domingo, 30 de octubre de 2011

Plop



Rafael Pinedo, Plop; Salto de Página, Madrid, 2011

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Llego al argentino Rafael Pinedo y su obra cuando tantos otros ya han llegado, pero da igual: lo importante es llegar a él, cuando sea posible. He leído de un tirón, sin respirar, Plop y Frío (Salto de Página, 2011), la primera recuperada por Salto de Página después de una edición cubana en 2003 y una argentina en 2004, y la segunda presentada al público por vez primera. Frío me ha parecido interesante, pero mucho menos que Plop, que tiene ya aires de clásico contemporáneo.

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Plop (2004) es una novela asombrosa, con la que Rafael Pinedo (fallecido tempranamente en 2006), unía dos tradiciones narrativas frecuentes en América Latina: la novela de dictadores, que popularizase el boom, y la distopía política. Su tono despojado, su potencia expresiva y la fría y notarial crueldad con que describe la maldad ínsita al ser humano la convierten en una obra terrible y compacta, hermosa en su dureza, llamada a superar el paso del tiempo. Edmundo Paz Soldán ha escrito sobre esta prosa, con acierto, que

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Una de las tantas virtudes de Pinedo es haber encontrado un estilo que está perfectamente de acuerdo con la historia: una novela sobre la indigencia escrita con una prosa económica, de frases cortas, de párrafos de dos líneas, de capítulos como fogonazos. El lenguaje, sugiere Pinedo tanto en el tema como en la forma de Plop, es un bien que no debería despilfarrarse, aunque, en el caso de este escritor, uno hubiera querido más palabras, más historias, muchos más libros.[1]

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El propio Pinedo relacionó Plop con París, de Levrero; a Paz Soldán le recuerda más bien a Mad Max y a The Road de Cormac McCarthy; Elvira Navarro, en su prólogo a Frío, parangona las obras de Pinedo con Albert Camus y con Proyectos de pasado de Ana Blandiana. Nosotros, sin negar ninguno de esos posibles parentescos, haremos otra asociación.

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Recordemos otra fantástica novela postapocalíptica, La tierra permanece (1951), de George R. Stewart. A su término, el anciano protagonista se ve a sí mismo como el postrer residuo de la civilización: es ya el último hombre sobre la tierra capaz de leer, capaz de entender el funcionamiento de las máquinas, el único que atesora aún ciertos conocimientos de la ciencia y las humanidades. A su alrededor, ya próximo el momento de la muerte, sólo puede contemplar nuevas generaciones de hombres caracterizados por su brutalidad y su primitivismo, auténticos salvajes, pero innegablemente aptos para sobrevivir en la realidad postsocial que la novela retrata: un nuevo mundo sin medicamentos, sin herramientas complejas, sin escritura ni electricidad. Pues bien, Plop parte de una situación similar, aunque habrían pasado bastantes decenas o puede que cientos de años, y el final de la sociedad conocida parece haber venido de un desastre nuclear, y no de un virus letal, como en el relato narrado por Stewart. El paisaje del mundo donde nace Plop es pesadillesco y abominable: enormes extensiones de barro radioactivo, basura y restos metálicos, poblados apenas por ratas, insectos y algunos gatos, que constituyen la única fuente de alimentación de los humanos supervivientes. Humanos crueles, terribles, pero cuyo atavismo parece ser la única garantía de supervivencia. Plop va enriqueciendo su vertiente distópica con la crítica política cuando describe el modo en que Plop, el chico que recibió ese nombre por el sonido que hizo al caer en el fango, comienza a escalar puestos en la simple e hiperjerarquizada escala social, construida por la ley del más fuerte. La creación literaria de esta colectividad hobbesiana y la aguda descripción simbólica del nacimiento del terror dictatorial son los puntos álgidos de una novela que no tiene puntos débiles, que parece haberse construido a base de hierro, sufrimiento y cuchillo, como sus protagonistas; un relato amargo que no tiene fisuras porque las fisuras son grietas por las que cabe una hoja afilada de metal y ni Plop ni sus secuaces pueden permitirse la debilidad. Ellos son animales humanos, agresivos y crueles por instinto, caracterizados por un elemento que también tiene su vertiente intelectual y política en nuestros días: son individuos a los que ha abandonado la razón. No la razón en su sentido de cordura mental, sino en el de pensamiento racional. Los personajes de Plop han olvidado la causa de que nazcan los niños, el origen de las enfermedades, la medicina, la lógica deductiva, y malviven amparados en el fatalismo, en la abominación del día siguiente, en la aceptación acrítica del dato. Ni siquiera cabe la superstición (dejando aparte la aparición anecdótica de un lábil Mesías), porque la superstición implicaría la existencia posible de otra realidad, de otras dimensiones. Para los habitantes del asentamiento no hay otra metafísica que la del siguiente cuerpo que van a devorar, o penetrar, o ambas cosas. Plop es un libro desesperanzado, sobrecogedor, doloroso como una flor azul en un basurero. Plop es horrible y necesaria. Plop es una pesadilla intolerable, porque nos retrata como especie con una precisión devastadora, hermosa, gélida.

