lunes, 1 de mayo de 2017

Luis Rodríguez, cuando uno y uno no son dos




Luis Rodríguez, El retablo de no; Tropo, Barcelona, 2017.



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Luis Rodríguez es uno de los narradores más excéntricos, en todos los sentidos, que tenemos en España. Lo cual no es bueno, ni malo, es excéntrico.



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Su novela anterior, La herida se mueve, tenía partes y detalles incomprensibles. Aníbal, uno de sus personajes, se desliza subrepticiamente en El retablo de no.



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El personaje central de El retablo de no, un director de teatro llamado José Ángel, puede viajar por su pasado como nosotros viajamos hacia nuestro futuro, sin saber qué va a encontrar allí.



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El retablo de no es un libro reversible -no es el primero, ni mucho menos-, con dos portadas; una de las partes reproduce una versión de la novela de 20.000 palabras; la otra, una versión de 10.000. 





Una nota editorial de la benemérita Tropo nos dice que una de las dos es la versión penúltima de la novela, y la otra es la redacción definitiva. Es decir, que el volumen contiene la novela y el borrador previo de la novela.



Por lo poco que conocemos de Luis Rodríguez (lo que le hemos leído, pues no lo conocemos en persona), eso tiene pinta de ser perfectamente falso.



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Pero es casi más divertido aceptar que sí, que nos lo creemos, que las dos versiones recogidas son el borrador y el original definitivo. Porque entonces eso implicaría que el libro recoge un viaje en el tiempo, el que lleva desde la versión a medio hacer a la versión definitiva.



Una es el pasado de la otra.



Ergo, como su personaje, la novela El retablo de no viaja también hacia atrás o hacia delante -dependiendo por qué versión comencemos, y no sabemos cuál es la definitiva-, sin saber los detalles su identidad. Estamos embarcados como lectores en un viaje temporal cuya característica nuclear es la ausencia de puntos de referencia fiables. No es que no sepamos dónde vamos, es que ignoramos sobre qué suelo camina la lectura.



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A ciertos lectores, la falta de referencias le produce angustia; quieren saber a toda costa dónde están y quiénes son los personajes, qué hacen, cuándo existen, etcétera; se reconoce fácilmente a esos lectores, son los que se desmayan tras 20 páginas de El innombrable de Beckett.



El comercio no es país para ciegos.



Creo que Luis Rodríguez teje en sus cuatro libros (cinco, si entendemos que El retablo de no reúne dos libros) una metáfora: la existencia consiste en atravesar lugares inseguros y borrosos, rodeados de gente que no conocemos en absoluto, sin tener muy claro quiénes somos, “desenfocados en la intensidad” (p. 80), movidos por una especie de energía cárnica que nos impulsa hacia un ahí delante que ignoramos. Pero ni de eso estoy seguro. Tampoco me importa.



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Leer una novela de Luis Rodríguez es leer una novela de Luis Rodríguez. Sus páginas son uno de los pocos espacios del mundo donde puede suceder literalmente cualquier cosa, incluso ninguna.



Sus personajes comienzan una conversación en un bar con un conocido y se descubren pensando en asesinarlo, mientras asienten gentilmente a sus palabras. A nosotros nos pasa igual con el autor, bendito sea. Le deseamos el mal por volatilizar las parcas presunciones que hemos cogitado sobre nuestro lugar en el mundo.



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El retablo de no tiene una característica que lo hace precioso: no hay sentido ni sinsentido en él, no hay razón para pronunciar palabras como irracionalismo o verosimilitud; estamos ante un tercer estado de la materia mental, donde la narración nos convierte en puro flujo lector, un dejarse hacer carente de preguntas. Somos el espejo donde aparecen los personajes.



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El retablo de no tiene páginas como ésta:



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El retablo de no es una obra sobre la identidad. Sobre los problemas de reconocerse, de no discernir cuándo interpretamos un papel. Por eso está ambientada -más o menos- en el mundo del teatro. Porque, como decía Erving Goffman en Presentation of Self in Every Day Life (1959), los dramáticos son los recursos con los que nos presentamos ante los demás en el día a día. Cuando en la página 45 Rodríguez habla de un personaje que actuaba “como si interpretara diversos papeles, pero en la calle, con los amigos, en su casa”, no está refiriéndose a un caso patológico, sino a todos nosotros.



También la novela duda de su identidad, por eso la pregunta con la que se cierra apela a un personaje secundario de La herida se mueve, otra novela de Rodríguez. Porque la obra duda de sí misma, porque tiene trazas esquizoides, se cree otra.



Por eso es la suma de una versión de 10.000 y otra de 20.000 palabras, porque El retablo de no es una novela con doble, se publica junto a su Doppelgänger.



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Yo no necesito mucho más. Tampoco necesito jerarquizar a Luis Rodríguez, ni ubicarlo con exactitud en un panorama narrativo lleno de obras que se parecen entre sí o que recuerdan a otras, salvo las excepciones que vamos comentando en este blog y en los ensayos que vamos editando.



Sé que Rodríguez, por fortuna, está aislado, pero no está solo; en España hay otros narradores tan raros y excéntricos como él: Javier Avilés, Colectivo Juan de Madre, Rubén Martín Giráldez, Cristina Morales.



No se parecen a nadie, ni a ellos mismos, cambian en cada libro.



