sábado, 29 de noviembre de 2008

La Autonovela. Pasadizos entre los últimos libros de Lolita Bosch y Julián Rodríguez





En los dos libros de Mondadori que citaré hay varias referencias a las causalidades. En general, no me gustan mucho las casualidades, ni el azar como asunto narrativo –creo que su abundancia en la narrativa actual podría ser una desgraciada herencia de Paul Auster, que tiene otras facetas más interesantes–. Para mí las coincidencias tienen el escaso encanto de los números capicúas: son hechos que se leen igual desde los dos lados. Uno dice: “mira, un capicúa”, y luego da un trago a su refresco. Uno se entera de que nació en el mismo año que su interlocutor, y acto seguido piensa en la lista de la compra. Por si acaso en un futuro inmediato las casualidades se demuestran científicamente como hechos de suma (o alguna) relevancia, hago constar que La familia de mi padre, de Bosch, y Cultivos, de Rodríguez, están publicados en Mondadori. Y que los tres libros, si incluimos Esto que ves es un rostro (Sexto Piso, 2008), de Bosch, tienen como trasunto semántico principal la figura del padre. Aquí acaban las coincidencias entre los libros; centrémonos ahora en los pasadizos entre ellos.
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Ni España ni yo somos así. El hispanista Julio Ortega ha expuesto en alguna ocasión que la narrativa española joven más interesante se caracteriza por ser una narrativa española sin España. Los códigos territoriales han sido vencidos por una concepción narrativa globalizada y tendente a buscar y a buscarse en espejos diferentes, plurinacionales, que incluyen también lecturas e influencias de otras lenguas y países. En su último y excelente ensayo, Mentiras contagiosas, Jorge Volpi defiende su derecho a insertarse en otras tradiciones: “Quizás la nacionalidad de un autor revele claves sobre su obra, pero ello no indica –o al menos no tiene por qué indicar– que esté fatalmente condenado a hablar de su entorno, de los problemas y referentes de su localidad, o incluso de sí mismo. La ficción literaria no conoce fronteras: si ello es visto como un triunfo de la globalización y del mercado es porque no se comprende la naturaleza abierta de la literatura”[1].
Cultivos, entre otros varios propósitos, se plantea como el intento de narrar unas tierras extremeñas, de contar una historia, la de las personas aún atadas a la agricultura y a la tierra, para a partir de ahí lanzarse a lo universal. Sin solución de continuidad se pasa de Ceclavín a Londres o a Nueva York. En medio no está España, es una idea que ni siquiera aparece en todo el libro. Cultivos es una novela glocal, como lo es La familia de mi padre. “Por esto ahora que he vuelto y me he detenido dando un salto silencioso para plantarme en tierra firme, como una cigüeña cuando aterriza, he revisado el trazo sino en una historia. De una herencia extraña, compacta y transparente, y he podido escribir: yo no nací en un lugar sino en una historia”[1], escribe Bosch. Pero la extraterritorialización de Bosch va más allá de su adscripción deliberada a unos registros literarios o a unos códigos nacionales elegidos. Se aferra a lo literario sustancial, al lenguaje: México, por ejemplo, no penetra sólo por las referencias históricas y semánticas de un libro como Insólita ilusión, insólita certeza, que puede leerse como un manual histórico del México maravilloso en paralelo al México real, a la fantasía hiperreal en que este país hermano consiste; México penetra en la obra de Lolita Bosch por el lenguaje, y así modismos como “jalar” (p. 16) se anudan a la memoria catalana y a los poemas en catalán de Maragall como un todo irresuelto: quizá la narrativa española contemporánea sea, precisamente, esa voluntad de no resolver, de no disolver, de no absolver: de considerar al mundo como un tejido de hilos diferentes que se entrecruzan, y no un rompecabezas donde cada país esconde sus cubos para que no se rocen con los demás. Ya no es la narrativa, la obra literaria, un jardín de senderos que se bifurcan, sino el propio mundo.
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Imagen. Las minuciosas descripciones rurales de Julián Rodríguez en Cultivos, hechas con una exquisitez tal que nos permite ver la escena, son sustituidas en La familia de mi padre por las fotografías tomadas por la propia Bosch. Ambos libros son ejercicios de memoria, de memoria familiar, para ser más exactos. Para Rodríguez la memoria tiene un componente estético, y su visualidad es literaria, es una imagen forjada de palabras. Para Bosch, lo importante no es la imagen, o el lugar concreto, sino la historia que subyace y el simbolismo que arroja esa instantánea sobre la historia total. En la página 55 se reproduce un paisaje yermo y se escribe: la nada: un lugar vacío donde hubo algo que no puede ser remplazado”. Es la ausencia familiar –y la desaparición del legado familiar, manifestada en la inundación de la colonia industrial creada por el antepasado– lo que interesa contar, no el lugar en sí. “Yo no nací en un lugar sino en una historia”, sostiene Bosch, y si citamos tanto la frase es porque es una especie de mantra que se repite numerosas veces a lo largo de La familia del padre y es, en buena medida, una auténtica poética de la obra. Frente a la preocupación simbólica, Rodríguez sí se preocupa por el lugar. Y es curioso que un dedicado estudioso de la fotografía como él la descarte para contar su historia: para él procesar la descripción es recrearla en el tiempo, rehacer la imagen originalmente en el único lugar posible para reconstituirla: la mente del lector. Bosch parece decir: “de aquello nada queda, lo que queda es esto, donde los gestos y los hombres operan por ausencia”. Rodríguez parece decir: “es absurdo buscar aquel lugar, ya no existe, pero voy a intentar situarle a usted en él”. Para Bosch la imagen (fotográfica) es un instrumento más para documentar la historia, como lo era para Sebald o para David Eggers, que también han incluido imágenes en sus novelas, presumiblemente para darles un lugar, para acotar aquello que tienen de reales, para conferir verismo. Para Rodríguez, la imagen que cuenta es aquella que la literatura es capaz de formar en la mente. No importa correr el riesgo de que cada lector acabe teniendo una imagen distinta de los mismos hechos: para Rodríguez, esa singularidad intercambiable es precisamente la esencia nuclear de la memoria. Para Bosch, como para Santiago Alba, la imagen es el “alma exterior, un ‘espíritu’ desprendido y emancipado del cuerpo y reproducible por medios industriales: la imagen”
[2]; para Rodríguez, como para Barthes, “la imagen (…) es la cosa misma”[3].
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ya no se trata de matar al padre
sino de adivinar su nombre real
Gonzalo Escarpa, No haber nacido

El orden de lectura de los libros de Bosch sería el de publicación, porque parece ser el de escritura y el lógico desde el punto de vista psicoanalítico. Esto que ves es un rostro sería, en términos celianos (de Camilo José Cela, Oficio de tinieblas, 5), la purga de un corazón, tras la desaparición del padre. La familia de mi padre es lo que Freud llamaría la elaboración del duelo, un largo proceso compuesto de elementos irracionales (la decisión de rastrear la historia familiar) y racionales: el uso de la Historia para contar la historia que se necesita contar. En el primer acto / paso / libro, se trata de combatir el dolor, de exorcizarlo mediante un exabrupto, canalizado a través del monólogo y el torrente de conciencia; en el segundo, de aceptar el hecho de la desaparición y de comprender la exacta significación que el desaparecido ha tenido para uno. Hablo de los libros de Bosch y hablo de toda la literatura de la supervivencia y hablo de todas y cada una de nuestras experiencias personales al perder a alguien.
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Estos dos libros de Bosch y Rodríguez, a los que podríamos sumar otros libros de autores tan diversos como Mario Bellatin, Ray Loriga, Robert Juan-Cantavella, Vila-Matas, Juan Bonilla o Félix Romeo, fundan un género literario que podríamos denominar Autonovela. La Autonovela sería el punto de encuentro de la autoficción con la metaliteratura, donde los materiales autobiográficos y las reflexiones constructivas generan un tipo de libro que supone la escritura de uno, con un mayor o menor grado de ficción y teoría, según autores. La Autonovela tendría, por tanto, dos requisitos: una escritura total o parcialmente autobiográfica, y la autoconsciencia dentro del libro respecto a la construcción de esa experiencia vital (que puede ser la de uno, o que puede ser la de uno en relación a la experiencia de alguien muy cercano, como la de Amarillo de Romeo o La familia de mi padre de Bosch). La Autonovela es una de las salidas a la crisis de la novela, y es una especie de testimonio psicoanalítico, deja en el papel el rastro de la terapia del escritor a la hora de afrontarse, la hora de confrontarse, bien en el espejo del propio libro, bien en el espejo de otra persona, oponiendo dos biografías paralelas. La Autonovela no sería tanto un libro del yo como de la conciencia de la dislocación del yo, de su dispersión: si hay algo que montar es porque está fragmentado, si hay que construir una historia de uno es porque la unidad subjetiva es una ficción, una construcción narrativa de la identidad. “De nuevo, yo”, escribe Rodríguez (Cultivos, p. 27), y la cursiva es una metáfora visual de la distancia: implica que el yo es una cuestión, es un tema, algo de lo que hablar y por lo tanto algo ajeno a uno, o parcialmente ajeno, de lo que se puede escribir “a la debida distancia”. La Autonovela admite la confesión, la fabulación bajo la especie de otro, la anotación documental (de ahí la presencia habitual de fotografías o documentos reales), el testimonio, la entrevista. La Autonovela es mejor cuanto menos narcisista y más autocrítica. Una de sus intenciones es no olvidar, que es otra forma de fijar la identidad, a través de la memoria (de otros sobre uno y de uno sobre los otros). Por su difícil encaje con la novela convencional, los autores tienden a justificar(se) en el propio libro el por qué de este modo de abordar la narración identitaria, sembrando el texto de apelaciones a la decisión primigenia, al proceso escriturario (Julián Rodríguez), a la relación con los editores (Bosch), a la condición anfibia y a la frágil frontera entre ficción y realidad, eso que Eduardo Lago ha llamado realidad porosa en alguno de sus Autocuentos de Ladrón de mapas. La Autonovela es hoy el campo de batalla donde transcurre esa eterna lucha incruenta entre la literatura y la vida, entre los libros y la experiencia autobiográfica o, más bien, en el conflicto interno de los libros (los escritos y los leídos) como experiencia autobiográfica.



