viernes, 27 de mayo de 2011

Nanoescritura


Hay nieve en las calles y plazas, sobre los monumentos y los techos, algo muy acorde con la época de Año Nuevo. Gustoso dejo a otros los árboles de Navidad y las golosinas. Los escritores son magníficos porque saben presenciar las alegrías de los demás sin pensar en seguido que hubieran debido participar en ellas. Una habitación caliente ya es mucho en invierno.

Robert Walser, La rosa

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Su presencia se ve recreada a cada instante por nuestras palabras. Se la alimenta, se la estimula, frase a frase, soplo o soplo. Su concepción del teatro no se tiene ya en pie. No están condenados a mirarnos, pero no se les da otra opción. Ustedes son el argumento. Ustedes son los actores. Ustedes son nuestros antagonistas. Se apunta hacia ustedes. Ustedes son nuestro blanco. Nos sirven de blanco. Es una metáfora. Ustedes son el blanco de nuestras metáforas.

Peter Handke, Insultos al público

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Ningún lugar me atrae particularmente. No sé qué voy a hacer ahora. Aguardo el rayo y la voz potente. Aún no estoy libre de todo lo que he escrito hasta el momento. El recuerdo no me seduce, y no veo objetivo alguno. A veces lamento que mi espíritu nunca se haya vestido a la inglesa. Ya llevo aquí veintidós años.

Elías Canetti, Hampstead

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Si fuera artista plástico dibujaría los Boeing 747 como grandes dedos, los grandes dedos con los que el dios de la historia decide regresar de su retiro para pulsar el botón de play y seguir así con la diversión. Nunca he visto a nadie poner esos ramos de flores que pueden verse a la orilla de la carretera señalando el lugar donde alguien perdió la vida en un accidente de tráfico. Después de comer me gusta saber que hay café hecho en la cafetera, aunque sea de hace un par de días. Siempre tomo el café solo. Nunca he usado mantequilla para practicar el sexo anal. He vivido en una casa por la que hace quinientos años paseaban los Reyes Católicos.

Javier Moreno, Alma

sábado, 21 de mayo de 2011

Cuatro (distintas) voces





Marta Agudo, 28010; Calambur, Madrid, 2011

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Frecuencias que sin rozarse construyen la veracidad de un mapa

Marta Agudo

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28010 es un código postal de Madrid. No les descubro nada si comento que un código postal hace referencia a una demarcación geográfica, el lugar donde una ciudad (o un mito, pues Madrid es para algunos –entre ellos para mí– un mito además de una urbe) deja de ser abstracta para convertirse en algo concreto, cartografiable. Marta Agudo realiza una operación similar en este poemario, haciendo que algo abstracto (un nombre, Marta), se convierta en algo endiabladamente concreto mediante una operación de lenguaje. El propósito es, ni más ni menos, “volver a generar una sintaxis que no tenga filiaciones” (p. 46), una propuesta adánica que no cae en la ingenuidad de la pretensión de pureza original, sino en la desolación de la busca de un asidero existencial operativo, de un comienzo o recomienzo plausible.


“Wagner alzó las cejas. Él sostenía que no saber nombrar las cosas es no entender su esencia, y si algo le molestaban eran las cosas confusas”[1], dice un personaje de Ignacio Vidal-Folch cuya sensibilidad parece muy similar al “personaje” Marta que protagoniza 28010: “Me llamo Marta. Me llaman Marta. Fui bautizada en escenarios sin dueño hasta que mis ojos fueron, poco a poco, dilatándose en ficciones” (p. 13). Este comienzo, un poco a la manera del Call me Ismahel de Moby Dick, abre la puerta a lo que es una construcción total de subjetividad, una fascinante operación poética de articulación de un yo plausible a través de la lengua, de la lengua poética en este caso. Reminiscencias rimbaudianas tratadas con ironía (poemas “de vocales” donde no hay correspondencia entre la letra elegida y su supuesto continente); consideraciones platónicas (cratilianas, para ser precisos) sobre la relación entre las cosas y sus nombres; apelación a un nuevo eje de coordenadas vital (fonética, sintaxis, geografía, secuencia) que sucede al habitual de norte, sur, este y oeste: todos los citados son recursos utilizados por Agudo para generar ficcionalmente un mapa subjetivo, en el que “Marta”, como el distrito 28010, abandona su inconsistencia para devenir sustancia, sujeto, emoción. Es decir: no estamos ante una técnica autoficcional, ante una autoficción poética, sino ante una refundación identitaria.


