reventando el vientre de la otra” (p. 19), y algo similar ocurre con su versión, que parece brotar como el monstruo de Alien de la tripa del libro de Pujol Cruells. El libertinaje de Martín Giráldez toma todo tipo de rumbos, incluso el de Borges citado más arriba, de no traducir algunos fragmentos, ya por innecesarios o por “deprimentes” (confróntense las páginas 25-27), e introduce clara e incluso explícitamente el elemento ficcional novelesco —porque ficcional, como bien aclara Pujol Cruells, es todo[5]—. Conscientes ambos escritores de la devaluación social de la plaga antes conocida como autoficción (véase pp. 145 y 149), parten de lo autobiográfico para hacer algo completamente diferente, a través de la rotura del pacto lector (y traductor) que propicia Martín Giráldez con su máquina desatada: “no es verdad que esté vertiendo de la lengua de origen a la lengua meta, estoy devolviéndole el origen natural, libre de libertad, a tu texto infectado” (p. 169). Es cierto que Martín Giráldez (en adelante RMG) se ha labrado a un personaje literario del que es imposible fiarse (no faltó quien creyese que Cosmotheoros, editado por Jekyll&Jill, era una novela suya, y no una magnífica traducción fiable, como realmente es, del libro de Huygens), y tras este Arre, arre, corrector será todavía más difícil no considerarle el escritor español por excelencia del “síndrome del impostor” (p. 61) y el gamberrismo corrosivo. Pero, al mismo tiempo, y por las mismas razones, me parece uno de los escritores españoles más fiables, más serios, más solemnes y más duraderos. Pocas cosas hay tan dignas de confianza como sus imposturas.



Hagedorn, el teórico de las falsas traducciones, apuntaba en la reflexión antes citada por Lanzanotti que había una relación entre la autorreflexividad de la traducción ficticia como recurso expresivo y la tradición novelesca moderna. Julián Jiménez Heffernan, al explicar la poética de César Vallejo (un autor en el que he pensado varias veces leyendo este libro de APC/RMG), escribe que “el tortilogismo (el lenguaje torcido) de Vallejo se incrusta en una escritura moderna perfectamente torcida y transitable en sus desvíos”. El fill del corrector / Arre, arre, corrector se inscribe en esos linajes (¿no es acaso Pla uno de nuestros mejores modernos? ¿No hay cameos en este libro de Swift, Joyce y otros clásicos de la modernidad?), pero, a su vez, y debido al uso de utilerías más recientes, la obra de estos dos autores genera un espacio que preferiríamos denominar con un término libre de prefijos como post-, neo- o similares, y llamarle, simplemente, literatura actual de riesgo, literatura que corre riesgos —el primero de ellos, el de no ser entendida, que es el riesgo que suele correr toda literatura notable—. A mi juicio, lo que hacen con brillantez APC/RMG es construir una máquina de producción de sinsentidos, que puede recordar a otros sistemas de generación de extrañamiento ya existentes (los deslizamientos de Roussel, por ejemplo), pero que encuentran en la crítica socioliteraria, la desactivación de la tan arraigada como inexistente “naturalidad” (p. 80) narrativa, la erudición y la voluntad irónica y paródica su raison d’être. Pujol Cruells y Martín Giráldez son como Bouvard y Pécuchet, pero hartos de ácido (sulfúrico). Los tres discursos que pueden encontrarse en este libro (el de Pujol Cruells, el de Martín Giráldez, el de las notas conjuntas y dialogadas) funcionan como una logomaquia que abre el cuarto texto, el architexto o supertexto, aludido en la aparición de “los editores” (pp. 29, 33, 56, 75, 163, etc.) donde la proliferación no es del sentido, sino del equívoco del sentido, algo consustancial a la traducción, como declara la cita de Sabato con la que abríamos este texto, pues en todo trasvase de lenguas se produce a la vez una recuperación y una cancelación de los sentidos originales en aras de un sentido nuevo. No hay dos libros aquí, sino cuatro, y es la cuarta estructura diegética, el ar(chi)tefacto que aportan APC/RMG, el que no tiene apenas parangones en nuestro entorno cultural. Es un libro híbrido, mezcla de géneros, una ficción-ensayo-auto-biográfico-cultural-sátira-malbaratada-teatralmente, pero que, en puridad, funda un género nuevo, tortilógico, retorcido: “els escriptors joves llaurem de tort / los jóvenes escritores labramos con la reja torcida” (pp. 16-17). ¿Qué significa eso? Pues significa el futuro. 

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[1] J. Hagedorn, La traducción narrada. El recurso narrativo de la traducción ficticia (Universidad Castilla la Mancha, Cuenca, 2006, p. 36. Una variante sería la mención a imaginarias máquinas de traducir, como la utilizada por Robert Juan-Cantavella en Proust Fiction (2005), que Ricardo Piglia había mencionado antes (eléctrica en este caso, no digital) en La ciudad ausente: “queríamos una máquina de traducir y tenemos una máquina transformadora de historias. Tomó el tema del doble y lo tradujo. Se las arregla como puede. Usa lo que hay y lo que parece perdido lo hace volver transformado en otra cosa”; Ricardo Piglia, La ciudad ausente; Anagrama, Barcelona, 2003, pp. 41-42.

[2] Kark Kraus, La antorcha; El Acantilado, Barcelona, 2011, p. 113.

[3] Entre otros trabajos, véase E. Krystal, Invisible Work. Borges and translation. Nashville: Vanderbilt University Press, 2002.

[4] Don DeLillo, Point Omega; Scribner, New York, 2010, p. 34.


[5] “Yo me revolvía, diciéndole que nada de lo que he escrito es en esencia verdadero.” (APJ, p. 129).



[Relación con la editorial: ninguna. Relación con los autores: ninguna con Adrià Pujol, con Martín Giráldez hemos intercambiado correspondencia y alguna charla sobre su obra.]