viernes, 22 de julio de 2016

Artículo sobre la metáfora de la Relatividad en Revista de Occidente



En el número de julio de Revista de Occidente ha aparecido este artículo mío, dentro de un ejemplar monográfico sobre "Metáforas y ciencia" muy recomendable. Por si es de vuestro interés, os lo reproduzco:


La metáfora de la relatividad y la relatividad de la metáfora: Einstein y la literatura

Vicente Luis Mora



1. La metáfora relativista

Creo que hay tres motivos centrales por los que la teoría de la Relatividad de Einstein ha tenido tanto eco en la literatura del último siglo: a) es una teoría que todos creemos entender, aunque lo cierto es que sólo un 0.03% de la población, aproximadamente, tiene los rudimentos necesarios para entenderla en términos científicos quien esto escribe no se cuenta entre ellos; b) coincide con la creciente tendencia a pensar, desde principios del XX, que todo es relativo y que cualquier observación (o auto–observación) debe ser perspectivista y no dogmática; 3) nos dota, y aquí nos detendremos, de una cosmovisión metafórica para referirnos a la grandeza del universo sin perder de vista el elemento humano, la subjetividad, con que esa grandeza se observa, dotándola de una perspectiva temporal. Gracias a la Relatividad, tres grandes preocupaciones humanas (el paso del tiempo, la enormidad de lo existente y lo «relevante» de nuestro lugar en esa inmensidad), pueden casarse sin demasiados conflictos y ser entendidas como realidades complementarias.

En 1886, el filósofo Ernst Mach, un gran pensador influyente en escritores como Robert Musil, sostuvo la idoneidad de privilegiar las materias científicas frente a las humanísticas en la escuela:

Si no consideramos al ser humano como el centro del mundo (…) si en la naturaleza encontramos por todas partes los mismos procesos, de los que la vida del ser humano sólo es una parte ínfima de igual índole, ¡también aquí se amplía la visión del mundo, hay una elevación, una poesía! Tal vez haya aquí algo más grande y más importante que en los bramidos de Ares herido, en la encantadora isla de Calipso, en el Océano que rodea la tierra. Sobre el valor relativo de ambos campos del pensamiento, de ambas poesías, puede hablar solamente quien los conoce a ambos. (en Blumenberg, 2011)

Hans Blumenberg, que recoge el pasaje, pondera el gesto humilde de Mach, que invita a levantar la vista de los libros de mitos griegos y dirigirla hacia las estrellas, pero sostiene que con ello acabamos alejándonos de nosotros mismos, lo cual «es imposible, incluso para nuestra experiencia cósmica (…) en el texto de Mach esta paradoja se convierte en una metáfora del hecho de que el ser humano, con sólo contemplar el universo con la profundidad suficiente, parece desaparecer en la lejanía infinita para su propia mirada» (ibídem); es decir, cae en lo que Freud llamaría pulsión de muerte de sacarse a sí mismo de la idea de mundo. O, como diría María Zambrano, «está embebido, cercado por la totalidad y sin acceso a la universalidad» (1989). Por eso, insisto, me parece que la formulación por Albert Einstein de la Teoría de la Relatividad supuso una metáfora preciosa para los seres humanos en general y las gentes de letras en particular: ofrecía una imagen del mundo en que la contemplación de la especie era parte natural del decorado cósmico. Otorgaba, y sigue otorgando, tras la reciente «confirmación» de la teoría en 2015 con el descubrimiento aún por contrastar de las ondas gravitacionales, un modo de levantar la mirada al Cosmos sin dejar de vernos a nosotros mismos, sin caer en la pulsión de muerte, contemplándonos como la única parte contempladora del Universo capaz de entender sus leyes.

Zambrano, «metaforóloga» como Blumenberg, escribió en «La metáfora del corazón» que «una de las más tristes indigencias del tiempo actual es la de metáforas vivas y actuantes; esas que se imprimen en el ánimo de las gentes y moldean su vida», para añadir que «estas metáforas a que nos referimos no son felices hallazgos de la poesía o de la literatura, sino una de esas revelaciones que están en la base de una cultura, y que la representan» (Zambrano, 2007). Creo que la metáfora de la Relatividad no tanto la tesis científica, que también, sino el resumen popular y apresurado de la tesis, que ha gozado de una vastísima difusión es una de esas metáforas «fundamentales» (Zambrano, 1989) que cambian la vida, lo cual era para Rimbaud el objeto final de la poesía.