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Notas

[1] Lolita Bosch, La familia de mi padre; Mondadori, Barcelona, 2008, p. 15.
[1] Jorge Volpi, “La obsesión latinoamericana”, Mentiras contagiosas; Páginas de Espuma, Madrid, 2008, p. 183.
[2] Santiago Alba Rico, Leer con niños; Caballo de Troya, Madrid, 2007, p. 157.
[3] R. Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso; Círculo de Lectores, Barcelona, 1997, p. 199.

martes, 25 de noviembre de 2008

El agridulce encanto de lo tardío



Aprenderás a pensar contra tu propia lengua
Juan Goytisolo, Juan sin tierra


Juan Goytisolo es uno de los nombres más conocidos de nuestras letras fuera de España y uno de los más controvertidos dentro. Su nombre sólo suscita indiferencia o tibieza en quienes no le han leído, o no le conocen. Sus elecciones ideológicas o sentimentales han sido tomadas por algunos como excusas para desactivar lo único importante, lo único que (en principio) reconoce el Premio Nacional de las Letras: la calidad de la carrera literaria de un autor. Y creo que es poco discutible la calidad media de la obra narrativa, crítica y autobiográfica de Goytisolo, encontrándose su legado entre los más importantes del XX. Sobre Goytisolo han escrito con fervor críticos europeos, hispanoamericanos, musulmanes y norteamericanos; católicos, árabes, protestantes, agnósticos y ateos; es leído en casi todo el mundo y ha tenido seguidores en varias promociones de escritores y lectores, así como defensores de edades variopintas como las de Julián Ríos, Carlos Fuentes, Pere Gimferrer, A. Sánchez Robayna, José María Pérez Álvarez, Juan Francisco Ferré o Jorge Carrión. Incluso quienes ponen algunos peros a partes o aspectos de su obra o su figura, no dudan en calificar de “obras maestras” a novelas como Señas de identidad, Reivindicación del Conde Don Julián o Juan sin tierra (como hace el gran estudioso de la literatura de posguerra José-Carlos Mainer en Tramas, libros, nombres).

El propio Goytisolo ha contribuido, conscientemente o no, a que la valoración de su obra literaria se vea esmerilada por factores extraliterarias. Atento siempre a la actualidad española pese a su exilio voluntario en Marrakech, agitador cultural, portador constante de opiniones contundentes, ha sido criticado por tirios y troyanos, por estar demasiado lejos o demasiado cerca; a ratos por la ferocidad de sus críticas y a ratos por aceptar premios o reconocimientos de un panorama cultural que dice detestar. Ana Nuño ha llegado a hablar de que “cabe entonces plantear la existencia de un problema Goytisolo. Éste, en realidad, es el generado por la ausencia de un contexto crítico adecuado para la recepción de su obra”. Creo que ese contexto ha comenzado a aparecer de unos años a esta parte, coincidiendo quizá con una nueva promoción de críticos nacidos o crecidos ya en democracia y que pueden abordar cierto tipo de problemas culturales o literarios con el necesario distanciamiento. En este sentido, para contextualizar la figura de Goytisolo, quizá habría que precisar qué significa “contribuir al desarrollo de una cultura”. A mi juicio –y no me cabe duda que al de Goytisolo también– esa contribución puede hacerse aportando nuevas obras, pero también mediante la crítica rigurosa de vicios establecidos y de las carencias que hay en todo sistema cultural, incluido el español. Goytisolo ha hecho las dos cosas, y las ha hecho bien. Ha demostrado con creces que sabía escribir y que sabía denunciar fisuras, vacíos, anorexias y tabúes de la cultura española. Esto no significa que tengamos que compartir todos sus libros, posturas, críticas y opiniones, algo imposible por su extrema singularidad y por su abundancia, después de 78 años de vida. Nadie comparte todo lo que ha hecho o dicho Juan Goytisolo. Ni es necesario hacerlo. A la hora de valorar su competencia literaria hay que dejar de lado lo que piensa Goytisolo sobre la cultura patria, sobre política internacional, sobre el orientalismo, sobre las religiones, sobre el sistema educativo o sobre la historia de España. Hay que ceñirse a los textos y ver si sus lecturas, teorías y diversos conocimientos construyen o no una narrativa sólida, algo que ha hecho el hispanista suizo Marco Kunz, por ejemplo, estudiando el tema de la migración en la obra del autor barcelonés. Habrá que abordar la calidad de su literatura de viajes, como hizo Jorge Carrión en su tesis doctoral, de próxima aparición en la editorial Iberoamericana Vervuert. Habrá que analizar si su utilización del lenguaje es firme y original, si su tratamiento textual relanza la novela española de finales del XX (algo que tratase Juan Francisco Ferré en su tesis doctoral), si sus personajes y técnicas han quedado en el imaginario narrativo posterior, y si sus aportaciones críticas y autobiográficas se cuentan o no entre las mejores que tenemos. Se trata de valorar, de forma desapasionada, un conjunto de textos. Y si esto se hace con rigor, sin animadversiones ni nepotismos, debe reconocerse que el Premio Nacional de las Letras ha acertado de lleno al galardonar –con bastante retraso– una trayectoria literaria con escasos parangones en nuestra historia reciente, por calidad y por diversidad. Decía Gimferrer en Los raros que “la sociedad y la literatura hispánica no deben prescindir de nadie, y la literatura, en particular, no puede prescindir de la verdad literaria”. Por ello da igual que Juan Goytisolo quiera siempre huir minuciosamente de la literatura hispánica, o al menos de la ibérica; lo importante es que ésta nunca deje escapar a Goytisolo. Y darle un premio es tan buena manera de intentarlo como cualquier otra, y entra dentro de los agridulces encantos de lo tardío. Aunque hay otras formas de retenerlo con nosotros: yo prefiero seguir, o que siguiésemos, leyéndole. Ahí es donde aguarda el Goytisolo que quedará cuando el polemista se vaya, ahí respira el Juan Sin Tierra realmente valioso. Ahí, entre las páginas de Señas de identidad, de Reivindicación del conde Don Julián, como lectores de gran literatura en castellano, podremos encontrarnos siempre también a nosotros mismos.


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jueves, 20 de noviembre de 2008

Editoriales pequeñas y reconocimiento


Creo que es muy buena noticia que el Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial 2008 recayese ayer en la Asociación de Editores Contexto , que incluye a seis pequeñas editoriales independientes: Barataria, Libros del Asteroide, Periférica, Global Rhythm, Impedimenta, Nórdica y Sexto Piso.

La nota del ministerio dice que el premio se concede a “por su irrupción innovadora en el panorama editorial, que desde la iniciativa individual y desde distintos puntos de España, han sabido vincular edición, distribución y librería en torno al proyecto Contexto”. En estos momentos de crisis económica en que todas las pequeñas empresas lo están pasando regular, creo que este premio puede ayudar a dar a las pequeñas editoriales la importancia que merecen, y de la que tanto se habla aquí. Cumplen un papel fundamental a la hora de publicar nuevos autores hispanoamericanos, rescatar viejos títulos y hacer nuevas traducciones de clásicos de todos los tiempos. Lástima que la dotación económica del premio tenga que dividirse entre seis... En todo caso, enhorabuena a los premiados y el consejo para todos de que sigamos comprando sus libros, único modo de que estas editoriales puedan sostenerse económicamente.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Novedades



Poco a poco voy dotando de contenido la barra derecha de este blog. Me gustaría que dentro de unos años, y haciendo bueno el sistema escriturario del Glas de Derrida (imagen a la izquierda) fuera cuestionable si es más importante el margen lateral que la supuesta escritura central. A partir de ahora colocaré en la parte de abajo una sección titulada "¿No sabes qué leer?", donde pondré las portadas de novedades que me parecen interesantes pero que no tendré tiempo de comentar.