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[Relación con el autor y la editorial: ninguna]


[1] E. Paz Soldán, “Rafael Pinedo después del fin”, La Tercera, 15/07/2011, accesible en http://www.elboomeran.com/blog-post/117/11042/edmundo-paz-soldan/rafael-pinedo-despues-del-fin/.

domingo, 16 de octubre de 2011

Melancolías intelectuales


Jordi Gracia, El intelectual melancólico. Un panfleto; Anagrama, Barcelona, 2011.

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No es habitual para mí coincidir con las opiniones de Jordi Gracia, con quien tengo continuas (si bien cordiales) disensiones, tanto públicas como privadas, respecto a cuestiones de historiografía literaria, canon, nombres y valías, estética y un larguísimo etcétera. Pero no tengo más remedio que reconocer que podría suscribir El intelectual melancólico en más de un 90% de su brevísimo contenido, por el exacto diagnóstico que realiza de un mal extendido en nuestra cultura actual, el de la melancolía narcisa. Resumiendo a trazo grueso el retrato de Gracia, el intelectual melancólico retratado en este ensayo es una figura bastante reconocible: escritor o profesor universitario, mayoritariamente varón, de más de 50 años de edad (aunque puede ser más joven), portador de un narcisismo herido que critica todo lo posterior a él; un catastrofista que defiende en negros artículos que la civilización ya no es lo que era, que diagnostica con impostada gravedad una carencia de fuste humanista en cualquier proyecto literario o artístico ulterior, que ya sólo “relee clásicos”, que trata con dureza o con patética condescendencia a los jóvenes, que ve cómo sus libros acumulan polvo en las estanterías mientras que los de otros comienzan a ser adquiridos y comentados, que ve en las nuevas tecnologías el fin de la raza humana y que, en general, disfraza su propia invisibilidad como si fuera un error de los tiempos, tan equivocados y malditos que son incapaces de reconocer el talento forjado a la antigua. Un grandilocuente dinosaurio que contempla la realidad desde un risco nublado, como el conocido óleo de Friedrich que Gracia cita en el ensayo y que hemos incluido más arriba.

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La cuestión es que si le hubiésemos preguntado a muchos narradores jóvenes ejemplos de esta actitud intelectual catastrofista, reacia a reconocer en los descendientes rastros de valor, no sería difícil que uno de los nombres que hubiesen surgido de profesores universitarios melancólicos y con dificultades para valorar lo nuevo fuera el mismo Jordi Gracia, que solo o en compañía de otros ha ignorado en su trabajo crítico narrativas de distinto signo a las de su preferencia, sobre todo en dos direcciones: las de tipo experimental y las de corte social, como las de Gopegui o Isaac Rosa, para preferir escrituras de superventas más que discutibles (y no me refiero a Cercas, por supuesto, sino a otros autores a quienes prefiero no mentar siquiera para no darles inmerecida publicidad). En algún momento del ensayo (p. 12) llega el autor a reconocer que ha advertido en sí mismo alguna vez síntomas preocupantes de melancolía intelectual. Pero a esta declaración de Gracia, planteada quizá como captatio benevolentiae, deben puntualizarse dos cosas: la primera, que algunos de los autores denostados por el ensayista son de su misma edad e incluso mayores (Gracia nació en 1965; Gopegui, en 1963), con lo que el crítico y profesor no atiza a los jóvenes, sino a escritores de su quinta, en la mayoría de los casos. La segunda, que la publicación de este ensayo desmonta por completo el argumento, y nos sitúa en otro escenario: la resistencia de Gracia a ciertas narrativas (entre ellas, la mía), se debe a un respetable criterio propio, y no a la pertenencia a un colectivo disperso de resentidos que él conoce bien y al que critica a fondo.

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Gracia entra a degüello en el retrato de este intelectual decadente, lleno de acedía, superado por las circunstancias y renuente tanto a la actualización referencial como a la renovación de sus mimbres teóricos, y desarma su figura sin visos de piedad ni complacencia, analizando su modus operandi en varias facetas: intelectual, ideológica, cultural, social, estamental, etc. Como es lógico, una andanada panfletaria de este calibre exime a Gracia de cualquier sospecha y le configura como un extraneus en un mundo, el de la filología universitaria (¿…barcelonesa?) que se cuenta, con las pertinentes excepciones, entre los más antediluvianos y desfasados de la cultura española actual, donde tales anacronías son más frecuentes de lo debido. Por supuesto, habría y habrá muchas cosas que seguirle discutiendo a Gracia, sobre todo algunos errores graves, así como ciertas minusvaloraciones, extrañas ausencias e imperdonables presencias cometidos en Derrota y restitución de la modernidad (tomo 7 de la Historia de la Literatura Española publicada por Crítica este mismo año, escrito junto a Domingo Ródenas de Moya), y lo haremos en su momento; pero firmemos por un día la pipa de la paz, actuemos con honestidad y recomendemos como creo se debe El intelectual melancólico, que entiendo puede ser del agrado de los lectores de este blog.