2. El tiempo relativo

Si tiene razón José Luis Molinuevo y desde Blumenberg «ha quedado constancia de que la historia del pensamiento occidental es la historia de sus metáforas», el pensamiento central de nuestro tiempo es científico. Y, agregamos, también metafórico, por cuanto «toda forja conceptual se basa en las metáforas» (Schopenhauer, 1996) y las metáforas «designan un modo de conocer, que va más allá de lo conocido, y un modo de ser, que significa la irrupción de lo extraordinario en la vida ordinaria» (Molinuevo, 2006). La metáfora, según numerosos autores desde Davidson a R.R. Hofmann, pasando por R. Boyd o M. Hesse, es medular en el conocimiento científico, y la posición de fuerza de la ciencia en nuestros días ha hecho que sus metáforas preñen nuestro imaginario de un modo profundo e irreversible. Entre ellas, la metáfora del tiempo relativo, basada en las teorías de Einstein, es una de las más afianzadas. Pero quizá deberíamos recordar que no hay un solo tiempo relativo, según suele creerse, sino que numerosos planteamientos rozan de forma premonitoria la visión einsteniana, quizá porque, según la Zambrano de Notas de un método, «el tiempo se nos aparece como la relatividad mediadora entre dos absolutos: el absoluto que se le da a todo ser humano, y el absoluto que el ser humano lleva en su propia condición» (1989). Así, un antecedente sería Zenón de Elea, quien en una de sus paradojas imagina a varios espectadores viendo en un estadio la misma carrera; a su juicio, si un velocista tarda un minuto en recorrer dos determinados intervalos, siendo iguales por hipótesis ambas distancias y los movimientos, ese lapso podría ser medio minuto dependiendo del lugar de observación, y la «determinación del tiempo que se tarda en recorrer una distancia sería inconsistente (o –como diríamos nosotros–, «relativa»)» (Martínez Marzoa, 1973). Otra visión antigua, muy citada por los científicos norteamericanos, es la frase del chino Hui Shih que cita Paz en El mono gramático (1974): «Hoy salgo hacia Yüeh y llego ayer». Otra prefiguración intuitiva la tuvo Giordano Bruno (1548–1600), al explicar que cuando tiramos una piedra desde lo alto de un mástil de un barco, la piedra caerá al pie del mástil, ya esté el barco en movimiento o parado (La cena de le Ceneri, 1584). Y otra, puramente literaria, sería cervantina, pues parece einsteniano el tiempo que ha pasado el hidalgo en la cueva de Montesinos:

– Verdad debe de decir mi señor –dijo Sancho–; que como todas las cosas que han sucedido son por encantamiento, quizá lo que a nosotros nos parece una hora, debe de parecer allá tres días con sus noches.
– Así será –respondió Don Quijote. (Don Quijote de la Mancha, parte II, cap. XXII)

De hecho, un error de Cervantes genera una curiosa curva einsteniana a la hora de construir el tiempo de la parte II del Quijote. Como explicara Ramírez Molas en Tiempo y narración (1978), a partir del capítulo 28 de la segunda parte los plazos comienzan a ir hacia atrás. La carta de Sancho a Teresa Panza (II, 36) lleva fecha de 20 de julio de 1614. Después de la estancia de Don Quijote y Sancho en el castillo, el caballero parte a Barcelona, a donde llega... treinta días antes, el 20 de junio. Increíble pero cierto:

En julio de 1614 había salido por primera vez don Quijote, y en julio del mismo año murió al regresar de su tercera salida. Cide Hamete no puntualiza la fecha de la muerte, pero bien cabe dentro de lo posible y dentro de lo borgesianamente necesario que Don Quijote de la Mancha muriera el día de su primera salida. En tal caso, todo el relato de cide Hamete no sería otra cosa que un gigantesco instante. (Ramírez Molas, 1978)

