lunes, 8 de diciembre de 2014

Fragmentos de apocalipsis



“Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, Fredric Jameson.

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Juan Carlos Márquez, Los últimos; Salto de Página, Madrid, 2014.

Tras el libro de cuentos hilados Tangram (2011) y el experimento narrativo-fotográfico Lobos que reclaman la noche (2012), el narrador Juan Carlos Márquez continúa su camino en las distancias menos cortas con una nouvelle contenida y enmarcable en el género de la ciencia-ficción, un género que hace décadas que dejó de ser un subgénero para devenir una posibilidad estética más, muy apreciada por las últimas hornadas de narradores. Con ciertas reminiscencias, a mi juicio, del Plop de Rafael Pinedo (el tema postapocalíptico, el tono duro y nihilista, la fragmentación constructiva, la precisión cortante), Márquez presenta un relato distópico dividido en dos partes, una terrestre y otra marciana, muy bien escrito y trabado. Frente a la sequedad estilística de Pinedo, Márquez ofrece un tono algo más retórico, con un estilo puesto exquisitamente al servicio de la trama, sin obliterarla y realzando sus contornos con algunos destellos líricos. Otra diferencia con el escritor argentino sería el fuerte humanismo de fondo –volcado sobre todo en el omnipresente tema de la paternidad–, frente a la brutal deshumanización de los personajes de Pinedo, enmarcados en unas coordenadas sociopolíticas de las que huye Márquez. Se advierte algún pequeño error (la distancia de la Tierra a Marte no son “50.000 millones de kilómetros” –p. 102–, sino diez veces menos, 55 millones aproximadamente), que no afecta a la trama.

La historia de Los últimos se desarrolla en un in crescendo pavoroso resuelto con soltura, donde nada sobra y todo está al servicio del sentido, salvo un par de sueños que sirven al autor para darle contexto onírico al deseo y a la culpa (algo muy habitual en la narrativa española última, por cierto). El final abierto nos deja ante una vuelta de tuerca que puede ser vista, como diría José Ángel Valente, a modo de esperanza.

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“Esto no es una historia. Es una profecía”
[Gonzalo Torrente Ballester, Fragmentos de apocalipsis; Destino, Barcelona, 1982, p. 83.]

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A lo largo de los últimos años he ido apuntando en mis ensayos o reseñando en mi blog libros recientes que abordan el tema postapocalíptico o que son definibles como distópicos. Los han escrito autores franceses (Jean-Claude Rufin, Houellebecq), alemanes (Julie Zeh, El método), neozelandeses (Bernard Beckett, Génesis), británicos (Never let me go, 2005, de Kazio Ishiguro), estadounidenses (Jonatham Lethem, Dave Eggers, Ken Kalfus, George Saunders, Cormac McCarthy), y no pocos escritores hispánicos: Mike Wilson, Zombi; Ariel Dorfman, Terapia; Javier Fernández, Cero absoluto; Doménico Chiappe, Entrevista a Mailer Daemon; César Aira, Marcelo Cohen, Eloy Tizón, J. P. Zooey, Cristian Crusat, Rafael Pinedo, Gabriel Peveroni, Pablo Manzano, Juan Francisco Ferré, David Monteagudo, Robert-Juan Cantavella, Juan Jacinto Muñoz Rengel, Pedro Mairal, Germán Sierra, Paolo Bacigalupi, David Miklos (No tendrás rostro, 2013), Jorge Carrión (Los muertos, 2009, Los huérfanos, 2014), María Perezagua (“Homo coitus ocularis”, relato incluido en Leche, 2013), Anna Kazumi Stahl (Catástrofes naturales), Manuel Darriba (El bosque es grande y profundo, 2013), el citado Juan Carlos Márquez (Los últimos), Manuel Moyano (El imperio de Yegorov), los autores incluidos en la antología Mañana todavía. Doce distopías para el siglo XXI (Fantascy Libros, 2014), editada por Ricard Ruiz Garzón y, por último, Mario Martín Gijón, en su novela Un día en la vida del inmortal Mathieu (2013), de la que hablaremos a continuación.

