viernes, 29 de mayo de 2009

Voy p'allá

En junio andaré por España y por otros sitios haciendo cosas y dando ponencias, que es mi modo enfermizo de entender las vacaciones. Os comento algunas fechas por si queréis que nos veamos:

Día 2 de junio, Murcia: Lectura poética en el Museo Ramón Gaya, a las 20 horas (Plaza Santa Catalina). Avanzaré poemas del nuevo poemario que aparece en septiembre en Pre-Textos, y proyectaré vídeos referentes al mismo.

Día 3 de junio, Madrid: Varios cómplices madrileños del blog me habéis dicho que os gustaría conocerme en persona, y también algunos que ya me conocéis me preguntais si podríamos vernos. Se me ha ocurrido una fórmula abierta, para que nos veamos y para que también os conozcáis entre vosotros: estaré comprando libros en la Central del Reina Sofía, el 3 de junio por la tarde, a partir de las 5. Si no estoy ahí, estoy en la cafetería del Reina Sofía, que está justo al lado. He elegido esta librería porque como allí estará mi amiga la poeta Sandra Santana, si no va nadie por lo menos no hago el ridículo allí solo, sin hablar con nadie... Animaos, me encanta bichear libros con amigos.
Librería La Central (Edificio Nouvel) Ronda de Atocha, 2. Metro: Atocha (L1)

Día 5 de junio, San Roque, Cádiz: Encuentro con el Club de Lectura de la Red de Bibliotecas de San Roque sobre mi proyecto Circular. Hora: 7 de la tarde, del lugar no estoy seguro todavía, imagino que en la biblioteca central. Leeré fragmentos inéditos de la próxima entrega, que saldrá un siglo de éstos en cualquier editorial suicida.

El 7 de junio iré a la Feria del Libro de Madrid, pero no a firmar, sino a que Agustín Fernández Mallo me firme alguno de sus libros o a que me invite a unas tapas; llevo seis meses sin comer croquetas ni jamón. No te olvides la cartera, Agustín.

Además de esto participaré en algunos congresos en Nicaragua, Francia y Alemania, pero después de la que se lió el año pasado prefiero no dar detalles, salvo que algún seguidor del blog residente en esos países me muestre su interés por mail.

Bueno, pues si podéis y queréis nos vemos. Saludos.

domingo, 24 de mayo de 2009

José-Miguel Ullán (1944-2009)



El personalísimo poeta José-Miguel Ullán murió ayer, dejando atrás una obra sugerente, nada sencilla de leer en conjunto, fruto de una operación conjunta de la mano y el ojo, que convertía muchas de sus páginas en espacios de batalla, en películas textuales, en "Manchas nombradas", como dice uno de sus títulos. El texto arriba reproducido, "Subrayado", contenido en Ondulaciones. Poesía reunida (Galaxia Gutemberg, 2008), es uno de mis poemas favoritos. Miguel Casado escribió en el prólogo a esa edición: "Debate del lenguaje consigo mismo, extrema autoconciencia del texto, esta poesía acaba mostrándose como forma muy peculiar de poesía meditativa". En un imaginativo y radical ensayo, "No hay más cera qe la que arde: José-Miguél Ullán" (Los papeles rotos, Abada, 2004), Julián Jiménez Hefferman estableció los puentes lingüísticos y simbólicos que en la poesía del salmantino unen una tradición archiculta, de parisienne exquisito, con lo rural y lo (d)estripado, con lo inmemorial colectivo e idiomático. Un salto muy difícil de hacer sin una preparación intelectual rotunda, pero también imposible sin una sensibilidad capaz de asumir en palabras el menor detalle de una flor, de un paisaje o de un gesto. En fin, que nos quedamos con uno de los escasos poetas españoles a los que le cabía ese escogido adjetivo, único.



Creo que si tuviera que elegir un poema de Ullán para esta ocasión tan triste, elegiría este:







[Testamento]


Alguien observará que la conclusión precedió sin duda a las "pruebas". ¿Quién se resigna a buscar pruebas de algo no creído por él o cuya prédica no le importa?
Borges


la voz es voz

hiciera

añicos las palabras redentoras



-...la quijada blandida,
la mueca de tu hermano,
la saliva secreta, la agonía
capaz de darte posesión primera,
última ya (oh cuerpo ensangrentado),
herencia de este salmo, tierra ajena,
fuga por siempre, libertad cautiva...-



la voz es voz
no existe



no existe aroma nuevo



cerrad mis párpados







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viernes, 22 de mayo de 2009

Un cómic recomendable












Dash Shaw, Bottomless Belly Button; Fantagraphics Books, 2009







Un matrimonio decide divorciarse después de cuarenta años juntos. Ambos son ancianos y reúnen a sus hijos para darles la noticia y pasar juntos las últimas vacaciones. Los hijos no pueden entender por qué, con casi setenta años, los padres deciden comenzar una vida nueva por separado. La búsqueda de los motivos por los cuales la pareja de ancianos desea separarse, aunque se comportan como siempre han hecho, se convierte en una obsesión para el hijo mayor, en un doloroso espejo para la hija mediana, separada de su marido, y en un problema incomprensible para el hijo menor, que prefiere enamorarse de una chica a la que conoce de casualidad en la playa.