 Otra visión relativa del tiempo arranca en Galileo y, a través de Leibniz, combate el concepto absoluto del tiempo patrocinado por Newton. Para Galileo no hay diferencia entre movimiento y reposo, y el observador asiste a situaciones más bien ilusorias o aparentes; para Leibniz, «no hay movimiento cuando no hay cambio observable» (Granés, 2005). En sus polémicas, utilizaron, como no podía ser de otra forma, una metáfora: la metáfora del barco. Para Newton, representado por su discípulo Samuel Clarke, movimiento y tiempo existen, indiferentes al hecho de que una persona encerrada en la cabina advierta o no que el barco avanza; para Leibniz, es la observabilidad del fenómeno (no la observación) lo que garantiza que el movimiento exista, y que la nave se desplace (Mataix Loma, 1996). En una carta a Clarke, fechada el 25/02/1716, escribe Leibniz: «en cuanto a mí, he señalado más de una vez que consideraba el espacio como una cosa puramente relativa, al igual que el tiempo; como un orden de coexistencias, mientras que el tiempo es un orden de sucesiones» (en Sánchez Ron, 1999). Más tarde, Berkeley hizo suya también la tesis relativa, cuya última etapa preinsteniana es rastreable en el pensamiento de Mach.


3. Precaución al hablar de la Relatividad

«Vivir es comparar», escribe Guillermo López Gallego en su poemario Afro (2016), y la metáfora, como explica Cynthia Ozick, «descansa en la experiencia anterior, transforma lo extraño en familiar» (2016); todas las metáforas –sobre todo, las buenas– intentan casar algo nuevo con algo archiconocido, añadiendo un vínculo que es natural y extraño a la vez, desfamiliarizador. El problema de la metáfora de la Relatividad es que el término de comparación a quo no es sencillo, como antes apuntábamos, y al tomar como sintagma de base la teoría de Einstein se corre el riesgo de que cada lector entienda una cosa muy diferente.

Como prueba de esa dificultad, bastará con pensar que la Relatividad fue entendida de muy distinta forma por dos cabezas eminentes, ambos a caballo entre la filosofía y la ciencia: Norbert Whitehead y Bertrand Russell. Para el primero, tal como expuso en Science and Modern World (1925), era criticable una interpretación extremadamente subjetivista de la relatividad, entendida como dependiente de la elección del observador; para el Russell de The Analysis of Mind (1921) y The Analysis of Matter (1927), en cambio, «el propio mundo físico, tal como lo conocemos, está infectado hasta la médula por la subjetividad (...) como da a entender la teoría de la relatividad, el universo físico contiene la diversidad de puntos de vista que nos hemos acostumbrado a considerar marcadamente psicológicos» (Banfield, 1989). A primera vista, parece más lógico estar con Whitehead, pues nuestro sentido común nos inclina a pensar que la relatividad se explica con ejemplos de observación, lo cual no significa que sus efectos no tengan lugar cuando no hay nadie para verlos. Si la ciencia ha previsto un eclipse de sol para el año que viene, de poco sirve que nos escondamos en casa para evitarlo: el eclipse tendrá lugar, lo veamos o no. Según Ann Banfield, el error de Russell parte de una mala comprensión del fenómeno de observación, que el filósofo Frege metaforizó (de nuevo) en la mirada a través de un telescopio. Para Russell, lo que se ve por el tubo depende exclusivamente de quien mira, se justifica por la subjetividad, el objeto se hace al mirarlo; en realidad, como dice Frege, «la imagen óptica en el telescopio sin duda es unilateral y depende del punto de observación; pero sigue siendo objetiva, en la medida en que la pueden utilizar varios observadores (...) o se puede disponer de modo que la utilicen varios (...) a la vez» (Banfield, 1989). ¿Qué posibilidades tenemos los legos en ciencia de acertar, si una de las mejores cabezas del siglo XX marró al calibrar la teoría? Cuando un fenómeno es de verdad subjetivo, como el relativismo temporal de Bergson, donde la interiorización de la experiencia fenoménica es estructural, sí puede hablarse de términos subjetivos. Pero la relatividad no es subjetiva; los gemelos cósmicos citados –como metáfora– por Einstein podrían intercambiar sus posiciones y seguiría estirándose el tiempo para el gemelo que viaja. Esta esencial objetividad de un fenómeno universalmente tenido por subjetivo, como la relatividad, debería movernos a ser especialmente prudentes al trasvasar metáforas e imágenes científicas a nuestras obras. Podemos valorar la complejidad de la teoría de Einstein a través de una cita del matemático Javier Fresán: 

