domingo, 15 de septiembre de 2019

El conflicto producido por la llegada de la poesía pop tardoadolescente



La discusión sobre la “poesía pop tardoadolescente” como resultado de la falta de debate sobre la calidad de la poesía española contemporánea



Vicente Luis Mora







Introducción



En los últimos tiempos hemos asistido al rescate o recuperación de Iris Murdoch. Más allá de las disensiones que podamos tener con su manera de entender la literatura, el arte e incluso la filosofía, son innegables su talento narrativo y su perspicacia a la hora de establecer algunas nociones de sentido común. Entre ellas, y por lo que anuncia sobre las páginas que siguen, creo pertinente recordar ésta: “de todas maneras, el gran arte existe y a veces se experimenta adecuadamente, e incluso una experiencia superficial de lo que es grande puede producir un efecto” (2019: 195).



La literatura española contemporánea en general y la poesía muy en particular tienen un problema que limita su difusión e influencia en el extranjero, incluso en los países hispanohablantes: al no estar nunca sobre el tapete la cuestión de su calidad o excelencia, cuidadosamente elidida para que todos “nos llevemos bien”, se produce un generalizado todo vale, residuo del relativismo estético en el que, por desgracia, aún vivimos en parte, y que genera una situación de incertidumbre artística del que salen beneficiados los nombres más mediocres —no en vano esta situación borrosa es propiciada por ellos—, y perjudicados no sólo los mejores poetas, sino, sobre todo, los lectores, que gradualmente han ido abandonando la lectura de la poesía que llamaremos “tradicional”, dentro de un movimiento general de abandono de lo que venimos describiendo en nuestros últimos libros de crítica bajo la rúbrica “literatura de alta intensidad” o “seria”. Es decir, no hay en nuestro país un debate colectivo sobre cómo podríamos aplicar la expresión “gran arte” de Murdoch a la poesía del presente.



Son varios los factores que explican el apartamiento progresivo del público del buen gusto, y algunos ya fueron descritos en su momento en el excelente Biblioclasmo (1997) de Fernando Rodríguez de la Flor, pero querría enfatizar que la postergación o total escamoteo de la discusión sobre qué sea buena poesía, o no, y qué nombres la representarían, hurto dialéctico favorecido por un entendimiento de las antologías como posicionamientos de bandería, más que como serenos y críticamente serios juicios de valor, puede ser una de las causas de que el público carezca de los referentes necesarios para saber qué debe leer, a quiénes debería leer y por qué.



En lo que sigue vamos a exponer otras funestas consecuencias que ha producido este abandono de la tarea crítica, relacionadas con la aparición de un fenómeno que ha contribuido a alterar las demasiado tranquilas aguas de la poesía española. Hablamos de lo que se ha llamado “tuitpoesía”, “poesía Instagram”, “poesía juvenil pop” (Regueiro-Salgado, 2018), “poesía adolescente” (Taracido, 2015), “poesía postadolescente” (Bellón, 2017), “poesía pop tardoadolescente” (Rodríguez-Gaona) o “selfi-poesía instagramática” que “no escribe sino eslóganes” (Rogelio López Cuenca[1]), caracterizada por haber aparecido primero en redes sociales, asociada a espectáculos musicales y performáticos, y más tarde haber creado un mercado paralelo de la publicación de versos que altera en no escasa medida el tradicional. Esta poesía, desde sus comienzos, ha sido criticada por presentar una simplicidad directa y expresiva, que parece conectar especialmente bien con los jóvenes denominados millennials:



[…] el concepto de poesía que manejan estos autores y que merece ser estudiado aparte, enlaza con la inmediatez de lo vivido y lo sentido, muy en la línea de los poemas que casi todos los adoles­centes escriben y que no incluye ningún tipo de consideración formal o desvío de la norma en aras de la poeticidad. (Regueiro-Salgado, 2018: 73)



Aunque sus resultados no parecen distar demasiado de las obras de algunos epígonos de la poesía de la experiencia —lo que hemos llamado en Singularidades la “poesía de la normalidad” o normalizada— y de algunos poetas hiperrealistas —no todos—  que hemos venido padeciendo en los últimos lustros, el éxito de esta línea poética, cuyas extrañas resonancias institucionales y editoriales desarrollaremos luego, ha motivado un gran escándalo y crujir de dientes entre los autores “antes conocidos como poetas”, que han hecho todo tipo de bromas sobre esta poesía dudosamente juvenil —como apunta Bellón, sus practicantes no son en puridad jóvenes[2]— y su escaso valor. Chanzas y juicios que no dejan de resultar curiosos, porque es la primera vez que el asunto de la calidad poética, sobre el que algunos pocos llevamos muchos años llamando la atención, sale a la palestra general. Hasta que llegaron los “bárbaros” con sus poemas de Instagram, las voces poéticas y críticas españolas no solían mencionar este asunto del valor artístico, ni siquiera en aquellos lugares propicios para esclarecer calidades, como las antologías, pues la mayoría de los antólogos justificaba sus decisiones en su gusto particular —sin exponer los principios y criterios que lo formasen—, o en querencias de lectura, en vez de en una decidida jerarquía estética que partiese de unos nunca esclarecidos parámetros de excelencia. Esto me ha recordado aquel interesante momento del diálogo platónico Ion:



Ion. — ¿Cuál es entonces, la causa, oh Sócrates, de que yo, cuando alguien habla conmigo de algún otro poeta, no me concentro y soy incapaz de contribuir en el diálogo con algo digno de mención y me encuentro como adormilado? Pero si alguno saca a relucir el nombre de Homero, me espabilo rápidamente, pongo en ello mis cinco sentidos y no me falta qué decir.