Este es el planteamiento, simple en apariencia, con el que parte Bottomless Belly Button, pero que va complicándose conforme avanzamos en la psique y circunstancias de cada personaje. No quiero avanzar nada del argumento, por si deciden -y ojalá decidan- leerlo, pero sí les diré que el final de este cómic es absolutamente emocionante, de lo más hermoso y profundo que he leído en mucho tiempo.








Uno de los personajes más interesantes es Peter, el hijo pequeño, un director de cine sin éxito, introvertido, despistado, poco higiénico, ausente, cuya rareza queda bien explicitada por Shaw dibujando su cabeza como la de una rana, aunque en realidad -y como descubrimos al ponernos en los ojos de la chica a la que desea- su aspecto es para los demás completamente normal. Me parece ingenioso ese hallazgo, como otros visuales que podemos ver a lo largo del cómic; un ejemplo son estas dos páginas, donde los pulgares del lector se superponen naturalmente con los dibujados por Shaw. Es la forma de recordarle al lector que tiene un volumen entre las manos, haciendo el mismo juego que Ingmar Bergman cuando quema o corta la cinta, ahora no recuerdo bien, en Persona (1966). Melancolías matéricas de quienes tratan con imágenes, supongo.

Por cierto, ¿os recuerda a algo la imagen de esta silla?





Bottomless Belly Button gustará a quienes disfruten con los cómics de Daniel Clowes o con las películas de John Cassavettes. A quienes gusten las miradas lentas sobre un rincón concreto de la sociedad actual que nos dicen todo sobre nuestro tiempo. A quienes aprecien las descripciones inteligentes de familias desestructuradas y disfuncionales disfrazadas de familias perfectas, como las realizadas en Thumbsacker (Mike Mills, 2005) o American Beauty (Sam Mendes, 1999). No es ni más ni menos que un cómic hermoso, inteligente, sensible, hondo, más que recomendable.

miércoles, 13 de mayo de 2009

¿Y si J. J. Abrams fuera el mejor narrador vivo?


Esto va a tomar un tiempo. Pónganse cómodos. Pero una cosa: si creen que este es un post sobre Star Trek, se van a llevar una sorpresa.


Episodio piloto

Michael Chabon, Maps and Legends. Reading and Writing along the Borderlands; Harper Perennial, New York, 2009.


Ignoro si Mondadori ha realizado ya o tiene pensado realizar la traducción y publicación de este hermoso y fascinante conjunto de ensayos de Michael Chabon (me refiero a Mondadori porque ha publicado otros libros de Chabon y también The Road -La carretera-, de Cormac McCarthy, objeto de uno de los ensayos de Chabon), pero creo que los lectores españoles deberían poder disfrutar de las maravillosas horas de lecturas que Maps and Legends me ha deparado. La habilidad de Chabon para hablar sobre la experiencia literaria a partir de sus libros y de los libros de los demás (“Diving into the Wreck”), su nada evidente erudición (“The Recipe for Life”, un delicioso texto sobre el Golem), su buen gusto, su exquisitez a la hora de abordar temas escabrosos, su escabrosidad a la hora de tratar temas exquisitos (“My back Pages”), su sensibilidad, su capacidad para transmitir pasiones y sensaciones de vida y de lectura (y de vida lectora), tienen pocos parangones en ese sector de la literatura –el de libros sobre libros– más abundante que cualesquiera otros. Chabon tiene algo que le falta a los demás ensayistas: Lethem es igual de inteligente, pero resulta más frío; Coetzee es asombroso y quizá ha leído más y mejor que Chabon (también es 23 años mayor, seamos justos), pero requiere ser leído desde cierta formación, mientras que Chabon puede ser apreciado por lectores adolescentes (por unos motivos) y por lectores ancianos (por otros). Y así podríamos ir revisando autores, hasta llegar a comprender que Chabon tiene un don natural, algo muy complicado de encontrar y –quizá– imposible de enseñar y de aprender: sabe ser complejo sin ser difícil, profundo sin dejar de ser ameno, erudito sin ser pedante, estilista sin ser engolado, ameno sin ser superficial, grande aparentando tener un tamaño normal. Este justo ganador del Pulitzer en 2001 por su novelón Las asombrosas aventuras de Kavalier & Clay, que les recomiendo vivamente si no lo han leído, es uno de los más destacados representantes de uno de los más destacados grupos de escritores actuales: ese grupo difuso de narradores norteamericanos que de David Foster Wallace a Dave Eggers, de George Saunders a A. M. Homes, de Tristam Egolf al citado Jonatham Lethem, han renovado la literatura estadounidense convirtiéndola, a día de hoy, en una de las más innovadoras y vitales de nuestros tiempos.