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La novela de Mario Martín Gijón imagina un día bloomiano del futuro próximo a 2072, con estructura narrativa de “tiempo reducido”, en el que un psicólogo intenta comprender un catastrófico atentado acaecido el día anterior y calmar la angustia de sus pacientes producida por el ataque. Un día en la vida del inmortal Mathieu (Ediciones Irreverentes, Madrid, 2013) recrea un mundo regido por el liderazgo de China, en el que la insostenible situación socioeconómica global ha obligado a la prohibición de la natalidad. A modo de compensación por la imposibilidad genésica, los seres humanos alcanzan la condición de inmortales gracias al elevado desarrollo de la tecnología, que permite la gradual sustitución de las partes del cuerpo por prótesis biónicas (un tema, siempre lo recordamos, ya magistralmente desarrollado en 1952 en la novela Limbo de Bernard Wolfe). Pese a las buenas intenciones de Martín Gijón, lamento decir que su prosa narrativa no está a la altura de su poesía, y si hace algún tiempo alabábamos su excelente poemario Rendicción (2013), no podemos hacer lo mismo con esta novela, lastrada por algunas decisiones desafortunadas: el uso de la técnica del manuscrito encontrado o editado, que por manido debe ser utilizado con algo más de malicia; la sensación de que su estilo narrativo, siendo bueno, es menos singular y trabajado que su estilo poético; algún momento de inoportuno melodramatismo (p. 54); la planitud de casi todos los personajes; detalles chocantes como que un psicólogo francés cite de continuo a Unamuno y Cernuda; y, más en general, la sensación de que el libro se ha escrito no tanto para calibrar las posibilidades de la inteligencia artificial o de la cibernética o para columbrar las sociedades resultantes de su aplicación generalizada, sino para ajustar algunas cuentas con nuestra actualidad. Es cierto que toda distopía es, en cierto modo, una proyección de la sociedad del tiempo en que se escribe y una crítica de la misma –por eso es un género esencialmente político–, pero su éxito como proyecto narrativo pasa por dotar de verosimilitud narrativa y ambiental al mundo futuro imaginado, algo que Un día en la vida del inmortal Mathieu no llega a conseguir, entregándonos sólo algunas estampas de ese porvenir que no terminan de formar una imagen coherente y reconocible. Por ese motivo, algunas de las reflexiones más poderosas y plásticas aparecen cuando el protagonista rememora los primeros años del siglo XXI (entre otras, véanse pp. 71-72), es decir, nuestro presente, y critica algunos fenómenos hoy en marcha. Como valores de la novela destacaríamos la voz en primera persona de Mathieu, causante de muchos males que intenta justificar(se), así como la indudable imaginación de Martín Gijón y el hábil modo en que los problemas humanos seculares, el “miedo primigenio” (p. 158) y las cuestiones de identidad son capaces de sortear los cables y las prótesis hasta dejar a los personajes desnudos ante sí mismos.


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“Convivimos con el Apocalipsis. Hace ya mucho tiempo que esa idea nos acompaña. Ha ido variando, se ha ido transformando a lo largo del tiempo, siendo primero una sombra, luego una posibilidad tangible y después una realidad evidente. Mientras existió la posibilidad tangible, era imposible ver en las películas imágenes de la destrucción real. Pero en cuanto cayó el Muro de Berlín la gente empezó a atreverse a manejar la idea de. Supongo que estábamos más que preparados, me dijo Víctor. No sólo somos la generación que más ha pensado en el Apocalipsis, somos la generación que más lo tiene presente, la generación que más lo necesita para pensar en sí misma. Un la idea del Apocalipsis, del fin del mundo, parece ser el último resto del que disponemos para seguir creyendo en algo parecido a la identidad. Sólo hay que fijarse en la cantidad de novelas y de películas que han ido apareciendo desde los años 90 en las que estallan bombas atómicas, algo impensable 10 años atrás, o se destruye la tierra, poniendo a los seres humanos al borde de la extinción. Bombas atómicas por un lado, extraterrestres por otro, asteroides gigantescos o fenómenos naturales tipo cambio climático. ¿No te has parado a pensar en ello?, Me preguntó. ¿Cuál es el hueco que intentamos llenar con semejante dosis de destrucción? ¿Qué clase de culpa tenemos que expiar para que nos veamos en la necesidad de un de imaginar la extinción de la raza humana y la destrucción de nuestro planeta una y otra vez? ¿Cómo es posible que coloquemos nuestra última esperanza de existencia como individuos en la idea de la destrucción del mundo conocido? ¿Por qué esa obsesión con hacer tabla rasa y empezar de nuevo?”
[Juan Trejo, La máquina del porvenir; Tusquets, Barcelona, 2014, p. 56.]


