sábado, 30 de enero de 2016

La portentosa voz del rezagado





Gregor von Rezzori, La muerte de mi hermano Abel; Sexto Piso, Madrid, 2015.



Parte I. Por qué esta novela es grandiosa.

1

Un agente literario convoca a una reunión a un escritor y le pide que le resuma en tres frases la historia del libro que escribe. El escritor le dice que le responderá en breve, para acabar entregándole 800 páginas. Ese es el punto de partida de La muerte de mi hermano Abel. Todo lo que contiene es igual de desmesurado, y todo para bien.

Aristides Subicz, el protagonista y narrador, es un sociópata integral, cainita (de ahí el título de la novela), clasista y algo snob, cuya misantropía no es evidente para el lector por estar dulcificada mediante el uso de la primera persona narrativa, aunque a veces (véase p. 603 y pp. 666-67) queda patente que para Subicz todos los demás seres humanos -incluidas parejas, familia y amigos-, son meros instrumentos al servicio de su Libro en marcha o de su libido (o de ambos al mismo tiempo). Su memoria es un recuento de caídos en el camino por su culpa, sea psicológica o materialmente; Subicz siente cierto remordimiento (p. 588) a causa de sus actos, pero dentro de un caldo de cultivo culposo de la propia época, en cuyo interior se siente protegido -y aliviado-. El periplo biográfico de Subicz tiene puntos de contacto con el de Rezzori, pero no podemos hablar de autoficción, no sólo porque falte el elemento esencial y característico del género, la identidad de nombre entre personaje y autor[1], sino porque Rezzori parece haber hecho una especie de exorcismo del que habría podido ser -y de ahí el distanciamiento nominativo-. Subicz confiesa en cierto lugar: “el mundo es la evidencia de una figura que, sólo gracias a la ficción, no es directamente la persona del autor” (p. 405); eso rompe el pacto autobiográfico, en terminología de Lejeune, y refuerza el pacto novelesco (“practique patente de la non-identité […] attestation de fictivité[2]). En consecuencia, La muerte de mi hermano Abel sería eso que suele denominarse “novela con tintes autobiográficos” y su relación o falta de relación con la verdadera biografía del autor, algo indemostrable por lo menudo (véase la insinuación de la página 673), no tiene la menor importancia para valorarla como obra literaria. Su grandeza no depende, por fortuna, del parecido con la realidad, sino más bien de lo contrario, de su condición de portentoso artificio retórico.

2

Del tumor narrativo. En la página 152 Subicz nos da una pista de la estructura de la novela: una proliferación celular desordenada: “la story de mi libro (…) prolifera entre mis manos sin que yo intervenga en absoluto, actúa por su cuenta, se multiplica en una suerte de partenogénesis incontrolable. Cualquier cosa que narre, da lugar a otra narración”, una idea que repetirá en otros lugares (pp. 428 y 783) y que explica el libro como senderos narrativos que se bifurcan laberínticamente. Claudio Magris describió una vez las Memo­rias de un anti­semita de Rezzori como “un extra­or­di­nario autor­re­trato fic­ti­cio del tumor can­cerígeno”. La idea es clave porque La muerte de mi hermano Abel es (entre infinitas cosas) una reflexión sobre la forma, y muestra cómo la elección de una forma, la artística entre ellas, no es jamás una decisión gratuita, sino que responde a numerosas circunstancias culturales, ideológicas, históricas y políticas que hacen que una forma sea siempre y ante todo una idea, un contenido materializado o solidificado en un canal discursivo, creado en sintonía con sus principios rectores y con la psique del personaje que novela, en este caso un “yo dividido millones de veces que crece hasta convertirse en un monstruoso tumor canceroso que prolifera y debidamente a toda velocidad” (p. 783). Por eso hay tantas referencias a la forma a lo largo de la novela, que incluyen desde formas estéticas hasta políticas (p. 157) o históricas, hasta llegar en las páginas finales a una reflexión sobre la anti-forma (p. 742) de la propia obra.