Una de las claves interesantes de este libro, que nos permitirá acercarnos a Abrams, es su expansión del concepto de entretenimiento (que Chabon ensancha hasta el disfrute del ensayo sobre prisiones de Foucault, por ejemplo) y su lucha contra un concepto restrictivo y alienante de género. A su juicio, un entendimiento estanco de lo que sea un género literario nos sitúa ante perplejidades insalvables como lectores (pp. 8-9), ya que o bien no hemos entendido correctamente los grandes libros o éstos crean, de alguna manera, un género propio, pero que no deja de tener sus propias, y muy estrictas, reglas, del Ulises a En busca del tiempo perdido. Chabon critica a quienes sostienen gratuitamente que “a genre implies a set of conventions –a formula– and conventions imply limitations (the argument goes), and therefore no genre work can ever rise to the masterful heights of true literature, free (it is to be supposed) of all formulas and templates” (p. 8). Estoy de acuerdo con Chabon en que estas premisas son reductoramente simples y casi no requieren refutación. Por si acaso –y por la tremenda resistencia de algunos críticos y, sobre todo, de muchos libreros– Chabon hace dos refutaciones; una, teórica, global, en “Trickster in a suit of lights”, el ensayo de apertura, y una concreta, a partir de The Road, de Cormac McCarthy, en “Dark adventure”. Esta última novela es perfecta para demostrar, como Chabon hace, que se puede entrar en un género (la variante de la ciencia ficción llamada “postapocalíptica”, a la que pertenecería el libro de McCarthy, Leviatán de Arno Schmidt, o La tierra permanece de George G. Stewart, entre otros grandes ejemplos), sin abandonar no sólo la alta literatura, sino otros géneros, aparte de la ciencia ficción: por ejemplo, la épica disfrazada de aventura negra (p. 105). Con lo cual, como vemos, no importa lo que un artista toque, no importan los temas, personajes o códigos genéricos que aborde. Lo que importa es qué hace con ellos, dónde los toma y a dónde los lleva. Y de esta forma llegamos al lugar correcto para hablar de Abrams sin dejar de hablar de alta narración.


Episodio 1

Hay mucha gente que se pone nerviosa cuando hablo de “alta literatura”, pero cuando les pregunto que si son lo mismo las novelas de Beckett que las de Dan Brown me dicen que por supuesto que no. Cuando les pregunto: Bien, ¿y cuál es la diferencia? me miran con cara de fastidio y se dividen entre quienes rehúyen la respuesta –la mayoría– y quienes mascullan un engolado y soberbio “no pretenderás que te lo explique ahora y aquí”. En realidad sí pretendo que me lo expliquen en ese momento y en ese lugar, porque creo que bastan 40 segundos para hacerlo; pero lo que interesa no es repetir esa obviedad (que Beckett es un genio y Dan Brown una fábrica de basura elaborada y amena), sino qué ocurre en aquellos supuestos maravillosos en que un autor toma un género derrelicto y condenado al pulp y lo eleva a la categoría de arte. Como cuando Cervantes aglutina todos los géneros-basura de su época (habrá a quien le gusten las novelas bizantinas y las pastoriles del Renacimiento, mis disculpas a ellos) y las recicla en el Quijote. O cuando Stevenson sublima la novela de aventuras, Poe el relato detectivesco o Lorca la canción popular. O cuando Alan Moore o Neil Gaiman dan una nueva dimensión a la novela gráfica. O cuando Lem, Tarkovski, Kubrick, Ballard o Ridley Scott retoman las historias de naves estelares y hacen cosas como Solaris, 2001, Blade Runner o algunos relatos cortos inolvidables. En ese momento, para Chabon, los trickster (embaucadores, embusteros) consiguen el milagro de trabajar las fronteras y habitar en varias regiones a la vez “del mapa de la ficción” (p. 13). Chabon cita ahí a Borges, Kelly Link, Elizabeth Hand, Aimee Bender, Jonathan Lethem, Benjamin Rosenbaum; y antes había mencionado a Pynchon, Vonnegut o Cowley. En esa escogida compañía de embaucadores-cruzadores de géneros me gustaría insertar, sin solución de continuidad, a J. J. Abrams. En un artículo sobre nueva literatura que aparecerá tras el verano estudio a Abrams dentro de la nueva narrativa, y no quiero dar ahora pistas, pero sí decir otras cosas que ayuden a explicar la pregunta que titula este post. Con esto sugiero que tengo mucho que decir sobre Abrams, y que no todo va a aparecer en este post. En realidad, los hechos me invitan a pensar que voy a tener que escribir acerca de Abrams toda la vida.



Episodio 2

I realize that that blank page is a magic box
J. J. Abrams





J. J. Abrams con George Lucas






Me gustaría apuntar algo que viene preocupándome desde hace algún tiempo. Estamos asistiendo a la volatilización de los espacios de debate en temas estéticos en general y literarios en particular. La devaluación de los suplementos semanales –y de la propia prensa escrita, en cierta forma–, de las revistas en papel y la inexistencia de programas televisivos referenciales (como pudo serlo La Mandrágora en su momento) como Petronios líderes de las tendencias y de las discusiones, han provocado que surjan un cúmulo de alternativas, los blogs entre ellas, que han democratizado la voz y han fragmentado las conversaciones dentro de la Gran Conversación de la blogosfera, pero a costa de hacer imposible el seguimiento de lo que está pasando. Eso es bueno por un lado –la tiranía de algunos detentadores de esos centros impedía el verdadero diálogo, acabó siendo un monólogo a varias voces–, pero produce cierto escepticismo, porque no ha habido una sustitución real, sino una desintegración (lo cual no es intrínsecamente malo, sólo diferente). Ahora, dándole la razón a Ibn Arabí y Nietzsche, el centro está en todas partes, sí, pero… ¿quién tiene tiempo de ir a todas partes para saber qué se cuece? Hace poco encontré un texto de Diedrich Diederichsen que sintonizaba con esta preocupación mía: tras explicar cómo, paradójicamente, en los tiempos de la cultura visual todo es más oral, explicaba como la circulación de información producida en el mundo del arte de forma conversacional en exposiciones, simposium, bienales, encuentros, conferencias y espectáculos, generaba un incremento notable en la producción de discurso sobre el arte contemporáneo; “la consecuencia –explicaba Diederichsen– es el correspondiente incremento en el número de historias relacionadas con el arte y de anécdotas sobre obras de arte que circulan de forma no escrita”[1]. Si a esta dispersión que ocurre en el mundo del arte –central para la estética de nuestro tiempo, mal que pese a algunos escritores que llevan mal esto de ser estructurales segundones en la política cultural– unimos la atomización existente en materia literaria, donde para estar “al día” hay que leer algunas cosas de las de antes y, además, innumerables blogs y páginas literarias, el resultado es que entre lo nunca-escrito y lo nunca-leído es complicado leer nuestra época. Paliar esa dificultad, en mi caso, me supone dedicar bastantes horas semanales a viajar por la iconosfera, en dos idiomas, tres formatos (textual, visual y audiovisual) y cuatro continentes. A mí me merece la pena, pero entiendo que pueda resultar un desgaste innecesario para muchos, que no pueden ir a todas partes. Para estos últimos mantengo este blog, por si puede ayudarles a estar al día sin sufrir ese desgaste y sin pagar por ello. Para mí es un placer ayudar y hacerlo gratis, en unos tiempos donde da la impresión de que hay que cobrar por todo.