Sócrates. — No es difícil, amigo, conjeturarlo; pues a todos es patente que tú no estás capacitado para hablar de Homero gracias a una técnica y ciencia; porque si fueras capaz de hablar por una cierta técnica, también serías capaz de hacerlo sobre otros poetas, pues en cierta manera, la poética es un todo. ¿O no?

Ion. — Sí. (Platón, 1985: 253)



            La aparición de esta “poesía pop tardoadolescente” ha sido un factor de brutal sacudida para aquellas almas dormidas que han avivado el seso y despertado al ver amenazado su escaso lugar en los anaqueles poéticos de las librerías por la presencia de un fenómeno emergente que no comprendían. De pronto han sacado, como el Ion platónico, algo de concentración y energía crítica, hasta entonces bien guardada, arguyendo significativamente, en no pocos casos, que la “poesía Instagram” o poesía postadolescente es, en realidad, un movimiento no-poético. Para intentar así, al extraerlo de la poesía tradicionalmente entendida, volver a excluir del debate el peligroso debate sobre la excelencia, debate en el cual, como es lógico, no vamos a salir todos igual de bien parados. Así que vamos a intentar parecernos al modelo de crítico formado que propone Sócrates como alternativa a la falta de lecturas de Ion, con el objeto de examinar la “poesía pop tardoadolescentedesde la poesía contemporánea, y no en oposición a ella.





La tuitpoesía, “poesía Instagram” o “poesía pop tardoadolescente”



mira a la crítica a los ojos

Marwan (2015: 162)



El poeta y ensayista Martín Rodríguez-Gaona ha sido uno de los estudiosos que más se ha preocupado por leer y entender este fenómeno, al que denomina “poesía pop tardoadolescente” (2019: 17) en su libro La lira de las masas. Internet y la crisis de la ciudad letrada (2019), ensayo que constituye la summa de sus reflexiones al respecto. Es esa dedicación continua y la seriedad de su acercamiento —pese a las discrepancias que puedan oponérsele, y aquí expondremos algunas—, lo que motiva que elijamos su rúbrica “poesía pop tardoadolescente”, o su abreviatura PPT, para referirnos a ella en adelante, como término acuñado. A juicio de Rodríguez-Gaona, este fenómeno tiene más interés del que pueda parecer, por el cuestionamiento de las instituciones hasta ahora encargadas de sancionar las prácticas líricas, y la propia idea de canon, pero con una salvedad: “los poetas prosumidores […] tienen como objetivo modificar el sistema existente y no necesariamente crear uno autónomo o paralelo” (2019: 97). Aunque en un principio, como apuntó Álvarez Miguel (2017) parecían tener sus propios circuitos de visibilidad y actuación —momento en que aún no preocupaban a los autores que tanto se rasgan hoy las vestiduras—, en los últimos años se están acercando al campo poético tradicional, lo que delata un ansia de ser considerados poetas en igualdad de condiciones. No en vano, como señala Vicente Monroy, respondiendo a Unai Velasco, “el ‘aura de prestigio social’ que, como observa Velasco, todavía mantiene la poesía no está tan alejado del prestigio en las redes sociales” (2017), y ése no es el único puente que puede tenderse. En ese sentido, para Rodríguez-Gaona se produce un denodado combate simbólico, cuyo gongorino campo de pluma no es otro que el propio campo literario, a modo de actualización del secular combate entre los nuevos y los viejos: una variación de la querelle des anciens et des modernes —que también tiene lugar en la narrativa actual, como bien ha señalado Rubén Martín Giráldez (2018)—. Es una lucha secular, periódica y encarnizada, dirigida a lograr la mayor visibilidad posible —una tensión existente ya antes de internet, como recuerda Gustavo Guerrero[3]—, con la consiguiente rentabilidad editorial, algo en lo que se han mostrado muy interesadas, como es natural, editoriales como Planeta de Libros, Espasa o Visor.



En lo que no estoy de acuerdo con Rodríguez-Gaona es que en varias ocasiones menciona que hacer una lectura esencializada de esta poesía de baja intensidad es una forma de olvidar otros valores. Dando por sentado nuestro rechazo a cualquier esencialismo, como luego se verá, entiendo que sostener ese extremo para irse al otro implica una trampa retórica, dirigida a poner en almoneda cualquier juicio de excelencia al respecto; lo cual, como hemos defendido en varios ensayos y textos sobre literatura española actual, me parece precisamente una de las causas de la mayor parte de los males que la aquejan[4]. Varios defensores de la “poesía pop tardoadolescente” o PPT y alguno de sus practicantes utilizan argumentos ajenos a la literatura —valores no textuales— para validarla, lo que podría validarla como práctica social, pero no como obra literaria. Frente a este modo de entender las cosas, que en ocasiones roza la pura autoayuda, nuestra lectura no es sociológica, aunque contextualizará socialmente estas prácticas, ni psicológica —ramas donde podrían encajar algunos valores a los que se refiere Rodríguez-Gaona—, y perseguir una valoración cualitativa de esos poemas en cuanto textos no es el resultado de ningún esencialismo, sino de la evaluación técnica de sus propuestas estéticas y de sus resultados estilísticos, semánticos y discursivos. Y me temo que ahí los practicantes de la PPT no salen bien parados. Tampoco estoy de acuerdo con Rodríguez-Gaona cuando sostiene que las obras de los “poetas nativos digitales […] proponen la democratización” (2019: 36), porque hay que ser muy cauteloso para emplear ese término, como he intentado demostrar en el apartado “Los presuntos ideales democráticos del arte” (2019: 189ss) de mi ensayo La huida de la imaginación, al que sólo puedo remitirme, por razones de espacio. Aunque no está de más leer esta cita de un artículo de Juan José Saer (2002), donde el narrador argentino critica a los posmodernos a rajatabla:



Su oposición a las vanguardias no es artística, sino supuestamente ética, política, cultural: a la tiranía irrazonable de las vanguardias, opone el democratismo posmoderno. En su chirle relativismo, los contrarios, si no siempre se reconcilian, existen en un plano de igualdad, de tal manera que, en su opinión, Isabel Allende y Juan Carlos Onetti, por ejemplo, son igualmente novelistas, y dentro de la lógica democratista que hace del público la instancia decisiva del proceso creador, la supremacía le corresponde al más votado, o sea, en el crudo lenguaje economicista que prevalece hoy día, al más vendido.