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Aquí siempre tendrán su casa.





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[Relación con el autor: correspondencia sobre su obra, no le conozco en persona. Relación con la editorial: ninguna]


domingo, 9 de abril de 2017

Lo último de Orejudo




Antonio Orejudo, Los Cinco y yo; Tusquets Editores, Barcelona, 2017.





Ojalá todas las autoficciones que uno debe leer por razones profesionales fuesen como Los Cinco y yo: más preocupadas por el afuera del autor que por su imagen propia; más centradas en contar que en contarse; llenas de anécdotas e historias inventadas, o reinventadas, más sugerentes que la narración del detalle autobiográfico refrito; repletas de ficción, de humor y de ingenio; preñadas de autocrítica y de una visión nada complaciente ni reconciliatoria de uno mismo; más orientadas a observar y describir las conductas ajenas que las propias; bien escritas y ejecutadas, con solvencia narrativa y no con gestos masturbatorios disfrazados de autocrítica hecha “con escaso derrame seminal”, según el irónico verso de José Ángel Valente. El Toni que protagoniza el relato sólo habla bien de los demás, sobre todo de ese “Rafael Reig” a quien tanto quiere y admira, mientras que al discurrir sobre sí apenas exhibe sus demonios, sus miedos, sus patologías y sus pequeñas miserias y carencias. En algún momento se habla del ego como pequeño dictador, pero Orejudo ha sabido empequeñecerlo, morigerarlo hasta la mínima expresión -en este caso, la de hilo conductor de la trama-. Las historias intercaladas que, al cervantino modo, desarrollan las vidas plausibles de los protagonistas de las novelas de Enid Blyton, resultan imaginativas siempre, verosímiles en unos casos y deliciosamente disparatadas (p. 208) en otros. Los Cinco y yo de Orejudo tiene todo eso y aglutina otras virtudes, como el dominio de los registros y de su sana mezcla, el sometimiento del virtuosismo técnico a las necesidades expresivas de argumento y personajes -característica en un autor cuya aquilatada solvencia narrativa no precisa ya de exhibiciones gratuitas-, y, sobre todo, la felicidad lectora de quien se asoma a este libro y queda prisionero de un festín relator, imaginativo y bienhumorado, dentro de cierto fatalismo senequista que presta a las páginas celebratorias un necesario contrapunto reflexivo: la existencia entendida como una fórmula que no sabemos leer (p. 120). Intento decir que, si bien Los Cinco y yo no está al nivel de las mejores obras de Orejudo -que mejoran cuando el autor se aleja de su entorno personal y universitario y se zambulle en mundos más imaginados que recreados-, se disfruta como lo que es: una fiesta fría, donde los personajes reunidos junto a la tarta de aniversario no pueden contener los tiritones causados por la congelación del tiempo; pero es una cachupinada llena de detalles, escenas y gestos de talento que atestiguan que estamos en manos de uno de nuestros mejores narradores.


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[Relación con el autor: muy cordial. Relación con la editorial: ninguna]

domingo, 2 de abril de 2017

Poesía completa de Eduardo García






Acaba de aparecer, por fin, la poesía completa de Eduardo García (1964-2016), en un volumen editado con exquisito buen hacer por la Fundación José Manuel Lara de Sevilla.

El libro, amén de reunir la obra de uno de los poetas contemporáneos a mi juicio más relevantes, aporta varias novedades de interés. En primer lugar, un "Prólogo del autor" donde García, con su clarividencia habitual, deja por escrito algunas ideas importantes para comprender su trabajo, en el que "la poesía revela y genera realidad" (p. 32). En segundo lugar, unos apéndices que recopilan poemas publicados en revistas y otros que dejó a su muerte sin pertenecer a una colección concreta. Y en tercer y muy importante lugar, dos pequeños poemarios inéditos, que me parecen valiosísimos: La hora de la ira, un libro de rotunda claridad, donde lo político está a la misma altura de lo poético, y Bailando con la muerte, un conjunto estremecedor de poemas escritos desde la cruda certidumbre de la proximidad del monstruo. Son unos poemas que no pueden leerse con un desgarro, pese a que la singular entereza de García le permitió añadir incluso detalles de humor a la sordidez de la enfermedad.

Lleva un prólogo íntimo e inteligente de Andrés Neuman, y un largo epílogo a mi cargo, donde intento esclarecer algunas claves poéticas e intelectuales de la obra de García, ahondando particularmente en su metáfora arquetípica de la lluvia en el desierto. Como muestra de la valía de los poemas inéditos, véase este texto de La hora de la ira, en el que García engarza algunas marcas del imaginario de la posguerra española con hechos insertos en la lógica actual de crisis económica:





Como dije en la presentación del libro en Córdoba el pasado viernes, Eduardo era profesor a veces, pero maestro siempre. Un ser afable y cercano que siempre enseñaba y daba ejemplo, tanto en lo intelecual como en lo personal. Amén de esta recopilación de su obra poética el lector puede disfrutar de la inteligencia y alcance de su ensayo Una poética del límite (2005), de la calidad de un texto que es mucho más que un manual de escritura creativa, Escribir un poema (2000, 2003, 2011), o de los aforismos brillantes y comprometidos de Las islas sumergidas (2014). Quedan todos estos testimonios de un poeta único y, sobre todo, de una persona irrepetible.