Comienzo con estas dos:





Creta lateral travelling, de Fernández Mallo, es la lujosa reedición del poemario publicado inicialmente en 2004 por La Bolsa de Pipas. El mismo editor, Román Piña, desde otro sello, retoma la publicación del libro.


Este primer poemario de Agustín daba las pautas de lo que luego iría siendo una obra extraña, diferente, sugestiva y monstruosamente hermosa, cuya última entrega es el excelente Carne de píxel. Si alguien no conocía las curiosas prosas poéticas de Creta lateral travelling, es buen momento para acercarse a ellas.










Matices y detalles es una obra difícil, complicada y por momentos inasible. Ello convierte la lectura de este libro de Ludwig Hohl en una obligación ética, en un momento en que la literatura comienza a convertirse en lo fácil y la vida literaria en otra manifestación de "La comercialización como obra de arte", según el artículo de Manuel Ruiz Zamora que recomendaba ayer Molinuevo en su blog. Hohl, que vivió gran parte de su vida escribiendo en un sótano, ajeno a toda vida literaria y a la búsqueda de la fama, dedicándose a escribir una obra enorme en todos los sentidos, por desgracia apenas traducida al castellano, es el representante de un modo de entender el arte, también el arte literario, que por desgracia hoy parece imposible de sostener. Sin embargo, el resultado de su actitud es deslumbrante. La verdad artística y la desnuda experiencia humana que aparece en este conjunto fragmentario de impresiones sólo puede calificarse de arte mayor, de literatura con una densidad (estilística, metafísica y vivencial) que es complicado encontrar hoy en día. Leer a Hohl es una forma de resistencia contra nuestro tiempo, o contra lo peor de nuestro tiempo, y publicarlo es una forma también de resistir contra la superficialidad imperante. Hay que dar las gracias a Ibon Zubiaur por haberse molestado en traducir exquisitamente este libro, y a Sergio Gaspar por el acto heroico de publicarlo. DVD es una editorial absolutamente imprescindible en estos momentos (en Quimera comentaremos próximamente el Rilke que acaba de editar el sello) y hago constar, para lectores perversos, que no tengo ningún proyecto de edición con DVD en este momento (en realidad, que no vaya a aparecer ningún libro mío en la colección es otra muestra más de la inteligencia de su línea editorial). Cómprense todo lo que saque DVD Ediciones, aunque puntualmente no les resulte interesante el resultado; pero comprar sus novedades es el único modo de que el sello siga publicando este tipo de libros que, como el de Hohl, sanean con su mera existencia el panorama editorial español.

La transferencia a la cuenta de siempre, Sergio.

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jueves, 13 de noviembre de 2008

Periódicos de broma (o no)



Hoy ha salido en Nueva York una edición falsa del New York Times. El propio rotativo ha confirmado que ni más ni menos que 1.200.000 ejemplares falsos de su diario se han repartido hoy en la Gran Manzana, incluso algunos de ellos han sido vendidos en los quioscos como ediciones vespertinas o especiales de una las cabeceras más prestigiosas de los Estados Unidos.

La portada, como se ve a la izquierda, anuncia el final de la guerra de Irak, está fechada el 4 de julio de 2009, es una crítica al gobierno actual y, de paso, un modo de recordarle a Barack Obama las obligaciones contraídas con el electorado respecto al término de las operaciones militares en el Golfo. El hoax ha sido perpetrado por The Yes Men, una curiosa organización de "impostores", como se definen en su propia
página web, dedicados a hacerse pasar por otros o a colar sus elaboradas acciones en los mass-media, como lucha contra el espectáculo informativo desde dentro. Se hicieron famosos cuando se presentaron como miembros de la Organización Mundial del Comercio y anunciaron... la disolución de la entidad. A partir de ahí han seguido haciendo "terrorismo informativo", con una actitud corrosiva, política y no exenta de sentido del humor.

Su modo de intervenir en los medios de comunicación de masas nos recuerda mucho a los italianos Luther Blisset, ahora denominados Wu Ming Foundation, que también llevaron a cabo minuciosas operaciones de engaño a los medios de comunicación, reventando, por ejemplo, una edición de la versión italiana de Quién sabe dónde, al presentar como desaparecido un ciudadano italiano inexistente. En un próximo artículo para Quimera hablaremos más a fondo de este grupo y de otros parecidos que existen en Europa.

La no existencia es uno de los temas más interesantes y recurrentes de nuestros tiempos. El sujeto contemporáneo parece salido del retrato de Italo Calvino en El caballero inexistente, y sus producciones icónicas responden al mismo principio de puesta en duda -metódica- de la experiencia de vida. "Mi ser", escribió César Vallejo, "recibe vaga visita del Noser". El propio New York Times ofrece un divertido
reportaje sobre la hazaña de dos norteamericanos, Dan Mirvish, y Eitan Gorlin, que se inventaron el Instituto de la No Existencia, llegando a colar alguna de sus conclusiones en la campaña electoral. No se lo pierdan.

Para completar este panorama de los periódicos e informaciones falsas en los Estados Unidos, merece la pena echarle un vistazo al semanario californiano
The Onion, que se reparte gratuitamente en San Francisco. Paseando por esta ciudad cogí uno pensando que era un periódico real (un efecto óptico me hizo pensar que la publicación se llamaba The Opinion), y a los cinco minutos estaba literalmente doblado de la risa en una cafetería, leyendo titulares como los que siguen: "Un billete de un dólar en el suelo crea el caos en la bolsa de Wall Street", "Cirujano plástico alerta del grave peligro que sufren las mujeres con pechos pequeños". No apto para personas adictas a lo políticamente correcto.

sábado, 8 de noviembre de 2008

“Ladrón de mapas” y la realidad porosa

Eduardo Lago
Ladrón de mapas; Destino, Barcelona, 2008

Releo mi crítica de 2006 sobre Llámame Brooklyn, la primera obra de Eduardo Lago, y encuentro ahí lo siguiente: “La construcción general, sustentada en dos narradores, ninguno de ellos omnisciente, toma elementos de la primera parte del Quijote, haciendo Néstor Chapman del ‘editor’ que apenas aparece en la invención cervantina; se utiliza el procedimiento del manuscrito encontrado, pero se salva del peligro del uso manido por los retorcimientos estilísticos a que es, sabiamente, sometido”. Sustituyan “Néstor Chapman” por “Sophie”, y ahí tienen tal cual buena parte de la estructura de Ladrón de mapas.

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La estructura de este libro de historias, engarzadas unas y otras sueltas, es en parte cervantina y en parte sherezadesca, vinculada al modo oriental de narrar historias unas dentro de las otras, como una matriuska, imitado además deliberadamente por Lago en piezas como “Absalam”. Pozuelo Yvancos, en su excelente reseña de este libro (Pozuelo es, con puntuales y lógicas discrepancias, uno de los pocos críticos de suplemento a los que sigo y respeto), apelaba a la obsesión que tiene Lago con la estructura de los libros, obsesión que aparece incluso explícitamente aludida dentro del libro (p. 362). Pero quizá esta obsesión, que tanto le ayudó a convertir Llámame Brooklyn en un libro canónico de nuestra narrativa actual (algo no demasiado difícil, todo sea dicho), quizá no era necesaria para Ladrón de mapas. Voy a intentar explicar por qué, y no va a ser fácil.

La estructura de los libros de cuentos tiene un punto irracional. En la ordenación de un conjunto de relatos no homogéneo (es decir, una compilación de relatos absolutamente exentos, sin que estén escritas sus piezas con una temática común, ni con voluntad de responder a un mismo criterio cosmovisivo), se genera la misma tensión que tienen los grupos de rock a la hora de ordenar las canciones de un nuevo álbum. Cada escritor, cada grupo, cada editor, cada discográfica, tiene sus propias ideas al respecto. Casi todos coinciden con empezar el proyecto con una pieza o relato fuerte, que dé tono al libro, para seguir con una pieza también consistente, dirigida a crear una cierta tensión lectora u oyente. Si el conjunto total tuviera diez piezas, las peores canciones o los relatos más flojos serían, posiblemente, el tercero y el noveno. Los discos suelen cerrarse con una versión o canción menor, mientras que, por el contrario, los libros de relatos intentan cerrarse “a lo grande”, para dejar al lector con buen sabor de boca y con ganas de volver a un futuro libro del artista. Pero estas tendencias expuestas no son más que pautas estadísticas de mi propia –y abundante– experiencia como lector de libros de cuentos, como puntual escritor de los mismos y como oyente fanático de música rock. Como lector de estos curiosos volúmenes, me doy cuenta de que casi todos los autores, en algún momento, elaboran una estructura que se basa en la parcial ausencia de estructura. A mi discutible juicio (basado en una presunción intuitiva e indemostrable), ese equipo formado por autor y editor persigue, más que simetrías o especularidades (que pueblan numerosamente, como demostrase Dällenbach, la novela moderna y posmoderna), y por encima de ritmos climáticos y/o contrapuntísticos, un inasible efecto de lectura, una especie de arco invisible de impactos dirigidos a captar en todo momento la atención y la emoción del lector. El autor de libros de cuentos busca una respiración lectora, un cierto ritmo que no se basa en número de páginas, ni en elementos narrados, sino más bien en las misteriosas asociaciones que produce el estado de ánimo con que se termina de leer un cuento en relación con el espíritu del que le sigue. Ludwig Hohl escribe: “el gran órgano toca una melodía que no puedo escuchar como un todo: apenas escucho realmente sus sonidos; depende sólo de si nos lleva su sonido”
[1]. El libro de cuentos debe llevarnos en volandas, además de que lo disfrutemos nota por nota. Yo hablaría en este género de una estructuración psicológica, más que técnica, que es la que domina en la novela. Y creo, por la explicación matemática que da Lago en el citado lugar, “Coda”, que no ha sido éste el modo de componer Ladrón de mapas, y la declaración explícita de Lago me ha resultado al respecto menos contundente que la propia experiencia de lectura.