            Poco hay que añadir, me parece.





La oralidad y la digitalidad: el cuaderno antiguo



Uno de los escasos valores defendidos por los también escasos valedores de esta poesía apela a un factor bastante discutible: la oralidad. Según Rodríguez-Gaona, uno de los elementos claves de nuestra época digital es el “predominio de la oralidad (en oposición a la escritura)” (2019: 30). Pero, ¿realmente lo oral está “opuesto” a la escritura? Y, en un segundo momento, ¿es la PPT realmente oral —sin que lo sea, de seguir su razonamiento, buena parte de la buena poesía española anterior—?



            La respuesta a las dos preguntas es no, por supuesto. La oralidad no es un elemento opuesto a la escritura, sino una de sus partes constitutivas, como ya aclarase Walter J. Ong en su célebre tratado, tanto desde un punto de vista lingüístico como antropológico. Ong, que alude a distintas concepciones de lo oral, alerta por igual contra el fonocentrismo, presente ya en el Fedro de Platón, y el textocentrismo, representado en aquel momento por los estructuralistas rusos y franceses (Ong, 1999: 162). Caer en esa dicotomía de nuevo hoy no tiene mucho sentido, tanto más cuanto la electrónica es otra forma de estrechar el diálogo entre ambas esferas, como ha señalado con acierto Celia Corral Cañas (2014: 231-232). La oralidad, y aún más en la poesía, por supuesto, es una de las partes del signo creado, y una de sus principales características en aquellos textos que, como los poéticos, esperan ser leídos en público en algún momento. Paul Zumthor escribió que “el simbolismo primordial integrado al ejercicio fónico se manifiesta, eminentemente, en el empleo del lenguaje, y es ahí donde arraiga toda poesía” (1991: 10), tanto la poetuitera como las demás, sólo que en las otras líricas estos matices son conscientes y están aprovechados al máximo. La acentuación, el ritmo, los énfasis o las aliteraciones son otros tantos síntomas de oralidad, no sólo la presencia en los versos de registros lingüísticos cotidianos, como a veces se malentiende. Incluso en este último sentido, que identificaría la oralidad sólo con el coloquialismo, la poesía lleva siglos reclamando su acercamiento a la “lengua de la calle”, desde el prólogo de Wordsworth a las Lyrical Ballads, o el Juan de Mairena machadiano, hasta la extraña etiqueta de “realismo sucio”, bajo la que aparecieron a finales de los 90 poetas tan distintos como Roger Wolfe y Pablo García Casado. Según Michel de Certeau, en esta cuestión no debemos caer en la ficción de que exista un concepto complejo omniabarcador, pues “la oralidad se insinúa más bien, como uno de los hilos con los que está tejido, en la red —interminable tapiz— de una economía escrituraria” (2000: 146). Por ese motivo, la PPT no es más oral que cualquier otro ejemplo poético. Lo que habrá que considerar es si es más vulgar o pobre, por la adánica selección de registros y métodos compositivos que emplea, y su radical desactivación de cualquier preocupación lingüística. No es que haya en la PPT un abandono de los registros cultos y de las estructuras complejas, porque, para abandonar algo, primero hay que haberlo conocido. Las poetas de Instagram y poetuiteros carecen —como demuestran en sus textos, pero también en sus entrevistas— de la formación necesaria para entender la operación poética como una indagación a través del lenguaje, de lo que resulta que no pueden hacer una renuncia de la misma. Como decía Jacques Derrida y recuerda Certeau, para que se produzca una oposición metafísica, como la que habría en esta disyunción entre oralidad y escritura, tendríamos que advertir la “presencia de un valor o de un sentido que sería anterior a la diferencia” (Derrida, 1972: 41), lo que no sucede en este caso. La PPT no es oral, sino pedestre, que es otra cosa: recoge de lo oral los defectos de la vulgaridad y la simplicidad, en vez de la potencia expresiva de la lengua convencional. En la otra acera de la misma calle, pero de modo muy opuesto, algunos raperos y artistas urbanos, de Eminen a Bejo pasando por La Mala Rodríguez, saben sacar todo el partido sonoro, métrico, sintáctico y semántico del lenguaje callejero hasta reinventarlo en una interesante forma de arte verbal.