Pero volvamos al tema. La estética artística de Abrams, que con ello demuestra su inteligencia y su habilidad, es ir a todas partes. La historia de Cloverfield (sobre cuyos recursos narrativos ya escribimos aquí) no podía leerse por entero si uno no iba al cine a ver la película, a internet a buscar los trailers ocultos y los falsos, a ciertas revistas y fanzines y a páginas webs falsas creadas al efecto por Abrams. Desde otra perspectiva, esto significa que desde muchos sitios diferentes podía disfrutarse de la creación de Abrams, planteada como un espejo roto, donde los fragmentos esparcidos permiten ver la imagen global.





Episodio 3

Lo cuento tal como lo relata el New York Times, no sólo porque es espectacular sino porque narrativamente explica mejor las cosas. Hace apenas unos días un supervisor de postproducción televisiva llamado Steven Bevacqua compró el número de mayo de la revista Wired (que sigo desde hace años), y comenzó a hojearla en su casa. Conforme pasaban las páginas, se dio cuenta de que había algo raro. En varios lugares diferentes de la revista le pareció advertir pistas enterradas. Claves. Señales que iban desarrollando una historia paralela, de la que no se hablaba en el número. Como cuenta en su
blog, le tomó un tiempo encontrar las quince pistas (resolver algunas requería conocimientos de morse, de criptografía básica y de electrónica), pero al final lo logró. Se fue a internet y tecleó una dirección que había obtenido como resultado. Se trataba de una web oculta, indetectable por los buscadores normales. Allí dejó un mensaje. Poco después le llegaba le respuesta: había sido el primero en encontrar, mucho antes de lo esperado, todas las claves que J. J. Abrams había diseminado a lo largo de la revista para ocultar un misterio.

Corrí a buscar el Wired y, en efecto, J. J. Abrams era el editor invitado por la revista en este número de mayo (en ocasiones anteriores se ha ofrecido ese honor a personas como Rem Koolhaas, James Cameron o el creador de videojuegos Will Wright). Todo el ejemplar está editado por Abrams como un homenaje al misterio, a la necesidad de descubrir historias ocultas y luego contarlas ocultando otras dentro, y así hasta el infinito, en una variante de mise en abyme no demasiado estudiada todavía y sobre la que Dällenbach pasó de puntillas. Es uno de los procesos creativos más antiguos de la humanidad, sin embargo. Buena parte de la mejor poesía occidental y oriental, por poner un ejemplo, está construida sobre la idea del enigma. El enigma como misterio y apertura simbólica a la vez está presente en Pitágoras, en Heráclito, en los Upanishads, en Swedenborg, en Mallarmé y en la idea misma de poesía, según Gamoneda: “será un signo legible, aunque permanezca indescifrable, es decir, un enigma. Y el enigma es una suplencia eficacísima, una significación plenaria, infinitamente abierta, ante la que nos manifestamos intensamente receptivos”
[2]. Abrams es sólo la vía en que el enigma adquiere una poética contemporánea y utiliza los diversos medios formales a su alcance para retorcerse y esconderse aún más, a pesar de la mal mentada evidencia de las pantallas. Abrams hace caso al Poe de La carta robada y demuestra con series televisivas como Lost o Fringe o películas como Cloverfield, o editando revistas, que la mejor forma de esconder algo es ponerlo ante los ojos de millones de personas. Lo enigmático, lo escondido, alude siempre a otra cosa que es ofrecida “en sustitución”; Gamoneda habla de “suplencia”. El enigma –Abrams preferiría el misterio, pero es el mismo concepto– enseña otra cosa para escamotear aquella que se desea ocultar. Lacan, que estudió el relato de Poe, escribió en otro ensayo que “los libros que pueden llamarse canónicos en materia de inconsciente (…) no son sino un tejido de ejemplos cuyo desarrollo se inscribe en las fórmulas de conexión y sustitución”[3]. Bingo (lo siento, pero me encanta Lacan, qué le vamos a hacer. Dice más en una frase que algunos libros en cientos de páginas). Abrams, como Kubrick, único artista con el que me parece comparable, juega a recrear historias conscientes de forma inconsciente. Ha detectado la verdad que subyace, por ejemplo, bajo películas como Eyes wide shut: si quieres interesar al lector, cuéntale algo; si quieres dejarle sin dormir, escóndeselo. No es el momento ahora de entrar a examinar cómo lo hacía Kubrick, quizá otro día lo hagamos; lo que interesa ahora es la forma de hacerlo de Abrams. Lo hace como apunta Lacan: estableciendo un tejido de pistas, unas textuales y otras visuales, cuyo desarrollo se inscribe mediante las fórmulas de conexión y sustitución.

