lunes, 8 de diciembre de 2014

Fragmentos de apocalipsis



“Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, Fredric Jameson.

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Juan Carlos Márquez, Los últimos; Salto de Página, Madrid, 2014.

Tras el libro de cuentos hilados Tangram (2011) y el experimento narrativo-fotográfico Lobos que reclaman la noche (2012), el narrador Juan Carlos Márquez continúa su camino en las distancias menos cortas con una nouvelle contenida y enmarcable en el género de la ciencia-ficción, un género que hace décadas que dejó de ser un subgénero para devenir una posibilidad estética más, muy apreciada por las últimas hornadas de narradores. Con ciertas reminiscencias, a mi juicio, del Plop de Rafael Pinedo (el tema postapocalíptico, el tono duro y nihilista, la fragmentación constructiva, la precisión cortante), Márquez presenta un relato distópico dividido en dos partes, una terrestre y otra marciana, muy bien escrito y trabado. Frente a la sequedad estilística de Pinedo, Márquez ofrece un tono algo más retórico, con un estilo puesto exquisitamente al servicio de la trama, sin obliterarla y realzando sus contornos con algunos destellos líricos. Otra diferencia con el escritor argentino sería el fuerte humanismo de fondo –volcado sobre todo en el omnipresente tema de la paternidad–, frente a la brutal deshumanización de los personajes de Pinedo, enmarcados en unas coordenadas sociopolíticas de las que huye Márquez. Se advierte algún pequeño error (la distancia de la Tierra a Marte no son “50.000 millones de kilómetros” –p. 102–, sino diez veces menos, 55 millones aproximadamente), que no afecta a la trama.

La historia de Los últimos se desarrolla en un in crescendo pavoroso resuelto con soltura, donde nada sobra y todo está al servicio del sentido, salvo un par de sueños que sirven al autor para darle contexto onírico al deseo y a la culpa (algo muy habitual en la narrativa española última, por cierto). El final abierto nos deja ante una vuelta de tuerca que puede ser vista, como diría José Ángel Valente, a modo de esperanza.

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“Esto no es una historia. Es una profecía”
[Gonzalo Torrente Ballester, Fragmentos de apocalipsis; Destino, Barcelona, 1982, p. 83.]

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A lo largo de los últimos años he ido apuntando en mis ensayos o reseñando en mi blog libros recientes que abordan el tema postapocalíptico o que son definibles como distópicos. Los han escrito autores franceses (Jean-Claude Rufin, Houellebecq), alemanes (Julie Zeh, El método), neozelandeses (Bernard Beckett, Génesis), británicos (Never let me go, 2005, de Kazio Ishiguro), estadounidenses (Jonatham Lethem, Dave Eggers, Ken Kalfus, George Saunders, Cormac McCarthy), y no pocos escritores hispánicos: Mike Wilson, Zombi; Ariel Dorfman, Terapia; Javier Fernández, Cero absoluto; Doménico Chiappe, Entrevista a Mailer Daemon; César Aira, Marcelo Cohen, Eloy Tizón, J. P. Zooey, Cristian Crusat, Rafael Pinedo, Gabriel Peveroni, Pablo Manzano, Juan Francisco Ferré, David Monteagudo, Robert-Juan Cantavella, Juan Jacinto Muñoz Rengel, Pedro Mairal, Germán Sierra, Paolo Bacigalupi, David Miklos (No tendrás rostro, 2013), Jorge Carrión (Los muertos, 2009, Los huérfanos, 2014), María Perezagua (“Homo coitus ocularis”, relato incluido en Leche, 2013), Anna Kazumi Stahl (Catástrofes naturales), Manuel Darriba (El bosque es grande y profundo, 2013), el citado Juan Carlos Márquez (Los últimos), Manuel Moyano (El imperio de Yegorov), los autores incluidos en la antología Mañana todavía. Doce distopías para el siglo XXI (Fantascy Libros, 2014), editada por Ricard Ruiz Garzón y, por último, Mario Martín Gijón, en su novela Un día en la vida del inmortal Mathieu (2013), de la que hablaremos a continuación.