El resultado es que el lector asiste al desfile de cuentos de Ladrón de mapas con una extraña perplejidad; lee cuentos, pero acaba el libro sin la sensación de haber leído un libro de relatos, aunque muchos de ellos tienen el tema común de la fábula. La experiencia, en mi caso, no ha sido la de subirme a una montaña rusa narrativa, que es la que suelo tener al leer estos libros, gracias a sus giros, sus cambios de ritmo, sus loops drásticos, sus altibajos. La experiencia lectora de Ladrón de mapas ha sido más bien similar a la de un desfile de moda. Hay que admirar los cuentos de Lago uno por uno, pero el que se mueve es el cuento, no el lector, que asiste impávido a un transcurrir de piezas o modelos, la mayoría de ellos muy agraciado, eso sí. Ha sido una experiencia curiosa asistir a un proceso de lectura por completo despsicologizado, y creado more geometrico, como la Ética spinoziana. No camino sino espectáculo de un viaje. No un tema musical con fugas, sino una notable colección de partituras. No sueño sino construcción. No montaña rusa, sino muñeca rusa.

Ignoro los motivos (o, si los conociera, sería una realidad extracrítica cuya aparición aquí no tendría mucho sentido) que pueden haber llevado a construir un libro tan extraño, donde hay una primera parte perfecta (que funciona por sí sola y cuya extensión, 160 páginas, quizá hubiera justificado su publicación aislada como nouvelle), seguida de dos extras de piezas muy homogéneas y de valor variable, que podrían haber constituido, por sí solas, otro libro de relatos exentos también valioso. Y esa es la impresión que da Ladrón de mapas, ser una Hidra de dos cabezas, que desde el título denuncia su condición gemelar o melliza: hay un libro que se podría llamar Mapas, la primera parte, donde la geografía narrativa tiene un lugar fundamental, y otro que podría llamarse Ladrón (de historias), donde las relaciones difusas entre literatura y ficción, entre fábula y verdad, nos dejan una interesante serie de relatos. Destino nos ha ofrecido los dos libros a la vez. A lo mejor esa es la conclusión.

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Estoy también de acuerdo con Pozuelo cuando en su
reseña de Ladrón de mapas dice que “este libro viene a ser un gran homenaje al cuento, a las historias, tomadas de diferentes épocas, tradiciones, países, a las que incorpora su propio estilo”. El juego sobre las posibilidades de la narración de historias no acaba ahí, en puridad empieza. En “Tintagoel” (un relato que, por cierto, podría haberse quedado fuera del volumen sin merma alguna de éste), cuando el extranjero llega al extraño reino homónimo, lo que pide como uno de sus tres deseos es “el secreto de contar historias” (p. 183). En “Absalam” Alá le dice al protagonista, a quien castiga por haberle ofendido: “para paliar su castigo le concederé un don. Mi siervo narrará historias maravillosos y quienes tengan la fortuna de escucharlas se sentirán tan agradecidos que le ofrecerán generosas recompensas” (p. 186). La interrelación entre las historias y la vida y el modo en que ambas se retroalimentan (tema que practican otros varios narradores actuales, aunque a mi juicio ninguno con la solvencia de Lago), aspecto sobre el que luego volveremos, es la que cierra este círculo que tiene al elogio de la fábula como centro.

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En la reseña que hice de Llámame Brooklyn planteaba una hipótesis con la que el autor, en una conversación sostenida sobre mi crítica con posterioridad, no estaba de acuerdo. Mi hipótesis era que el personaje Gal era una especie de sosias suyo, desde el nombre, ya que Gal es casi un anagrama de Lago (gal-lag). Me dijo Lago que no, que para nada había sido esa su intención, pero las obsesiones mentales no se transfiguran en reacciones conscientes, ni en intenciones, sino que buscan extraños caminos para aparecer, como explica muy bien la psicobiografía. A mi juicio, que Ladrón de mapas no ha hecho más que reafirmar, existe una asociación inconsciente entre esos nombres. Y esa relación extraña entre la obra de Lago y su apellido tiene otros síntomas. Miren los títulos de sus dos libros y observen cómo empiezan: Llá… y La… El juego “la” está presente en los nombres de varios personajes del libro: Absalam, Larkem, Leilah, así como en el apellido de Alfau (a la inversa, como en Gal) y en el topónimo de Nyala. Y luego hay frases curiosas como ésta: “Me sentía como un nadador que se adentra en las aguas de un lago misterioso y cuando llega a su centro no desea regresar a ninguna de las orillas que delimitan el lugar encantado en que se encuentra” (p. 97, subrayado mío), y ahora añadan a lo ya dicho esto: “es precisamente a esas profundidades adonde es preciso descender para crear. Las raíces de la imaginación se hunden allí” (p. 149, , subrayado mío). Para Lago la mayoría de las referencias a la imaginación creadora toman asociaciones marinas –Conrad es uno de sus autores favoritos–, acuáticas o lacustres, y las palabras de ese campo semántico inundan sus textos.

Hay un lector allí al fondo que dice necesitar más pruebas. No hay problema, encontrar este tipo de huellas y rastrear las otras historias hundidas en los libros es mi especialidad. Todas las cursivas que vienen a continuación son mías: “con los ojos de la imaginación vi flotar la figura de Néstor” (p. 93); “me sumergí en los mundos que se abrían al otro lado de la pantalla” (p. 101); “la ciudad es un piélago donde vive un animal ciego que extiende sus tentáculos por los confines de la oscuridad. Mi imaginación entra en ebullición. Desde la atalaya del fuerte Akbar, trato de ubicar el sangam, la encrucijada donde supuestamente brotó la ciudad (…) el de Allahabad se encuentra en la confluencia del Ganges con el río Yamuna, a los que se une un tercer afluente, el Saraswati, que es un río invisible” (p. 151, sangam en cursiva en el original); “Entonces, Rawlins, escucho el rumor de las aguas de la realidad al chocar contra las de la imaginación” (p. 151); “me resulta placentero que las gotas me empapen la ropa y se me quieran meter por debajo de la piel, intentando calarme hasta los huesos” (p. 152); “sabe que me gusta el crepitar de la lluvia sobre la tierra” (p. 205); “Cerré los ojos y vi el lago” (p. 55); “la constelación de palabras que estoy empleando adquiere un matiz muy especial: colonial, mediterráneo, apátrida. Hay algo mágico en ese vocabulario” (p. 165); “hay grandes zonas de la experiencia que están destinadas a permanecer flotando en el misterio” (p. 175, s. mío); “el viajero escrutaba la superficie del estanque con su único ojo, como tratando de desvelar un misterio cuidadosamente oculto entre los reflejos del agua” (p. 179, s. mío); “Sentí que me ahogaba. Tenía que sacar el torrente de palabras que tenía dentro de mí” (p. 332, s. mío); “Ahora entiendo de dónde venía el torrente verbal que me ahogaba”; (p. 335, s. mío). En la primera página, casi abriendo al libro: “al lanzar un texto anónimo a la infinitud del espacio virtual, me siento exactamente igual que quien arroja al mar un mensaje encerrado en una botella” (p. 11). En el sugestivo relato “Unicronio”, que describe un objeto que puede ser una especie de aleph narrativo, los protagonistas pasan de una casa “a las orillas de un lago” (p. 289) a “un claro del bosque donde había una fuente” (p. 292), donde alguien lee un poema que dice en los versos quinto al sexto: “lo que el poema es al agua / que brota de una fuente silenciosa” (p. 293). Después llegan a otra casa, en la que “en un recodo del jardín había un lago semioculto por la arboleda” (p. 298). Sumemos a estas estelas simbólicas el bar ruso descrito en la página 118 cuyo suelo y paredes son acuarios, el “manantial de la fama” central en el relato “Tintagoel”, la visita a Venecia, la historia de “Leilah”, que se cuenta durante toda una noche a bordo de un yate que parece “un buque fantasma”, y ya tenemos el mapa submarino que es la literatura de Eduardo Lago. Lástima haberme dejado Llámame Brooklyn en Córdoba porque estoy seguro de que pueden rastrearse en la novela tantas menciones al campo semántico del agua como en Ladrón de mapas.

