domingo, 29 de noviembre de 2020

Confía en la gracia

 

Estos dos libros reúnen toda la poesía de Olvido García Valdés, según su propio parecer, puesto que dentro del animal la voz (Antología 1982-2012), editada por Miguel Ángel Lama y por mí, contiene la versión definitiva de lo que la autora considera su corpus esencial hasta su último libro.

Hasta ahora no había tenido la tranquilidad necesaria para leer Confía en la gracia (Tusquets, 2020), un libro que contiene aportes que me han sorprendido, pero que -como es natural en una poeta de trayectoria ya consolidada-, es fiel a unas coordenadas que Miguel Ángel y yo hemos tratado de delinear -y no es fácil, créannos-. Desde esa perspectiva, en Confía en la gracia encontramos poemas de tres líneas diferentes, pero características de la obra de Olvido:

 

1) El poema breve, de carácter perceptivo-intuitivo, donde dos o más elementos discursivos, correspondientes al menos uno de ellos a un entorno natural inmediato, se entretejen, aliviados de algunas conexiones sintácticas o estructurales, creando un continuo basado en la yuxtaposición.

 

2) El poema de supuesta contemplación directa, donde la voz elocutoria observa con detalle a una persona concreta (una camarera, un albañil que trabaja en una casa en construcción), pero cuya discursividad trasluce, en el fondo, otra serie de preocupaciones (teóricas, sociales, lingüísticas), que son activadas por la acción contemplada.

 

3) El poema largo (único o dividido en secciones, a veces en prosa), reflexivo, que supone la síntesis de alguna meditación de largo alcance de la autora, de corte filosófico (o filosófico-artístico, como el dedicado a Louise Bourgeois), y que son los más difíciles de entender a causa de todas sus numerosas complejidades internas.

 

En todo caso, espero que la larga introducción que hemos preparado Miguel Ángel y yo para dentro del animal la voz, donde abordamos con todo el rigor a nuestro alcance asuntos como "La voz", "Una lectura cognitiva. El yo y la conciencia", "Escribir a secas", "Género y cuerpo" o "Literatura y arte", pueda serviros de orientación en esta hermosísima selva sólo a medias oscura, que es la poesía de Olvido García Valdés.

 

 

 

 

 

domingo, 22 de noviembre de 2020

El pasado como material / el pasado como emoción fabricada

 



 

1. En su primer disco, Let love rule (1989), Lenny Kravitz utilizó técnicas de grabación de los años 70, para dar mayor autenticidad a la música. Quería que sonara real, sin interferencias electrónicas ni sampleados, para lo cual se encerró en un estudio de Hoboken (New Jersey) utilizando equipos antiguos, amplificadores de válvula de veinte años de antigüedad e instrumentos setenteros. El resultado fue notable:

 


Veinte años después, EMI lo reeditó con mucho material añadido y una remasterización. Aquí cuenta Kravitz, en una entrevista con Rolling Stone, cómo escribió la letra de “Let love rule” en una pared y un día, al entrar a la casa y verla, entendió que allí estaba todo: escribir en la pared, tocar como en los setenta.

 

2. Robert Coover, El príncipe encantado (Pálido Fuego, 2020). Aparecida como relato largo en The Evergreen Review en 2017, publicada como novela cort(ísim)a en 2018, The Enchanted Prince pertenece a la vez a dos líneas de trabajo de Coover: la reescritura de cuentos clásicos infantiles (a la que pertenecerían también Zarzarrosa, “The Frog Prince” o, desde otra perspectiva, la rabelesiana -según Anthony Burguess, nada menos- Pinnochio in Venice), y, como apuntó Edwin Turner cuando apareció El príncipe encantado, al  “horny postmodernism” de A Night at the Movie’s (1987). Las operaciones metarreferenciales de esta nouvelle de Coover son de tres tipos, entonces:

 


1) las de la obra respecto a sí misma,

2) los guiños a la situación del propio trabajo de Coover dentro de la narrativa de su tiempo, paralelo de las que el cineasta protagonista del libro sufre respecto a su arte, y