Agudo se sirve de dos elementos que conoce teóricamente muy bien: el fragmento y el poema en prosa, para utilizarlos en la dirección habermasiana, reconstituyente del proyecto incompleto de Modernidad. Veo este propósito moderno en el hecho de que la autora se cuida mucho de permitir la entrada a la entropía posmoderna: Agudo sujeta de modo férreo el poemario a 4 partes de 11 textos cada una, lo que indica una matemática voluntad estructural, una determinación del proyecto de no perderse. Agudo le pone calles al discurso. Es ella la experta en este tema y no yo, pero me arriesgo a decir que su propósito ha sido utilizar la fragmentariedad no cómo fácil referencia al astillamiento subjetivo del yo contemporáneo, sino como método perseguidor de una unidad intelectual, construida more gramático, a través de una conceptualización lingüística. Me explico: lo mismo que da consistencia al sujeto, el deletreo crítico de su nombre (véase página 21), da consistencia al poemario: el fragmento es también un deletreo, es pronunciar la totalidad por partes.


Agudo ha creado, con un lenguaje eficaz, elaborado pero nunca hermético, un poemario de una complejidad psicológica y conceptual admirable, ambicioso pero accesible, gracias a su sencilla dificultad, a todos los públicos lectores de poesía, si es que hay más de uno.

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Pedro A. González Moreno, Anaqueles sin dueño; Hiperión, Madrid, 2011

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Este poemario de González Moreno se instala en una temática que tiene ya cierta, por no decir bastante, tradición, cual es la escritura sobre poetas suicidas[2], y sobre los topónimos conocidos de esta morbosa psicogeografía (aunque se cometa algún pequeño error, como Mirabau por Mirabeau, p. 29). González Moreno tiene habilidad para versificar y consigue puntualmente buenas imágenes, pero su poética depende excesivamente (a mi juicio, claro) de los epígrafes incluidos de los poetas a los que aborda o de la poética de los mismos. Así, la heterogénea voz poética de Anaqueles sin dueño se vuelve tenebrosa cuando habla sobre Trakl, simbólica con Celan, surrealista cuando habla de surrealismo, o despojada si visita a José Agustín Goytisolo. El autor demuestra buenas dotes de adaptación, pero a este crítico no le interesa tanto la capacidad ventrílocua de un poeta como, más bien, su capacidad para tener una voz única y singular. Una singularidad discursiva que no tiene que ser la misma en todos los poemarios pero que es lógico que, al menos, califique por completo cada uno de ellos. Anaqueles sin dueño está cuajado de ilustraciones y amplificaciones de tópicos culturales y de retóricas conocidas, mejor resuelta que en otros practicantes habituales de la glosa poética (de los cuales González Moreno se diferencia en que el texto previo no un pretexto, sino un punto de partida para llegar a otra costa). A su favor, hay que decir que tiene algunos poemas acertados y un buen tono medio que no defraudará a lectores de poesía metaliteraria de corte confesional, lectores que no escasean en nuestro país.


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Francisca Aguirre, Detrás de los espejos; Fundación Centro de Poesía José Hierro, Getafe, 2011.

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Poeta tardía, que publicó su primer libro en 1972, Aguirre pertenecería por edad a la llamada generación del 50, con la que comparte algunos temas y preocupaciones, si bien

la extraña coherencia de su lírica la ha mantenido en un espacio aparte y propio. Machadiana, reflexiva sin hermetismos y buscando –en ocasiones, quizá con demasiado ahínco– la sencillez de lectura, su poesía tiene tonos autobiográficos, que la han hecho muy popular entre lectores de una edad similar a la suya. Aunque no es el tipo de poesía que más me gusta, hay que reconocerle a Aguirre la capacidad de expresar y comunicar la meditatividad vital, y su compromiso con un modo humanístico y cercano de leer y contar el mundo. El Centro de Poesía José Hierro ha editado esa antología, gracias a la cual quienes no han leído a Aguirre pueden tener una buena introducción a su obra. Reproducimos un poema de su primer libro, Ítaca:

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EL EXTRAÑO

(Hay un extraño que visita mi hogar.

Viene a las mismas horas en que él solía venir.

Habla un parecido lenguaje, aunque con acento distinto.

No sé de dónde viene, cuánto tiempo piensa quedarse.