No todas las relaciones entre el autor y su obra son conscientes, y la mayoría se encuentran en las profundidades abisales del inconsciente psíquico. Como explicara Jean Delay, “entre el novelista y su doble se opera precisamente una transferencia, positiva o negativa, que le ayuda a tomar consciencia de su propio fondo”
[2]. Andrés Soria y Jiménez Heffernan han planteado la gravitación del nombre de Federico García Lorca sobre su obra poética. “Qué raro que me llame Federico”, escribía el granadino, y tanto el nombre como el apellido son atributos principales de la identidad, que a su vez es otra preocupación constante de la obra de Lago. Por supuesto nada de esto puede probarse. Ni falta que hace. Es parte del lago misterioso en el que nos movemos cuando hablamos de las fuentes de la creación.

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La webstory. Lago es uno de los escasos grandes narradores posmodernos que tenemos, sería uno de los pocos equivalentes que tenemos a ciertos escritores norteamericanos (a quienes, no por casualidad, Lago conoce bien y ha entrevistado con acierto y profundidad; después citaremos un caso concreto). El uso de la webstory o narración escrita para la Red en la novela breve que abre que el libro y le da título, es muestra de la capacidad de Lago para aprehender formas expresivas de los medios de comunicación de masas y recrearlos, elemento a mi juicio esencial del posmodernismo narrativo, como ya hemos dicho en varios lugares (la narrativa pangeica no los recrea, sino que los reproduce). Lago abre Internet como mar de posibilidades, y escribe “me sumergí en los mundos que se abrían al otro lado de la pantalla” (p. 101). Me recuerda el verso, posmoderno también, de Pablo García Casado: “yo he vivido / demasiado tiempo al otro lado de la pantalla // mirando el amor por los anuncios” (Las afueras, 1997). Lago es un narrador inquieto porque no sólo no deja de leer, sino que no deja de buscar: es una persona de su tiempo, que sabe utilizar los numerosos elementos que ofrece la realidad para tejer con ellos la ficción. Que Eduardo Lago y Juan Goytisolo, en sus últimas novelas, utilicen Internet como un recurso narrativo central, mientras otros siguen construyendo sobre Zola, me parece un dato que explica muchas de las cosas que están pasando, y sobre todo muchas de las que, para nuestra desgracia, no están pasando.

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Lago y DeLillo. En una conferencia que le escuché a Eduardo Lago en Providence, Lago comentó la entrevista que le había hecho una vez a Don DeLillo. Contó Lago que el fascinante autor norteamericano llegó a la entrevista parapetado tras un gorro y unas gafas de sol, y con una actitud bastante autista y desganada comenzó a contestar mecánicamente a las preguntas. En un momento dado, Lago le preguntó a DeLillo si estaba de acuerdo con él en que su literatura era un intento desesperado de lucha contra la muerte. En ese momento DeLillo se quitó el gorro, se zafó de las gafas de sol, volvió a la vida y comenzó a responder de verdad a las preguntas.

Me he acordado de eso, porque esa también es la poética de Lago, o al menos es la que dice Sophie, que es para Lago lo que Elizabeth Costello es a Coetzee: “tiene que ver con su idea de lo que es la literatura, a la que tantas vueltas da en los cuentos. Para él, escribir es no dejarse doblegar por el dolor que nos inflige cualquier forma de ausencia, un intento de derrotar a la muerte” (p. 172).


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En este libro aparecen, citados, homenajeados o convertidos en personajes Kipling, Rilke, Dostoievski, Dinesen, Rushdie, Alfau, Milosz, Chejov, James, Kafka, Whitman, Joyce, Gorki, Conrad, Babel, Balzac y Bruno Schulz, entre otros. Hay mucha metaliteratura en Ladrón de mapas y muchos escritores, pero la escritura y la lectura son también parte de la vida, y parte de la poética de Lago opera sobre el pantanoso terreno entre realidad y ficción. En algún sitio lo dice explícitamente: “en este caso la membrana que separaba la realidad de la ficción se había vuelto porosa” (p. 94). El mayor peligro de este proceder (el de que la vida se quede fuera de la narración, postergada por el artificio ficcional), es superado siempre por Lago, quien no olvida en casi ningún momento dar solidez afectiva a los personajes que describe, y de hecho parte de los relatos son reconstrucciones literarias de historias reales, con las que Lago parece buscar ponerse en el lugar de la persona que las sufrió, terminar de entender las motivaciones de seres de carnes y hueso a través de la hipotética reconstrucción de su vida que hacen los personajes (algo visible en “Leilah” y en “Little Man”, por ejemplo). Uno de los personajes dice: “en los libros las historias se interrumpen en la última página pero luego siguen en la vida” (p. 112, idea repetida en páginas 45 y 366). La literatura de Lago nos concilia con la metaliteratura y nos hace ver que, frente a la postura narcisista y vacua de otros que la practican, es aún posible hacer una metanarración generosa, humilde, brillante, alegre y obsequiosa con el don infinito de la lectura recibida.


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Notas
[1] L. Hohl, Matices y detalles; DVD Ediciones, Barcelona, 2008, p. 74.
[2] Jean Delay, “Névrose et creátion”, Aspects de la psychiatrie moderne ; PUF, Paris, 1956.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Why so serious? Seriedad y superhéroes: un diálogo con Alvy Singer

“desdichado de aquel país que necesita héroes”
Bertold Brecht, Galileo



VLM: Estimado Sr. Alvy Singer, ¿o debo llamarle Pablo Muñoz? Hace poco usted me escribió un mail con un título muy extraño. El asunto de su mail era “Cuánta solaera”. La curiosidad se despejó cuando lo abrí y leí que Cuánta solaera era su fantástica y genialoide traducción de Quantum of Solace, el pretencioso título de la última película de James Bond, que se nos ha vuelto profundo. En efecto, decía usted, a alguno de los gestores del negocio Bond le ha dado una solanera importante y ha olvidado que la falta de pretenciosidad y el sentido del humor corrosivo eran una parte fundamental del más famoso espía al servicio secreto de Su Majestad. Variety, de hecho, describe la última entrega como un "Bond inteligente y minimalista", y quizá el minimalismo es lo contrario de 007. Comparaba usted esta increíble perversión hacia lo serio de Bond con la jerga pseudofilosófica del último Batman, aunque aquí discrepamos un poco, ya que la serie de DC Cómics también había una línea del cómic original que presentaba a un Batman cincuentón, meditabundo y malote. Pero no he tenido más remedio que compartir su preocupación cuando hace poco leí esta noticia en El País sobre el famoso guionista de cómics Millar: “Superman podría convertirse en el Michael Corleone de los superhéroes. Esa al menos es la intención que tiene Mark Millar, guionista y creador de cómics (…) Y en su órdago por llevarse el gato al agua, el guionista, que lleva madurando este proyecto durante 10 años, apunta alto. ‘Va a ser como Michael Corleone en la trilogía de El Padrino, la historia completa de principio a fin, ves cómo empieza, cómo se convierte en lo que es y a dónde va’, afirma Millar en una entrevista concedida a la revista Empire, en la que señala a la última película de Batman, El Caballero Oscuro, como el ejemplo a seguir por Superman ya que ha demostrado ‘que puedes coger una saga de cómic y hacer una película seria’". Bien, la pregunta que le hago es la misma que hace constantemente el Joker, señor Singer: Why so serious?, ¿por qué tan serio?


A.S.: El impacto de The Dark Knight ha sido (y me temo que se alargará) notable en el cine actual de superhéroes. Coincide también esto con una época en la que el tebeo está recibiendo mucho reconocimiento, con ello dos de las obras que cambiaron la perspectiva de los superhéroes, Watchmen y El regreso del Caballero Oscuro. El primero, un tebeo de Alan Moore y Dave Gibbons, deconstruía a los superhéroes creando unos nuevos personajes basados enteramente en superhéroes de la Edad de Plata y dándoles un nuevo sentido. No obstante, Watchmen sólo funciona en su medio/lenguaje: su deconstrucción tiene sentido como ruptura de una escala evolutiva que iba de las fundacionales obras de Siegel/Schuster, Bob Kane y pasaba por el modelo de más éxito, el de Stan Lee de Marvel Cómics, de superhéroes con superproblemas cotidianos. Cito además estos tebeos porque tanto Miller como Moore en otros dos tebeos han reformulado el concepto de Batman.


