domingo, 30 de julio de 2017

Escribimos como paseamos







[1. Anotación de mi dietario, escrita aproximadamente en 1999]





Una variable poco tratada en el estudio científico de la mente y que me parece fundamental es el ritmo. Contaré una historia. Una vez me pregunté por qué en determinados momentos en los que desarrollamos una actividad mecánica o física nos asalta una canción, música o melodía determinada, y no pude encontrar una explicación convincente. Se me ocurrieron tres aproximaciones intuitivas: porque habíamos escuchado alguna vez esa música o melodía al realizar antes esa misma actividad, porque teníamos un estado de ánimo semejante, o porque alguna palabra, sonido u olor del entorno nos la recordaban.



El pensamiento es recurrente, como la memoria. Como ella se mueve por impregnación y admite injerencias de sabores, lugares, olores, sentimientos, etcétera. Como la magdalena de Proust, que le hizo temblar los pliegues del hipotálamo, y abrirle de par en par las puertas del recuerdo, así también el pensamiento acepta ser adherido o alterado a ciertas circunstancias. Recuerdo un verano de mi adolescencia en que cortaba el césped de un jardín para sacarme un dinerillo extra. Era una actividad pesada, por el calor y el esfuerzo físico, que durante varias horas me obligaba a recorrer una serie de trayectos muy amplios por los que iba guiando la máquina, de forma que a lo mejor tardaba cuatro o cinco minutos en segar en una zona contigua a otra por la que antes había pasado. A los pocos rectángulos me cercioré de que retornar a una zona concreta me situaba mentalmente en el mismo espacio de pensamiento, de modo que las reflexiones que había tenido cinco minutos atrás sobre un tema determinado volvían a mí en su mismo orden y con su mismo ritmo, siguiendo una serie de reflexiones, como si el tiempo no hubiera pasado. Así, tras pisar tres o cuatro veces la misma área podía reconstruir por entero una cadena de pensamiento, como hacía el hábil detective Auguste Dupin en un relato de Edgar Allan Poe del que ahora he olvidado el título -en el cuento, por cierto, Dupin y su acompañante también caminaban-.



Bien. Esta tarde he tenido que esperar diez o doce minutos a mi padre en el garaje. Se me había olvidado llevar algo para leer, como es mi costumbre en tales situaciones, de modo que tomé la segunda posibilidad: caminar. Transitaba un espacio no demasiado amplio, en línea recta, yendo y viniendo. Al principio, demasiado rápido, como siempre; pero consciente de que el efecto terapéutico del caminar (véase Patrick Süskind, La paloma, o El viajero del siglo de Andrés Neuman[1]) pronto iría ralentizando el ritmo, como así fue. Llegó un momento en que mi paso era muy parecido al de algunos soldados haciendo la guardia: pasos muy altos y muy espaciados. Y al rato llegó la tercera de mis ocupaciones habituales cuando espero: cantar. Y me dio por susurrar una canción infantil que hacía tiempo que no entonaba, cuyas notas simples atravesaron la planta llena de coches durante algunos minutos. Obsesionado como estoy con el asalto súbito de las canciones a nuestra mente, volví en mí y me pregunté por qué habría llegado hasta mí ésa música precisamente y no otra, intentando encontrar la respuesta en una de las tres aproximaciones arriba citadas, sin éxito. Fue en el mismo instante en que comencé a caminar de nuevo, cuando apareció por sí sola:



El ritmo de la canción era exactamente igual al del paseo.



Mantuve la frecuencia de los pasos deliberadamente. Intenté encontrar en mi memoria musical, bastante variada, otra canción o melodía que tuviera la misma secuencia rítmica, aunque ya preveía que buscaba en balde. Y me di cuenta del hecho siguiente: de haberla habido, era probable que la elección entre las dos se hubiera producido por el estado de ánimo, regurgitando aquélla de tema o melodía más apropiados para esta tarde de domingo -la más melancólica, en suma-.



Cambié el paso, bajé la frecuencia; al principio la canción se resistió pero, en efecto, acabó dejando espacio a un blues lento de Clapton.


Y seguí pensando. Más o menos esto: el ritmo trae la música. Pero, ¿y en los casos en que se está sentado, o en reposo, en los cuales no se camina? ¿Qué determina entonces la frecuencia de onda que nos sugestiona esa música que aparece de pronto en nuestra mente? Y apareció esta posible respuesta: el ritmo del propio pensamiento. Según el tipo de razonamiento (o el ritmo de actividad, si es mecánica o continua) que desarrollemos, así se establece de un determinado modo secuencial la cadena de pensamiento a la que antes nos referíamos, y su orden acentual, rítmico, llama al recuerdo musical, abriendo los pliegues de la memoria justo por la canción o melodía que encaje en los parámetros métricos del esquema mental en funcionamiento.