3) las capas de remakes sobre remakes (pantalla sobre pantalla) que describe El príncipe encantado. Resumir el libro es imposible, pese a su brevedad, así que ni lo intento, pero a los efectos de lo que aquí quiero decir sintetizo alguna cosa: un director en su declive artístico y vital recupera a su actriz fetiche y antigua amante para protagonizar un enfermizo remake de la película El príncipe encantado —siendo, claro está, tanto la “primera” película, como la misma novela de Coover, sendos remakes o adaptaciones también de la historia tradicional—. Pero lo mejor es que, hablando del hipotexto, el cuento popular “El príncipe encantado”… no hay historia original, es una historia de copias, adaptaciones, versiones y remakes que se remonta siglos atrás, según Belén García Abad:

 

[…] la obra de los hermanos Grimm recoge varias versiones de este tipo de narraciones, tales como "El rey sapo o Heinrich el Inflexible" (Grimm, 1984, págs. 143-148) o "El burrito" (ídem, págs. 160-165). E igualmente hallamos documentado este tema en la Antigüedad clásica. Apuleyo, en su novela El asno de oro, incluye un relato, "el cuento de Psique y Eros" (Apuleyo, 1985, págs. 128-172), que representa la versión culta de "El príncipe encantado" (Caro Baroja, J ., 1944). [artículo de Belén García Abad disponible aquí]

 

Seguramente Coover lo sabe —porque sabe mucho—, y en consecuencia encadena una capa de películas sobre películas, entre ellas alguna realizada por el director ensartando tomas abandonadas, otras veces reciclando material disperso de internet (Kenneth Goldsmith’s style), otras veces haciendo remakes diferentes de El príncipe encantado (la película imaginaria) con el mismo actor y actrices cada vez más jóvenes (007 o Mission Impossible’s style), y, sobre todo y al final, un metaremake meta-metaficcional que no quiero desvelar aquí al lector, pero que es una marca de clase (y marca de la casa) de Coover, haciendo reventar todos los niveles diegéticos y demostrando por qué una novela complejísima no tiene por qué ser extensa.

Uno de los aspectos más interesantes: para el director, el pasado es una forma de materia. Todas las películas ya hechas, propias e incluso ajenas, son materiales de acarreo para las películas por hacer. Toda escena, cualquier plano, son la semilla de una posible obra del mañana.

 

3. El Museo de historia de Ningbóo, de Wang Shu (Ningbóo, China, 2008).

El arquitecto Wang Shu recibió el Premio Pritzker de arquitectura por varias de sus obras, aunque una de las más relevantes es este museo. Según el texto de la exposición Architecture as Resistance. Wang Shu - Amateur Architecture (Palais des Beaux-Arts de Bruselas, 2009-2010), el trabajo del estudio que Shu y Lu Wenyu abrieron hace más de una década “se focalise également sur la réinterprétation de l’architecture traditionnelle locale par le recyclage", reciclaje que no hay que entender sólo en el sentido de reutilizar ideas, sino también de reciclar edificios o materiales antiguos. Éste es el caso del Museo, elaborado parcialmente con materiales realmente antiguos, pero que Shu entendía esenciales para materializar un auténtico museo de Historia.

 

 

Imagen tomada de WikiArquitectura_4

A juicio de Shu, las torres características de la arquitectura contemporánea destruyen el paisaje horizontal de las ciudades, ciegan y no son antropométricas. Su otra obsesión es la de incorporar la historia al edificio, como forma de absoluto respeto a la tradición. El resultado es antiguo y exquisitamente novedoso.

 

Imagen tomada de WikiArquitectura_4

 

La idea de la acumulación material y de apilado de estratos puede verse, de manera fractal, en el inteligente detalle de la agrupación de tejas situadas de canto dentro de los muros.