[Relación con Juan Carlos Márquez: no le conozco personalmente, somos contactos en Facebook. Relación con Mario Martín Gijón: cordial. Relación con las editoriales: ninguna].

miércoles, 3 de diciembre de 2014

La neuronovela de Doctorow y el yo enjaulado de Parreño




            Una de las versiones de la autoconciencia biológica del sujeto es la neurológica, esto es, la conciencia que un personaje literario tiene de sí mismo como sistema cerebral –lo cual, por supuesto, no es más que una licencia poética del autor del texto–. En Estados Unidos se ha denominado neuronovel a una tendencia narrativa en que las ciencias del cerebro están muy presentes en la narración. Así, Marco Roth ya apuntó en 2009 algunos nombres, como Ian McEwan o Jonathan Lethem, que trabajaban en esa línea[1] –a la que en España podríamos agregar algunos textos del escritor y neurobiólogo Germán Sierra–, y recientemente E. L. Doctorow ha publicado la ya citada Andrew’s Brain (Abacus, London, 2014), en la que vamos a detenernos por su importancia.

            Andrew es un personaje fascinante: es neurólogo y tiene numerosos problemas de todo tipo; aunque no es mala persona ni ha intentado jamás hacer daño voluntariamente a nadie, mató por error a su hija y ha herido a todas las personas que ha conocido. El hecho de que sea profesor universitario permite a Doctorow citar varias de las teorías neurocientíficas más recientes (Damasio, por ejemplo, es citado en alguna ocasión), y elaborar meritorias reflexiones sobre la consciencia humana y las consecuencias de los procesos cerebrales (si bien Andrew es intolerablemente reduccionista y piensa que las investigaciones acabarán por demostrar que el libre albedrío no existe[2]. Pero las metáforas científicas se ponen al servicio de la ficción; por ejemplo, en un momento concreto Andrew utiliza un viejo EEG para extraer imágenes gráficas del cerebro en la clase de ciencia. No por azar coloca los sensores a la alumna de la que está secretamente enamorado, Briony, para poder ver dentro de ella, mejor que lo que nunca podrían hacer sus compañeros de clase. Y los picos obtenidos por el detector cuando la chica contempla una escena circense le hacen deducir a Andrew que algunos gustos infantiles siguen presentes en ella[3], no por casualidad, pues Briony se dedica también al salto acrobático, en este caso al salto de trampolín (una emulación de esas capacidades realizada por Andrew, por cierto, dará una vuelta brutal a la trama). En algún lugar concreto, Doctorow hace expresar a la perfección lo que llamaríamos el loop recursivo de la conciencia en una cuestión que Andrew dirige a sus alumnos:

Hice esta pregunta: ¿cómo puedo pensar sobre mi cerebro cuando es mi cerebro el que está haciendo el pensamiento? ¿Acaso está este cerebro pretendiendo que soy yo pensando sobre él? Soy una consciencia misteriosamente generada, y no me reconforta saber que es una de miles de millones. Eso es lo que les dije y entonces recogí mis libros y salí de la habitación (posición de Kindle número 344)

            En otros momentos Andrew comenta el syllabus o programa de su asignatura, aludiendo a que los filósofos pragmáticos y existencialistas son los que mejor pueden ajustarse a una ciencia de la mente, al mantenerse al margen de cualquier “metaphysical bullshit” (pos. 600). Entiende que el alma no es más que uno de los fingimientos de los que es capaz la mente (pos. 936) y que la identidad es una suma o sucesión de esas ficciones identitarias (lo que habíamos apuntado en las conclusiones de nuestro La literatura egódica, 2013). Para Doctorow la neurociencia es el modo de lograr la introspección e incluso de llegar a una trascendencia inmanente, donde no sea necesario ningún esoterismo para preguntarse por el sentido de las cosas. En la apertura de su ensayo Cómo sentimos, el neurobiólogo Giovanni Frazzeto lo dice de forma muy clara: “la aventura de adentrarse en los secretos del cerebro humano daba paso a la reflexión profunda. Era como explorar un aspecto poco conocido de mí mismo, como descifrar un relato escrito en código acerca de la mente, relato a cuya escritura yo mismo contribuía con mis experimentos”[4]. El ensayo de Frazzeto, por cierto, es un valioso acercamiento al problema emocional y su traslación fenomenológica en sentimientos, algo por cierto de lo que es muy consciente Doctorow en su novela: “Is that congnitive science?”, pregunta el psiquiatra, y Andrew responde: “Not really. It’s more like suffering” (pos. 1555).