¿Que si tengo pruebas de todo esto? Ninguna, por supuesto. Pero si alguien demuestra que estoy equivocado, no dude en hacerme llegar sus pruebas. Me temo que sólo de este modo, lento y dialéctico, podremos llegar a establecer algún día la forma de pensar de la mente. Forma en la que, desde luego, cada vez estoy más seguro, el elemento fundamental es el ritmo o frecuencia. Piénsese en el poder sugestivo de la poesía, que puede hacer recordar campanas (Valéry) o una marcha fúnebre (Celan) al lector con una simple distribución acentual.





[2.]


Fragmento de Nuevo tratado de armonía, de Antonio Colinas, publicado meses después de escribir lo anterior: “Observo que, durante el paseo que suelo dar cada tarde, mi concentración depende de la mayor o menor rapidez con que recorro el camino. Hoy he paseado de manera extremadamente lenta y, por ello, muy concentrado. Acabo por detenerme y sentarme. ¿Para qué? Simplemente para contemplar y, luego, para cerrar los ojos y percibir los aromas y los murmullos leves del pinar. No llegué hasta mi meta habitual: el pozo que hay al final del valle. Acaso porque sentía el pozo dentro de mí. O acaso porque yo era el pozo”.


Por Nuria Amat accedo a un texto anónimo que cuenta cómo Joyce solía pasear por Trieste repitiendo en voz alta sus frases “a la espera de que sus pasos la perfeccionaran”.





[3.]


Roger Bartra: “debo confesar que no me hubiese atrevido a realizar este viaje si, durante un paseo solitario por el barrio gótico de Barcelona en 1999, no hubiese tenido una ocurrencia que se clavó en mi cerebro sin que nada pudiese borrarla”[2].







[4.]



Perejaume: “Naturalmente, escribir no es andar, pero es lo que más se le parece. Ambas actividades comparten un sentido hilante, de singladura, de rumbo. A mano o a pie, hay una línea que hacemos o que seguimos, y de la forma de esa línea depende lo que veremos. Tintas y caminos obedecen a un mecanismo similar, en el acto de maniobrar con la mirada según por donde vamos, y asimismo participan de una misma visión fluídrica en la que las cosas adoptan un curso narrativo a medida que van avanzando, se ordenan conforme van sucediéndose, a fin de que el rumbo nos deje ver a hileras una realidad que, de otro modo, vista de pronto y en sosiego, sería completamente inabordable”[3].








[5.]



Osip Mandelmstan: “Cuántas sandalias desgastó Alighieri en el curso de su labor poética por los senderos de cabras de Italia. El Infierno, y sobre todo el Purgatorio, glorifican la andadura humana, la medida y el ritmo de la marcha, el pie y la forma. El paso, asociado a la respiración y saturado de pensamiento: esto es lo que Dante entiende como comienzo de la prosodia”[4].

[P. D.]: Muchos años, más tarde, Sigrid Nunez: “Cuando regresabas, te volvías a sentar a trabajar, tratando de mantener el ritmo que se había impuesto durante la caminata. Y cuanto mejor se te hubiera dado, mejor escribías. Porque el ritmo lo es todo, decías. Las buenas frases comienzan con un latido” (Sigrid Nunez, El amigo. Trad. Mercedes Cebrián. Barcelona: Anagrama, 2019, p. 11).








[6.]



Copiado en algún momento de la Enciclopedia Espasa[5]: “Tirteo. Biog. Poeta griego del siglo VII a. De Jesucristo, cuya fecha de nacimiento y muerte se ignoran. Nació en Mileto [...] Sólo se sabe de fijo que vivió en la época de la segunda guerra mesénica entre Esparta y Mesenia, y que sirvió en las filas de los espartanos, prestándoles grandes servicios, por inflamar con sus cantos el valor de los soldados de Esparta, mereciendo de ella los honores de la ciudadanía. Los lacedemonios, [...] al verse derrotados cuando siempre habían sido vencedores, fueron a consultar al oráculo de Delfos, el cual les ordenó que pidieran un general a los atenienses. Supone la leyenda que éstos, por burla, les enviaron a Tirteo maestro de escuela, cojo, tuerto y con fama de loco. [...] Aunque según Suidas, compusiese cinco libros de poemas, sólo conocemos unos cuantos fragmentos. Unos, cortísimos, pertenecían a una clase de cantos llamados embaterias o marchas, que se cantaban al son de la flauta al emprender el ataque. El ritmo de sus versos era el de los anapestos, o sea de dos breves y una larga, que da la impresión de la marcha, y estaban escritos en estilo dórico, más rudo [...]”.