            En otro orden de cosas, el uso de términos como “tuitpoesía” o “poesía Instagram” como sinónimos de la PPT recuerda su origen cibernético, ligado a las redes sociales. Eso nos llevaría a otra cuestión teórica, la de su estatuto de enunciación: ¿estamos ante una forma de literatura digital? Pues en principio habría que negarlo: es poesía, sí, pero no es “poesía digital”, tal como hemos recordado en otro lugar (Molina, Mora y Peñalta, 2018: 305) y la concibe la Electronic Literature Organization (ELO), por su falta de complejidad tecnológica y artística; según Berens, “I wonder if the radical expansion of e-lit's aesthetic from difficulty to ease violates one of e-literature's founding principles: that to read e-lit requires ‘non-trivial’ effort, whether that effort is physical interaction and/or cognitive complexity?” (2019). Su trivialidad compositiva les impide el acceso a los parámetros de la ELO, y su falta de voluntad estética y la imposibilidad de ligarlos a las prácticas literarias de vanguardia —requisito impuesto por Kaherine N. Hayles (2002) para los tecnotextos— las aleja de lo conocido como e-lit o literatura digital. Es decir, no hay un aprovechamiento de las ventajas y posibilidades digitales, sino que la red se usa como mero canal, como simple soporte de escritura, como un cuaderno antiguo, obviedad reforzada por el hecho de que esos poemas son publicados luego tal cual en libro, en los muchos casos de tuitpoetas que luego encuentran techo editorial. Como recordábamos en el texto colectivo citado, “Esta dinámica ya fue prevista por George Steiner al comienzo de los 70 en su ensayo ‘In a Post-Culture’, donde se leía que entre las crecientes tendencias de la poesía podía encontrarse una forma de ‘lyric circus: ‘do it yourself’ poetry possibly related to the use of computers’” (Molina, Mora y Peñalta, 2018: 305). Tanto de estas palabras de Steiner, como de un artículo de Paulo Leminski sobre cierta poesía alternativa brasileña de los 70 que “fue poesía hecha por gente extremadamente joven, poesía de un muchacho para otro, todos burlándose de Homero” (2018), podemos colegir que esto ya ha pasado antes, y que, como antes, es bastante posible que apenas deje rastro lector, fuera de la historiografía. Otra cosa es el efecto que pueda causar sobre la estructura del campo literario, que es precisamente el motivo que nos mueve a redactar estas páginas.





La sustitución de la contemplación por la autocontemplación, y de la lectura por la escritura adánica



Entre los “poetuiteros” (Hernández Montecinos, 2018) hay algunas personas de edad mediana, incluso madura, que seguramente escriben así por no tener más dotes literarias, pero ¿cuáles son los posibles motivos por los que numerosos jóvenes —no todos, por supuesto[5]— han confundido metonímicamente una poesía de baja intensidad con la poesía como fenómeno global? Aquí habrá que separarse por un momento de los textos y observar los contextos. En palabras de Antonio Méndez Rubio, “la poesía es hoy en día un claro reflejo de la pulsión hiperexpresiva y de la necesidad de reconocimiento que conllevan las nuevas pautas de orden”, añadiendo que “por su propia posición en el sistema cultural tradicional, la poesía más ingenua o inercial se entrega como pocos discursos y acciones a la hegemonía entre simpática y mesiánica del yo expresivo, del sujeto como autoimagen, del selfie” (2016: 20-21). En efecto, es una práctica ligada a los procesos de extimidad y al sujeto narcisista que hemos estudiado en trabajos como La literatura egódica (2013), El sujeto boscoso (2016) y La huida de la imaginación (2019), y muy directamente relacionada con una voluntad de participar a medio gas en los procesos públicos de falsa y rápida celebridad, ya sazonados y criticados a la vez en su momento, por Andy Warhol. El predominio de Instagram —esa red social concebida como la alfombra roja de los precarios, como alguien me la definió en privado con acierto—, en la difusión de la PPT es un claro ejemplo de esa voluntad de ser “famoso mediante la escritura”, algo que es casi un oxímoron. Sin embargo, hay que explorar las consecuencias de este hecho archisabido, dotándolas de un contexto socio-estético. A ello puede ayudarnos este párrafo de Fernando Castro Flórez:



Estamos atrapados en el exhibicionismo delirante de la propia nulidad, con una extraordinaria falta de pudor y un singular servilismo de las víctimas que participan, de una forma aparentemente gozosa, en el espectáculo de la humillación. Benjamin señaló que la Humanidad que, con Homero, había sido objeto de contemplación para los dioses del Olimpo, se ha convertido, ahora, en objeto de contemplación para sí misma. Su alienación ha alcanzado un grado tal que le hace vivir su propia destrucción como una sensación estética de primer orden. La confesión, conseguida en la oscuridad morbosa del encuentro con el sacerdote o en la disciplina más agresiva de los cuerpos, ha perdido cualquier sentido en el momento en que toda la gente quiere contarlo todo. […] Podríamos hablar de una reformulación del realismo que ya no es lo figurativo-académico sino la desnudez de lo que ‘acontece’, la integración, humorística o cercana al bostezo, de cualquier cosa. (2019: 74)