Guillermo Martínez y Gustavo Piñeiro […] mencionan un ensayo de Ernesto Sábato, en el que un físico trata de explicar a un amigo qué es la relatividad. Empieza hablando de curvatura, tensores y geodésicas, pero se ve obligado a rebajar poco a poco el nivel del discurso para que su interlocutor entienda; al final solo quedan trenes y cronómetros. «¡Ahora sí entiendo la relatividad!», exclama, entusiasmado, el amigo. «Sí, pero ahora ya no es la relatividad». Lo mismo ocurre con muchas otras ramas de la física y la matemática moderna: solo gracias a las metáforas pueden llegar al gran público. Y, por bellas que sean, aunque conecten áreas distintas del cerebro, como decía Platón, las metáforas están condenadas a desvirtuar teorías cuya comprensión requiere años y años de aprendizaje. (Fresán, 2013)

Es decir, que mientras las metáforas amplían y precisan el lenguaje literario, pueden reducir y devaluar el discurso científico, convirtiéndolo en otra cosa (en pedagogía, posiblemente). Y eso sucedió con la Relatividad, por supuesto: «con la fundamental aportación de Freud ocurre como con la de Einstein: el raudo éxito de la divulgación que obtiene es inversamente proporcional a la profundidad con que es asimilada» (Darío Villanueva, 1994).


4. La recepción

La Teoría de la Relatividad llegó en un momento cultural decisivo, cuando las vanguardias cuestionan todas las bases de la literatura y del arte: la expresividad, el figurativismo, el imperativo del sentido, la necesidad del argumento, el papel autorial del individuo. La reconsideración einsteniana del tiempo es una voladura racional más, cuyo influjo es particularmente reconocible al coincidir con un replanteamiento de la observación perceptiva. Sin embargo, a diferencia de las tesis no científicas de Bergson, la Relatividad ocupó un lugar inmediato en las preocupaciones de los filósofos, pero no tanto en las de los escritores, enfrascados siempre en la división de las «dos culturas», por la cual y salvo honrosas excepciones, ciencia y literatura se ignoraban olímpicamente. Es esto lo que lleva a escribir a Aldous Huxley en 1963 que leyendo a un poeta como T. S. Eliot «sería difícil inferir de sus obras que se trata de un contemporáneo de Einstein o Heisenberg y que vive en la época del microscopio electrónico y del descubrimiento de la base molecular de la herencia» (Huxley, 1963). Cuando Pearce Williams (1973) se refiere a los miles de artículos que suscita la teoría de la Relatividad, casi todos los que cita son científicos o filosóficos, pero muy pocos literarios; aunque no todo es páramo, desde luego. En 1925, apenas 6 años después de la comprobación parcial de las tesis de Einstein, Virginia Woolf publica su obra maestra Miss Dalloway, donde leemos:

El aeroplano se alejó más y más hasta que sólo fue (…) un símbolo (…) del alma del hombre; de su decisión, pensó el señor Bentley segando el césped alrededor del cedro, de escapar de su propio cuerpo, salir de su casa, mediante el pensamiento, Einstein, la especulación, las matemáticas, la teoría de Mendel. Veloz se alejaba el aeroplano. (Woolf, 1999)

En 1958, Lawrence Durrell publica Balthazar, parte de El cuarteto de Alejandría. En su «Nota» introductoria, escribe: «como la literatura moderna no nos ofrece Unidades, me he vuelto hacia la ciencia para realizar una novela como un navío de cuatro puentes cuya forma se basa en el principio de relatividad. Tres lados de espacio y uno de tiempo constituyen la receta para cocinar un continuo. Las cuatro novelas siguen este esquema» (Durrell, 2004). A continuación, Durrell se distancia de Joyce y Proust, argumentando que ellos aplicaron esquemas bergsonianos de temporalidad, mientras él abordaba el espacio-tiempo einsteniano.