En el interesante artículo que añade de su propia mano al número, titulado “The magic of mistery”, Abrams critica el hecho de que vivamos en la “Edad de lo Inmediato”, donde puede saberse, gracias a Google y otros buscadores, casi cualquier cosa al instante. Se muestra partidario de la tecnología, pero detesta que pueda ser usada para desvelar aquello cuya averiguación lenta y con algo de esfuerzo nos produciría placer. Cree que uno de los males de nuestra era son los spoilers (p. 79); palabra intraducible que podríamos asesinar vertiendo como destripe, y que hace referencia a esa información que arruina un libro o una trama. Por ejemplo, es un spoiler decir que Romeo y Julieta mueren al final, o que en El sexto sentido el protagonista está muerto, o que este post acaba con la palabra “nosotros”. Explica Abrams cómo su poética consiste, en esencia, en contar historias de modo que sea imposible plantear un spoiler porque lo sustancial está aplazado, oculto o diferido en la trama (sustituido por un tejido de elementos o por un tejido de tiempo, en consecuencia). Por eso, explica Abrams, es impertinente la pregunta de cómo acaba Lost. Porque puede que no acabe… Es su manera personal de luchar contra Lo Inmediato, contra la falta de paciencia, contra el apresuramiento de lo real y contra nuestra infantil –Konrad Lorenz dixit– e inmadura tentación de dejarnos llevar por el impulso de gratificación instantánea. El sociólogo Zygmunt Bauman ha demostrado cómo una de las formas actuales de demostrar jerarquía es la de poder disfrutar inmediatamente de las cosas, con el poder paralelo de hacer esperar a los demás
[4]. Abrams combate esa jerarquización y obliga a la contraria: el que más disfruta sus historias y complejas tramas es el que más tiempo les dedica, no el que menos. De ahí que Abrams escriba –traduzco–: “quizá por eso el misterio, ahora más que nunca, tiene un especial signficado. Porque es la anomalía, la deslumbrante afirmación de que la Edad de lo Inmediato tiene un significativo lado maléfico. El misterio demanda que te detengas y reflexiones –o, al final, reduzcas tu velocidad y descubras–. Es un desafío llegar allí por ti mismo, según sus condiciones, no las tuyas. (…) Lo importante es que no debe nunca subestimarse el proceso. La experiencia del hacer lo es todo en realidad. El final debe ser el término de la experiencia, no la experiencia misma” (p. 80).

Abrams ha sido actor. Ha compuesto la música de las series Fringe y Felicity, ambas creación suya, y un par de temas de Misión imposible III, de la que fue director. Ha sido guionista de varias películas y de muchas series de televisión. Creó, produjo y escribió Lost (Perdidos), una de las series más exitosas y premiadas de los últimos años. Fue el factótum principal de Cloverfield. Ha producido cine y televisión en solitario o acompañando a gente como James Cameron o Steven Spielberg.

En sus ratos libres hace películas excelentes y pobladas de momentos e imágenes memorables como Star Trek.

Puede ser uno de los mejores contadores de historias porque sabe aprovechar todos los recursos artísticos de su época. En su momento se dijo eso mismo de Dante, Miguel Ángel o Leonardo da Vinci, si recuerdan.

Si Abrams es o no el mejor narrador vivo, depende de la amplitud con la que ustedes consideren la palabra narración.

Por mi parte, conforme pasa el tiempo, creo que los narradores y críticos literarios debemos de ir dejando de perdonarle la vida a J. J. Abrams, y comenzando a rezar para que él nos la perdone a nosotros.









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Notas
[1] D. Diederichsen, On (Surplus) Value in Art; Witte de With Publishers / Sternberg Press, Reflections 01, Rotterdam / New York, 2008, p. 27.
[2] Antonio Gamoneda, “Lectura parcial de José María Navascués”, Los Cuadernos del Norte, nº 0, enero-febrero de 1980.
[3] J. Lacan, “La instancia de la letra”; Escritos; Siglo XXI, México D.F., 1989, p. 502.
[4] Z. Bauman, Vidas desperdiciadas; Paidós, Barcelona, 2005, pp. 135-36.

viernes, 8 de mayo de 2009

Juan Trejo y El fin de la Guerra Fría



Juan Trejo, El fin de la guerra fría; La otra orilla, Barcelona, 2008

Esta novela transita por un lugar que me resulta muy atractivo, donde están incardinados algunos –no todos– de los narradores vivos que más me interesan (DeLillo, Pynchon, Coetzee, Houellebecq): esa delgada línea roja que separa los acontecimientos colectivos de los individuales, que une lo sociológico con lo psicológico, develando las cadenas de hechos que nos anudan a la sociedad y la retroalimentación afectiva que en ésta provoca nuestro comportamiento… ¿o es al revés? En realidad no importa: cualquier historia puede contarse desde ambos puntos de vista, o en los dos sentidos: del personaje hacia el resto del mundo, o de los demás hacia el protagonista. Trejo escoge el primer camino, partiendo de tres personajes (la estadounidense Dona, la china Zheng, el español Tomás) y llegando hacia la realidad sociopolítica del mundo tras el 11/S y los últimos coletazos de la Guerra Fría. La conjunción de un “reparto” internacional, una ambientación barcelonesa –cosmopolita, dentro de un orden–, y alusiones continuas a la geopolítica anterior y posterior al 2001 nos podría hacer colegir aceleradamente que estamos ante una novela global, pero no creo que sea así, y si puedo lo explicaré después. No quiero desviarme de lo esencial, la arriba citada línea psicosocial que une las particulares faltas de ajuste entre los tres personajes principales y su existencia, y la situación del mundo en estado permanente de Guerra Fría:

Contra lo que suele decirse, la Guerra Fría sí fue una contienda directa, sí tuvo lugar. Se lanzaron los misiles, fue una guerra que se libró día a día, en la mente de todos los habitantes del planeta. La Guerra Fría fue la guerra de la ansiedad. Se vivía con una horrible sensación de inminencia a la que todos acabaron por acostumbrarse. La tensión se hizo consustancial al paso del tiempo, como una especie de ruido de fondo imprescindible. (p. 237).

En esta tesitura, el estiramiento de la guerra fría provoca una situación psicológica de Zungwang, figura ajedrecística que representa el instante donde el siguiente movimiento, sea cual sea, conduce al desastre. La novela representa muy bien esa tensión ante la situación estanca, esa expectación nerviosa ante la aparición del accidente, tema al que tanto discursiva como narrativamente esta novela debe algunos de sus mejores momentos –que no son pocos, por cierto–. La mención al ruido de fondo, en un párrafo muy de Don DeLillo, no es casual, como tampoco lo son otros homenajes ocultos y parodias veladas a figuras del pensamiento y la literatura actuales. La familia disfuncional estadounidense de la que proviene Dona lleva Munro por apellido; una elección nada casual, pues ese tipo de familias es uno de los temas favoritos de la escritora Alice Munro. El efectista arquitecto esloveno Slavoj Apeyron es un trasunto del filósofo esloveno Slavoj Zizek, del que Trejo ofrece una visión no demasiado positiva. Los otros tributos espigados (Franzen, DeLillo, y otros narradores norteamericanos) son más episódicos y superficiales.

Si tuviera que buscar un narrador español a quien se parezca Trejo, elegiría sin duda a Germán Sierra, aunque Sierra es más directo y menos moroso que Trejo, quien podría quizá haber reducido algunas páginas, historias o explicaciones, que tienden al abundamiento o al innecesario detallismo. Tiene razón el autor cuando explica que “las acciones simbólicas, del signo que sean, no requieren repetición” (p. 158), pero luego contradice su propio aserto repitiendo menciones a símbolos (el trozo de esmalte de uña en la formica, los pechos como femeninos como núcleo psicológico, etc.), en un énfasis superfluo y gratuito. Es complicado saber qué es necesario y qué no en la novela, un género predispuesto a la derrota, el exceso y la “odiosa deliberación” (Borges), pero no por ello sería impertinente preguntarnos, por ejemplo, qué añade la página 182 a El fin de la guerra fría.

Decía antes que, a pesar de las apariencias, El fin de la Guerra Fría no es una novela global. Creo que, en realidad, es una novela bastante postcatalana, entendiendo este extraño neologismo como aquel modelo de construcción narrativa que, tomando como eje narrativo la ciudad de Barcelona, intenta insertarse en una tradición posmoderna que considera la urbe como lugar inseparable del concepto de sujeto contemporáneo y, en parte, como explicadora de algunos aspectos psicológicos del mismo
[1]. De esta forma la novela de Trejo se emparentaría con algunas líneas narrativas de Javier Calvo o del desaparecido Francisco Casavella, que dejan atrás la concepción de Barcelona como espacio al que llegar (característica de autores como Rodoreda, Marsé o Mendoza) para construir una tradición para la cual Barcelona es un (magnífico) lugar del que partir, mirando a otras partes del mundo (especialmente, pero no sólo, a Estados Unidos), o mirando el mundo bajo una forma nueva, como la del videojuego (véase la novela postcatalana de Gabi Martínez, Ático, o el relato de Robert Juan-Cantavella “Barcelona Arcade” en la antología Odio Barcelona, Melusina, 2008). Eloy Fernández Porta señalaba otro ejemplo cuando, hablando del relato de Quim Monzó “Dos ramos de rosas”, escribía sobre él que poseía dos modos degradados de entender la cultura, y que “esos modos no se circunscriben a una localidad catalana, sino que están a la vez en la mentalidad del ciudadano y en todas partes[2]. La narrativa tardocatalana sería más bien endógena, siendo más exógena la postcatalana; más realista aquélla y más simbólica ésta. Si me permiten la broma, aquéllos escriben Barcelona y éstos Barna. Como la mitad de la narrativa española está hecha por catalanes o por escritores que viven en Barcelona, supongo que este será un juicio muy cuestionado, pero desde fuera de la Ciudad Condal se ven claras algunas líneas de fuga.