En efecto, el confesionalismo inane y agotador, en ambos sentidos del término, es una de las claves para entender la tuitpoesía —y buena parte de la narrativa autobiográfica y autoficcional contemporánea, como hemos expuesto en La huida de la imaginación—. Para estar ahí es preciso un goteo continuo de personalidad en las redes sociales, una constante emanación subjetiva —Rodríguez-Gaona explica esto muy bien en su libro—, para que el efímero brillo digital no palidezca. Para conseguir mayor efecto y más clientes, tensión comercial presente en algunas declaraciones de Marwan[6], se abandona cualquier complejidad y ambición, y el resultado es una forma poemática entendida como variaciones de elementos muy simples, tomados de uno en uno, o de dos en dos, para establecer fáciles comparaciones o asociaciones, como puede verse en la poesía de Elvira Sastre, muchas veces compuesta a partir de oposiciones pueriles (“uno es de donde llora pero siempre / querrá ir a donde ríe”, tuit de la autora de 17/01/2014, injertado luego como verso en su libro Baluarte). La extimidad fuerza a exhibir pulsiones constantes y, a ser posible, distinguibles por extremas, como en el caso de IreneX, quien refuerza esta performance psicodramática con sus vídeos de YouTube, plagados de confesatios non petitas. Pese a esa voluntad diferencial, el hiato no busca ser otra cosa, sino ser más de lo mismo, un ídem intercambiable más intenso: tomando un juego de palabras de Hernández Montecinos (2018), estos poetas no buscan desmarcarse, sino enmarcarse, convertirse en marca personal, convirtiéndose en mercancía intercambiable, algo que ya venía practicando algún vate de la poesía de la normalidad. En ese mercado de los afectos, el dinero son los sentimientos abaratados, como ya señalase en su momento Fernández Porta en Emociónese así (2012). En un dato común a prácticamente todos estos poetas, los sentimientos depreciados, privados de cualquier dimensión profunda o compleja que permita denominarlos emociones en sentido literario —à la Jane Austen, para entendernos—, comparecen expuestos o bien de forma brutal o vulgar, como en los programas televisivos del corazón tipo Sálvame —registro en el que cabe incluir también algunas autoficciones narrativas actuales—, o bien, como apuntase Juan Bonilla, los sentimientos afloran de forma cursi y aniñada[7], como si fueran textos de carpetas adolescentes o estampas motivacionales llenas de camas vacías, heridas metafísicas cubiertas con tiritas, amaneceres a solas, recriminaciones intensitas, gatos y citas de Paulo Coelho. Estamos, según Begoña Regueiro-Salgado, ante “visiones del amor estereotípicas, poco novedosas y llenas de lugares comunes” (2018: 72), estereotipos amorosos que, por cierto, eran característicos también de la poesía de la experiencia, según señalaron en su momento la mayoría de estudiosos de la lírica española —los serios, I mean—. En este sentido, discrepo de Rodríguez-Gaona, para quien “la simplificación y la banalidad, en ciertos casos, de las propuestas se deben, recordémoslo, a que están hechas para una sociedad definida por esas mismas características” (2019: 33), pues abundan los poetas tradicionales, tanto conservadores como vanguardistas, que escriben no “para”, sino al margen de, o en contra de esa sociedad banal, con ánimo de otorgarle contenido estético significante, de transformarla o, al menos, y como expresaba Jorge Riechmann años atrás, de trastornarla.



El otro factor apuntado en este subapartado, ligado al fenómeno PPT, es la sustitución de la lectura formativa por la escritura directa, adánica o naif, que se autosustenta en su nadería y en sus repeticiones involuntarias de lo ya escrito por otros. Según el escritor y profesor Luis Manuel Ruiz, “de pronto, todo el mundo quiere ser escritor, sin leer previamente, claro. La gente tiene como prisa, lee para acabar el libro, no para detenerse: lee novelas, o ensayos, con el mismo talante del WhatsApp. Eso afecta a la escritura” (en Luque, 2019), porque, como apuntaba Martín Caparrós en una entrevista, escribir sin leer “es como si uno quisiera aprender a tocar la guitarra sin haber escuchado música” (en Galán, 2015). Es relevante leer los textos que algunos profesores de secundaria —como el propio Ruiz, Taracido o Pedro Luis Menéndez (2019)— han dedicado a la figura del joven lector de la PPT, donde resaltan no sólo la terrible falta de lecturas de obras clásicas, sino la absoluta despreocupación por tenerlas, algo que he podido constatar de primera mano en mi episódica dedicación docente. En un sentido similar, otra escritora y profesora, la narradora estadounidense Sigrid Nunez, explica: “mis estudiantes tienen problemas con los clásicos, porque muchas de esas obras del pasado resultan verdaderos desafíos y no están entrenados en desentrañar obras exigentes. Algunos estudiantes me han confesado incluso que no quieren leer nada en absoluto, que no les gusta leer, que solo quieren escribir” (en Azancot, 2019; Nunez se extiende sobre este particular, esta vez en clave de ficción, en su sugerente novela El amigo). El resultado, en los más jóvenes autores de la PPT, es una escritura sin “oficio” (Moga, 2018) y un preocupante “borrado de la memoria literaria” que redunda, como apunta Manuel Rico[8], en una trivialización a ultranza.



            Por ese motivo, tampoco es posible vindicar la PPT como forma de poesía “popular” contemporánea; como explicó a la perfección José Corredor-Matheos en los recientes encuentros poéticos de Verines, la poesía popular tiene un componente de creación colectiva y anónima, basado en el conocimiento de la tradición existente y en el hondo respeto a la misma. Ninguno de esos respetables factores asoma en el individualismo egódico y el desconocimiento de la tradición poética característicos de la PPT.





La interesada confusión institucional



Relacionado con todo lo anterior, hay un factor de campo que ha sido ya mencionado por algunos estudiosos de la PPT como Unai Velasco (2017) o Álvaro Valverde (2017). Me refiero a la confusión interesada entre esta lírica de baja intensidad y la lírica tradicional de distintas intensidades —no pensemos que antes de la PPT no abundaban la mala poesía y las líricas “normalizadas”, como intenté mostrar y demostrar en el citado Singularidades (2016)— de varias maneras y mediante ciertos procedimientos torticeros. Si bien en sus principios los poetas instagrammers y poetuiteras mantenían sus esferas de actuación y difusión aparte, en los presuntos márgenes de la red y algunos bares de Madrid, sin que sus circuitos se mezclaran, diversos hechos acaecidos durante los últimos años demuestran con claridad que estas voces no sólo quieren el terreno digital y de actuaciones públicas que conquistaron al principio, sino que también quieren la parte tradicional del pastel. Incluso el poco prestigio literario que aún permanece, languideciente, en ésta. Y que algunas personas en el otro lado también están interesadas en esa mescolanza, por razones fáciles de adivinar.