Como el yo del protagonista está desintegrado, la estructura novelesca prolonga esa dispersión astillada. La fragmentación alcanza a lo personal (pp. 82 y 360), a lo perceptivo (p. 76), a lo social (“una amalgama de fragmentos a la deriva […] miseria testimonial de la antigua presencia humana en un territorio inundado”, p. 77) y a lo estructural (“lo que tiene que contarme […] es vida […] vivida por azar bajo una granizada de impresiones y reproducida luego de forma arbitraria, asaltos, desmenuzada fragmentos”, p. 215). El resultado es una novela fragmentaria, consciente y orgullosa de serlo (pp. 642), que se anuda a una larga tradición centroeuropea de grandes novelas reticulares con un ojo puesto en una idea de totalidad que, en realidad, no pretenden alcanzar. Como ya explicase Magris en un libro monumental sobre narrativa alemana, El anillo de Clarisse, si aquí el Todo a describir fuera la Mitteleuropa de finales del XIX y principios del XX, con sus numerosos cambios políticos y geográficos, es ese un Todo que ya no existe, una Ausencia geopolítica e identitaria al mismo tiempo (también perceptible en algunos libros de Canetti o en el Austerlitz de Sebald) que para Rezzori sigue doliendo como un miembro amputado.


3

Estratigrafía. Uno de los más constantes hilos conductores del libro es la voluntad de su narrador de recontarse a sí mismo, de construir la identidad no sólo a través de la memoria sino, y sobre todo, del relato a partir de esa memoria. Esto es palpable cuando Subicz dice sobre su madre: “no conozco cómo era realmente… y (…) tampoco me conozco me conozco a mí mismo ni sé cómo era yo; no hago sino reafirmar una hipótesis de mí mismo basada en una hipótesis de ella” (p. 211). Si en otras páginas había escrito “diacrónicamente” sobre las sucesivas fundaciones de su yo (“lo que yo busco en mi mitad vital perdida no es mi yo de entonces, sino lo que de él pudiera ponerme en contacto, de algún modo, con mi yo de hoy”, p. 34; “estoy, pero duplicado […] a veces como yo mismo, siendo niño […] y otras veces siendo mi yo de ahora”, p. 204), es en esa afirmación donde entendemos que no hay voluntad de recuerdo, sino de construcción. Es decir: Subicz no tiene solo una memoria, sino que el resultado final de lo que sea su memoria se conjuga, estratigráficamente, por los relatos sucesivos que ha ido contándose (o que ha escrito, como sus apuntes autobiográficos de la II Guerra Mundial), dándole la razón a Freud en su conocida carta a Wilhelm Fliess: “Tú sabes que trabajo con el supuesto de que nuestro mecanismo psíquico se ha generado por estratificación sucesiva, pues de tiempo en tiempo el material preexistente de huellas mnémicas experimenta un reordenamiento según nuevos nexos, una retrascripción. Lo esencialmente nuevo en mi teoría es, entonces, la tesis de que la memoria no preexiste de una manera simple, sino múltiple, está registrada en diversas variedades de signos”[3]. Rezzori, por su parte, habla de estratos en diversas ocasiones: “la historia ha de crecer estéticamente a partir de sí misma, ha de ir añadiendo un estrato tras otro” (p. 423); más adelante se describe “Narciso como arqueólogo, reflejándome a mí mismo en los trozos de cristal procedentes de distintos estratos de mi historia previa” (p. 486, véase también p. 677), pero especialmente aquí:



[imagen página 261]