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La novela de Mario Martín Gijón imagina un día bloomiano del futuro próximo a 2072, con estructura narrativa de “tiempo reducido”, en el que un psicólogo intenta comprender un catastrófico atentado acaecido el día anterior y calmar la angustia de sus pacientes producida por el ataque. Un día en la vida del inmortal Mathieu (Ediciones Irreverentes, Madrid, 2013) recrea un mundo regido por el liderazgo de China, en el que la insostenible situación socioeconómica global ha obligado a la prohibición de la natalidad. A modo de compensación por la imposibilidad genésica, los seres humanos alcanzan la condición de inmortales gracias al elevado desarrollo de la tecnología, que permite la gradual sustitución de las partes del cuerpo por prótesis biónicas (un tema, siempre lo recordamos, ya magistralmente desarrollado en 1952 en la novela Limbo de Bernard Wolfe). Pese a las buenas intenciones de Martín Gijón, lamento decir que su prosa narrativa no está a la altura de su poesía, y si hace algún tiempo alabábamos su excelente poemario Rendicción (2013), no podemos hacer lo mismo con esta novela, lastrada por algunas decisiones desafortunadas: el uso de la técnica del manuscrito encontrado o editado, que por manido debe ser utilizado con algo más de malicia; la sensación de que su estilo narrativo, siendo bueno, es menos singular y trabajado que su estilo poético; algún momento de inoportuno melodramatismo (p. 54); la planitud de casi todos los personajes; detalles chocantes como que un psicólogo francés cite de continuo a Unamuno y Cernuda; y, más en general, la sensación de que el libro se ha escrito no tanto para calibrar las posibilidades de la inteligencia artificial o de la cibernética o para columbrar las sociedades resultantes de su aplicación generalizada, sino para ajustar algunas cuentas con nuestra actualidad. Es cierto que toda distopía es, en cierto modo, una proyección de la sociedad del tiempo en que se escribe y una crítica de la misma –por eso es un género esencialmente político–, pero su éxito como proyecto narrativo pasa por dotar de verosimilitud narrativa y ambiental al mundo futuro imaginado, algo que Un día en la vida del inmortal Mathieu no llega a conseguir, entregándonos sólo algunas estampas de ese porvenir que no terminan de formar una imagen coherente y reconocible. Por ese motivo, algunas de las reflexiones más poderosas y plásticas aparecen cuando el protagonista rememora los primeros años del siglo XXI (entre otras, véanse pp. 71-72), es decir, nuestro presente, y critica algunos fenómenos hoy en marcha. Como valores de la novela destacaríamos la voz en primera persona de Mathieu, causante de muchos males que intenta justificar(se), así como la indudable imaginación de Martín Gijón y el hábil modo en que los problemas humanos seculares, el “miedo primigenio” (p. 158) y las cuestiones de identidad son capaces de sortear los cables y las prótesis hasta dejar a los personajes desnudos ante sí mismos.


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“Convivimos con el Apocalipsis. Hace ya mucho tiempo que esa idea nos acompaña. Ha ido variando, se ha ido transformando a lo largo del tiempo, siendo primero una sombra, luego una posibilidad tangible y después una realidad evidente. Mientras existió la posibilidad tangible, era imposible ver en las películas imágenes de la destrucción real. Pero en cuanto cayó el Muro de Berlín la gente empezó a atreverse a manejar la idea de. Supongo que estábamos más que preparados, me dijo Víctor. No sólo somos la generación que más ha pensado en el Apocalipsis, somos la generación que más lo tiene presente, la generación que más lo necesita para pensar en sí misma. Un la idea del Apocalipsis, del fin del mundo, parece ser el último resto del que disponemos para seguir creyendo en algo parecido a la identidad. Sólo hay que fijarse en la cantidad de novelas y de películas que han ido apareciendo desde los años 90 en las que estallan bombas atómicas, algo impensable 10 años atrás, o se destruye la tierra, poniendo a los seres humanos al borde de la extinción. Bombas atómicas por un lado, extraterrestres por otro, asteroides gigantescos o fenómenos naturales tipo cambio climático. ¿No te has parado a pensar en ello?, Me preguntó. ¿Cuál es el hueco que intentamos llenar con semejante dosis de destrucción? ¿Qué clase de culpa tenemos que expiar para que nos veamos en la necesidad de un de imaginar la extinción de la raza humana y la destrucción de nuestro planeta una y otra vez? ¿Cómo es posible que coloquemos nuestra última esperanza de existencia como individuos en la idea de la destrucción del mundo conocido? ¿Por qué esa obsesión con hacer tabla rasa y empezar de nuevo?”
[Juan Trejo, La máquina del porvenir; Tusquets, Barcelona, 2014, p. 56.]


[Relación con Juan Carlos Márquez: no le conozco personalmente, somos contactos en Facebook. Relación con Mario Martín Gijón: cordial. Relación con las editoriales: ninguna].

miércoles, 3 de diciembre de 2014

La neuronovela de Doctorow y el yo enjaulado de Parreño




            Una de las versiones de la autoconciencia biológica del sujeto es la neurológica, esto es, la conciencia que un personaje literario tiene de sí mismo como sistema cerebral –lo cual, por supuesto, no es más que una licencia poética del autor del texto–. En Estados Unidos se ha denominado neuronovel a una tendencia narrativa en que las ciencias del cerebro están muy presentes en la narración. Así, Marco Roth ya apuntó en 2009 algunos nombres, como Ian McEwan o Jonathan Lethem, que trabajaban en esa línea[1] –a la que en España podríamos agregar algunos textos del escritor y neurobiólogo Germán Sierra–, y recientemente E. L. Doctorow ha publicado la ya citada Andrew’s Brain (Abacus, London, 2014), en la que vamos a detenernos por su importancia.

            Andrew es un personaje fascinante: es neurólogo y tiene numerosos problemas de todo tipo; aunque no es mala persona ni ha intentado jamás hacer daño voluntariamente a nadie, mató por error a su hija y ha herido a todas las personas que ha conocido. El hecho de que sea profesor universitario permite a Doctorow citar varias de las teorías neurocientíficas más recientes (Damasio, por ejemplo, es citado en alguna ocasión), y elaborar meritorias reflexiones sobre la consciencia humana y las consecuencias de los procesos cerebrales (si bien Andrew es intolerablemente reduccionista y piensa que las investigaciones acabarán por demostrar que el libre albedrío no existe[2]. Pero las metáforas científicas se ponen al servicio de la ficción; por ejemplo, en un momento concreto Andrew utiliza un viejo EEG para extraer imágenes gráficas del cerebro en la clase de ciencia. No por azar coloca los sensores a la alumna de la que está secretamente enamorado, Briony, para poder ver dentro de ella, mejor que lo que nunca podrían hacer sus compañeros de clase. Y los picos obtenidos por el detector cuando la chica contempla una escena circense le hacen deducir a Andrew que algunos gustos infantiles siguen presentes en ella[3], no por casualidad, pues Briony se dedica también al salto acrobático, en este caso al salto de trampolín (una emulación de esas capacidades realizada por Andrew, por cierto, dará una vuelta brutal a la trama). En algún lugar concreto, Doctorow hace expresar a la perfección lo que llamaríamos el loop recursivo de la conciencia en una cuestión que Andrew dirige a sus alumnos:

Hice esta pregunta: ¿cómo puedo pensar sobre mi cerebro cuando es mi cerebro el que está haciendo el pensamiento? ¿Acaso está este cerebro pretendiendo que soy yo pensando sobre él? Soy una consciencia misteriosamente generada, y no me reconforta saber que es una de miles de millones. Eso es lo que les dije y entonces recogí mis libros y salí de la habitación (posición de Kindle número 344)

            En otros momentos Andrew comenta el syllabus o programa de su asignatura, aludiendo a que los filósofos pragmáticos y existencialistas son los que mejor pueden ajustarse a una ciencia de la mente, al mantenerse al margen de cualquier “metaphysical bullshit” (pos. 600). Entiende que el alma no es más que uno de los fingimientos de los que es capaz la mente (pos. 936) y que la identidad es una suma o sucesión de esas ficciones identitarias (lo que habíamos apuntado en las conclusiones de nuestro La literatura egódica, 2013). Para Doctorow la neurociencia es el modo de lograr la introspección e incluso de llegar a una trascendencia inmanente, donde no sea necesario ningún esoterismo para preguntarse por el sentido de las cosas. En la apertura de su ensayo Cómo sentimos, el neurobiólogo Giovanni Frazzeto lo dice de forma muy clara: “la aventura de adentrarse en los secretos del cerebro humano daba paso a la reflexión profunda. Era como explorar un aspecto poco conocido de mí mismo, como descifrar un relato escrito en código acerca de la mente, relato a cuya escritura yo mismo contribuía con mis experimentos”[4]. El ensayo de Frazzeto, por cierto, es un valioso acercamiento al problema emocional y su traslación fenomenológica en sentimientos, algo por cierto de lo que es muy consciente Doctorow en su novela: “Is that congnitive science?”, pregunta el psiquiatra, y Andrew responde: “Not really. It’s more like suffering” (pos. 1555).

            Andrew’s Brain, en suma, entiende la identidad como algo polimórfico e hijo de la metamorfosis, más allá del desequilibrio de su protagonista, que le lleva a enhebrar ante un psiquiatra estatal una retahíla de recuerdos inconexos sólo para no hablar de lo que ocurrió (pos. 1045). Es una novela que pone en cuestión el yo; no el de su protagonista, que también, sino cualquier yo, la idea misma de yo. Y es aquí donde podemos engarzarla con Pornografía para insectos (2014), el último poemario de José María Parreño, un poeta menos conocido de lo que debiera y autor de algunos libros muy estimables como El libro de las sombras (1985). Aunque en la cubierta sólo aparece como título Pornografía para insectos, el poemario tiene una segunda rúbrica –y, con ella, una primera división interna observable–: El desvividor.  El desvividor sería el supuesto resultado de su imposibilidad para escribir el primero, según se confiesa en la introducción. Lucha, pues, entre dos poemarios, uno querido y otro obtenido, como consecuencia de otra lucha íntima, la de desvivirse, la de “aniquilar el yo”[5], aunque “mi yo no consiente en morir de ninguna manera” (p. 12).

            Pornografía para insectos es el retrato parcial de esa lucha sin cuartel entre una parte del yo que busca la desaparición y la otra que se resiste (“soy su mitad o más. / Pero no tengo nombre”, p. 20), aunque sea bajo la forma de la figuración o simulación de la identidad: “hay orquídeas que se hacen pasar / por hembras de abeja” (p. 13, recordando las formas avatáricas de sí que crea la araña Cyclosa Mulmeinensis, de la que hemos hablado en otro lugar[6]). Dos yoes antagónicos incapaces de convivir y que sólo buscan prevalecer uno sobre el otro: “hago el cuchillo // para que / una parte de mí / mate a la otra” (p. 51). No hay dos identidades, sino más bien un no-yo que se propone, sin demasiada suerte, matar al poderoso yo central que atenaza a la subjetividad y le impide desaparecer. “Es una especie de celda, la mente del cerebro. Tenemos esos misteriosos cerebros de un kilo y cuarto de peso y ellos nos encarcelan” había escrito Doctorow en su novela (“It’s a kind of jail, the brain’s mind. We’ve got these mysterious three-pound brains and they jail us”; Andrew’s Brain, pos. 1025/1679). Ese yo enjaulado impide al yo elocutorio que utiliza Parreño disolverse en la nada y llevarse el dolor de vivir y el dolor de contemplar las injusticias, pues a su particular modo Pornografía para insectos es un poemario de honda carga social, con múltiples capas de lectura, todas sabias y elocuentes. Quizá como rescoldo de esperanza o como trascendente alternativa, aparece al final un extraño dualismo cartesiano que abre las puertas al “alma” y otras formas de perduración. A nosotros nos parecen más interesantes las primeras, las desustanciadas: “Ya nunca más / diré yo: / diré aquí” (p. 52). Quizá el espíritu no tenga suficiente con eso, pero los lectores de poesía sí.