En Paul Valéry, Genet o Bataille se aprecia una incipiente reflexión sobre la mirada del artista, que denuncia la ruptura del contrato tradicional de observación. Amén de las aportaciones vistas de Russell y Whitehead, otra temprana recepción filosófica de peso es el ensayo de Mauritz Schlick, Espacio y tiempo en la Física actual (1917), cuyo último capítulo exploraba las distintas funciones de la filosofía y la ciencia. Incluso Heidegger hace en 1926 una mención oblicua de la teoría de Einstein al principio de Ser y tiempo. No faltaron autores que se negaron a aceptarla. Edmund Wilson cuenta cómo Anatole France, tras una conversación con el propio Einstein, confesó lo siguiente: «cuando me dijo que la luz era materia, me empezó a dar vueltas la cabeza y me despedí» (Wilson, 1996).

El éxito de la metáfora relativista reside, pues, en su asociación inmediata con lo temporal; en «Apuntes sobre el tiempo y la poesía» decía Zambrano que «en la vida humana lo decisivo es el tiempo. Mas, el tiempo en que vivimos parece ser ya el producto de una escisión» (2007), y la literatura actual intenta salvar esa distancia escindida a través de la Relatividad; además, cuando lo hace a través de la «metáfora de los gemelos», el autor encuentra un modo de incluir también el arquetipo del doble, permitiéndole la teoría científica unir las dos subjetividades escindidas en un único canal temporal.

Gerard Genette, en un interesante ensayo sobre Borges, sostiene que, en general, «la literatura es ese campo plástico, ese espacio curvo en el cual las relaciones más inesperadas y los encuentros más paradojales son posibles a cada instante» (1976). La duración bergsoniana y la tesis einsteniana dan un nuevo aspecto a gran parte de la literatura del siglo XX, fundamentalmente en lo tocante al punto de vista escriturario; de hecho, algún autor, como R.-M. Albérès, llama a la novela moderna roman relativiste. El nuevo concepto aportado por Einstein, el espacio-tiempo, ilumina toda la revolución literaria: las novelas pueden por fin incorporar el tiempo como un decorado más, jugando con él, recreándolo, refundándolo para sus propios intereses: por ejemplo, Umberto Eco (1992) reivindicó al espacio-tiempo como estructurante de la poética de la obra abierta, relacionándolo con la música serial de Berio o Stockhausen. Cada obra moderna se dota de una temporalidad propia y especial, tomando el modelo que más le interesa, utilizando las categorías científicas de un modo libérrimo y, por supuesto, no siempre científicamente apropiado: Alan Sokal ha escrito que «es más probable que, tal como ha ocurrido con la relatividad y la mecánica cuántica, los efectos culturales provengan de las malas interpretaciones populares de la teoría» (2009).

Como muestra de la recepción poética de la teoría de la relatividad, veamos un par de poemas. El primero, «Por el revés de los ojos del arquitecto», es del poeta vanguardista gallego Manoel Antonio; sus últimos versos son éstos: «Los astrónomos disparan telescopios / contra unas órbitas descatalogadas / en los Tratados de la Relatividad / En el revés de los ojos del arquitecto / se instaló el broadcasting humorista / de las ciudades escamoteadas / que no teorizó Einstein» (1983). Este poema está fechado en torno a 1925, de modo que habían pasado pocos años desde que el físico alemán formulase su teoría. Un ejemplo reciente es el poema «En torno a Einstein», de Víctor Botas, donde leemos: «La línea recta cúrva- / se inexorablemente / en el espacio. El tiempo / se detiene en los pasos / de la luz. Estamos / donde siempre. La magia / de las cosas. No existe / la realidad.» (1980).

