Luis Rodríguez, Visaje. KRK Ediciones, Oviedo, 2024.
Si no… ¿cómo consigues trascender? Probando con las esquirlas.
Luis Rodríguez, Visaje
Puede que Visaje sea la historia que escribe una narrador consciente de que no va a ser leído, contada por un escritor que sabe que será leído con dificultad, en el sentido de que no da por supuesta la lectura de su obra por otras personas. Es decir, es el cruce de una posibilidad con una rareza. El periodista que escribe el diario en que consiste Visaje ha tenido vedado el acceso a la publicación durante años, por motivos que se explican en la novela, y en consecuencia la publicación de los textos no le resulta esencial para escribir. La motivación es otra, autotélica, “se encuentra a sí misma” (p. 93), se consume en la propia búsqueda, y en ese sentido no es imposible pensar que se corresponde con la radical idea que tiene Luis Rodríguez de la escritura literaria, que podríamos simbolizar en una radio submarina que emite constantemente, despreocupada de si hay buzos por los alrededores.
Aunque sus primeros libros apenas gozaron de lectores con escafandra, su difusión mejoró con la editorial Tropo y la posterior llegada a Candaya, donde consolidó lectores y obtuvo el merecido premio Tigre Juan por Mira que eres (2021). Cada uno de sus libros es un experimento singular, aunque hay algunos elementos (e incluso algunos personajes) comunes a varios títulos, y diría que Visaje tiene a la vista el proyecto literario de las últimas novelas de David Markson, además del proyecto propio de Rodríguez. Fragmentos preparatorios de una historia se mezclan con curiosidades, estupendos aforismos propios (“De no haber sido mis padres, no me habría fijado en ellos”, p. 45), paradojas, juegos lógicos, frases ajenas intercaladas o datos históricos o científicos, boicoteando la progresión diegética —lo cual trae a la memoria Peripecias del no. Diario de una novela inconclusa (2007), de Luis Chitarroni—. El origen exacto de las frases breves intercaladas se puede encontrar en el apéndice final (hay apéndices similares en 8.38 y Mira quién eres, pero mucho más breves), donde se reconocen los préstamos, que para el periodista son síntoma de su inoperancia: “¿Debe escribir alguien que reconoce que se expresa mejor por boca ajena?” (p. 104). Los crímenes que va investigando y escribiendo el periodista-narrador son en sí mismos relatos breves o microrrelatos que van ramificando la historia principal, conectada a veces con la Historia en mayúsculas, a cuyos horrores se va aludiendo mediante menciones más o menos explícitas (p. 100). Sin embargo, esta silva de varia lección parece plantear qué relaciones existen entre el escritor que actúa como “pequeño dios” (Huidobro) sobre sus criaturas y el asesino que decide sobre vidas ajenas.
A lo largo del libro se saltean menciones de nombres propios, sin más aclaración, que invitan a quien lee a convertirse en una nueva especie del “curioso lector” al que se dirigía el Guzmán de Alfarache (1599) de Mateo Alemán, mediante la búsqueda digital en línea. Quien lee, suspicaz por la aparición aislada en una página en blanco de un nombre, como “Alec Cawthorne”, en la p. 103, entra rápidamente en un buscador para saber quién es, o quién no es Cawthorne, y tanto en ese caso como en otros (pp. 21, 137, 234) el resultado de esas búsquedas extradiegéticas harán que vuelva a la historia con aún más desconfianza que tenía cuando la abandonó momentáneamente, porque los acólitos de las novelas de Rodríguez ya saben que en sus libros no puede uno fiarse de nada, y mucho menos de su propia lectura.
Esta inesperada actualización del “curioso lector” barroco o prebarroco en una versión 2.0, implica que Visaje pide una figura lectora conectada, un lector activo que ya no solo debe investigar el texto hacia dentro, sino también extramuros. El sentido del texto ya no reside siquiera en el receptor final, sino en un lector colectivo: hay que leer con todo, con todos, con la época. El resultado es un experimento que impugna que lo inconcluso tenga conclusión, en el sentido de que lo finito no excluye lo infinito, tanto en los modelos matemáticos de Gödel como en los narrativos de Rodríguez.
La suspicacia es, como antes decía, el modo de lectura por defecto de las obras de Rodríguez. Al estar el escaso texto del periodista-narrador sumergido en citas ajenas, que a veces llenan páginas enteras, pero que no son explicitadas como tales, se produce una desestabilización lectora, una excesiva ambigüedad que deviene desconfianza receptiva. Se tiene la impresión de que el discontinuo textual aprovecha el talento ajeno no para escoltar la logomaquia propia, sino para justificarla, de modo que hay que buscar las pepitas autoriales de Rodríguez entre la lluvia de párrafos prestados. E incluso la brillantez de las citas, de tan seguidas y abundantes, acaba empañándose, por un “efecto gabinete de pinturas” o síndrome Stendhal que satura y produce la sensación de que nada puede ser ya valorado, por la indistinción y la falta de contexto.
[David Teniers, El archiduque Leopoldo Guillermo en su galería de pinturas en Bruselas (1647-1651). Muse de El Prado]
En el fondo, necesitamos saber quién dice qué, para que el brillo refulja. El motivo lo explica una cita de Ernesto Sabato que Rodríguez incluye en la página 215 y que creo que ha tomado, curiosamente, de aquí (esta reseña también requiere un curioso lector conectado). A mi juicio, discutible, el libro mejoraría con añadir la atribución autorial de las citas debajo de cada una, así se vería el diálogo, desambiguando las procedencias se materializaría la confrontación de diferentes estéticas que súbitamente pueden conversar entre ellas. El borrado de los nodos impide leer la red. Los fantasmas no viajan si trasladas el castillo.
[Apunte al margen: frente a los defensores de la “escritura no creativa” (Goldsmith, Mata, Dworkin), creo que la autoría sí tiene un sentido: no hacer lo mismo que los algoritmos de procesamiento informático masivo conocidos como IA, no borrar el origen, no crear una sopa o pulpa indistinta de lenguaje, no actuar como si todo valiera lo mismo; no hacer, en fin, lo que el mercado de los “grandes modelos de lenguaje” informáticos hacen con nuestras obras para enriquecerse. Un libro de literatura quizá pueda definirse como un minúsculo modelo de lenguaje identificable y no susceptible de intercambio.]
En resumen, creo que Visaje constituye una inflexión experimental dentro de la ya de por sí arriesgada obra de Rodríguez, algo siempre saludable dentro de un panorama normalizado. Con sus riesgos y apuestas, es un libro de lectura interesante y recomendable, primero porque la mirada de los fragmentos firmados por Rodríguez tiene su brillantez habitual y, segundo, porque es sugerente saber qué considera el autor valioso gracias a su remezcla.
[Relación con el autor: amistad. Relación con la editorial: ninguna]