sábado, 8 de noviembre de 2008

“Ladrón de mapas” y la realidad porosa

Eduardo Lago
Ladrón de mapas; Destino, Barcelona, 2008

Releo mi crítica de 2006 sobre Llámame Brooklyn, la primera obra de Eduardo Lago, y encuentro ahí lo siguiente: “La construcción general, sustentada en dos narradores, ninguno de ellos omnisciente, toma elementos de la primera parte del Quijote, haciendo Néstor Chapman del ‘editor’ que apenas aparece en la invención cervantina; se utiliza el procedimiento del manuscrito encontrado, pero se salva del peligro del uso manido por los retorcimientos estilísticos a que es, sabiamente, sometido”. Sustituyan “Néstor Chapman” por “Sophie”, y ahí tienen tal cual buena parte de la estructura de Ladrón de mapas.

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La estructura de este libro de historias, engarzadas unas y otras sueltas, es en parte cervantina y en parte sherezadesca, vinculada al modo oriental de narrar historias unas dentro de las otras, como una matriuska, imitado además deliberadamente por Lago en piezas como “Absalam”. Pozuelo Yvancos, en su excelente reseña de este libro (Pozuelo es, con puntuales y lógicas discrepancias, uno de los pocos críticos de suplemento a los que sigo y respeto), apelaba a la obsesión que tiene Lago con la estructura de los libros, obsesión que aparece incluso explícitamente aludida dentro del libro (p. 362). Pero quizá esta obsesión, que tanto le ayudó a convertir Llámame Brooklyn en un libro canónico de nuestra narrativa actual (algo no demasiado difícil, todo sea dicho), quizá no era necesaria para Ladrón de mapas. Voy a intentar explicar por qué, y no va a ser fácil.

La estructura de los libros de cuentos tiene un punto irracional. En la ordenación de un conjunto de relatos no homogéneo (es decir, una compilación de relatos absolutamente exentos, sin que estén escritas sus piezas con una temática común, ni con voluntad de responder a un mismo criterio cosmovisivo), se genera la misma tensión que tienen los grupos de rock a la hora de ordenar las canciones de un nuevo álbum. Cada escritor, cada grupo, cada editor, cada discográfica, tiene sus propias ideas al respecto. Casi todos coinciden con empezar el proyecto con una pieza o relato fuerte, que dé tono al libro, para seguir con una pieza también consistente, dirigida a crear una cierta tensión lectora u oyente. Si el conjunto total tuviera diez piezas, las peores canciones o los relatos más flojos serían, posiblemente, el tercero y el noveno. Los discos suelen cerrarse con una versión o canción menor, mientras que, por el contrario, los libros de relatos intentan cerrarse “a lo grande”, para dejar al lector con buen sabor de boca y con ganas de volver a un futuro libro del artista. Pero estas tendencias expuestas no son más que pautas estadísticas de mi propia –y abundante– experiencia como lector de libros de cuentos, como puntual escritor de los mismos y como oyente fanático de música rock. Como lector de estos curiosos volúmenes, me doy cuenta de que casi todos los autores, en algún momento, elaboran una estructura que se basa en la parcial ausencia de estructura. A mi discutible juicio (basado en una presunción intuitiva e indemostrable), ese equipo formado por autor y editor persigue, más que simetrías o especularidades (que pueblan numerosamente, como demostrase Dällenbach, la novela moderna y posmoderna), y por encima de ritmos climáticos y/o contrapuntísticos, un inasible efecto de lectura, una especie de arco invisible de impactos dirigidos a captar en todo momento la atención y la emoción del lector. El autor de libros de cuentos busca una respiración lectora, un cierto ritmo que no se basa en número de páginas, ni en elementos narrados, sino más bien en las misteriosas asociaciones que produce el estado de ánimo con que se termina de leer un cuento en relación con el espíritu del que le sigue. Ludwig Hohl escribe: “el gran órgano toca una melodía que no puedo escuchar como un todo: apenas escucho realmente sus sonidos; depende sólo de si nos lleva su sonido”
[1]. El libro de cuentos debe llevarnos en volandas, además de que lo disfrutemos nota por nota. Yo hablaría en este género de una estructuración psicológica, más que técnica, que es la que domina en la novela. Y creo, por la explicación matemática que da Lago en el citado lugar, “Coda”, que no ha sido éste el modo de componer Ladrón de mapas, y la declaración explícita de Lago me ha resultado al respecto menos contundente que la propia experiencia de lectura.