Como ven, El fin de la Guerra Fría da para mucho, algo muy poco frecuente tratándose de una primera novela. La edad del autor y su madurez lectora han ayudado a que sea una primera obra tardía y bien sopesada, de la que deberíamos destacar, ante todo, su solidez narrativa. Es la de Trejo una novela llena de hallazgos, como la emocionante escena final, la recreación de una familia burguesa típica tan fría como engrasada, la descripción de una arquitectura de camuflaje (p. 92), o la síntesis de nuestra época como una mezcla de velocidad y deslizamiento que impide los lazos simbólicos de unión duraderos (p. 255). En resumen, un libro ambicioso, ameno, bien escrito e inteligente, que se ha ganado el derecho a ser considerado como uno de los debuts narrativos más rotundos e inapelables de la novela última en castellano.

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Nota.
[1] Sobre este tema abundo en mi tesis doctoral, a la que me remito cuando aparezca. Léase este párrafo de Trejo: “resultó curioso que el eje central de su discurso fuese la idea de que la ciudad era en la actualidad la unidad mínima para pensar en el sujeto y la identidad”; Juan Trejo, El fin de la guerra fría; La otra orilla, Barcelona, 2008, p. 87. Y véase el interesante proyecto digital de Javier Calvo, http://www.riosperdidos.com/, que se presenta como una “vindicación de los lugares sagrados de Barcelona”.
[2] Eloy Fernández Porta, Homo sampler. Tiempo y consumo en la Era Afterpop; Anagrama, Barcelona, 2008, pp. 259-60. El subrayado es del autor.

martes, 5 de mayo de 2009

El éxito como enfermedad

[Este texto es una versión ampliada del aparecido en el diario Córdoba el 02/05/2009].

Win or go home
Lema de los playoffs de la NBA


Manuel Borja Villel, director del Museo Reina Sofía, decía hace poco en una entrevista que “el éxito es una obsesión anglosajona”. Como dándole -brutalmente- la razón, sólo un día después, la actriz anglosajona Stephanie Parker se suicidó tras cancelarse la serie de la BBC en la que trabajaba, Belonging.


En efecto, los anglosajones en general y los estadounidenses en particular sufren una enfermedad contagiosa (no me refiero a la gripe porcina, que tanto juego metafórico, y tan poco ingenioso, está dando a ambos lados del océano), que se transmite de generación en generación, y es el obsesivo síndrome del éxito. Les pongo varios ejemplos. Una vez, en una reunión por estas tierras con empresarios yanquis, uno de ellos anunció que se jubilaba. Los demás se miraron entre sí morbosamente, como diciendo: “uno menos; John está acabado”: el tal John iba a dejar de ser productivo y no podría tener más triunfos en el futuro... Otro caso, aún más inquietante: hace días unos niños jugaban en las calles próximas a mi casa, persiguiéndose unos a otros con las bicicletas. Se desafiaban de esta forma: “si no me alcanzas, eres el mayor perdedor del mundo”. El otro respondía: “si te pillo, serás un tarado y apestoso perdedor”.

Un programa televisivo norteamericano -bastante exitoso, por desgracia- se denomina Bigger Losers (Los mayores perdedores). El título es un juego de palabras. Se trata de un concurso donde se admiten sólo participantes de peso superior a 130 quilos, y gana quien más peso pierde en varias semanas. Ver un capítulo da vergüenza ajena, como podrán imaginar, tanto por la condescendencia con que son tratados los participantes como por el preocupante sentimiento de vergüenza que ellos sufren por su sobrepeso. El doble sentido del título alude a que el gordo (como el feo, como el bajito enclenque, como el albino, como el mutilado), está fuera del sistema, es un perdedor nato, es una especie de freak o bicho raro que no se atiene al sistema icónico tradicional dirigido al cuerpo danone.

El escritor mexicano Heriberto Yépez publicó el año pasado un librito pequeño y excelente, Contra la Tele-visión (Tumbona Ediciones, México, 2008) donde sacaba a la luz algunas escrituras discursivas de la televisión que no siempre son visibles entre las 625 o 1215 líneas, depende de si el receptor tiene o no alta definición. Escribía el autor: “las estrellas que el espectáculo coloca en su cielo convexo son las monedas aseguradas en el bolsillo inferior. Las promesas telefísicas, en verdad, se refieren a valores ya dominantes. Seducirnos de lo Mismo, seducirnos del nihilismo y la acidia (…) hacer seductora, atractiva, la confirmación de la tabla de valores imperantes, es la función fundamental del espectáculo. Comúnmente a esto se le conoce como éxito” (p. 29).

Pero no es sólo la pantalla. Los medios de inoculación del veneno del síndrome del éxito son a veces evidentes y a veces más sutiles y, por ello, temibles. Es frecuente ir conduciendo por estos lares y ver en la parte posterior de los coches pegatinas con lemas como: “Soy el orgulloso padre de un alumno destacado de Hill School”; o: “Mi hijo es honored student en la Universidad de Virginia”. Esas pegatinas son fabricadas por las propias instituciones académicas, que las regalan a los padres cuando sus hijos alcanzan las menciones. Hay cosas todavía más chocantes. Una de mis vecinas tiene un cartel en su ventana avalando que fue una animadora premiada en un concurso de animadoras deportivas (cheerleaders; ojo al “leaders", líderes, de la palabra).