John Ashbery, en Autorretrato en espejo convexo (1975), comparaba el óleo homónimo del Parmigianino, ­donde aparece el pintor reflejado en uno de esos espejos, con la distorsión espacio-temporal de la relatividad: «nuestro mirar por el otro extremo / del telescopio mientras tú retrocedes a una velocidad / mayor que la de la luz para al final aplanarte / entre los rasgos de la habitación» (2006). También hablan del tiempo relativo Bernard Wolfe en su novela Limbo (1952), Rodrigo Fresán en Mantra (2001) y Mario Cuenca en Los hemisferios (2014). Hay un relato de Ángel García Galiano, «Ouroboros», sobre la búsqueda de Einstein y otros físicos de la llamada «teoría unificada», e incluso alguna novela, como La intersección de Einstein (1967), de Samuel R. Delany, tiene la teoría de Einstein como núcleo estructural. Brian W. Aldiss elaboró su relato Man in his Time (1966) aplicando la teoría einsteniana de los gemelos cósmicos a un astronauta que vuelve con un ligero adelanto de tres minutos de una misión a Marte. Ignacio Valle, en su relato «Relatividad» (2013), presenta a un anciano que, al ver un debate científico en televisión sobre viajes en el tiempo, cavila sobre su vida y cómo ésta podría haber cambiado si en los años 40 le hubiese pedido perdón a una mujer. Y no olvidamos los microrrelatos «Relatividad» de Juan Jacinto Muñoz Rengel (2013) y «E la nave va», de Juan Luis Romero Peche, quien describe una galaxia que produce nostalgia de un lado cuando se la rodea por el otro (Romero Peche, 2001). Podrían asimismo encontrarse ecos de la teoría en algunos poemas de José Luis Rey («El azul conquistado», 2001), María-Eloy García («Movimiento de Brown», 2010), Ángela Vallvey («El cielo de Einstein», 1998) y Francisco Fortuny.


5. Conclusión

Lejos de haberse producido lo que llamaba Derrida la retirada o atardecer de la metáfora, las proposiciones metafóricas siguen más vigentes que nunca, y los escritores aprovechan el poder expresivo de las metáforas científicas, como señalaba George Steiner en Language and Silence (1976). Entre ellas, la metáfora relativista no sólo ha marcado la ciencia del último siglo, también buena parte de su literatura, e incluso de su crítica: recordemos que Mijaíl Bajtín adoptó el concepto «cronotopo» de la teoría de la relatividad einsteniana (1989), e Ingerborg Bachmann se preguntaba: «¿Sigue siendo posible la cronología en la novela, dentro de la época de la teoría de la relatividad?» (Bachmann, 1990). Todo esto nos permite entender el éxito de la metáfora relativa, o de la relatividad de la metáfora literaria: mientras los lectores, como apuntaba el Eco de Apocalípticos e integrados, gustan de tiempos narrativos reconocibles, donde los personajes transcurren de forma lineal, los escritores prefieren tiempos curvos, flexibles, donde los personajes no transcurren, sino que fluyen en más de una dirección espacio-temporal. La Relatividad y sus posibilidades metafóricas brindan al escritor un semillero de posibilidades mucho más rico que el ofrecido por el tiempo newtoniano. La metáfora einsteniana es una espoleta para la imaginación y una concepción rompedora de cárceles temporales y espaciales. Lo mismo que la literatura. Por eso se entienden tan bien.


BIBLIOGRAFÍA
Antonio, Manoel. Antología poética. Madrid: Akal, 1983.
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Durrell, Lawrence Balthazar. Barcelona: Edhasa, 2004.
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Fresán, Javier. Entrevista en Jot Down. [En línea] Agosto de 2013. Disponible en: <http://www.jotdown.es/2013/08/javier-fresan-las-metaforas-estan-condenadas-a-desvirtuar-teorias-cuya-comprension-requiere-anos-de-aprendizaje-esa-es-la-soledad-del-matematico/> [Consulta: 22 marzo 2016].
Genette, Gerard. «La utopía literaria», en J. Alazraki (ed.), Jorge Luis Borges. Madrid: Taurus, 1976.
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Zambrano, María. Islas. Madrid: Verbum, 2007.