El primero de los procedimientos torticeros de confusión sería invitar a los poetas PPT a los mismos festivales y encuentros que los demás, como si estuvieran en igualdad de condiciones artísticas, favoreciendo desde las instituciones “un apoyo corporativo a la poesía pop tardoadolescente” con el que “se regresa no sólo a un conservadurismo social, sino que, además, se propicia una involución tanto formal como discursiva” (Rodríguez-Gaona, 2019: 154). El segundo sería invitarlos a formar parte de jurados de premios de poesía, o concederles los mismos, lo que ha levantado las consiguientes sospechas de pagar con dinero público fichajes editoriales privados[9]. El tercer procedimiento es organizar desde la universidad encuentros académicos a los que también son invitados estos poetas, con un efecto legitimador, al estar presentes también en igualdad de condiciones y bajo la premisa de que deben ser escuchados, por un mal entendido principio democrático, como si yo pudiera ser invitado a un congreso de pintura en el MOMA sólo porque alguna vez he pintado de blanco los muros de mi casa. Utilizo la expresión muros para recordar que lo que hace un “poetanauta” (Moga, 2018) es colgar sus poemas, sin filtros ajenos —ni propios, por lo común— en su muro de Facebook o su perfil de Instagram. Lo increíble es que nadie vea factible que el MOMA me considere “pintor”, pese a que yo indudablemente pinte, pero numerosas personas y gestores culturales vean plausible la primera posibilidad, la de que las instituciones reclamen a poetas de tercera división a sus actividades, sólo porque “traen gente”, criterio que, llevado a sus extremos, acabará llevando a los festivales y congresos literarios a Belén Esteban o Lionel Messi, que también “traen gente” a mansalva. Belén Esteban, además, tiene libro publicado. No sé si estoy dando demasiadas ideas.



En cuarto lugar, de esos congresos nacen libros como el coordinado por Remedios Sánchez, Nuevas poéticas y redes sociales. Joven poesía española en la era digital (2018), en el que también pueden leerse en el mismo lugar y con la misma jerarquía artículos a favor y artículos ligeramente en contra de la nueva poesía, siendo cuidadosamente excluidas de estos volúmenes las voces críticas que hubieran lanzado una andanada de frente, no sólo contra la PPT, sino contra el propio mecanismo igualador de la coordinadora, que es una de las auténticas fuentes del problema. ¿Por qué se hace esto, qué ganan los profesores universitarios o poetas participantes en estas igualaciones? ¿Acceso a las editoriales que publican a los poetas pop tardoadolescentes y a sus adelantos editoriales, algo que pueden esos sellos permitirse gracias a sus grandes beneficios? ¿Una visibilidad institucional o académica que no tendrían escribiendo sobre la poesía de mayor intensidad, por falta de aliento crítico y de alcance teórico? ¿Legitimar sociológicamente a la poesía de la experiencia, ya que no cabe la legitimación artística, como algunas voces han señalado? De hecho, es muy sintomático que, sin apenas excepciones, los defensores de la tuitpoesía dentro del sector poético tradicional sean acérrimos defensores de la poesía de la experiencia o practicantes de la misma —véanse el artículo de Álvarez Miguel (2017) y la larga exposición de las concomitancias entre ambas corrientes de Velasco (2017)—.



Todos estos factores producen una confusión preocupante entre poesía de alta y baja intensidad, presentadas como si fueran la misma cosa. Pero es claro, también, que existe un hilo tonal, editorial y estético clarísimo entre la mala poesía PPT y la mala poesía aún dominante —ya no en lo poético, por fortuna, pero sí en lo institucional—. Y hemos podido asistir así al delirante hecho de que una poeta tan poco dotada como Elvira Sastre haya presidido jurados de poesía, como el premio Cáceres de 2018, por ejemplo, lo que demuestra que la institución convocante, o bien se confundió por sí sola al entender que la relevancia mercantil y mediática de Sastre era síntoma de una inexistente relevancia poética, o bien fue convenientemente confundida por alguien para equivocarse al respecto. Cualquiera de los dos supuestos es igualmente grave. Rodríguez-Gaona apunta una posible causa de todas estas confusiones:



En el plano sociohistórico, las actividades de los poetas nativos digitales, confirman los diagnósticos que Arthur C. Danto sostuviera sobre el fin de la historicidad artística en Más allá de la caja Brillo […] después del cuestionamiento de los grandes relatos. Inmersos en una poshistoricidad poética, no resulta imprescindible, digamos, escribir buena o mala poesía (valoración de difícil consenso), sino crear y consolidar un circuito de textos que sean asumidos como poéticos por una comunidad determinada (consolidada en base a la reciprocidad y la colaboración mutua). La validación será, posteriormente, recibida como una consecuencia natural del sistema, al reconocer su valor de mercado. (2019: 36)



Para deshacer este anacoluto, recuperar la historicidad y plantear unos criterios que impidan el sinsentido de mezclar churras con merinas y gradientes de calidad poética incompatibles entre sí, no hay más solución que hacer frente con argumentos e ideas a esa confusión interesada. Dejar de pensar qué puede perderse oponiéndose a esta tendencia —por ejemplo, dejar de publicar en Visor, o ser llamado a menos festivales y jurados—, y hacerlo con claridad y sin aspavientos. Basta con aclarar a las instituciones, o al resto de miembros del jurado que, a lo mejor, no es buena idea invitar a quien no ha demostrado merecimiento, o premiar al peor candidato, sólo para seguir siendo parte del machito. En serio: se puede escribir y participar en el campo poético, incluso con cierta visibilidad, sin participar en ese penoso espectáculo.