 

 

 

Imagen tomada de Diedrica Blog

 

No el pasado en el presente, sino el pasado-presente, con ánimo —arriesgado, pero qué seríamos sin riesgo— de lograr la intemporalidad.

 

4. Black Dynamite (2008), de Scott Sanders, se planteó como una parodia deliberada de las películas de blaxplotation de los años 70. Lejos del rescate de Tarantino en Jackie Brown (1997), donde se intentaba partir de Pam Grier —una de las heroínas del blaxplotation y de la época— para hacer un homenaje oblicuo y elegante, Black Dynamite es una inmensa broma, que utiliza el mismo ritmo, los mismos encuadres y el mismo tipo de celuloide que aquellas cintas. Algo así intentaba Tarantino en las escenas de entrenamiento de la protagonista de Kill Bill, pero en su caso había más homenaje a las películas de Bruce Lee que chanza o parodia. Sanders fue más allá; intentlo nada menos que hacer en 2008 la última película del género, a costa de la carga kitsch; la ironía la convierte en un producto hiperconsciente, posmoderno, donde la burla no es tanto sobre el género huésped como sobre la película misma:

 


 

5. Miquel Barceló presentó en 2002 en la Galería de Arte Moderno de Roma una amplia retrospectiva, entre cuyas piezas se contaban algunas cerámicas hechas con materiales de la época pompeyana, y, además, a imitación de las mismas. El artista declaró: “es un sitio magnífico, y lo mejor es que tengo a disposición los materiales que usaron los artistas de Pompeya hace dos mil años, la arcilla y los pigmentos antiguos, como el negro de manganeso”. Aquí el anacronismo es insalvable. Se produce algo que nace más muerto que la propia ciudad revisitada.

 

 

6. Andrea Alzati, Animal doméstico. Cáceres: Liliputienses, 2020, p. 53:

 

 


 


7. Gillian Wearing, Album (2003-2004). El reconocimiento crítico le llegó a la fotógrafa británica Gilliam Wearing cuando realizó una serie de instantáneas donde se proponía encontrarse a sí misma a través de fotografías antiguas, tanto suyas como del resto de su familia. Y, mediante máscaras de látex, se autorretrató caracterizada como ellos y como sus yoes antiguos.

 

 



Como explica Óscar Colorado Nates, “Gillian nos ha llevado de la mano por los rostros, etapas y apariencias de los Wearing, una auténtica congregación de arquetipos, dejando permanentemente abierta una narrativa en la que se trasfunden presente, pasado y futuro, interioridad y exterioridad.  Revela lo que Jeff Berryman califica de las ‘capas escondidas de la expresión humana’”

 

 



 

Rebeca Pardo recordaba en un artículo en Sans Soleil (nº4, 2012, p. 74-93) otro caso, tanto o más inquietante, el de la exposición El terreno familiar de Rafael Goldchain: http://v1.zonezero.com/exposiciones/fotografos/goldchain/indexsp.html

 

Otra forma de mirar estas imágenes es pensarlas dentro de la idea de “ruina auténtica” que para Huyssen constituye uno de los ejes de chirriado del Modernismo después de la posmodernidad (2010).

 

 

8. Sky Captain and the World of Tomorrow (2004), de Kerry Cornan, es el colmo del oxímoron; al “mundo del mañana” se llega mediante la revisitación estética de Metrópolis (1926), y por lo tanto a partir de un deliberado viaje al pasado. Es dudoso si el anacronismo buscado gira en torno al kitsch o más bien a la idea de una distopía clasicista; pero en cualquier caso la resurrección digital de Laurence Olivier en la película (similar a la que Natalie Cole perpetró con su padre, Nat King Cole, en Unforgettable), la dota de un ambiente espectral. Hay reciclaje, pero no vida, es pura nostalgia fabricada. Muy lejos de la hábil nostalgia recuperada de Adolfo Bioy Casares en La invención de Morel (1940), donde la técnica alarga la existencia sin cancelarla. No hay en Sky Captain un más allá del tiempo, sino un tiempo paralelo, inexistente, irreal, creado por la ficción del lenguaje cinematográfico pervirtiendo —sin ironía, con una helada convicción— las pautas de la lógica del rescate. Quizá eso explica cómo, a pesar de su calidad visual, pasó rápidamente al olvido:



El presente como forma de pasado impostado. Eso nos hace recordar a Eloy Fernández Porta cuando, hablando en términos generales, sentenciaba: “De este modo, el momento de la calidad cedía paso al momento nostálgico donde todas las producciones artísticas tenían su segunda ocasión” (€®O$. La superproducción de los afectos, Anagrama, 2010, p. 79).