 

domingo, 17 de julio de 2016

Los móviles y el regreso de la muerte






El pasado jueves se difundió en Facebook uno de los vídeos más escalofriantes que jamás he visto. La grabación, realizada por la estadounidense Diamond Reynolds, comienza justo después de que su novio, Philando Castile, reciba cuatro disparos dentro del coche en el que viajan ambos junto a su hija de cuatro años, sentada en el asiento trasero. Los tres son afroamericanos. Minutos antes, un policía les conmina a detenerse por una luz trasera rota; en la conversación posterior, se produce una confusión entre el agente y Castile, que va en el asiento del copiloto; el chico va a sacar algo del bolsillo, parece que la documentación, y el policía le descerraja cuatro tiros a bocajarro. Ella saca el teléfono y comienza a grabar y emitir en directo por Facebook, mientras él agoniza, y con bastante frialdad relata su visión de los hechos. A los millones de personas que hemos visto el vídeo completo nos deja helados ver al chico muriendo, pero creo que no podremos olvidar jamás la calma con la que ella ofrece a la cámara su punto de vista, documentando la muerte, convertida, súbitamente, en una especie de periodista que ofrece su primera exclusiva. Al parecer, según un psicólogo de Harvard, esa calma de Reynolds se debe a que el cerebro se disocia en situaciones tan traumáticas, eliminando la emotividad en aras de la supervivencia. Gracias a las cámaras de los móviles, ahora también tenemos un documento grabado que testimonia en directo esa disociación. Las cámaras nos permiten asistir en vivo a todas las formas del horror, tanto externo como íntimo. En este caso, al tratarse de una cámara subjetiva, la grabación nos introduce de lleno en la vorágine porque la voz de Reynolds nos apela directamente, nos habla a cada uno de nosotros. Al terminar el vídeo, que dura más de diez minutos, oímos finalmente romperse a la mujer en un grito desgarrador, consciente ya por completo de lo que acaba de pasar, y su hija, para entonces huérfana de padre, le dice: “tranquila, mamá, estoy aquí contigo”.

Las tecnologías audiovisuales están cambiando una rutina algo ficticia que habíamos construido durante siglos. Mientras que en la Edad Media y el Renacimiento la muerte era parte consustancial de la experiencia humana, y la España del Barroco, según recordaba George Steiner en su reciente Fragmentos, se contaba entre las culturas “saturadas de muerte”, en el siglo XVIII comenzó un rápido y profundo movimiento dirigido a ocultar la mortalidad. En su ensayo “El narrador”, Walter Benjamin apuntó que “la sociedad burguesa, mediante dispositivos higiénicos y sociales, privados y públicos, produjo un efecto secundario, probablemente su verdadero objetivo subconsciente: facilitarle a la gente la posibilidad de evitar la visión de los moribundos”. Algo similar expuso Max Scheler en su libro Muerte y supervivencia (1933), un libro paradójicamente póstumo, y en el mismo sentido se han expresado sesudos pensadores como el Steiner de las Gramáticas de la creación, Pierre Bourdieu o Edgar Morin, siendo el fenómeno asimismo evocado por Manuel Cruz -“Ni la muerte es ya lo que era (fundido en negro)”, El País, 29/09/2005-. Las causas de esta progresiva ocultación podrían ser varias: la incompatibilidad del hecho fatídico con la esperanza de progreso indefinido anclada en el inconsciente ideológico occidental, la pujanza de las prácticas sanitarias y la “mala prensa” que para la medicina suponen los tercos fallecimientos, la creciente tendencia a la satisfacción perenne e instantánea, que alcanzaría su culmen en las últimas décadas del XX y en la que seguimos instalados, y un largo etcétera. El sabio Michel Foucault apuntaba: “todo el mundo sabe (…) que ha desaparecido la gran ritualización pública de la muerte, o que en todo caso se ha eclipsado progresivamente desde finales del s. XVIII. Hasta el punto de que ahora la muerte –habiendo dejado de ser una de las clamorosas ceremonias en las que participaban los individuos, la familia, el grupo y casi la sociedad entera– ha pasado a ser algo que se oculta, se ha hecho la cosa más privada y la más vergonzosa (hasta el punto de que el sexo es menos objeto hoy de tabú que la muerte)”. Vergüenza o gusto por el progreso, ausencia ritual o rubor médico, la cuestión es que la muerte fue ella misma extinguiéndose, haciendo bueno el verso del inmenso poeta peruano César Vallejo: “pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo”. La muerte se confinó a los velatorios, se sacó de las casas a los hospitales; se movió después, significativamente, a las afueras de las ciudades, a grandes tanatorios situados todo lo lejos que la urbe pudiera permitirse. Se limitó su aparición en los medios y en las ficciones audiovisuales, siempre dulcificada y carente de largas agonías; la muerte era aquello que debía suceder después de las caídas en los tiroteos, pero cuyo dramatismo sanguinolento era cuidadosamente borrado, elidido por su crudeza y por su incompatibilidad con cualquier final feliz. La muerte dejó de considerarse “el carácter constante de la vida” (Schopenhauer), y se fue diluyendo en una existencia que desaparecía sin dejar huella en la casa propia, como si allí hubiera vivido un fantasma.