Por otra parte, la película de Christopher Nolan trata a Batman, que, si se caracteriza por algo, es por ser el icono que muta. Es el único superhéroe que ha admitido no ya versiones más o menos diferentes, sino antagónicas prácticamente. Desde el superhéroe de ramilletes pulp, lejanamente inspirado en el Zorro y con elementos inocentemente detectivescos que debutó en Mayo de 1939, en el número 27 de Detective Cómics, anunciando 64 páginas de acción y aventura e introduciendo al asombroso y único Batman. La historia presentaba a Bruce Wayne como un millonario aburrido y ocioso, amigo del comisario Gordon que investigando la muerte de un empresario, se topaba con Batman, superhéroe que salvaba el día encontrando al asesino. Al final de la historia, el lector descubría que el aburrido Wayne era Batman. En aventuras posteriores fueron introduciéndose lo primeros villanos, entre ellos el Joker y Dos Caras, modelados todos a partir de una sensibilidad pop, en este caso hacia el cine de género ya que ambos se modelaron ¡a partir de pósters! El Joker se modeló a partir del cartel de The Man Who Laughs y Dos Caras a partir del de The Dr. Jekyll and Mr. Hyde, versión de Victor Fleming y rodada en 1941. O sea que tras estos dos villanos late una reinterpretación que tiene sus raíces en Dumas y Stevenson. Desde entonces el personaje evolucionó, pasando por las aventuras espaciales de los años cincuenta, mucho más fantasiosas e inocentes, hasta el estallido de los años sesenta que, gracias a su serie de televisión, incorporó a Batman al centro de los swinging sixties. Los setenta aportaron las maravillosas historias de O’Neill/Adams y también de Steve Englehart y Marshall Rogers, haciendo al personaje más detective y continuando la herencia de Kane, llevándola a un terreno más actual. Y aquí llegamos a los ochenta, a la época de la confusión. La otra obra de Batman de Frank Miller que ha recibido gran aplauso general es Batman: Año Uno. El tebeo revisita al personaje en clave de cine negro y convierte al secundario habitual Jim Gordon en auténtico protagonista. El tebeo de Miller es muy inteligente: profundizar en un superhéroe que no tiene poderes y que todo lo que hace es disfrazarse de murciélagos para repartir mandobles es, ya de por sí, una forma de cargarse al personaje o de ponerlo en evidencia. Miller sugiere que lo que es Batman es un detective, no ya de profesión, sino un auténtico vikingo al que entronca, como hizo con Daredevil y Elektra unos años antes en la compañía rival, con el tono y arquetipo del género negro. El Batman de Miller es un ronin que es la única figura honesta junto a Gordon. El tebeo, de un realismo desarmante gracias al tono desmitificador de David Mazzuchelli al lápiz, muestra a un Batman patoso, sin apenas habilidad para colgarse en los edificios y vencer con sus habitualmente espectaculares gadgets a sus villanos.
Decía al principio que volveríamos a hablar de Miller y Moore, por eso la cita. Ya hemos hablado del primero. El segundo caso es Batman: La broma asesina escrito por Alan Moore y dibujado por Brian Bolland. Este tebeo es, digamos, la base conceptual más fuerte para The Dark Knight porque demuestra que las diferencias que hay entre Batman y el Joker son puramente superficiales, casi de puesta en escena: ambos son fruto de un mal día en el que cambiaron sus vidas. El tebeo se caracteriza, sin embargo, por su falta de acción, su énfasis en los diálogos y su atmósfera malsana, agobiante y enloquecida.
Se preguntaba Nabokov en Buenos Lectores y Buenos escritores, pieza que abría su Curso de Literatura Europea, si podíamos ser tan ingenuos pensando que una novela histórica podía dar información exacta sobre lugares y épocas, cuando estaba sujeta a la ficción y la empobrecía. Los tebeos de superhéroes son un testigo privilegiado de la Historia: desde su nacimiento, llegaron esos tebeos de propaganda en los que los superhéroes combatían a dictadores, pasando por los cincuenta en la que los ecos homoeróticos alcanzaron a Batman y Robin, pasando por el auge de Reagan y Thatcher, con tebeos lánguidos, apocalípticos y renacidos en su espíritu crítico. Con el 11S han llegado los Ultimates (revisitación de los Vengadores) y The Authority, supergrupos que tienen más de mercenarios al servicio de Bush o de la causa global. Si Alan Moore empezó una deconstrucción irreversible del superhéroe, ahora son tiempos de reconstruirlo y su rostro ha cambiado, inevitablemente.
Ahora llegamos al cine. La relación de los superhéroes y el cine se remonta a los seriales cinematográficos de Batman, Dick Tracy y Superman y se ha prolongado siempre con el audiovisual. Lo curioso de la situación de ahora es que nunca antes se había analizado, discutido y estudiado el tebeo superheroico, también sus características y sus aportaciones. Y el cine se mantiene atrás. Hablaba usted de una escuela tardomoderna y de otra posmoderna en la literatura, las dos con grandes ejemplos, pero en los superhéroes ocurre algo peor: que tras la revisión posmoderna de esta, llegamos a una, proporcionada por el cine, que es más conservadora: aquella que sostiene que todos los supervillanos no deben tener ya un obligatorio halo trágico, sino que deben tener un auténtico perfil psicológico ready made para que el espectador no se pregunte porque hay un señor disfrazado tratando de hacer El Mal. El caso de Spider-Man 2 (y 3) es paradigmático en ese aspecto. Sin embargo, Batman tuvo en 1997 una cuarta entrega, de la saga iniciada por Tim Burton, en la que se volvía, de una forma estridente y voluntariosamente gay, al tono camp de la serie de los sesenta. Y Bond un caso parecido cuando se estrenó en 2002 Muere Otro Día, un cocktail que pretendía devolver al personaje sus inventos más delirantes. La tendencia del superhéroe serio surge también como reacción a estas películas: el espectador de hoy en día parece reclamar seriedad en sus héroes, olvidándose de que The Dark Knight Returns de Miller era una sátira que terminaba con Batman uniéndose a los mutantes terroristas a los que combatía y en el caso de Bond, que ya en su primera película había villanos en volcanes deseando conquistar la humanidad.
Mi pregunta sería si cree usted que los superhéroes han perdido su capacidad para incorporar el humor (exclusivamente) por el contexto pos11S, usted que vive en Nuevo México y tiene una perspectiva sobre el país. O cree que, entrando más en la sociología, la juventud de hoy en día, decía Verhoeven, ha perdido la capacidad
para descifrar la ironía. Volviendo a lo que decía Nabokov, no está de más decir que la novela histórica es uno de los éxitos habituales en la ficción contemporánea desde hace muchos años y preguntarse, también, sobre si esta revisión superheroica que se está llevando en el cine es capaz de aportar nuevas luces sobre el esquema del superhéroe.

VLM: Su notable genealogía no hace más que preocuparme, Sr. Singer
. La de los superhéroes es una mitología relativamente nueva (el cómic fundador, Superman, nace en 1938), es uno de los productos más firmes del imaginario de masas del siglo XX. Y su reflexión sobre la novela histórica me da que pensar, porque Barthes, que estudió muchas nuevas mitologías –aunque no, por desgracia, ésta en particular, al menos que yo recuerde– fue consciente de que la sociedad crea estos mitos para, inmediatamente, reciclarlos; los reinventa y retoca para evitar su salida del imaginario. El 11/S, ya que usted lo cita, creó dos imaginarios “profesionales” de héroes: los bomberos y los soldados. Ambos pasaron de ser grupos profesionales en Estados Unidos a ser, de forma inesperada e irreversible, colectivos enteros de “superhéroes de a pie”. Hasta el día de hoy hay en EEUU frecuentes programas en televisión dedicados a bomberos y militares donde la palabra héroes cruza la pantalla con reflejos dorados. Mientras antes había que ser sobrehumano, tener poderes especiales, para ser un superhéroe, ahora esta capacidad está al alcance de todos. Quizá esa, ahora que lo pienso, fue la razón del éxito de la célebre serie de televisión Héroes, de la que ahora se emite aquí la tercera temporada. La saga Héroes presentaba estereotipos corrientes: una animadora, una madre soltera, un hermano menor con tendencia al fracaso, un japonés gafotas, etc., que de pronto obtenían superpoderes. La serie ayuntaba el mito con lo cotidiano, la realidad con el deseo. Pero volvamos a la profesionalidad y el superhéroe, un tema interesante, porque con él volvemos a Barthes, ejercicio saludable de vez en cuando. Barthes estudia en Mitologías (sigo edición de Siglo XXI, Madrid, 2005) al hombre-jet, al piloto de aviones a reacción, como superhéroe. El hombre-jet es superhéroe por “ir más rápido que la velocidad” (p. 95). El superpoder de la velocidad es de los más antiguos, se remonta al poder de ubicuidad de Pitágoras y también al personaje secundario del Barón de Münchausen que corría más que la bala de un cañón (Flash sería su actualización tecnológica); pero es un superpoder preciosamente ajustado a nuestra sociedad dromocrática (Paul Virilio), basada en la velocidad. Sobre esto no abundo, porque ya aburrí con el tema en Pangea. Pero el jet-man, el hombre bala, el Superman, el Silver Surfer, el Hancock, el Iron Man, el Superratón, el Rocketeer, y cualquier forma transitoria que tome el hombre-que-vuela, fue uno de los primeros que sufrió esa transformación de la que usted habla, y que Barthes explica de una forma particular que podremos extrapolar a lo general: “a pesar del aparato científico de esta nueva mitología, hubo simple desplazamiento de lo sagrado: (…) lo que en un primer momento aparece como simples prescripciones dietéticas, muy pronto se presenta dotado de significación sacerdotal” (Barthes, p. 97). Barthes habla sólo de los pilotos, pero ¿qué ocurre si ponemos el ventilador semiótico? Pues que, por ejemplo, la forzada abstinencia de los militares sería el ejemplo extremo de renuncia al goce para ejecutar la misión sagrada de protección. No lo dude, señor Singer: los superhéroes son santos. Ya sé que usted no necesita ejemplos, porque usted es una enciclopedia andante, pero por si acaso alguien los necesita; veamos ejemplos de renuncia mística: Hancock pierde sus poderes cuando se acerca a su supernovia, pero no puede dejar de hacerlo; Jessica Alba en Dark Angel tiene que guardar castidad, porque mataría a su amado si le toca (igual problema tiene la niña de los X-men con su chico); Batman sacrifica a su amada en The Dark Knight para salvar al fiscal; Spiderman siempre sacrifica su vida personal con Marie Jane; Riddick ve morir entre sus brazos a todas las chicas que conoce en sus andares espaciales; James Bond perdió a la única mujer a la que amó por culpa de su sacrificado trabajo; la Cosa perdió su forma humana; el Capitán Trueno su corrección política, y así hasta un etcétera infinito que unas veces ronda el mito de Próspero, el drama shakespeariano de La tempestad donde el mago renuncia a su magia, y otras camina sobre el síndrome de Orestes: el superhéroe continuará ejerciendo su rol de salvar al mundo aunque se lleve a su madre por delante. Todo bajo el mito mayor de Antígona: la responsabilidad del héroe ante la polis. Pero su ascetismo es indudable, no se pone en cuestión; en buena medida, el superhéroe no busca la salvación del mundo sino la de su alma, quiere llegar a los altares mediante la renuncia, quiere ser santo apartando de sí el demonio de la carne, aquello que lo convierte en humano. El clímax total son los guerreros Jedi de Star Wars, que visten como monjes y en realidad lo son; el ángel caído, Anakin, es sólo un chico que se comporta humanamente; y el colmo absoluto es Obi-Wan Kenobi, cuya presencia es fantasmática: tiene presencia pero no cuerpo, es el superhéroe perfecto: hace el bien en cualquier punto del cosmos, pero no puede echar un polvo en pantalla (Los fantasmas no pueden hacerlo, era el título de aquella cosa de John Derek de 1989, de la que no se salvaba ni su mujer, lo que tenía mérito). El no va más del bienpensantismo yanqui. Con lo cual, a lo mejor este “regreso a lo serio” de los superhéroes es, en realidad, estructural; a lo mejor todo superhéroe es un guerrero de dios, un cruzado en potencia, alguien que deja la Inglaterra de la vida para lanzarse a la Jerusalén de la virtud. En resumen: un pesao, como dicen en mi pueblo; un plasta insoportable que sigue la vía purgativa pero cuya única posible vía unitiva con el espectador (disculpe que maneje esta terminología mística y barroca) es cuando falla, cuando no es lo suficientemente bueno, cuando vemos como espectadores o lectores reflejados en él nuestra propia debilidad humana, nuestra imperfección.