El resultado es que el lector asiste al desfile de cuentos de Ladrón de mapas con una extraña perplejidad; lee cuentos, pero acaba el libro sin la sensación de haber leído un libro de relatos, aunque muchos de ellos tienen el tema común de la fábula. La experiencia, en mi caso, no ha sido la de subirme a una montaña rusa narrativa, que es la que suelo tener al leer estos libros, gracias a sus giros, sus cambios de ritmo, sus loops drásticos, sus altibajos. La experiencia lectora de Ladrón de mapas ha sido más bien similar a la de un desfile de moda. Hay que admirar los cuentos de Lago uno por uno, pero el que se mueve es el cuento, no el lector, que asiste impávido a un transcurrir de piezas o modelos, la mayoría de ellos muy agraciado, eso sí. Ha sido una experiencia curiosa asistir a un proceso de lectura por completo despsicologizado, y creado more geometrico, como la Ética spinoziana. No camino sino espectáculo de un viaje. No un tema musical con fugas, sino una notable colección de partituras. No sueño sino construcción. No montaña rusa, sino muñeca rusa.

Ignoro los motivos (o, si los conociera, sería una realidad extracrítica cuya aparición aquí no tendría mucho sentido) que pueden haber llevado a construir un libro tan extraño, donde hay una primera parte perfecta (que funciona por sí sola y cuya extensión, 160 páginas, quizá hubiera justificado su publicación aislada como nouvelle), seguida de dos extras de piezas muy homogéneas y de valor variable, que podrían haber constituido, por sí solas, otro libro de relatos exentos también valioso. Y esa es la impresión que da Ladrón de mapas, ser una Hidra de dos cabezas, que desde el título denuncia su condición gemelar o melliza: hay un libro que se podría llamar Mapas, la primera parte, donde la geografía narrativa tiene un lugar fundamental, y otro que podría llamarse Ladrón (de historias), donde las relaciones difusas entre literatura y ficción, entre fábula y verdad, nos dejan una interesante serie de relatos. Destino nos ha ofrecido los dos libros a la vez. A lo mejor esa es la conclusión.

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Estoy también de acuerdo con Pozuelo cuando en su
reseña de Ladrón de mapas dice que “este libro viene a ser un gran homenaje al cuento, a las historias, tomadas de diferentes épocas, tradiciones, países, a las que incorpora su propio estilo”. El juego sobre las posibilidades de la narración de historias no acaba ahí, en puridad empieza. En “Tintagoel” (un relato que, por cierto, podría haberse quedado fuera del volumen sin merma alguna de éste), cuando el extranjero llega al extraño reino homónimo, lo que pide como uno de sus tres deseos es “el secreto de contar historias” (p. 183). En “Absalam” Alá le dice al protagonista, a quien castiga por haberle ofendido: “para paliar su castigo le concederé un don. Mi siervo narrará historias maravillosos y quienes tengan la fortuna de escucharlas se sentirán tan agradecidos que le ofrecerán generosas recompensas” (p. 186). La interrelación entre las historias y la vida y el modo en que ambas se retroalimentan (tema que practican otros varios narradores actuales, aunque a mi juicio ninguno con la solvencia de Lago), aspecto sobre el que luego volveremos, es la que cierra este círculo que tiene al elogio de la fábula como centro.