Y en cierta forma lo había, y esa operación de borrado había convertido a buena parte del mundo en la Comala de Juan Rulfo, pues se sabía que había muertos, pero nadie los había visto. Al perderle el respeto a la muerte, como explicaba Carlos Barral en sus Observaciones a la mina de plomo, se le acaba perdiendo el respeto a los muertos: “los supuestos avances de las técnicas sanitarias (...) y sus prácticas ajenas a la reflexión filosófica (…) han exagerado la alienación de la muerte propia y la indiferencia por la muerte de otros”. Si yo no lo veo a él, él no puede verme a mí, dicen los niños que juegan al escondite.

Sin embargo, todo esto ha cambiado. Y lo ha hecho radicalmente. La culpa no la ha tenido, por una vez, la televisión; tampoco la red, a la que culpamos de varios males que aquejan a la sociedad, aunque no renunciamos a usarla. Diría que el agente de cambio han sido las cámaras de vigilancia y, sobre todo, las cámaras de los teléfonos móviles, que son cámaras de vigilancia portátiles, a través de las cuales mantenemos un férreo control panóptico de nosotros mismos y de los demás. A raíz de estas recientes muertes de afroamericanos por disparos de la policía, ha comenzado a circular un meme: “la violencia no es nueva, lo que es nuevo son las cámaras”, con el que se quiere denunciar que las víctimas siempre estuvieron ahí, pero no había alguien con una cámara que pasara por las inmediaciones del disparo mientras se detenía al sospechoso. El ciudadano, gracias a su teléfono móvil, se convierte en el improvisado periodista que graba la escena y la sube a las redes sociales, de donde la toman los medios periodísticos, para redifundirla a su vez en sus perfiles virtuales y retroalimentar el circuito icónico. De esta forma, los telediarios y periódicos ya no están llenos de muertos, como antes, sino colmados de muerte, del hecho mismo del fallecimiento brutal y lleno de sangre, que antes era sistemáticamente hurtado de las pantallas. Del recuento de víctimas se pasa a la contemplación -a veces incluso en directo, como en algunos actos terroristas recientes en Francia y Estados Unidos-, del modo en que una persona se convierte en número, en que pasa de cuerpo a cadáver sin que cruce por el antiguo estado de fantasma. Los móviles han traído la muerte de regreso a nuestra vida, a nuestro presente inmediato, como forma de documentación de los gestos del poder. La sociedad ha pasado de necrófuga a necrófila, y todos llevamos en nuestros bolsillos una herramienta de grabación que registra para siempre el rostro de la muerte, de la misma forma en que Egon Schiele hiciese un retrato del Gustav Klimt recién fallecido. Pero estas grabaciones, como la brutal realizada por Reynolds, son también una forma de luchar contra el posible abuso, retratándolo en directo, obligando a la policía desde ahora a pensar que sus actos pueden ser emitidos en directo, lo que les llevará, suponemos y deseamos, a cumplir a rajatabla y a conciencia su función de defensa de los derechos civiles.