A.S.: Esto que dice del superhombre casto me lleva al clásico Libro Gordo de los Superhéroes (Ed. Midons, Barcelona, 1997) de Sergi Sánchez que hablaba de los invencibles héroes de Peplum, los superagentes secretos, los diversos Conans de fantasías varias y los, inevitables, jedis, superhéroes en la castidad. El sexo, aunque sea como ausencia, propicia lecturas muy interesantes del mito. Una de las pocas escenas rescatables de Mallrats (1995, Kevin Smith) ponía en boca de uno de sus protagonistas la vida sexual de Superman, un tema que ha sido tratado con muchísimo humor en diversos tebeos anteriores. El momento más chispeante, sin embargo, es el epsiodio de Smallville (2001-), serie televisiva que propone una revisitación en clave teen del nativo más famoso de Krypton, en el que Lana Lang, el primer amor del algo alelado protagonista, adquiría poderes similares a los de su pareja. ¡Se miraban y entonces un terremoto inundaba Smallville! Cuando una amiga de ambos va a verles, asustada, deduce de lo que se trataba. Clark Kent, en un momento glorioso, exclama indignado: ¡También habláis de eso! ¡Las parejas de los superhéroes son resignadas mujeres faltas de amor! Y volviendo al diálogo, también resultan muy significativos los duelos entre Wonder Woman y Superman que sólo tienen
un final.

Regresando al pesado casto, Noel Ceballos
escribía en su crítica de Los 4 Fantásticos y Silver Surfer escribía que este último “venía a la Tierra con su pathos pop a robarnos las novias”. El trágico es también un arquetipo romántico, indiscutible. Resulta significativo que los dos superhéroes del cine de espías que han surgido tras Bond, además de convertir siglas sean terriblemente castos: Jack Bauer y Jason Bourne, viudos prematuros los dos. Bauer, pese a todo, tiene un pasado de infidelidad: ¿explicaría eso su entusiasmo en las torturas?

Pese a que estaba incluido en la novela, el momento de Casino Royale de la tortura, digamos, bajuna ya ha dado
que pensar, así que muchos filósofos ven en la tortura todo un retrato de esa Inglaterra poscolonial y por tanto dolida en su orgullo nacional. No profundizaremos en lo notable de la metáfora Bondiana de tratarse de una crítica cultural, pero sí que resulta significativo que, aunque sea mediante el propio Fleming, sea en una película en la que se pretende refundar La Masculinidad, la que someta a Bond a prueba, en una época en la que Bourne y Bauer les llevan ventaja.

Sin embargo ninguno de estos renacidos superhéroes de voluntad solitaria ha conseguido profundizar tanto en el concepto familiar como la película de Brad Bird titulada Los Increíbles y articulada a partir de un modelo familiar muy evidente (los citados ahí arriba Cuatro Fantásticos) pero con aportaciones apasionantes. La película presenta al mayor enemigo del superhéroe, más tóxico que cualquier kryptonita: la dinámica de la vida cotidiana. Los Increíbles sugiere que los superhéroes lo son sin remisión, porque sólo saben vivir en una lógica de duelos llenos de destrozos y salvaciones del mundo in extremis, de situaciones al límite.

Pero, a veces, el superhéroe requiere y demanda autoconsciencia. La fundamental El último Gran Héroe (1993, John McTiernan) presentaba a un fan fatal de una interminable saga de películas de acción, y eso nos recuerda que el superhéroe después de dejar la capa y ponerse el esmoquín se pasó a
la camiseta sudada, entrando en la película con una tarjeta fabricaba por Houdini. Cuando se encontraba con su héroe, Jack Slater (interpretado por un maravilloso Schwarzenegger), le decía que “ahí vivían los Malos”. Un furioso Slater replicaba entonces al niño que si “después de tantos años estudiando” todo lo que tenía que hacer era “señalar y ver a los malos”. La escena es fascinante porque demuestra que el superhéroe es, a diferencia del espectador, un salvador poco consciente de la ficción hiperbólica en la que se mueve. El superhéroe es una parte activa y feliz de esa fantasía, decía la película. Pero la situación daba un giro cuando en la película terminaba el día de Slater, lleno de espectaculares escenas de acción y el héroe reprochaba a su fan que si “creía que le gustaba vivir todo el día en aventuras al límite”. Pese a todo, la película reconciliaba al público con la ficción cuando al final, tras salir al Mundo Real, Slater debía volver a la película para no morir, hablando, quizá, de esa eternidad en la que se mueve parejos los dioses y las ficciones.

Y retomando Los Increíbles, el discurso acerca del Fan se lleva más allá: no sólo es un escéptico que funciona (sólo) como espectador, sino que es directamente el supervillano. En Los Increíbles, el malvado Síndrome sólo era un fan despechado por su héroe, aunque al final terminaba por reinventarlo. Decía Jordi Costa que El Protegido descubría que el superhéroe no era otra cosa que
una creación del supervillano, idea que también mantiene Los Increíbles. El Señor Cristal no es otra que un lector de tebeos obsesivo y sugieren estas películas que los supervillanos son los demiurgos de estas historias.

Mi pregunta sería la siguiente: ¿Qué remedio hay cuando el propio Joker destierra a Batman de su película? ¿Cómo la mitología superheroica puede y debe combatir, o asimilar, ese síntoma de que el Mal sigue siendo la estrella de nuestras historias, el centro sobre el que giran? ¿Hay una cura o debemos mantener la calma?