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En la reseña que hice de Llámame Brooklyn planteaba una hipótesis con la que el autor, en una conversación sostenida sobre mi crítica con posterioridad, no estaba de acuerdo. Mi hipótesis era que el personaje Gal era una especie de sosias suyo, desde el nombre, ya que Gal es casi un anagrama de Lago (gal-lag). Me dijo Lago que no, que para nada había sido esa su intención, pero las obsesiones mentales no se transfiguran en reacciones conscientes, ni en intenciones, sino que buscan extraños caminos para aparecer, como explica muy bien la psicobiografía. A mi juicio, que Ladrón de mapas no ha hecho más que reafirmar, existe una asociación inconsciente entre esos nombres. Y esa relación extraña entre la obra de Lago y su apellido tiene otros síntomas. Miren los títulos de sus dos libros y observen cómo empiezan: Llá… y La… El juego “la” está presente en los nombres de varios personajes del libro: Absalam, Larkem, Leilah, así como en el apellido de Alfau (a la inversa, como en Gal) y en el topónimo de Nyala. Y luego hay frases curiosas como ésta: “Me sentía como un nadador que se adentra en las aguas de un lago misterioso y cuando llega a su centro no desea regresar a ninguna de las orillas que delimitan el lugar encantado en que se encuentra” (p. 97, subrayado mío), y ahora añadan a lo ya dicho esto: “es precisamente a esas profundidades adonde es preciso descender para crear. Las raíces de la imaginación se hunden allí” (p. 149, , subrayado mío). Para Lago la mayoría de las referencias a la imaginación creadora toman asociaciones marinas –Conrad es uno de sus autores favoritos–, acuáticas o lacustres, y las palabras de ese campo semántico inundan sus textos.

Hay un lector allí al fondo que dice necesitar más pruebas. No hay problema, encontrar este tipo de huellas y rastrear las otras historias hundidas en los libros es mi especialidad. Todas las cursivas que vienen a continuación son mías: “con los ojos de la imaginación vi flotar la figura de Néstor” (p. 93); “me sumergí en los mundos que se abrían al otro lado de la pantalla” (p. 101); “la ciudad es un piélago donde vive un animal ciego que extiende sus tentáculos por los confines de la oscuridad. Mi imaginación entra en ebullición. Desde la atalaya del fuerte Akbar, trato de ubicar el sangam, la encrucijada donde supuestamente brotó la ciudad (…) el de Allahabad se encuentra en la confluencia del Ganges con el río Yamuna, a los que se une un tercer afluente, el Saraswati, que es un río invisible” (p. 151, sangam en cursiva en el original); “Entonces, Rawlins, escucho el rumor de las aguas de la realidad al chocar contra las de la imaginación” (p. 151); “me resulta placentero que las gotas me empapen la ropa y se me quieran meter por debajo de la piel, intentando calarme hasta los huesos” (p. 152); “sabe que me gusta el crepitar de la lluvia sobre la tierra” (p. 205); “Cerré los ojos y vi el lago” (p. 55); “la constelación de palabras que estoy empleando adquiere un matiz muy especial: colonial, mediterráneo, apátrida. Hay algo mágico en ese vocabulario” (p. 165); “hay grandes zonas de la experiencia que están destinadas a permanecer flotando en el misterio” (p. 175, s. mío); “el viajero escrutaba la superficie del estanque con su único ojo, como tratando de desvelar un misterio cuidadosamente oculto entre los reflejos del agua” (p. 179, s. mío); “Sentí que me ahogaba. Tenía que sacar el torrente de palabras que tenía dentro de mí” (p. 332, s. mío); “Ahora entiendo de dónde venía el torrente verbal que me ahogaba”; (p. 335, s. mío). En la primera página, casi abriendo al libro: “al lanzar un texto anónimo a la infinitud del espacio virtual, me siento exactamente igual que quien arroja al mar un mensaje encerrado en una botella” (p. 11). En el sugestivo relato “Unicronio”, que describe un objeto que puede ser una especie de aleph narrativo, los protagonistas pasan de una casa “a las orillas de un lago” (p. 289) a “un claro del bosque donde había una fuente” (p. 292), donde alguien lee un poema que dice en los versos quinto al sexto: “lo que el poema es al agua / que brota de una fuente silenciosa” (p. 293). Después llegan a otra casa, en la que “en un recodo del jardín había un lago semioculto por la arboleda” (p. 298). Sumemos a estas estelas simbólicas el bar ruso descrito en la página 118 cuyo suelo y paredes son acuarios, el “manantial de la fama” central en el relato “Tintagoel”, la visita a Venecia, la historia de “Leilah”, que se cuenta durante toda una noche a bordo de un yate que parece “un buque fantasma”, y ya tenemos el mapa submarino que es la literatura de Eduardo Lago. Lástima haberme dejado Llámame Brooklyn en Córdoba porque estoy seguro de que pueden rastrearse en la novela tantas menciones al campo semántico del agua como en Ladrón de mapas.