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[Relación con Jordi Gracia: it’s complicated. Relación con la editorial: ninguna]

sábado, 8 de octubre de 2011

Dos novedades: Gascón y Baudelaire

Daniel Gascón, La vida cotidiana; Alfabia, Barcelona, 2011.

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El tercer libro de relatos de Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) se presenta como una sucesión de historias de corte autoficcional, enlazadas por algunos personajes que le dan continuidad. Ordenadas de un modo diferente al presentado en el volumen, compondrían una especie de novela autoficcional de formación, una Autobildungsroman (disculpen), en que un chico zaragozano aprovecha sus conocimientos de idiomas para salir a Francia a formarse, impartir clases, profundizar en las experiencias vitales y comenzar su carrera literaria. El planteamiento es original, aunque nos hubiera gustado una concepción algo menos estrecha del realismo literario: “yo era un escritor realista: solo me masturbaba pensando en mujeres con las que había follado, y cuando escribía decía siempre la verdad” (p. 27). La declaración es tan extrema que no puede descartarse la ironía en ella, pero tanto el tono general de los relatos como alguna declaración concreta (“me pareció que Alberto no demostraba mucho interés por el mundo real”, p. 60) parecen constatar que el aserto es consciente y deliberado. Un realismo que se propone captar la “verdad” es, por supuesto, un realismo ingenuo y naif, como ya expusimos en Singularidades, teniendo en cuenta que los físicos teóricos de todo el mundo son incapaces de ponerse de acuerdo en la ordenación última de la materia que compone lo que entendemos por “real” (por no hablar de problemas estéticos y filosóficos de representación). Pero teniendo presente que no es tanto un error de Gascón como un mal endémico de buena parte de la literatura española, preferimos centrarnos en lo que el libro tiene de positivo, y es que el autor tiene unas claras dotes para narrar. Conjuga un estilo rápido y directo, casi siempre seco y despojado de retórica, con un hábil olfato para detectar cuál, de entre los hilos de una historia, es el más apropiado para mostrar los móviles o deseos ocultos de quienes la protagonizan. Creo que ahí, en la distancia entre lo realmente deseado y lo expuesto como excusa, entre lo oculto y lo explicitado por sus caracteres, yace la dimensión expresiva en la que el autor alcanza mayor penetración psicológica y donde el libro adquiere mayor relieve. Las tramas narradas en La vida cotidiana son un poco insustanciales, demasiado confinadas en las tramas postadolescentes del personaje principal, sus ligoteos y sus afanes, pero cabe esperar que cuando Gascón abandone el tono autoficcional y se lance a la narración de personajes ambiciosos nos encontremos ante un escritor muy a tener en cuenta.

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Charles Baudelaire, La Fanfarlo; Backlist, Barcelona, 2011; traducción de Alejandrina Falcón y prólogo de Carmen Camero Pérez

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La pregunta lógica es: si este libro no estuviera firmado por Baudelaire, ¿lo habríamos leído? ¿No pertenecería más bien a ese variopinto grupo de nouvelles galas de ambiente fin de siècle (aunque se publicase en 1847) que sólo leen los profesores de literatura francesa y Luis Alberto de Cuenca? Puede que sí, pero el hecho es que La Fanfarlo es una novela de juventud de Baudelaire, publicada con veinticinco años de edad bajo el seudónimo de Charles Defayis. Sólo por este hecho, por suponer la edición de las primeras letras de uno de los escritores llamados a definir el gusto de la alta modernidad europea, merece la pena detenerse en ella y rastrear las huellas de lo que vendrá después. Enmarcada en la tradición francesa de la novela contada (cf. p. 39), entreverada con rastros de la literatura oral (hace poco comentaba algo parecido Juan Goytisolo en un soberbio artículo sobre Jacques le fataliste de Diderot), La Fanfarlo cuenta una extraña historia, mezcla de Nana y El condenado por desconfiado, en unos términos que algunos historiadores han querido ver autobiográficos. Nadie espere una obra de arte a la altura de Les fleurs du mal, pero déjense llevar por esta prosa joven y algo naif, bien recreada por la traducción de Alejandrina Falcón, que nos deja ya ver algunos rasgos del genio cínico de su creador: “entre los viajantes de comercio, los industriales errantes, los promotores de negocios y comandita y los poetas absorbentes hay una sola diferencia: aquella que existe entre la propaganda y la prédica; el vicio de estos últimos es absolutamente desinteresado”.

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[Relación con las editoriales y autores reseñados: ninguna]