En efecto, Subicz genera una multiplicación de retrascripciones de sí (“un yo que se realiza en la realización de la escritura”, p. 409), con las que va construyendo su identidad a la vez que deconstruye su novela. “Mi libro soy yo” (p. 564), dice, a la manera del rey Sol o de Flaubert. Que Rezzori usa el método estratigráfico (y probablemente en la estela freudiana) se ve perfectamente en las páginas 670-72, en las que el yo narrativo de 1968 de Subicz describe “objetivamente” a sus yoes de 1938 y 1944, contemplándolos “desde la misma distancia” (p. 671); o cuando en la citada página 204 confiesa: “estoy, pero duplicado (…) a veces como yo mismo siendo niño (…) Y otras veces siendo mi yo de ahora, en cierto modo desligado de mí mismo. Los contemplo a los dos: en ocasiones veo a aquél a través de éste, y otras contemplo a éste a través de aquél”. En La muerte de mi hermano Abel hay una correlación directa entre capas narrativas (carpetas “Pneuma”, “A” y “B”), capas psicológicas historizadas y capas subjetivas, esto es: yoes históricos o psíquicos que el personaje recuerda y define con facilidad: “Lo que yo busco en mi mitad vital perdida no es mi yo de entonces, sino lo que de él pudiera ponerme en contacto, de algún modo, con mi yo de hoy” (p. 34).



4

Mitificación.
el abismo de rostros del pasado en que se había precipitado un rostro tras otro, para sin embargo ser conservado allí eternamente, reflejado el rostro de la madre en el del niño, aunque éste no hubiese recibido la gracia de sus ojos claros, oh, cuando miró esta cadena de rostros, vio el último rostro, que aún debía agregarse y que ya se dibujaba
Hermann Broch, La muerte de Virgilio

En tales condiciones, la cadena de rostros de Subicz, su escritura de sí deviene fábula, leyenda o, mejor expresado, mito: “Ahora, aquí, de regreso al país donde estoy condenado a forjar mi propio mito, soy todavía otro, alguien nuevo, ese que hasta ahora no he sido: alguien que es un extranjero en todas partes, pero que sobre todo lo es en su propia casa” (p. 205). Esa mitificación es otra operación de extrañamiento respecto a la experiencia original, otra “mentira biográfica”, que se acumula a otras en un segundo proceso de estratificación.

El muy autoconsciente Rezzori sabe que puede, y debe, unir esas dos líneas en la voz de su personaje, poniendo a dialogar el yo mítico y el yo diacrónico: “ese YO es un hijo de otra época y pertenece más a ella que a mi yo de hoy… […] lo mismo sucederá mañana, cuando mi yo de ahora pertenecerá al eco de 1940 y con él se dispersará, se extinguirá, a menos que se desligue de mí y continúe viviendo como imagen y como mito” (p. 213). Subicz se ve a sí mismo escindido en razón de su libro, por culpa de la necesidad de terminarlo: “cuando empecé a creerle y dividí mi yo, ya despojado de una mitad de su vida, en otras dos mitades, una de las cuales –la del potencial autor de la gran novela de la época […]– haría en adelante todo lo posible por sepultar de modo sistemático la otra” (p. 284). La biografía se mitifica = lo autobiográfico se disuelve. La individualidad se escinde entre el narrador y el narrado, entre los cuales no hay un pacto autobiográfico, ni un pacto ambiguo autoficcional (Manuel Alberca, El pacto ambiguo) sino, pura y simplemente, un pacto de agresión sostenida en el tiempo, un proyecto vital que consiste en la autopsia de la vida anterior ejecutada con el escalpelo de la pluma.


5

Hago un aparte para mostrar admiración y un profundo agradecimiento al traductor, José Aníbal Campos, por levantar esta obra inmensa -me refiero a su traducción-, donde el idioma toca todos los registros, desde el vocabulario más plúmbeo al más vulgar y chocarrero, pasando por todos los palos, tonos, timbres, jergas y small talks imaginables, amén de recrear los juegos de palabras del original. Si hay un poco de justicia en nuestro sistema literario, esta obra debería competir con escasos rivales por el Premio Nacional de Traducción.

La edición de Sexto Piso es fabulosa, marca de la casa. Por poner un minúsculo reparo, hay una errata en francés; cuando se habla de los “saulauds” (p. 538) de Sartre, deberían ser los salauds (los canallas, los cabrones de La Nausée).