No todas las relaciones entre el autor y su obra son conscientes, y la mayoría se encuentran en las profundidades abisales del inconsciente psíquico. Como explicara Jean Delay, “entre el novelista y su doble se opera precisamente una transferencia, positiva o negativa, que le ayuda a tomar consciencia de su propio fondo”
[2]. Andrés Soria y Jiménez Heffernan han planteado la gravitación del nombre de Federico García Lorca sobre su obra poética. “Qué raro que me llame Federico”, escribía el granadino, y tanto el nombre como el apellido son atributos principales de la identidad, que a su vez es otra preocupación constante de la obra de Lago. Por supuesto nada de esto puede probarse. Ni falta que hace. Es parte del lago misterioso en el que nos movemos cuando hablamos de las fuentes de la creación.

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La webstory. Lago es uno de los escasos grandes narradores posmodernos que tenemos, sería uno de los pocos equivalentes que tenemos a ciertos escritores norteamericanos (a quienes, no por casualidad, Lago conoce bien y ha entrevistado con acierto y profundidad; después citaremos un caso concreto). El uso de la webstory o narración escrita para la Red en la novela breve que abre que el libro y le da título, es muestra de la capacidad de Lago para aprehender formas expresivas de los medios de comunicación de masas y recrearlos, elemento a mi juicio esencial del posmodernismo narrativo, como ya hemos dicho en varios lugares (la narrativa pangeica no los recrea, sino que los reproduce). Lago abre Internet como mar de posibilidades, y escribe “me sumergí en los mundos que se abrían al otro lado de la pantalla” (p. 101). Me recuerda el verso, posmoderno también, de Pablo García Casado: “yo he vivido / demasiado tiempo al otro lado de la pantalla // mirando el amor por los anuncios” (Las afueras, 1997). Lago es un narrador inquieto porque no sólo no deja de leer, sino que no deja de buscar: es una persona de su tiempo, que sabe utilizar los numerosos elementos que ofrece la realidad para tejer con ellos la ficción. Que Eduardo Lago y Juan Goytisolo, en sus últimas novelas, utilicen Internet como un recurso narrativo central, mientras otros siguen construyendo sobre Zola, me parece un dato que explica muchas de las cosas que están pasando, y sobre todo muchas de las que, para nuestra desgracia, no están pasando.

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Lago y DeLillo. En una conferencia que le escuché a Eduardo Lago en Providence, Lago comentó la entrevista que le había hecho una vez a Don DeLillo. Contó Lago que el fascinante autor norteamericano llegó a la entrevista parapetado tras un gorro y unas gafas de sol, y con una actitud bastante autista y desganada comenzó a contestar mecánicamente a las preguntas. En un momento dado, Lago le preguntó a DeLillo si estaba de acuerdo con él en que su literatura era un intento desesperado de lucha contra la muerte. En ese momento DeLillo se quitó el gorro, se zafó de las gafas de sol, volvió a la vida y comenzó a responder de verdad a las preguntas.

Me he acordado de eso, porque esa también es la poética de Lago, o al menos es la que dice Sophie, que es para Lago lo que Elizabeth Costello es a Coetzee: “tiene que ver con su idea de lo que es la literatura, a la que tantas vueltas da en los cuentos. Para él, escribir es no dejarse doblegar por el dolor que nos inflige cualquier forma de ausencia, un intento de derrotar a la muerte” (p. 172).