 

Un caso muy diferente es el de La antena (Esteban Sapir, 2007), una original película argentina, cuyas recuperaciones estéticas no sólo hacen brindis a la fantasía, sino también al humor, a la crítica política, a la estética publicitaria y a la inteligencia narrativa:


La autoconciencia paródica del kitsch dificulta una crítica negativa, dejando la cuestión en las tranquilas aguas de las opciones personales del gusto, lo que no es poco.

 

11. Bruno Galindo, Remake. En la historia del cine hay numerosos casos de escenas copiadas o reconstruidas, plano por plano, de películas anteriores. A veces son puros casos de plagio, como el duelo de Por un puñado de dólares (1964), robada del Yojimbo (1961) de Mifune, o la escena del autobús original de Danko (1988), que termina literalmente incrustada en Tipo duro (2012). Otras veces son homenajes fallidos, como La asesina (Badham, 1993) respecto a La femme Nikita (1990) de Luc Besson, donde algunas escenas, como la de la escalera que sube descalza la asesina, está calcada en ritmo y detalles. Luego está el caso de Tarantino, más vinculado a la cinefilia obsesiva, que hay que examinar aparte.

 

En la novela de Bruno Galindo, Remake (Aristas Martínez, 2020), a la que nos hemos referido ya aquí para comentar otra de sus reconstrucciones, hay una línea del argumento ligada a la regrabación, plano por plano, de otra secuencia mítica: la de la escalera de Odessa, en El acorazado Potemkin (1925) de Sergei M. Eisenstein. Una escena que también tiene, por supuesto, su propia estela de homenajes cinematográficos y televisivos. En la novela de Galindo, que es también un ensayo sobre la idea de repetición entendida como “ritual, muerte y resurrección” (p. 42), y el simulacro como técnica para conseguirlo, un remake de la escena de Eisenstein escenificado por un misterioso grupo contestatario acaba, tras derivaciones delirantes de la trama, constituyendo la base de un proyecto fílmico para representar una “revolución nihilista” (p. 166) de la clase media. Es decir, estamos ante la historia de un cineasta acabado que intenta filmar su propio vacío creador, algo que la emparenta con El príncipe encantado de Coover —además de la recuperación en ambas novelas de la actriz/fetiche/examante, por parte del director—. Por las fechas de composición de las dos novelas creemos más en la poligénesis que en la influencia directa, aunque dejamos apuntados los parecidos.

Pero Remake es también una metarreflexión sobre la idea de remake, una de sus irisaciones más interesantes; reflexión autorreferencial que además se traslada, en un valiente gesto compositivo, a la propia estructura de la novela. El resultado es una estimable investigación sobre nuestra manía persecutoria del pasado como emoción recreada una y mil veces en el presente, más como escapatoria que como verdadera meditación metafísica.

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Coover escribe en El príncipe encantado: “El plan de los productores era recontar la historia colocando las escenas y entrevistas de las exprincesas siguiendo el orden de la trama del film original” (p. 19). Hay una especie de fascinación en el rescate, como si de verdad pudiéramos devolver la existencia a lo fallecido, en una pulsión quizá de imitación de lo divino. El artista, considerado como dios (una idea de reminiscencias románticas y tardorrománticas), que revisita su creación, o que cree salvar con su mano de oro la obra ajena, mediante su recuperación salvífica. En este caso no hay nostalgia (“la nostalgia era para él un anatema, un insulto”, El príncipe encantado, p. 26), sino la operación artística considerada como una intervención radical sobre el orden del tiempo.