            Andrew’s Brain, en suma, entiende la identidad como algo polimórfico e hijo de la metamorfosis, más allá del desequilibrio de su protagonista, que le lleva a enhebrar ante un psiquiatra estatal una retahíla de recuerdos inconexos sólo para no hablar de lo que ocurrió (pos. 1045). Es una novela que pone en cuestión el yo; no el de su protagonista, que también, sino cualquier yo, la idea misma de yo. Y es aquí donde podemos engarzarla con Pornografía para insectos (2014), el último poemario de José María Parreño, un poeta menos conocido de lo que debiera y autor de algunos libros muy estimables como El libro de las sombras (1985). Aunque en la cubierta sólo aparece como título Pornografía para insectos, el poemario tiene una segunda rúbrica –y, con ella, una primera división interna observable–: El desvividor.  El desvividor sería el supuesto resultado de su imposibilidad para escribir el primero, según se confiesa en la introducción. Lucha, pues, entre dos poemarios, uno querido y otro obtenido, como consecuencia de otra lucha íntima, la de desvivirse, la de “aniquilar el yo”[5], aunque “mi yo no consiente en morir de ninguna manera” (p. 12).

            Pornografía para insectos es el retrato parcial de esa lucha sin cuartel entre una parte del yo que busca la desaparición y la otra que se resiste (“soy su mitad o más. / Pero no tengo nombre”, p. 20), aunque sea bajo la forma de la figuración o simulación de la identidad: “hay orquídeas que se hacen pasar / por hembras de abeja” (p. 13, recordando las formas avatáricas de sí que crea la araña Cyclosa Mulmeinensis, de la que hemos hablado en otro lugar[6]). Dos yoes antagónicos incapaces de convivir y que sólo buscan prevalecer uno sobre el otro: “hago el cuchillo // para que / una parte de mí / mate a la otra” (p. 51). No hay dos identidades, sino más bien un no-yo que se propone, sin demasiada suerte, matar al poderoso yo central que atenaza a la subjetividad y le impide desaparecer. “Es una especie de celda, la mente del cerebro. Tenemos esos misteriosos cerebros de un kilo y cuarto de peso y ellos nos encarcelan” había escrito Doctorow en su novela (“It’s a kind of jail, the brain’s mind. We’ve got these mysterious three-pound brains and they jail us”; Andrew’s Brain, pos. 1025/1679). Ese yo enjaulado impide al yo elocutorio que utiliza Parreño disolverse en la nada y llevarse el dolor de vivir y el dolor de contemplar las injusticias, pues a su particular modo Pornografía para insectos es un poemario de honda carga social, con múltiples capas de lectura, todas sabias y elocuentes. Quizá como rescoldo de esperanza o como trascendente alternativa, aparece al final un extraño dualismo cartesiano que abre las puertas al “alma” y otras formas de perduración. A nosotros nos parecen más interesantes las primeras, las desustanciadas: “Ya nunca más / diré yo: / diré aquí” (p. 52). Quizá el espíritu no tenga suficiente con eso, pero los lectores de poesía sí.



[Relación con los autores: ninguna. Con las editoriales: ninguna con Abacus, Pre-Textos es mi editorial de poesía]



[1] Marco Roth, “Rise of the Neuronovel. A specter is haunting the contemporary novel”, n + 1, 14/09/2009, https://nplusonemag.com/issue-8/essays/the-rise-of-the-neuronovel/.
[2] E. L. Doctorow, Andrew’s Brain; Abacus, London, 2014, edición para Kindle, posición 334/1679.
[3] E. L. Doctorow, Andrew’s Brain, ibídem.
[4] Giovanni Frazzeto, Cómo sentimos. Sobre lo que la neurociencia puede y no puede decirnos acerca de nuestras emociones; Anagrama, Barcelona, 2014, p. 9.
[5] J. M. Parreño, Pornografía para insectos; Pre-Textos, Valencia, 2014, p. 11.
[6] V. L. Mora, “Sujeto a réplica: el estatuto narrativo del sujeto palimpsesto y formas literarias de identidad digital”, en Jesús Montoya Juárez y Ángel Esteban (eds.), Imágenes de la tecnología y la globalización en las últimas narrativas hispánicas; Iberoamericana Vervuert, Madrid, 2013.