[Relación con los autores: ninguna. Con las editoriales: ninguna con Abacus, Pre-Textos es mi editorial de poesía]



[1] Marco Roth, “Rise of the Neuronovel. A specter is haunting the contemporary novel”, n + 1, 14/09/2009, https://nplusonemag.com/issue-8/essays/the-rise-of-the-neuronovel/.
[2] E. L. Doctorow, Andrew’s Brain; Abacus, London, 2014, edición para Kindle, posición 334/1679.
[3] E. L. Doctorow, Andrew’s Brain, ibídem.
[4] Giovanni Frazzeto, Cómo sentimos. Sobre lo que la neurociencia puede y no puede decirnos acerca de nuestras emociones; Anagrama, Barcelona, 2014, p. 9.
[5] J. M. Parreño, Pornografía para insectos; Pre-Textos, Valencia, 2014, p. 11.
[6] V. L. Mora, “Sujeto a réplica: el estatuto narrativo del sujeto palimpsesto y formas literarias de identidad digital”, en Jesús Montoya Juárez y Ángel Esteban (eds.), Imágenes de la tecnología y la globalización en las últimas narrativas hispánicas; Iberoamericana Vervuert, Madrid, 2013.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Novedades en edición alternativa


Antonio Luis Ginés, Aprendiz; Isla de Siltolá, Sevilla, 2014.

“Uno escribe sobre lo que ve. / Por eso no quería aquella habitación / con vistas a la rotonda, / donde el tráfico, fluido e incesante, / nos llevaba a escribir / sobre gente que pasa, sobre coches / que no dejan rastro. Prefería vistas / a la sierra pero no pudimos elegir”, se lee en “Rotonda”, uno de los últimos poemas de Aprendiz. Sin embargo, no deberíamos dejarnos engañar por la cita, porque en realidad Antonio Luis Ginés suele escribir sobre lo que no se ve o, con mayor propiedad, sobre aquello que ya no es visible, sobre lo invisible que permanece dejando su rastro en las cosas, las personas o la memoria. Valle-Inclán decía en un artículo de 1908 que “Para ser perpetuada por el arte no es la verdad aquello que un momento está en la vista sino lo que perdura en el recuento”, y creo que esta frase, como aquella pintura de Tàpies que representa una cama de la que alguien se acaba de levantar, pero cuyo durmiente no vemos, resumen bien el espíritu de la poesía de Ginés. Si en sus primeros libros se notaba el desajuste existencial (“la vida no te espera. Arranca”, se leía en Cuando duermen los vecinos, 1995) y la mirada solipsista (Rutas exteriores, Animales perdidos), los últimos poemarios, Celador y Aprendiz, parecen indicar un giro en su trayectoria que apunta a la observación de la exterioridad: de la experiencia en un hospital, en el caso de Celador (un poemario durísimo, con momentos que recuerdan al Diario de una enfermera de Isla Correyero), y la experiencia familiar, tanto de los ascendientes como de la descendiente, en Aprendiz. La poesía de Ginés tiene la particularidad de ser figurativa y fantasmática al mismo tiempo, capaz de unir el sentido propio de las cosas con el simbólico de una forma sólo en apariencia sencilla. Las capas interpretativas van creciendo con el poemario y acaban construyendo un mundo paralelo de reverberaciones y resonancias que podríamos definir como senequista, que consistiría en la asunción serena y tranquila de la poca importancia de las cosas que hiciera célebre el filósofo cordobés Séneca. Las casas se van llenando y vaciando, las personas van entrando y saliendo, “pero la casa, las figuras, / tienen su propia versión de las cosas. / No parecen contar con nuestro asombro / para cambiar de vida” (p. 44). Un libro con caídas y en el que no todos los poemas tienen la misma tensión, pero que recoge un buen puñado de piezas necesarias y firmes.


Pilar Fraile Amador, Los nuevos pobladores; Traspiés, Granada, 2014.

La metáfora del “fantasma en la máquina” de Gilbert Ryle, una explicación filosófica sobre el pensamiento cartesiano que, increíblemente, ha triunfado en la cultura popular (véase la serie de manga japonés Ghost in the Machine o el álbum homónimo del grupo Police) puede ser una vía de acercamiento a Los nuevos pobladores, el primer libro de relatos de Pilar Fraile. En la mayoría de ellos, utilizando la imagen que Ryle toma del dualismo de Descartes, son descritas personas que continúan realizando mecánicamente sus actividades habituales aunque haya desaparecido el espíritu que las animaba. Es decir, los personajes de los cuentos de Fraile son (o han sido) brutalmente deshumanizados, y su pérdida de humanidad no se debe al hecho de haberse vuelto animales, ni vegetales (ni minerales), sino a que han devenido máquinas biológicas autosustentadas, incapaces de contener su propio movimiento. Esto se advierte con claridad en relatos de título simbólico como “Fe”, “Valor” y “Educación”. En este último levanta Fraile una interesante metáfora sobre un hombre al que se le van cayendo dedos de las manos: en ningún momento se plantea el protagonista qué le sucede, ni intenta remediarlo; sólo se acostumbra, por “educación”, a la nueva circunstancia e intenta que su rendimiento laboral no se vea perjudicado por ella. En “Compañeros”, un relato que recuerda a Super-Toys Last All Summer Long (1969) de Brian Aldiss o al episodio “I’ll be right back” de Black Mirror, el autómata es más humano que su dueña.

Aunque el conjunto es irregular, y algunas piezas son previsibles o sobrantes, relatos como el citado “Educación”, “Razones” y, sobre todo, “Fin del mundo”, apuntan a una dirección de escritura desasosegante, incisiva y con voz propia que merece seguimiento.