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LOS CLONADORES

 

Ni dos caras iguales ni dos nubes

exactas. Ten por cierto que la naturaleza

jamás se fotocopia, sólo el hombre, con sus aires

metafísicos, siempre en sus trece. Con una manta

encima, en el arcén, hay alguien que eligió

el azar o el destino. Fue. Bien pudo

no haber sido: la nada nos precede, la nada

nos acecha. Los dioses nos descubren, a veces

nos encubren, la eternidad nos tienta, pero

es la repetición, en definitiva, lo que nos delata.

 

 


 

 

[Fermín Herrero, La sequedad, las nubes (2002), incluido en Alrededores. Valladolid: Fundación Jorge Guillén, 2019, p. 122].

 

 

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Distintas formas de proyectarse hacia el pasado. Pero casi nunca de lanzarse hacia el futuro. En algunas de las películas antes citadas se ronda siempre el kitsch, sea en la acepción tardorromántica de “velo rosado arrojado sobre lo real (…), mal estético supremo” (Milan Kundera, El telón. Ensayo en siete partes; Tusquets, 2005, p. 67), o en el sentido —anterior al de Kundera, pero acaso más moderno— de Gillo Dorfles. Escribía Dorfles en Nuevos ritos, nuevos mitos (Lumen, 1969) que el kitsch tiene dos dimensiones, una de mitificación y otra de fetichismo (a la que habría que sumar la histórica, estudiada con profundidad por Matei Calinescu). Creo que una obra de arte va mejor orientada cuando pone más énfasis en el mito que en el fetiche. Ése es el caso de Kravitz, cuya obsesión era cierto sonido y no la antigüedad de los instrumentos y equipos utilizados para conseguirlo. Sky Captain, en cambio, se deja llevar por el fetiche; la aparición virtual, posthumana, de Olivier, responde a un deseo de reactivación forzada, innecesaria, que parece sugerir: si Olivier viviera, le hubiera gustado formar parte del elenco. Lo dudo, la cinta deviene pura ruina inauténtica, en los términos de Huyssen, o un fallido neo-retro, como diría Fernández Porta. Incidir en el aspecto mitificador hubiera implicado dejar la efigie inmóvil de Olivier como icono —como el rostro del Big Brother en 1984—, o elegir a un buen actor actual y hacerle interpretar a Olivier, algo que no casaba en la lógica de la película, pero sí en la lógica del mito. Sky Captain se queda, por tanto, a medio camino.

Los regresos al pasado con reciclaje de elementos tienen más sentido cuando pretender crear una ironía con destellos de inteligencia crítica (La antena, Black Dynamite), o cuando se plantean como el medio instrumental de recuperar algo valioso perdido, o en peligro de extinción. Sólo en esos casos aportan algo al tiempo real, y dejan de ser una simple reverberación forzada del tiempo aniquilado.

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Al final, es una cuestión de entender el pasado como material (reciclable) o como emoción, como medio de expresar una nostalgia recuperada o, en el peor de los casos, como una nostalgia fabricada. Es decir: transformar el antiguo mainstream en nostalgia vendible, en mero producto, según explicábamos en las páginas finales de La huida de la imaginación (2019). En el caso de la nostalgia fabricada (pensemos en Super 8, 2011, de J. J. Abrams), la caída en el kitsch comercial es casi inevitable; en el caso de la nostalgia recuperada, el estropicio es probable, pero no seguro; y en los casos de uso del pasado como material, puede hacerse de una manera respetuosa y más o menos admirable (Proust, Shu, Tarantino), de forma malograda (como esas películas que elaboran homenajes inocuos, convertidos en citas aspiracionales o guiños condescendientes al lectoespectador), o puede tomarse como un inteligente tema o asunto a desarrollar, como hacen las vibrantes y sofisticadas novelas de Coover y Galindo.