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En este libro aparecen, citados, homenajeados o convertidos en personajes Kipling, Rilke, Dostoievski, Dinesen, Rushdie, Alfau, Milosz, Chejov, James, Kafka, Whitman, Joyce, Gorki, Conrad, Babel, Balzac y Bruno Schulz, entre otros. Hay mucha metaliteratura en Ladrón de mapas y muchos escritores, pero la escritura y la lectura son también parte de la vida, y parte de la poética de Lago opera sobre el pantanoso terreno entre realidad y ficción. En algún sitio lo dice explícitamente: “en este caso la membrana que separaba la realidad de la ficción se había vuelto porosa” (p. 94). El mayor peligro de este proceder (el de que la vida se quede fuera de la narración, postergada por el artificio ficcional), es superado siempre por Lago, quien no olvida en casi ningún momento dar solidez afectiva a los personajes que describe, y de hecho parte de los relatos son reconstrucciones literarias de historias reales, con las que Lago parece buscar ponerse en el lugar de la persona que las sufrió, terminar de entender las motivaciones de seres de carnes y hueso a través de la hipotética reconstrucción de su vida que hacen los personajes (algo visible en “Leilah” y en “Little Man”, por ejemplo). Uno de los personajes dice: “en los libros las historias se interrumpen en la última página pero luego siguen en la vida” (p. 112, idea repetida en páginas 45 y 366). La literatura de Lago nos concilia con la metaliteratura y nos hace ver que, frente a la postura narcisista y vacua de otros que la practican, es aún posible hacer una metanarración generosa, humilde, brillante, alegre y obsequiosa con el don infinito de la lectura recibida.


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Notas
[1] L. Hohl, Matices y detalles; DVD Ediciones, Barcelona, 2008, p. 74.
[2] Jean Delay, “Névrose et creátion”, Aspects de la psychiatrie moderne ; PUF, Paris, 1956.

15 comentarios:

Juan Carlos Márquez dijo...

El título está bien, aunque estaría mejor "El ladrón de mopas". Estoy hoy con el humor de todo a un euro subido. Qué le voy a hacer.

Anónimo dijo...

Muchas gracias, una vez más, por su crítica.
He buscado en los posts de 2006 la crítica de Llámame Brooklyn y no la ha encontrado. ¿Está disponible en este blog? Si no es así, ¿podría indicarnos dónde encontrarla?
Sin haber leído aún sus comentarios sobre Llámame Brooklyn, ¿no cree que la estructura narrativa de esta novela es mucho más potente que la historia que se nos cuenta? La parte de las Brigadas Internacionales me pareció bastante tópica y sosa. Y lo mismo digo sobre la historia de amor entre Gal y Nadja. Sigo confuso sobre este tema: en algunas novelas, me da la sensación de que la complejidad narrativa esconde (inconscientemente, quizás) una mala fabulación. Con llámame Brooklyn he tenido esta sensación en bastante momentos, pero sé que esta novela recibió muchos elogios de críticos más perspicaces que yo. Me gustaría leer su crítica, seguro que más meditada y formada que la mía.
Gracias

Anónimo dijo...

Hola Vicente,
lo que voy a escribir no tiene mucho que ver con la entrada pero éste es el único modo que se me ocurre para comunicarme contigo (perdona que te hable de tú).
Primera excusar mi ignorancia e ingenuidad porqué sé que de hecho esto lo has explicado una y otra vez pero, no entiendo por qué no os aceptáis com generación. Lo de nocilla lo veo más discutible porqué puede ser un hecho puramente mediático (aunque las nocillas me parezcan productos literarios dignos de la más alta cultura, pero como generación, ¿no es verdad que coincidís de algun modo en: herencia, nacimiento/origen, factor educacional, experiencia generacional, comunidad personal y lenguaje? Quiero decir, es cierto que vuestros estilos distant mucho unos de otros, pero ¿no compartís una cosmovisión como para ser considerados generación? Además, si nos situamos en nuestro período de la fragilidad del estilo y de las fronteras de la literatura, de la inquietud de romper los moldes, no es eso un estilo compartido? Además de algún modo tenéis el sentimiento de grupo, os conocéis entre vosotros y hasta tenéis fotos promocionales. No acabo de entender la insistencia en negar el término generación. ¿Qué connotaciones tiene que haga que lo rechazéis?
Bueno, muchas gracias por el blog, aprendo un poco más en cada entrada.