6

Matrioska. Como hemos ido apuntando, hay una profunda conexión entre la temporalidad de la obra, su estructura narrativa y el sujeto que la cuenta. Biografía y libro se confunden: “aún no sabía cómo debía ser este libro (…) Una novela, porque tenía como objeto todo un continente: el espacio de tiempo de una vida; y autobiográfica porque necesariamente tendría que ser el tiempo de vida del que la narraba”  (p. 405). Aristides se convierte en una matrioska subjetiva (p. 563), que deviene texto construido a la manera de una muñeca rusa: “un hombre que quiere escribir un libro sobre un hombre que, a su vez, quiere escribir un libro sobre un hombre que quiere escribir un libro…” (p. 564), lo propicia una estructura narrativa en abîme, definida así por Lucien Dällenbach: “es mise en abîme todo espejo interno en que se refleja el conjunto del relato por reduplicación simple, repetida o especiosa”[4]. Estamos ante un uso ejemplar del eje protagonista / estructura, donde ambos sufren del mismo mal (la fragmentación y la sensación de círculo vicioso), y psique y texto encuentran el mismo procedimiento constructivo, como también sucedía en Miss Dalloway de Virginia Woolf[5].


7.

Pasadizos:

“(…) su existencia podía equivaler a la fe en algunas estrellas que vemos ahora, a pesar de haber desaparecido hace miles de años”; Robert Musil, El hombre sin atributos; tomo 1, Seix Barral, Barcelona, 2002, p. 87.

“¿Quién sabe cuántas de aquellas estrellas estarían ya muertas entonces, mientras su luz temblorosa aún nos alcanzaba?”; Gregor von Rezzori, La muerte de mi hermano Abel; Sexto Piso, Madrid, 2015, p. 696.


8.

La capacidad de Rezzori para confrontar cualquier situación, explicar cualquier idea o dar fuste y espesor a toda vivencia imaginable es abrumadora. Le asiste un dominio soberbio de los recursos expresivos, que se ponen rendidamente a su servicio para conseguir el efecto buscado, por difícil que sea. Como se registra en el momento culminante de la novela, gracias a Rezzori “la realidad se vuelve más real” (p. 798), ya sea la realidad auténtica o la inventada, a la que otorga la mayor de las verosimilitudes. Los juicios realizados a los nazis tras el fin de la II Guerra Mundial, por ejemplo, que uno siempre veía en su mente a través de La indagación de Peter Weiss, ya sólo tienen la forma mental de las vibrantes y vívidas descripciones de Rezzori.

En consecuencia, La muerte de mi hermano Abel es grande, compleja, asombrosa, profunda, está escrita casi a la perfección. Tiene un final tan espléndido (sublime, podríamos decir) que sería un crimen parafrasearlo o resumirlo. Lo tiene todo para ser llamada obra maestra. Pero…



Parte II. Por qué esta novela no es una obra maestra.

Cuando empecé a leer La muerte de mi hermano Abel me pregunté, a las pocas páginas, por qué no suele aparecer en los recuentos de obras maestras del XX. A mí me estaba pareciendo afín a otras consideradas como tales antes de superar su primer cuarto, pero no hay que olvidar, como dice José Aníbal Campos en una entrevista, “el destino algo curioso y amargo de Rezzori como autor, un escritor grande, pero secreto, de culto, olvidado”. Pensando en posibles motivos, intenté situar esta novela entre sus contemporáneas. Pensé en qué narraciones se estaban publicando en alemán en los años 40 y 50 y, para situar bien la novela de Rezzori, fui a los créditos a buscar el dato exacto de la publicación. Y allí lo encontré. El motivo. Porque la fecha de publicación era el motivo. Aunque leyendo la novela de Rezzori uno tiene la impresión, tanto semántica como estilística (salvo escasas páginas), de estar leyendo una novela escrita en torno a 1948, la novela aparece ¡en 1976! El décalage debió ser brutal, y lo sigue siendo. La novela llegó treinta años tarde. No pudo dialogar con las obras de su tiempo natural, que ya eran consideradas clásicas cuando aparece la obra de Rezzori en las librerías como novedad; tampoco podía dialogar con las novelas de 1976 porque, comparada con ellas, su estilo (salvo algunas breves partes, que acusaban el empuje posmoderno, como las páginas 568-73, islotes extraños en un océano tardomoderno) y su tono eran bastante retro. Incluso en lo semántico: con la apuntada excepción de Sartre, aunque éste aparece citado como novelista, las referencias filosóficas citadas (cf. p. 622) son Nietzsche, Hegel y Ernst Mach, las mismas que utiliza Robert Musil cuarenta años antes para levantar El hombre sin atributos.