Max Weber ya estudió cómo el crecimiento del protestantismo en los países anglosajones creó un modelo teológico que no era incompatible ni con el éxito colectivo ni con el enriquecimiento personal. Esta tranquilidad de conciencia, producida por un credo comprensivo con el modelo empresarial, puede explicar a juicio de Weber el rápido crecimiento de Inglaterra y Estados Unidos durante los siglos XIX y XX y su éxito económico (hoy en horas bajas). Decía Elías Canetti en La conciencia de las palabras (donde habla de una tranquilidad de conciencia muy diferente) que, para los hombres, “su deseo de vivir experiencias ajenas desde dentro no debería ser determinado nunca por los objetivos que integran nuestra vida normal u oficial, por decirlo así; debería estar libre de cualquier aspiración a obtener éxito o importancia”. En Europa, estas palabras suenan a utopía; en Estados Unidos, a algo absurdo, si no sacrílego. Es cierto que el fracaso cansa, como dijera Alejandro Rossi, pero el éxito continuo, sobre todo el de los otros, cansa una hartá.

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sábado, 2 de mayo de 2009

Órbita, de Miguel Serrano




Miguel Serrano Larraz, Órbita; Candaya, Barcelona, 2009


Llamativo debut, éste de Miguel Serrano Larraz (Zaragoza, 1977), que ha compuesto un libro de relatos original, personalísimo (con algunos guiños a Roberto Bolaño y a Manuel Vilas, que prologa el volumen), y con momentos puntuales de notable altura.

Todos los libros de cuentos de la historia de la literatura tienen un problema estructural, casi siempre irresuelto, y es el de mezclar piezas de distinta temperatura y tono y calidad. Nunca he leído un libro de cuentos, ni siquiera de los clásicos, donde haya una calidad constante; si bien es cierto que tampoco en una novela o en un poemario es posible la homogeneidad total. Si Poe decía en su Método de composición que un poema largo es el resultado de la convivencia de varios trozos de poesía con otros de prosa versificada, una novela puede ser el fruto de la mezcla entre alta narrativa y crónica de sucesos inventados; y un libro de relatos podría ser hijo de la alternancia de cuentos con dramatizaciones narrativas (piezas que interpretan el papel de un cuento, sin serlo del todo). También Órbita, como todos los demás, es irregular, y también hay piezas flojas en comparación al resto, como “Perspectivas”. Otros relatos del volumen carecen de equilibrio entre sus partes internas, y quizá pudieran haberse acortado o sintetizado para mantener los momentos de tensión, como “Y del amor sólo queda el veneno”, o “Zaragoza, a 8 de noviembre de 2002”, que tienen partes muy buenas (en el primero hay algunas páginas desopilantes), diluidas a ratos por ciertos estiramientos argumentales. La tendencia, en este sentido, de Serrano Larraz al cuento largo y a la presencia de numerosos personajes nos hace pensar (y disculpen esta aproximación prospectiva, sin más argumentos de soporte que la intuición) que, en un futuro breve, Serrano Larraz quizá divida en dos líneas su narrativa, situando esa propensión suya a la complejidad (algo normal en una persona con estudios de Física y con habilidad para la descripción de relaciones internas en grupos de personajes) dentro de la novela, y manteniendo la otra línea dentro de la escritura de cuentos. No obstante, incluso en los relatos más novelescos siempre hay detalles, giros inesperados, hallazgos, que nos hacen terminar con agrado (y puntual asombro en piezas como “Órbita” o “Últimas señales”) el relato, y nos deja con ganas de afrontar el siguiente.

Dice Vilas en su interesante prólogo que no cree que Órbita sea experimental; soy de su opinión: a estas alturas de milenio ser narrador experimental es otra cosa, y requeriría de decisiones más arriesgadas que las que toma Serrano Larraz. Ello no significa que nos hallemos ante un narrador tardomoderno en cuanto a su estilo; tampoco que sea convencional en sus planteamientos narrativos: diría más bien que Órbita está –perdonen la obviedad de la metáfora física, pero el libro las utiliza de continuo– en velocidad de escape respecto a la gravitación narrativa española, a punto de entrar, como dice el propio título, en situación geoestacionaria. Escribe Vilas: “Tanto en Serrano, desde la narrativa, como en [David] Mayor y [Jesús] Jiménez, desde la poesía, veo un afán de originalidad literaria propio del siglo XXI. Observo esa originalidad como un desdeo de superación de las literaturas del siglo XX. No se trata sólo de escribir buenos libros, sino de escribir buenos libros interesantes porque son distintos, porque son diferentes” (p. 6). En efecto, así es –también en los dos poetas citados, ambos muy interesantes–: Órbita es diferente, está hecho desde una perspectiva curiosamente glocal, zaragozana y universal al mismo tiempo, lo que provoca que la Zaragoza de los relatos de Serrano sea diferente de la Zeta de la narrativa de Vilas; la de Serrano Larraz es una ciudad levítica, desdibujada, compuesta por paisanajes y definida casi como un no-lugar, mientras que la Zeta de Vilas es unas veces una ciudad de provincias española y otras la misma puerta del infierno –de forma literal–. La maleable forma de abordar cada historia, los toques científicos, la mezcla de nihilismo con sentido del humor y puntual melancolía, algún párrafo excelente
[1], los finales inesperados e inevitables a la vez, convierten a Órbita en un debut interesante, sugerente, con instantes de duda pero también con momentos redondos, como los relatos que abren y cierran el volumen.


Nota.
[1] “Tal vez el turista merecía morir. El Shaman era un bar, pero también era Venecia en el gran Carnaval. Las máscaras no quitan el frío, nos decíamos. La seda no abriga. Las gafas no engañan a la sed. Las góndolas no saben qué cosa es la piedad”; Miguel Serrano Larraz, Órbita; Candaya, Barcelona, 2009, p. 66.