La ausencia del debate sobre qué sea la excelencia poética



Otra causa de la confusión es el hecho de que, en España, por lo reducido del mundillo o campo poético, se ha optado secularmente por eliminar el criterio de calidad como modo de referirse a las obras poéticas. Amparados en un cobarde no nos hagamos daño, como si elucidar la calidad de una poesía fuese mentar la calidad humana de su autor, ha sido un proceder muy extendido negarse a explicitar los criterios estéticos con los que cada uno construye su gusto, o escurrir el bulto ante juicios de valor positivos y, sobre todo, negativos. Al referirnos a un campo poético en el que no había demasiadas, aunque sí marcadas, diferencias de calidad, hasta ahora se habían producido disfunciones graves, pero no intolerables. Todos, salvo algunos llamados “radicales”, entre los que parece que me encuentro[10], parecían acomodarse a un sistema donde basta con hablar bien de los amigos para sobrevivir, siempre que no hables mal de la poesía de nadie. Pero con la PPT llegan de súbito las curvas y la preocupación, al surgir una poesía alejada de los espectros de valor hasta ahora existentes, una lírica de baja intensidad que, para colmo, concita la atención mediática y, lo que es peor, se adueña del poco espacio disponible en los estantes poéticos de las librerías, los pocos estantes restantes. Entonces llegan los llantos y el chirriar de dientes, y, de forma inopinada, los poetas a la defensiva consideran necesario introducir un criterio de calidad; criterio de calidad que antes quedaba cuidadosamente apartado, porque no le convenía a nadie y sólo lo utilizábamos algunos irredentos críticos literarios que pensábamos, y seguimos pensando, que la crítica es otra cosa, una auténtica evaluación estética de los textos leídos, a través de argumentos serios y sólidos a favor y en contra, con todas las consecuencias y sufriendo con estoicismo y cierta sorna los interminables boicots. La mayoría de poetas y críticos prefieren ponerse de perfil y no dicen nada, o desmigajan frases estratégicas, rezando por seguir publicando en Visor, seguir siendo invitados a festivales poéticos, a ser posible hispanoamericanos, y que reste un mínimo hueco en los anaqueles libreros para su próximo poemario. Otras voces algo más valientes, como Álvaro Valverde o Luis Alberto de Cuenca, al menos se oponen de raíz al fenómeno diciendo que es “la poesía no poesía” (Valverde, 2019), o la “para-poesía” (de Cuenca en Rico, 2019), lo que me parece desacertado por dos razones: primero, porque ni Valverde, ni de Cuenca, ni yo, ni nadie, somos guardianes de un sacro tarro de las esencias de lo que sea la poesía, concepto que además va mutando epocalmente; segundo, porque tal consideración extrapoética de la PPT es, de alguna manera, un reconocimiento del mismo problema que he apuntado más arriba: como se ha excluido el criterio de calidad, apelamos a las esencias. Como antes nunca habíamos hablado de mala o buena poesía, un debate previo celosamente hurtado, tampoco lo hacemos ahora, optando por incluir la ontología en el debate y discutir si la “poesía pop tardoadolescente” es poesía o no lo es. 




[Fotograma de un anuncio de ING]

Y en estos silencios se ha sumido desde los años 90 la mayor parte de las personas que forman la crítica poética española y, no pocas veces, la de narrativa. Es uno de los problemas de que coincidan en la misma persona la condición de crítico y de escritor: en las estrechas carreteras de la trayectoria personal brotan las estrategias de supervivencia y adelantamiento. Esto genera suspicacias que sólo desaparecen cuando esa persona, de vez en cuando al menos, se pega un tiro en su propio pie, haciendo que el criterio prevalezca sobre los intereses. Creo que no recordamos demasiados casos. Es decir: el grueso de la crítica española, como casi siempre, sólo sabe disparar hacia abajo; hacia los lados dispara muy poco, y hacia arriba nunca.



Lamento dar malas noticias, pero la PPT sí que es poesía —en el mismo sentido opinan Taracido (2015), Monroy (2017) y Torres Blandina[11]—, lo que ocurre es que, para el lector formado, es una lírica elemental, básica, de primaria, de carpeta adolescente, de baja intensidad, low cost, abaratada, sentimentaloide y bajuna, estilísticamente simple (“Instapoetry is simplistic, little more taxing than reading a meme”, Berens, 2019) y conceptualmente nula. En resumen, no tengan miedo a decirlo: es mala poesía, y punto. Sus practicantes, los más jóvenes, pues otros son ya talluditos y no tienen remedio, quizá tengan futuro poético si aprenden a leer[12], enriquecen su bagaje y sus registros técnicos y mejoran su escritura. Como antiguo jurista, creo en la reinserción social.



En una reciente entrevista, el profesor de teoría de la literatura David Viñas hacía esta reflexión, que coincide en bastantes elementos con la que estamos desarrollando:



Muchas veces se acusa de elitismo a la crítica tradicional por no ocuparse de estos nuevos autores de la red. Yo soy de los que piensa que hay que leer los textos y luego ya veremos si hay que activar algún gesto elitista. Cuando lees descubres que a veces no se habla de estos nuevos creadores no por elitismo, sino porque lo que escriben es muy malo. Y esto hay que decirlo. Y si descubrimos algo bueno, también hay que decirlo. Cuando el texto es el protagonista todo resulta más fácil. (en Iglesia, 2019)



            En efecto, hay que decirlo, tanto lo bueno como lo malo, porque de otro modo no se hace crítica literaria, sino pura palabrería gastada y gestualidad ampulosa de cara a la galería. El elitismo hoy en día es comercial y mercantil, como hemos expuesto en La huida de la imaginación, de forma que lo auténticamente elitista en nuestro presente es aliarse con las formas literarias de baja intensidad PPT, porque son las que venden y atraen atención mediática. Decir que una obra literaria es pésima no es un acto de elitismo, sino hacer nuestro trabajo como críticos y como lectores formados y responsables, del mismo modo que un cocinero que descarta un plato nefasto de su aprendiz, explicándole sus fallos. Y, como expongo en el ensayo antes citado, una forma elemental de demostrar la diversidad de valores es comparar textos que aborden asuntos similares. Así que a continuación transcribo uno de los poemas de Escandar Algeet publicado en su blog[13] el miércoles, 8 de julio de 2015, y, a continuación, un poema de un vate actual no canónico, Jorge Riechmann, de quien he escogido una pieza no esencial en su producción[14], el poema “Vellocino del dolor” (2011: 150-151):



No quiero sentimientos afilados

contagiando estas heridas egoístas

de pretender la selva sin ofrecer hogar a cambio.