Diletante

PD: sé indulgente conmigo si he pasado por alto algo extremadamente obvio, puede que para mí no lo sea.

Vicente Luis Mora dijo...

Estimado Diletant, como he puesto por escrito en un par de libros, el problema no es tanto si nosotros podríamos ser una generación como el hecho de si ese concepto, el de generación literaria, tiene algún sentido ya como método de conocimiento literario. Es un invento orteguiano, como bien sabe usted, que la Estilística española consideró propicio para su manía de etiquetar generalizadamente y sin singularizar. Mi trabajo crítico consiste más bien en lo contrario, en ver qué hay de particular y propio en cada uno de los autores estudiados, al objeto de no dejar de ver los árboles mientras se contempla el bosque. De modo que ni siquiera voy a ponerme a ver si se cumplirían o no los requisitos generacionales (aunque creo que debería ver usted las fechas de nacimiento de algunos miembros): es que a mí no me interesa nada este concepto reductor, anacrónico y que siempre deja víctimas fuera. Aún están algunos restructurando la generación del 50 para ver si no se escapa ningún poeta interesante...

Tampoco me gusta lo de nocilla. Julio Ortega y Juan Francisco Ferré propusieron el término Mutantes, que me parece más apropiado y que responde a un estudio con epistemología actual, y no a una creada, como la generacional, hace casi cien años.

Saludos.

Vicente Luis Mora dijo...

Querido anónimo, la crítica que buscas está en la primera etapa de este blog, cuando estábamos en Bitacoras.com: http://vicenteluismora.bitacoras.com/archivos/2006/03/06/el-nadal-de-eduardo-lago

Como verás si la lees, estoy muy de acuerdo contigo en la preponderancia de la estructura en este caso, aunque no coincido contigo en lo que "la complejidad narrativa esconde (inconscientemente, quizás) una mala fabulación". Las mejores novelas del siglo XX, desde El hombre sin atributos a Molloy, desde Ulysses a Gravity's Rainbow pasando por la Recherche, son ejemplos de tremenda complejidad narrativa. Un saludo.

Anónimo dijo...

Ya he encontrado su crítica de "Llámame Brooklyn". Y la he leído con el interés habitual.
Al margen de discrepar sobre el valor de la estructura, hay una discrepancia aún mayor. Dice usted que "El estilo es plano, eficaz pero sin vuelo. No estorba, pero tampoco deslumbra". A mí, sin embargo, me chirrían muchísimas frases. Está contando la historia de un personaje, y, tras algunas frases huecas, se lee: "En Cádiz puso fin a sus andanzas como marinero, dando comienzo a un periplo por toda la geografía española, muchas veces a pie. Desempeñó toda suerte de oficios, entre ellos electricista y hojalatero, alcanzando particular éxito como afinador de órganos de iglesia, destreza que había adquirido siendo adolescente, cuando tocabba el órgano de su parroquia".
Acabo de leer la novela y, créame, hay muchas, muchas frases como éstas, con estos mismos gerundios tipo BOE.
Me imagino que mi decepción (rabia, en el fondo) se debe a que empecé a leer la novela empujado por los muchos y grandes elogios que recibió hace años. Cuánto daño hacen los elogios exagerados.
Muchas gracias por haberme indicado el link a su crítica.
Saludos

Vicente Luis Mora dijo...

Estimado Anónimo, yo he sido generoso con usted, séalo usted conmigo: dígame un par de novelas españolas, publicadas en los cinco últimos años, que le hayan gustado mucho. Es para saber exactamente cuáles son sus gustos. Saludos.

Pablo Rodríguez Burón dijo...

Yo creo que es muy difícil tratar de imaginar lo que va a captar la atención y la emoción del lector, por muy lectores -o conocedores de lectores- que seamos, porque tendríamos que remitirnos a un lector “medio” o “común”. Y esto me parece una obscenidad propia de toda generalización. Quiero decir, los autores y los editores nos podemos comer la cabeza todo lo que queramos con estructuras varias y originales para tratar de establecer una supuesta filosofía para un libro. Pero luego resulta que lo que capta el lector es otra cosa que ni se nos había pasado por la imaginación, y en muchas ocasiones el lector (como haces tú mismo al analizar a Lago más abajo, por ejemplo) ve lo que el autor no había visto o previsto.