Me trata con afecto y a veces con ligero cansancio.

Le preocupan mis cosas —sabe mucho de mí—.

Pienso que debe ser amigo suyo,

pero sin duda es un amigo desleal:

presiento que lo odia.

A mí me asusta todo esto.

No sé cómo lo he de tratar,

cómo habré de decirle que no es ésta su casa.

No quisiera llegar a ofenderlo:

hay demasiado parecido en él con el otro, que amo.

Y cuando está callado hasta yo misma los confundo.

Estoy muy asustada:

tengo miedo a que se quede para siempre.

Porque si éste se queda

yo sé que nunca más volverá el otro.)

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Martín Rodríguez Gaona, Codex de los poderes y los encantos; Olifante, Zaragoza, 2010.

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No es necesario hacer un análisis de este libro porque la excelente introducción de Manuel Rico nos ahorra el trabajo. Sólo me gustaría valorar el cambio drástico que ha sufrido la poesía de Rodríguez Gaona (Lima, 1969), que ha pasado de las indagaciones posmodernas, ácidas pero aún optimistas, de sus libros anteriores (de los cuales he leído Efectos personales; Ediciones de Los Lunes, Lima, 1992, y Parque infantil; Pre-Textos, 2005) a la sombría meditatividad de este Codex de los poderes y los encantos. Libro que, sin embargo, tampoco renuncia a juegos de intertextualidad posmoderna: en cierto modo se presenta a sí mismo como una rescritura de las crónicas indianas del Inca Garcilaso y de Felipe Guamán Poma de Ayala, desde una postcolonialidad distanciada y crítica. Rodríguez Gaona emplaza su experiencia (o, como bien dice Rico, la de su yo poético) en el mismo lugar que los antiguos cronistas: una escritura situada en un continente que intenta explicar o explicarse el otro. Ni la España ni el Perú de entonces son los de hoy, parece decir amargamente el autor, pero el dolor es el mismo. Una escritura reflexiva y de corte autobiográfico, marcada por “la situación humana” (p. 19), que se enmarca, como sus libros anteriores pero de forma muy distinta, en un atractivo y singular espacio de la poesía actual en castellano:

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Seres y objetos están en movimiento, mezclándose

y cambiando,

apareciendo y desapareciendo, plegándose,

despegando. Las frases se funden, viajan

y se pierden unas en otras.

El amor es un intercambio de lenguas.

¿Quién busca quedarse inmóvil

si puede alcanzar los límites, tocar el horizonte,

su barco ebrio, explorar las líneas de la costa?

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[Relación del crítico con los autores: con Marta Agudo y Martín Rodríguez Gaona, cordial; con Francisca Aguirre y Pedro A. González Moreno, ninguna. Relación con las editoriales: ninguna con ninguna de ellas]


[1] Ignacio Vidal-Folch, La cabeza de plástico; Anagrama, Barcelona, 1999, p. 26.

[2] Tradición que tiene numerosos antecedentes, tanto en la poesía española, como en la extranjera: así, véase el poema de Brecht sobre el suicidio de Walter Benjamin, o también J. M. Caballero Bonald, “Dualismo”, en Manual de infractores, Seix Barral, 2005, p. 133; Olvido García Valdés, “Umbrío…”, en Caza nocturna (Ave del Paraíso, Madrid, 1997); Ramón Bascuñana, “Alejandra Pizarnik medita su suicidio”, en Impostura; Asociación de Escritores y Artistas Españoles, Madrid, 2006; Teresa Barbero, “Poemas a un suicida”, en Prisión de los espejos; Bartleby, Madrid, 2005, pp. 55ss; y Juan Gil Albert, “Nocturno”, en Poesía completa; Pre-Textos Valencia, 2004, p. 539. Véanse también el poema sobre Kostas Karyotakis de Julio César Jiménez en La sed adiestrada; Ayuntamiento de las Palmas de Gran Canaria, 2008; el poema a Gregory Corso de José Antonio Martínez Muñoz, en Traiciones; Ediciones Felices, Murcia, 2009, p. 45, así como mi poema “Fado para náufragos”, incluido en Nova (2003); véase también el número 3 de la revista Vacaciones en Polonia, titulado “Suicidios y literatura”, y el ensayo de Toni Montesinos, El gran impaciente. Suicidio literario y filosófico (March Editor, Barcelona, 2005).