Daniel Arjona, La venganza de la realidad; Capitán Swing, Barcelona, 2014.

Quienes estén interesados en tener acceso a un vivaz resumen de las últimas tendencias científicas en unas pocas páginas entregadas, que no confunden la pasión con la falta de rigor, disfrutará con el pequeño ensayo del periodista Daniel Arjona La venganza de la realidad. Arjona describe de forma accesible y precisa a un tiempo los fenómenos científicos más relevantes y su evolución histórica, centrándose en lo que denomina las tres fronteras: la de la cosmología, la de la biología evolutiva combinada con la genética y la de la neurociencia. Ideas y teorías de notable complejidad están entreveradas a la perfección en una síntesis que no las simplifica. Este recorrido, incluso para los lectores familiarizados con las teorías y científicos citados por Arjona, es placentero por otra de sus virtudes: está muy bien escrito, una habilidad que, por desgracia, no suele abundar entre los divulgadores científicos, más preocupados por la “claridad” que por la transmisión, que es otra cosa y que puede hacerse con un estilo digno, como Arjona lo hace.

Entre los reparos que pueden ponerse al ensayo, el primero sería su puntual dogmatismo combatiente (algo que quizá puede permitirse un científico, pero no un divulgador), como cuando dice en la introducción que el libro va a combatir los subjetivismos mediante la ciencia, para acabar reconociendo en la página 15 “el subjetivismo” como uno de los problemas esenciales de la física cuántica[1]. El otro punto discutible es la confusión entre la filosofía y la parte más constructivista y posmoderna de la misma, como revela alguna extraña mención: “lejos quedan los tiempos en que los filósofos creyeron poder echar mano de sus últimos petardos para defender una maltre­cha barricada ante la ciencia. Sokal señaló la desnuda impos­tura del emperador” (p. 8). En realidad, Sokal mostró las vergüenzas de cierto pensamiento postestructuralista, pero no de la “filosofía” como rama del conocimiento que incita al conocimiento de lo real y a su estudio sistémico, sin renunciar jamás a la ciencia, sino (per)siguiéndola muy de cerca. Así, recordando con Rorty que la filosofía analítica ha pasado por una fase cientista y otra “anti-cientista”[2], podríamos citar Los lógicos de Jesús Mosterín, las reflexiones sobre el lenguaje a partir de la gramática generativa chomskiana de todos los filósofos analíticos (tendencia dominante en la actualidad), o los sesudos comentarios sobre neurociencia a partir de Damasio que Zizek incluye en su poco leído Visión de paralaje, uno de sus libros más “serios” y aprovechables, o las teorías neurocientíficas que Vicente Serrano recoge en La herida de Spinoza. No olvidemos que cuando el filósofo Víctor Gómez Pin incluye en su ensayo Filosofía. Interrogaciones que a todos conciernen “un catálogo relativo a qué ha de saber un filósofo”, nos encontramos con que “tal saber incluye necesariamente aspectos relativos a genética, lingüística, mecánica clásica, mecánica cuántica, Teoría de la Relatividad, teoría matemática de Conjuntos, topología algebraica, teoría físico-matemática del campo, teorías ondulatorias de la luz y del sonido, momentos de la historia de la teoría musical, historia conceptual del arte… y un no muy largo etcétera”[3]. Ese catálogo parece bastante alejado de una alergia a la ciencia; más bien parece tomarla como punto de partida para la cogitación. Arjona, en su opúsculo, parece sostener en todo momento de una preeminencia de lo científico, postura cuyas discutibles bases epistemológicas no vamos a discutir, porque significaría hacer un recorrido lleno de citas de Feyerabend, Frege, Peirce, Quine y Popper, entre otros, que me aburre simplemente al pensarlo. Yendo al grano, y obliterando por hoy la aridez de la filosofía de la ciencia (que para Quine era toda la filosofía que precisamos), preferiría postular que filosofía y ciencia no compiten, sino que –cuando bien entendidas– aspiran ambas a darnos una imagen y una explicación –no mera descripción– de la realidad (la ciencia) y un horizonte de sentido y de indagación a partir de lo real (la filosofía). Plantear su coexistencia como una “competición” es tan absurdo como hacer competir a las patatas y a la gastronomía. Sin patatas no hay gastronomía, de acuerdo, lo saben todos los cocineros y todos los filósofos (con la posible excepción de Bruno Latour, que quizá diría que la idea de patata es una construcción social), pero lo interesante es qué puede crear la gastronomía con las patatas, que a solas serán muy reales y exactas pero no hay quien se las coma sin cocinar. Estoy más de acuerdo con Pinker, referencia intelectual destacada de Arjona, cuando decía en The Blank Slate (2002) que es absurdo inferir consecuencias éticas de las evidencias científicas desde la propia ciencia[4], desplazando estas cuestiones a las humanidades (y la Ética es una materia esencialmente filosófica). Respondiendo a la pregunta de H. G. Gadamer en Verdad y método, “si aquello que antes era filosofía tiene todavía un lugar en el conjunto de la vida del presente”, creo que los inapelables descubrimientos científicos sí que dejan hueco para la filosofía, precisamente para reflexionar sobre sus límites y alcance ético.

En cualquier caso, sea preeminente o no la ciencia, es innegable de su papel central y básico en nuestros días y de su creciente dominio del imaginario contemporáneo (incluso del artístico). Por esta razón, y si aún no se han puesto al día, el opúsculo de Arjona es, con sus arrojos y cerrojos, un práctico medio de hacerlo.