[7.]



Parece que nuestra época, repleta de medios mecánicos de transporte, considera que el paseo se ha vuelto celebratorio, contracultural, casi revolucionario; una especie de oposición natural al telos de la tecnología, un antídoto de lentitud contra la prisa venenosa de los coches y los trenes de alta velocidad. Nunca se han escrito tantos libros sobre el tema; entre las decenas de publicaciones posibles, estarían Frédéric Gros, Andar. Una filosofía (Taurus, 2014), David Le Breton, Elogio del caminar (Siruela, 2014) y las perennes y continuas reediciones de la obra de Thoreau. En alguna librería he visto incluso una mesa dedicada a novedades a este tema, repleta de libros-elogio del hecho de caminar.



(Aprovecho para hacer/hacerme una pregunta incómoda: cuando una manifestación contracultural se convierte en un exitoso fenómeno de mercado, ¿sigue siendo contracultural?)



Miguel Morey, en un texto incluido en Pequeñas doctrinas de la soledad (2015) acerca de la figura del paseante de Benjamin, apunta: “lo que aquí defiende el Paseante es la dignidad de una experiencia desde la cual la verdad siempre es un trance: y la posibilidad de comunicarla en tanto que trance, mediante la narración -porque sólo así la sabiduría a la que el filósofo aspira tiene que ver con la existencia y no con la gestión de nuestros (¿nuestros?) empleos del tiempo”[6].








[8.]



Alberto Ruiz de Samaniego es un pensador al que procuro seguir; de hecho le cedí la palabra en este mismo blog para recoger un interesante artículo suyo sobre el Licenciado Vidriera. En su último y recomendable libro, Cuerpos a la deriva (Abada, 2017), recoge la singladura de varias personas que en cierto momento se sitúan en circunstancias vitales apartadas (cabañas, desiertos), incluso en condiciones de aislamiento extremo y peligroso para la vida (Shackleton en la Antártida, Wittgentein en su atalaya de observación del frente bélico), y la repercusión que tal extrañamiento produce en su vida y en la mirada de su escritura. Su primer capítulo, “Seguir la línea. Apuntes sobre el caminar”, elabora una mirada diacrónica sobre el paseo como ejercicio intelectual y recorre varios puntales previsibles dentro del “género paseante” (Thoreau, Nietzsche, Walser), y muestra otros menos predecibles (Cézanne, Long, Klee), con los que teje un interesante collage en movimiento.





Casi al principio, al comentar algunas reflexiones de Nietzsche sobre la necesidad de movimiento y exterioridad para pensar, Ruiz de Samaniego anota algo muy en consonancia con lo arriba dicho: “Lo que nos interesa destacar aquí es la idea de una íntima e intensísima relación entre la prosodia, la encarnación del lenguaje en uno mismo y el paseo, ambos sustentados en un ritmo, un marcaje o cadencia temporal, un trazado que interviene irremisiblemente sobre nuestro organismo, que nos afecta en lo más íntimo” (p. 13). El autor se adentra en la mirada de estos “individuos, digamos, eminentemente geográficos” (p. 30), amantes del nomadismo y el periplo azaroso, cuyas obras escritas o pictóricas guardan profundas diferencias frente a otros creadores.








[9.]



De seguir este razonamiento, el personaje encerrado y perseguido de Wolfgang Hildesheimer en Tynset (El Olivo Azul, 2007), que pasea cada noche por dentro de su casa, caminando su insomnio, es una imagen análoga al Viaje alrededor de mi cuarto (Voyage autour de ma chambre, 1794) de Xavier de Maistre. Ambos delimitan al mínimo el recorrido de su pensamiento, espacial o mentalmente.



Pensamos como paseamos. Y escribimos como pensamos. Luego escribimos como paseamos.








[10.]