Hay que escribir contra la época de uno, de acuerdo, pero no con pólvora mojada de treinta años atrás. Se escribe contra el tiempo, lo dijo Blanchot, a través del libro por venir.

Intento decir que en 1976 Rezzori parecía un contemporáneo de Thomas Mann o del primer Canneti, mientras que en 1969 se había publicado Il castello dei destini incrociati; en 1973, Gravity’s Rainbow y Oficio de tinieblas, 5;  en 1974, Espèces d'espaces y en 1975 Korrektur de Bernhard y J R de Gaddis. Las novelas europeas y estadounidenses estaban cruzando otras dimensiones, se dedicaban a otros menesteres, pero Der Tod meines Bruders Abel de Rezzori parecía tener más que ver con Der Tod des Vergil (1945) de Broch, o incluso con Der Tod in Venedig (1912) de Mann, y no sólo por isofonía de los títulos. Su profuso tratamiento del sujeto es más similar al Stiller (1954) de Frisch que a la poesía coetánea de Ingeborg Bachmann. Algo sospechaba quizá el propio autor cuando al escribir: “Cuando a uno le atenaza la garganta del angustioso temor de llegar siempre con retraso a todo” (p. 278).

Lo cual no quita que la novela de Rezzori sea asombrosa, mayúscula, prodigiosa, capital. Pero una obra maestra es otra cosa, es aquella novela que conforma la literatura de su tiempo, que aniquila a casi todas las demás (ya sea en el momento de su aparición o al historizar después el período); aquella que crea la imagen de la novela en un determinado momento para las eras posteriores. Vgr., el Quijote vuelve anacrónicas todas las narraciones publicadas en su época, y Rimbaud hace antiguo a Tennyson, a pesar de morir con un año de diferencia.

La muerte de mi hermano Abel, como su cainita personaje central, está perdida en el tiempo, entre los tiempos (da saltos, como dice Campos en su nota final, entre lo moderno y lo posmoderno). Es consciente de los peligros de la anacronía artística (pp. 595-96), quizá porque los sufre. Su victoria es una derrota, y su derrota una victoria porque su anacronía genera una deliciosa intemporalidad, aunque sea un irreparable defecto (no para ser una enorme novela, que lo es, sino para ser una novela magistral, maestra). Estará siempre ahí, entre los novelones a leer en segundo lugar, obligatoria pero secundariamente. Dicho esto, su lectura es inexcusable, como la de todas aquellas grandes obras escritas en alemán de los años 40, 50 y 60 (Döblin, Böll, Frisch, Dürrenmatt, Hildesheimer) a cuyo espectro pertenece. Así que dejen de leer crónicas personales de baja intensidad y autoficciones del tres al cuarto y arremánguense para afrontar La muerte de mi hermano Abel, donde late la portentosa voz del rezagado. Lo agradecerán el resto de su vida.



[1] Requisito que es uno de los pocos elementos en los que los tratadistas de la autoficción se ponen de acuerdo; véase V. L. Mora, La literatua egódica; Universidad de Valladolid, 2013, pp. 131ss.
[2] Philippe Lejeune, “Le pacte autobiographique”, Poétique, nº 14, 1973, p. 138.
[3] Freud, citado en Byung-Chul Han, Psicopolítica; Herder, Barcelona, 2014, p. 101.
[4] L. Dällenbach, El relato especular; Visor Distribuciones, Madrid, 1991, p. 49.
[5] Algo así intentamos, salvas las inmensas distancias, en Construcción.