Kostas Vrachnos, Encima del subsuelo; Point de Lunettes, Sevilla, 2014.

No voy a decir nada sobre este poemario porque sería inútil añadir una sola palabra más al excelente prólogo de Alberto Santamaría, quien comenta la poesía de Kostas Vrachnos (Kalamata, Grecia, 1975) en su justa medida. Me limito a recomendarlo por agavillar varios poemas sustanciosos, entre los cuales rescato éste, buen botón de muestra de que la de Vrachnos no es una poesía destinada a dejar indiferente al lector:


FAMILIA DE CUATRO MIEMBROS

El padre se arregla la corbata antes del cementerio.
La madre se arregla el pelo antes del cementerio.
La hija se arregla la falda antes del cementerio.
La gata bosteza y se rasca su cabeza vacía.
El hijo les espera desde temprano en el cementerio.

El padre pone en marcha el coche rumbo al cementerio.
La madre a su lado callada rumbo al cementerio.
La hija atrás callada rumbo al cementerio.
La gata más o menos lo mismo que antes, sin cambios.
El hijo se arregla la corbata en el ataúd.




[Relación con A. L. Ginés: muy cordial; con Fraile y Vrachnos, ninguna; con D. Arjona, combates epistemológicos constantes en Facebook, dentro de la cordialidad] [Relación con las cuatro editoriales: ninguna]


[1] Sobre la compleja cuestión de la observación en la física cuántica, véase David Eagleman, Incógnito. Las vidas secretas del cerebro; Anagrama, Barcelona, 2013, p. 265.
[2] Richard Rorty, “El ser al que puede entenderse, es lenguaje”, Filosofía y futuro; Gedisa, Barcelona, 2002, p. 122.
[3] Víctor Gómez Pin incluye en su ensayo Filosofía. Interrogaciones que a todos conciernen; Espasa Calpe, Madrid, 2008, p. 29.
[4] Cf. Steven Pinker, La tabla rasa; Paidós, Barcelona, 2003, p. 174.

viernes, 10 de octubre de 2014

La disolución callejera -Poe, Woolf, Noll-



[Para Luis Rodríguez, que me forzó a leer a Noll]     

Pero, como era usual, él andaba de acá para allá.
Edgar Allan Poe[1]

-Me encanta pasear por Londres –dijo la señora Dalloway.
Virginia Woolf[2]

Anduve entre la multitud.
João Gilberto Noll[3]

Es bastante curioso que The Man of the Crowd (1840), de Edgar Allan Poe, Mrs. Dalloway (1925), de Virginia Woolf y Lord (2004), de João Gilberto Noll, sitúen en Londres la acción narrativa. Es extraño porque el geográfico es sólo uno de los aspectos que tienen en común. Las tres obras plantean, cada una a su modo, la disolución subjetiva en una ciudad, la dispersión identitaria en la urbe, y cruza por las tres –de diferentes formas– cierta idea de ilegibilidad. En su relato breve The Man of the Crowd (1840), Edgar Allan Poe presenta a un hombre que tiene una experiencia urbana diferente: tras leer detenidamente el tráfago humano desde el interior de un café, detecta a un hombre mayor que llama su atención, porque la expresión desesperada de su rostro era algo que no había visto nunca antes, y decide seguirle. Tras hacerlo durante toda la noche y todo el día siguiente, se da cuenta de que se limita a caminar entre la gente, esquivando las áreas despobladas, prefiriendo caminar por las más populosas y transitadas, disolviéndose en ellas. Miss Dalloway, la novela de Woolf en la que el tejido urbano tiene una función estructural o conectiva, cuenta las historias paralelas de dos personajes que transitan por Londres sin llegar a rozarse en ningún momento, ni tener noticia uno del otro. El Lord de Noll narra la disolución de un escritor brasileño llegado a Londres tras una extraña invitación, representándose su progresiva dispersión –mental y física– en la ciudad, en la cual centra sus esperanzas hasta no proponerse más objetivo que permanecer en ella, perdiendo su subjetividad y diluyéndose en otras personalidades. El innominado personaje de Noll, desde que llega a Londres, comienza a temer su borrado y a perseguirlo al mismo tiempo: compra un espejo para poder verse porque en su apartamento no hay ninguno, “pues necesito constatar que todavía soy yo mismo, que otro no tomó mi lugar” (p. 25), pero poco después sale a comprar maquillaje: “en aquella tienda de Piccadilly Circus y comprar lo que me transformaría, no digo en un joven, pero sí en un señor de apariencia ejemplar” (p. 29). Anagnórisis y extrañamiento simultáneos. Entra en la National Gallery y se maquilla en los baños, haciéndose consciente de que “había venido a Londres para ser varios” (p. 30); a partir de ahí la novela dibuja repetidos contornos de un personaje regido por la metamorfosis, que se somete a otras prácticas para destruir su personalidad reconocible y va evitando o tapando los espejos de Londres para no verse en ellos. Londres, recordemos, es la ciudad donde transcurre la nouvelle de Stevenson Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde (1886), un clásico de la literatura sobre la división de la personalidad. Es curioso que cuando hablé en La literatura egódica de los espejos en la literatura, uno de los ejemplos que puse también era londinense: “Según Rank, en Londres, en 1913, se juzgó a un hombre que había encerrado a su amante infiel durante ocho días en una habitación cubierta por entero de espejos: la joven no soportó el enfrentamiento a su mirada acosadora y enloqueció”[4]. Eso es justo lo que intenta evitar el protagonista de Lord, que cubre con sábanas todos los azogues que encuentra. En la escena final, con un gesto maestro, desvela Noll qué sucede cuando el personaje desempaña el espejo y se enfrenta finalmente la imagen reflejada.