La verdad es que no había oído hablar de la psicobiografía, pero si esto que dices (“las obsesiones mentales no se transfiguran en reacciones conscientes, ni en intenciones, sino que buscan extraños caminos para aparecer”) tiene que ver con esas ideas, pensamientos o planteamientos que nos surgen en la cabeza sin que sepamos muy bien de dónde vienen (lecturas, vivencias olvidadas en apariencia, imágenes entremezcladas,etc) y que creemos propios, me interesa mucho. Pero creo que esto está más relacionado con la metempsicosis, si acaso.

Un abrazo

Pablo Rodríguez Burón dijo...

estoy completamente de acuerdo con tu rechazo al sentido literario de una "generación" (lo del nombre de Nocilla ya me parece una broma, pero va en serio, por lo visto).
Y es cierto que habría que mirar la fecha de nacimiento de muchos de los que compondrían esa generación según sus promotores. Lo digo porque coincidí hace un año y medio (en el congreso de jóvenes escritores de Sevilla) con muchos de los autores a los que os quieren etiquetar como generacion (en vez de una sociedad parece que tengamos una máquina etiquetadora), y la verdad, allí había edades demasiado variopintas como para aunarlas. Pero en fin...
Y perdón por meterme en este tema "extra-post" :-)

Vicente Luis Mora dijo...

Leo, la verdad es que no sé qué tiene que ver la psicobiografía con la metempsicosis; la transmigración es algo esotérico; la psicobiografía es una técnica de análisis literario que tiene sus reglas y varias decenas de años de bibliografía a sus espaldas. No entiendo bien la asociación. Saludos.

Anónimo dijo...

Me han gustado mucho, por ejemplo, las dos últimas novelas de Antonio Soler: "El sueño del caimán" y "La noche", más ésta que aquélla. De Menéndez Salmón, "Derrumbe" (tras la segunda lectura; la primera me dejó algo frío, también por culpa de las expectativas que me habían despertado los elogios). Pero sobre todo, "Crematorio" (disculpe, no sé cómo se ponen las cursivas). Me parece que son novelas con un estilo muchísimo más cuidado que la de Eduardo Lago. En ninguna de ella se leen frases como la que cité antes.
No tengo formación crítica como para sacar el denominador común de todos estos libros. Es decir, no sabría definir mis gustos como lector. ¿Puede deducirse algo de las novelas que me gustan?
Y ya que estábamos con lo de la estructura narrativa: me gustó mucho "El vano ayer", y, en este caso, la historia del profesor de universidad sí me pareció a la altura del ejercicio metaliterario.
Ah, me lo pasé muy bien con las dos nocillas de Fernández Mallo, a quien conocí a través de este blog. También por esto le estoy agradecido.

Pablo Rodríguez Burón dijo...

no lo asociaba, sólo suponía, preguntaba de alguna manera. Veo que me equivoqué. Gracias por informarme de lo que es la psicobiografía. Es lo bueno que tiene esto de no saber nada, que uno aprende siempre.

Laura Conde dijo...

Madre mía, 'Ladrón de mapas' es malísimo. Parece Enid Blyton.
Llegué hasta la página 100, con esfuerzo, pero la frase "le abrió las puertas de su corazón de par en par" fue definitiva.
Y a mí sí se me ocurren por lo menos un par de buenas novelas españolas publicadas en los últimos años.

Vicente Luis Mora dijo...

Comparte con nosotros cuáles son esas novelas, Laura. Saludos.

Laura Conde dijo...

Bueno, por ejemplo 'Doctor Pasavento' es una novela estupenda.
Y 'Mil cretins', también de relatos, de Quim Monzó (no sé si se ha traducido ya al castellano). Es un libro de cuentos inteligente, mordaz y muy bonito, aunque tal vez no es de los mejores de su autor.
Pero 'Ladrón de mapas' me parece terrible, de hecho estuve bastantes páginas pensando que todo estaba narrado con algún tipo de ironía.