En otro lugar hablamos sobre el “pensamiento encaminado y la rima como mnemotecnia”, y citábamos allí a Jorge Luis Borges. Hoy leo por vez primera un texto de Borges donde el escritor argentino abunda en esta cuestión: “Esta es una especie de misterio central: cómo se escriben mis poemas. Puedo estar caminando por la calle o subiendo y bajando las escaleras de la Biblioteca Nacional y, de pronto, siento que algo va a ocurrir. Entonces, trato de situarme en actitud pasiva. Tengo que estar atento a lo que está por ocurrir. Y luego surge algo, que puede ser un cuento o puede ser un poema, ya sea en verso libre o en alguna forma cerrada” (Jorge Luis Borges, El aprendizaje del escritor; Sudamericana, Buenos Aires, 2014, p. 76).


Pensémoslo en relación con esto que anota Paul Valéry: “Había salido de casa para distraerme, con el paseo y las variadas miradas que genera, de alguna tarea molesta. Mientras seguía la calle en que vivo, me sentí de repente embargado por un ritmo que se me imponía y de pronto me dio la impresión de un funcionamiento extraño. Como si alguien se sirviera de mi máquina para vivir. Otro ritmo vino entonces a doblar el primero y combinarse con él, y se establecieron no sé qué relaciones transversales entre esas dos leyes (me explico como puedo). Esto combinaba el movimiento de mis piernas andantes y no sé qué canto que yo murmuraba, o mejor que se murmuraba por medio de mí. Esta composición se hizo cada vez más complicada, y pronto superó en complejidad a todo aquello que yo podía razonablemente producir de acuerdo con mis facultades rítmicas ordinarias y utilizables. Entonces, la sensación de extrañeza de la que he hablado se hizo casi penosa, casi inquietante. No soy músico, ignoro enteramente la técnica musical, y he aquí que era presa de un desarrollo en varias partes, de una complicación en la que nunca pudo soñar un poeta. Me dije entonces que había una equivocación de persona, que esa gracia se equivocaba de cabeza, puesto que yo nada podía hacer de tal don -que en un músico, sin duda, hubiera adquirido valor, forma y duración, mientras que esas partes que se mezclaban y deslizaban me ofrecían vanamente una producción cuya continuación culta y organizada maravillaba y desesperaba mi ignorancia. […] Sabía que pasear me lleva a menudo a una viva emisión de ideas, y que se crea cierta reciprocidad entre mi paso y mis pensamientos, modificando mis pensamientos mi paso; algo notable, pero relativamente comprensible. Se crea, sin duda, una armonización de nuestros diversos ‘tiempos de reacción’, y es bastante interesante tener que admitir que hay una modificación recíproca posible entre un régimen de acción que es puramente muscular y una producción variada de imágenes, de juicios y de razonamientos”[7].








[11.]


“Quizás hay una relación entre el sonido irregular zumbando en la ventana y el estado del espíritu”, Antonio Luis Ginés, Seres de un día; La Isla de Siltolá, Sevilla, 2017, pp. 57-58.

"Andar es una forma de no importar a nadie"; David Leo García, Dime qué; Barcelona: DVD Ediciones, 2011, p. 63.




[12.]



Doy los últimos pasos, llego a casa, abro la puerta.





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[1] “Cuando la incertidumbre lo abrumaba, caminar era lo único que conseguía tranquilizarlo. El movimiento tenía la propiedad de consolarlo con la sensación de que todo quedaba atrás”; Andrés Neuman, El viajero del siglo; Alfaguara, Madrid, 2009, p. 509.
[2] Roger Bartra, Antropología del cerebro. La conciencia y los sistemas simbólicos; FCE / Pre-Textos, México, 2007, p. 15.
[3] Perejaume, “El curso de escrita”, en Martín Perán y Glòria Picazo, Naturalezas. Una travesía por el arte contemporáneo; MACBA, Barcelona, 2000, p. 159.
[4] Osip Mandelmstan, Coloquio sobre Dante, Cita de apertura de Jorge Carrión, Los turistas; Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2015.
[5] Para lectores nacidos después de 1995: una enciclopedia era un conjunto de anchos volúmenes editados en papel, construidos alfabética o temáticamente y dirigidos a contener todo el saber acumulado por la Humanidad. Se abrían con la mano y tenían en su parte superior más polvo blanco que una película de Scorsese. ¿Imagináis toda la Wikipedia impresa en papel? Pues eso.
[6] Miguel Morey, Pequeñas doctrinas de la soledad; Sexto Piso, Madrid, 2015, p. 334.
[7] Paul Valéry, Teoría poética y estética; Visor Distribuciones, Madrid, 1998, p. 81.