En los tres textos la ciudad interrumpe los pensamientos de los personajes, confundiéndose con ellos, y marca el ritmo narrativo:


Yet, as we proceeded, the sounds of human life revived by sure degrees, and at length large bands of the most abandoned of a London populace were seen reeling to and fro. The spirits of the old man again flickered up, as a lamp which is near its death hour. Once more he strode onward with elastic tread. Suddenly a corner was turned, a blaze of light burst upon our sight, and we stood before one of the huge suburban temples of Intemperance—one of the palaces of the fiend, Gin. [E. A. Poe, “The Man of the Crowd”, op. cit., p. 36]



Hubiera preferido ser una de esas personas como Richard, que hacían las cosas por sí mismas, mientras que ella, pensó, esperando a cruzar, la mitad de las veces no hacía las cosas así, simplemente, por sí mismas; más bien para que la gente pensara esto o aquello, una perfecta idiotez, lo sabía (ahora el policía levantaba una mano), porque nunca nadie se creía el cuento ni por un instante. ¡Ay! ¡Si hubiese podido volver a vivir! Pensó, bajando de la acera, ¡si hubiese podido incluso tener otro físico! [Virginia Woolf, La señora Dalloway, op. cit., p. 157]



Ya habíamos caminado un poco y ahora nos mirábamos frente al Parlamente con mucha gente pasando alrededor. (…) No es de golpe, hombre: es que quedar como quedó, por un lado, o volver a América del Sur en el horizonte, por el otro, hace que no me reconozca más, que me transfigure, que salga de este cuerpo idiota de aquí, me vomite de asco, me vuelva otro. Él me miraba frente al Parlamento. Parecía que no me había visto nunca. [J. G. Noll, Lord, op. cit., pp. 92-93]

El vagar disociativo del personaje de Noll es muy similar al de Septimus Smith en la novela de Woolf; muy atento a la tradición británica, sobre todo a Samuel Beckett, quien a ratos parece resonar en el libro (“Me fui atravesando la calle, tenía maña, a estas horas siempre es bueno acordarse de que se es brasileño”, p. 95; “¿Qué hace usted ahí?, me preguntó. Estoy acostumbrado a esa pregunta, la comprendí en seguida”, Beckett, Molloy), es bastante posible que Noll haya tenido presente un libro canónico como Mrs Dalloway, que retrata también a un personaje masculino con problemas mentales dejándose mecer por el movimiento de las calles de Londres. Como en Mrs Dalloway, uno de los momentos climáticos es el suicidio de un personaje al lanzarse al vacío y, como en la novela de Woolf, es la ciudad –hasta la huida final– el elemento conector de toda la trama, al par que disolvente subjetivo.

Porque los personajes de estas prosas no tienen nada que ver ni con los paseantes de Robert Walser, ni con las derivas situacionistas, ni con el flâneur baudelairiano. No persiguen mirar la ciudad, sino hacerse invisibles en ella; no buscan ver, sino dejar de ser vistos.


Ilegibilidad

En este punto podríamos hacer una leve conexión asimismo a The Waste Land de Eliot, no sólo porque también se refiere a Londres, sino porque además es una referencia casi explícita de Mrs Dalloway[5]. No hace mucho leía la versión facsimilar del borrador del libro de Eliot, editada por Valerie Eliot, y descubría en ella un verso borrado por el poeta y que no aparece en la versión definitiva de La tierra baldía: “(London, your people is bound upon the wheel!)”[6]. La edición añade las anotaciones que hizo Ezra Pound al borrador coloreadas en rojo, y al margen del verso eliotiano escribe el autor de los Cantos: “vocative”, como apuntando que el vocativo del verso le resulta problemático. Quizá por esta anotación de su amigo decidiese Eliot suprimirlo de la versión final. La cuestión es que este verso extirpado de Eliot, “(Londres, ¡tu gente está atada a la rueda!”) parece ser una clara remembranza del King Lear de Shakespeare, donde leemos en el acto IV, última escena: “but I am bound upon a wheel of fire / that mine own tears do scald like molten lead” (traducido como “pero yo estoy atado en una rueda / de fuego, de manera que mis lágrimas / abrasan como plomo derretido”[7]), que es, a su vez, una referencia obvia a la Rueda de Fuego de la mitología griega, la rueda ardiente donde pagara Ixión su traición a Zeus, según la Metamorfosis ovidiana y los dramas homónimos de Esquilo y Eurípides (parece que hubo otro Ixión, de Sófocles, hoy perdido[8]). De modo que el verso borrado, ilegible, de Eliot, nos lleva a toda una mitología (y toda una iconografía) de dolores ardientes y de castigos divinos, asociados a una lectura negra, casi psicogeográfica, de la ciudad de Londres.




 Ixión lanzado al Hades, J. E. Delaunay, 1876.