[Hulk en el supermercado, obra del artista Fernando Romero]
VLM: Bueno, sobre ese tema del mal en referencia a los supervillanos y a los millonarios asesinos ya hablamos en dos posts anteriores, y en uno de ellos recordaba la opinión del filósofo José Luis Molinuevo de que el Bien no podrá luchar, en igualdad de condiciones, contra el Mal mientras la iconografía visual de los villanos sea estéticamente superior (más atractiva y fascinante) que la del Bien. ¿Hay alguien que no vea más interesante a Mr. Hyde que al aburrido Dr. Jeckyll? Poníamos allí como ejemplo contrario, quizá a seguir, la película V de Vendetta, si se acuerda, donde la estética del por cierto también supercasto V es más interesante que la de su antagonista Big Brother británico. Pero, como se deduce también de esa espléndida película que es El protegido, no creo que haya tanto un síntoma del mal prevalente, como usted anuncia, sino la incólume certeza de hallarnos ante una obviedad: los superhéroes existen porque existe el mal, son consecuencia directa de él. La “creación” del superhéroe del protegido, que ignora su don hasta que habla con Mr. Crystal, el villano, es en realidad una tautología. Aquí si es el huevo maligno el anterior a la gallina benéfica, no cabe duda. Lo dejó claro Bergman en esa obra maestra que es El huevo de la serpiente (1977), una película que urge revisitar, por cierto. La frase con que la cinta se cierra, si mal no recuerdo, y vaya en mi descargo que sólo la he visto una vez y hace quince años, hablaba precisamente del mal (nazi) y decía que era “como el huevo de la serpiente, que deja ver a su través el horror naciente en su interior”. Siempre irá el mal primero (y quizá mejor vestido o con un aspecto más interesante), y después el bien, bajo la forma del superhéroe redentor.

Mire, Sr. Singer, a lo mejor hay quien piensa que este tema de los superhéroes es una frivolidad. Pero no lo es. Está en el imaginario y es pura ideología. Todo lo que repta en el inconsciente colectivo, precisamente por su arraigado estatus simbólico, requiere de acercamientos serios. La mitad de los grandes estrenos de cartelera (tanto aquí como en España), los que agrupan más espectadores, tienen como protagonistas a superhéroes, cuyas aventuras se alargan durante varias secuelas. Esas películas pueblan a sucesivas generaciones de referencias poppys, como a mí me dejaron su marca visual y/o argumental los cientos de tebeos de superhéroes que leí de pequeño (aunque el que más me gustaba era el genial Superlópez). El “superlenguaje” ha pasado a nuestro vocabulario común, a nuestras bromas, a nuestro tiempo libre. Incluso a nuestra literatura, donde es rastreable su huella de las novelas posmodernas norteamericanas, pobladas de referencias pulp, a la narrativa de un Fresán o a la poesía de un Raúl Quinto, quien “continuara” en La piel del vigilante su adorado Watchmen, Sr. Singer. La cultura o subcultura –como prefiera– de los superhéroes es de las más longevas y exitosas de nuestro tiempo; en eras de crisis, como ésta, todavía viene más cargada ideológicamente. Hace planear la posibilidad de un solucionador de problemas, seguramente a eso se refería Brecht en la cita con la que abría el post. Todo esto tiene una clara dimensión política. La primera serie de superhéroes es la Ilíada. Ulises, Aquiles, Héctor, tienen superpoderes (especialmente Aquiles, un Supermán con la kriptonita en el talón; Weil decía que “el verdadero héroe, el verdadero tema, el centro de La Ilíada es la fuerza”
[1]), y sus jueguecitos con los dioses son el espejo épico en que querían mirarse los antiguos en su tiempo libre. Los superhéroes modernos son ateos, o agnósticos al menos, y ya no miran con ojos de deseo a Helena ni luchan por ella, sino por la victoria griega, occidental, sobre la oriental, como luego harán en Maratón contra los persas, en 490 a. C. Héctor contra Áyax, Milcíades contra Darío, los superhéroes contra los terroristas árabes. Dos mil quinientos años de maniqueísmo para las masas.

Esta (sub)cultura está llegando a sitios insospechados. Le pongo un ejemplo: en septiembre estuve en una exposición en un sitio tan serio, por seguir con el tema, como el Metropolitan Museum de Nueva York. Caramba, es uno de los museos más importantes del mundo, ¿no? Pues allí tenían una exposición titulada… Superheroes. Fashion and Fantasy. Era una mezcla de alta y baja cultura. La patrocinaba Armani, sí, pero la edición del catálogo la hacía una tal Yale University, quizá le suene. La exposición era de trajes usados en las películas de superhéroes, todos diseñados por célebres modistos, pero en el catálogo hay textos sesudos, entre ellos uno del fantástico narrador norteamericano Michael Chabon (quien en Las asombrosas aventuras de Kavalier and Clay se imagina su propio superhéroe, el Escapista). Da lo mismo cuál sea el punto de partida: los trajes de los superhéroes, las novias de los superhéroes, el dentífrico de los superhéroes, la cuestión es enlazar, tender el pasadizo, diríamos, entre lo que estos estereotipos mitológicos tienen de diversión de masas y lo que pueden representar (o quieren representar) en el imaginario. El director del Metropolitan, Philippe de Montebello, demuestra en la presentación del catálogo tenerlo claro: “Superheroes includes movie costumes as well as radical fashions in which designers go beyond iconography to explore issues of identity, sexuality, and patriotism”. Chabon, en su excelente texto, explica cómo después de haber creído durante mucho tiempo que el tema central de los superhéroes es el escapismo, en realidad lo es la idea de transformación. Esto es especialmente valioso desde el punto de vista simbólico, porque sabemos por Jung que el de la transformación es uno de los arquetipos culturales más difundidos e importantes
[2]. Medio en broma, medio en serio, como hay que hablar de este tema de los superhéroes, Chabon escribe: “decimos identidad secreta y adoptamos una serie de estrategias de ocultación para preservarla, pero de hecho lo que intentamos obliterar es una narrativa; no quiénes somos, sino la historia de cómo hemos llegado a ser superhéroes; e, implícitamente, el relato de todo lo que no teníamos, y de lo que no éramos, antes de que la araña nos mordiera. Y todavía, al mismo tiempo y como he sugerido, nuestro disfraz no oculta nada, lo revela todo: es nuestra piel secreta, expuesta y exponiéndonos a la mirada del mundo. El superheroísmo es una especie de travestismo; nuestro superdrag sirve en seguida para oscurecer el yo exterior que ya no nos define más mientras traiciona, con garbo semi-inconsciente, la verdad de la historia que llevamos en nuestros corazones, la historia de nuestra transformación, del recomienzo de nuestra trama, de nuestro renacer al mundo de la aventura, de la historia misma”[3]. Todos los superhéroes tienen algo de drag queen y, sobre todo, todos tienen una historia que ocultar, una narrativa de la que su disfraz (o su trabajo diario de tapadera) nos habla mientras intenta, desesperadamente, ocultarla.

Le agradezco, Sr. Singer, que haya tenido usted la gentileza de mantener esta conversación. Me temo, no sé qué piensa usted, que finalmente el why so serious? sólo podrá contestarse con otra pregunta profunda, pronunciada por una voz seria que habla desde una sonrisa dibujada.


A.S: El placer ha sido mío, Monsieur Mora. Creo que tras la pregunta podríamos encontrar al Capitán Atom, un viejo superhéroe de la Charlton Cómics. En su día, el tebeo encontró una excusa para demostrar que este superhéroe (post)nuclear no era tóxico para la gente gracias a su traje. El disfraz cómo escudo hacia la normalidad. Cuando en 1986 renació, no sólo tuvo el placer de coincidir con una de sus mejoras codas –el Doctor Manhattan de Watchmen, sino que este nuevo superhéroe ya ni siquiera el mismo personaje civil, Allen Adams. Por el contrario era un militar que estaba acusado de un crimen que no cometió en plena Guerra Fría. Allen se convierte en superhéroe al resignarse al ir a la cárcel: el perdón presidencial lo otorga el someterse a una prueba nuclear. Esta, lejos de matarle pese a su fracaso, le hace más fuerte: los superhéroes, creo, hablan siempre de estos hombres fuera de tiempo, la mayor parte de veces consecuencias del Mal y también respuestas hipertróficas al mismo.

En cierto modo, en una era del escepticismo el why so serious? es inválido. Trata de buscar en el disfraz, pero al final, el propio Mark Millar lo sabe, tendremos que descongelar al Capitán América. Un modelo de ingenuidad desgastado, tal vez, pero también una forma de recoger la memoria y el conocimiento. El propio Millar en Marvel 1985, con ese muchacho que, a falta de un año de la llegada de Moore y Miller (en 1986, recordemos), ve aparecerse a los superhéroes de la Marvel de entonces parece corroborar aquello que decía Foucault sobre Nietzsche, que “el conocimiento es al mismo tiempo lo más generalizante y lo más particularizante.”

Gracias por esta conversación, por su propuesta inesperada y valiente, espero que entre todos ayudemos a quitarle las manchitas (aunque sea un poco) a las capas rojas. Y a los lectores habría que decirles que no dejen de mirar al cielo.




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Notas
[1] Simone Weil, “La Ilíada o el poema de la fuerza”; citada por Alberto Santamaría en El poema envenenado. Tentativas sobre estética y poética; Pre-Textos, Valencia, 2008, p. 31.
[2] Además de todo Psicología y alquimia, puede confrontarse Carl Gustav Jung, “Adán y Eva”, Mysterium coniunctionis. Obra completa, vol. 14; Trotta, Madrid, 2002, pp. 374ss.
[3] M. Chabon, “Secret Skin. An Essay in Unitard Theory”; en Andrew Bolton (ed.), Superheroes. Fashion and Fantasy; The Metropolitan Museum of Art / Yale University Press, New York, 2008, p. 22.