Londres y la dificultad de lectura: el relato de Poe acerca del hombre de la multitud comienza con una mención a un libro alemán del cual fue dicho que no se deja leer (“er lässt sich nicht lessen”[9], cita en alemán en el original); esa mención se repesca al final del relato para equipararlo a un corazón humano, el del hombre de la multitud. El narrador de Poe entiende que hay algo oscuro y terrorífico, relacionado con el crimen, en el corazón de ese hombre errabundo, un secreto que nunca llegará a conocer por más que lo persiga a lo largo y ancho de la ciudad. Es decir, la verdadera identidad del hombre está encubierta por la ciudad; del mismo modo que Stillman, el paseante-mapa descrito por Auster en La ciudad de cristal (otro personaje que lleva a cabo derivas urbanas obcecadas), su errancia nos dice cosas pero nos oculta lo esencial. Vemos las letras de su texto pero no podemos desentrañar su contenido, es ilegible. En Mrs Dalloway la ilegibilidad vino determinada en su tiempo por su estructura perturbadora, por su simultaneísmo y la forma de dar voz a los dos personajes encarnando desde fuera los monólogos interiores, que son recreados sin cederles la palabra. El narrador casi omnisciente de Woolf nos permite acceder a una parte de sus mentes pero ellos, en realidad, la tienen ocupada por la ciudad, haciendo ilegibles al lector sus verdaderos sentimientos (quizá, ha apuntado María Lozano, porque su problema es precisamente no sentir).

En Lord, la ilegibilidad adopta dos variantes: la primera, la de un texto privado de las habituales marcas de lectura: el personaje no tiene nombre, la atmósfera semi-irracional impide la autoficción, no hay pausas narrativas, no hay sentido en las acciones narradas, sino un continuum difícil de asumir que el lector asume embelesado, hipnotizado por el ritmo narrativo y la cadencia metamórfica del personaje que se habla en primera persona (precisamente porque se habla a sí mismo y no a nosotros es por lo que no entendemos algunas referencias, que apelan a algo que él sabe y que nosotros desconocemos). La segunta variante de ilegibilidad es más, diríamos, metafísica: el personaje creado por João Gilberto Noll es el vivo retrato del hombre de la multitud de Poe: es viejo como él, se describe un callejeo de toda una noche de duración parejo al suyo, y asimismo tiene la ropa sucia y su expresión es desesperada o podemos imaginarla sin dificultad como tal, pues algunos viandantes se acercan para ayudarle. Como el hombre de la multitud de Poe, el protagonista de Lord sólo quiere ser masa urbana indistinguible. En algún momento confiesa: “era de ese material difuso de la multitud que yo construía mi nuevo rostro, una nueva memoria” (p. 37). Quizá no haya una relación deliberada con el relato de Poe, pero el hecho de que podamos establecerla sin forzar el sentido (la innegable posibilidad no de una “influencia”, sino de un obvio paralelismo), nos dice ya suficientes cosas, por ejemplo que ambas historias representan la disolución identitaria urbana, en lo urbano, a la perfección (como le sucede al Septimus de Mrs Dalloway). En las tres obras la ciudad y su multitud es parte de la identidad no sólo de la propia historia, sino de la propia psique de los personajes, a la que se incorpora como contenido. Y ese choque provoca un brutal encuentro, que deja a los personajes desguarnecidos, despersonalizados, en los límites de la razón, al borde del abismo, a punto de caer al Hades. Los tres personajes masculinos se disuelven en lo colectivo porque tienen algo que ocultar.

“El peor corazón del mundo”, remata Poe, “es un libro más grueso que el Hortulus Animae y quizá no es más que uno de los grandes dones de Dios que er lässt sich nich lessen[10], que no se deje leer, que no pueda ser leído.



[1] E. A. Poe, “The Man of the Crowd”, The Works of Edgar Allan Poe in Five Volumes; vol. V., The Electronic Classic Series, University of Pennsylvania, Philadelphia, 2011-2103, p. 37.
[2] Virginia Woolf, La señora Dalloway; Cátedra, Madrid, 2000, traducción de María Lozano, p. 153.
[3] João Gilberto Noll, Lord; Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2006, p. 27.
[4] V. L. Mora, La literatura egódica; Universidad de Valladolid, Valladolid, 2013, p. 92.
[5] Cf. la nota al pie de María Lorenzo en su edición de Mrs Dalloway, op. cit., p. 215.
[6] T. S. Eliot, The Waste Land. A Facsimile and Transcript of the Original Drafts; edited by Valerie Eliot, Faber and Faber Limited, London, 1971, p. 43.
[7] William Shakespeare, El rey Lear; DVD, 2001, versión de Enrique Moreno Castillo, p. 183.
[8] “Al parecer, también Sófocles escribió una obra sobre la traición de Ixión a Zeus (…), pero nada sabemos sobre su contenido”; Myriam Libran Moreno, “Zeus Tragodoumenos: apariciones de Zeus como personaje en la tragedia”, Cuadernos de filología clásica: estudios griegos e indoeuropeos, nº 11, 2001, [pp. 101-126], p. 112.
[9] E. A. Poe, op. cit., p. 37.
[10] E. A. Poe, op. cit., p. 39, traducción nuestra.
 
 
Adendas de 2023:
 
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"[...] me dejaré llevar hacia calles cuyo nombre ignoro, hacia edificios sin memoria, al menos para mí, hacia la ciudad anónima, si es que en Roma existe el anonimato. Hacia la disolución. [...] Por eso amo la ciudad: por su capacidad para la disolución. Uno puede dejar de sentirse atrapado en el individuo para disolverse en lo humano, con todos los matices, con todas sus consecuencias."; Rafael Argullol, Danza humana. Barcelona: Acantilado, 2023, págs. 119-120.
 
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