No quiero el dolor de sentirme a gusto pulsando teclas

mientras trabajo el vacío

de un callejón sin salida a mí mismo.



Tengo un orfanato de perderte apuntándome un futuro

de prisa tarde

de nunca siempre.



Ahora que consigo amarte sin quererme matar

me pregunto con quién podré negociar

otro amanecer sin verte.



Qué tontería, todas estas cuchillas reunidas

sin sangre sudor ni semen

como un sacrificio sin víctima.



En ti nacerá la música.

Verte bailar seguirá siendo mi mejor motivo.

Que lo hicieras conmigo: mi suerte.









VELLOCINO DE DOLOR



La piel, metamorfosis

imperiosa del mundo.



Cauce de lo distinto,

distancia incorporada,

piel que sólo es límite hacia adentro.



Fundamento del símbolo,

metabolismo de tu realidad.



Piel creada

por las sales y luces del encuentro,

piel de revoluciones y caricias,

piel que nace al contacto de otra piel.



Poros hacia la noche,

pliegues que son besanas de los sueños,

arrugas donde otra aurora se aventura.

Tu piel es la memoria.



Arráncate, amor mío,

la costra estremecida.



            Los dos autores dirigen la voz elocutoria en primera persona hacia un que representa claramente la figura de la persona amada, mediante una forma versal. Ahí terminan las semejanzas. Para empezar, en el poema de Riechmann —que podría reactualizar oblicuamente el mito clásico del vellocino de oro— el uso de la segunda persona del singular es lógico, pues el sujeto amado es el objeto del texto; en el segundo, el parece una mera excusa para hablar del yo, omnipresente protagonista de la PPT, como ya se ha señalado[15]. Las heridas “egoístas” del primero se vuelven consciencia biopolítica en el segundo. Creo que saltan a la vista las abismales diferencias de construcción de imágenes, ritmo, cuidado de la expresión, estilo, profundidad semántica, ambición artística, complejidad y densidad intelectual —inexistente esta última, a mi juicio, en el poema de Algeet—. La ramplonería y la sencillez mal entendida presiden el poema de Algeet, frente a la estudiada claridad llena de sugerencias e imágenes de “Vellocino de dolor”. Si estuviéramos hablando en términos musicales, el poema de Algeet sería como una canción creada por mí, y el de Riechmann un tema compuesto por Bob Dylan. A un lector carente de tiempo y que agradece el consejo informado, como críticos literarios no podemos más que recomendarle exclusivamente la lectura de la poesía de Riechmann.



            Otra comparación de interés, pero para demostrar la otra cara de la moneda —esto es, el parecido entre una pieza de un PPT y otro de un poeta normalizado tradicional—, puede encontrarse en un artículo de Víktor Gómez (2014). Hay que decir que aunque algunos, y sobre todo algunas, practicantes de la PPT quieran darse ínfulas de poeta, otros han declarado con humildad que no se proponen escribir una poesía de altura, como César Brandon (en Martín, 2018), o se deduce de sus palabras la pauperización del entendimiento del hecho literario, como en el caso de Defreds: “[mis poemas] no son los mejores del mundo, pero le sirven a esa persona de 15 años que se acerca por primera vez a una librería. En vez de estar viendo la tele o fumándose un porro en el parque le ha dedicado unas horas a leer” (en Marinero, 2016). Declaraciones de humildad, por cierto, difíciles de encontrar en poetas tradicionales que tampoco hacen más que repetir esquemas manidos, o variaciones escolares de los temas y formas de siempre.





Conclusión



Recuerdo haber visto hace meses, en la mesa de novedades de una feria del libro, un poemario de una de esas jóvenes rompedoras, publicado por cierta ensotanada editorial. Una faja la anunciaba como ‘la poeta que la literatura española estaba pidiendo a gritos’, o algo así. Serán gritos de socorro, pensé al picotear en algunos poemas, o lo que fuese aquello.

Eduardo Moga (2018)



Si aborrece usted la mala poesía actual, debería haber leído la mala poesía anterior.

Josep Lerull (2016)



La peor consecuencia de no preguntarse por la excelencia o calidad de la poesía actual, en suma, es la renuncia a poseer instrumentos de medición que permitan valorar sin aspavientos, ni mesado de cabellos, el valor de un libro o de una obra poética, esto es: quedarse sin instrumentos y sin argumentos a la hora de confrontar, pacíficamente, a quienes reclaman en voz alta haber hecho una poesía de igual valor a los demás. Porque eso es lo que sucede cuando se renuncia a establecer los parámetros de excelencia: que cualquier mequetrefe puede venir y vindicar sus derechos, al haber renunciado tú a los tuyos. Al apartar los juicios, para crear un ambiente dócil de rebaño bien alimentado, no es posible oponer un juicio irrebatible al advenedizo que presenta sus gañidos como si fueran plantos, y sus plantos como si fueran elegías rilkeanas. Cuando se rebaja culturalmente el nivel a ras del suelo, todos los involucrados acaban manchándose de barro los pies. Así que ojalá la llegada de esta poesía de bajísima intensidad traiga un inesperado beneficio social y estético: hacer consciente al colectivo poético de que es necesario vindicar la buena poesía mediante la exposición de los criterios de calidad y las razones de por qué es nefasta la lírica inconsciente de la ambición artística, que ignora la más elemental tradición literaria. Así podremos aseverar, con conocimiento de causa, que la PPT es mala, y seguramente peor, pero no mucho peor, que gran cantidad de poesía de la experiencia premiada y de poesía hiperrealista de bajo vuelo que han sido publicadas en editoriales españolas conocidas, sobre todo Visor, durante los treinta últimos años.











Obras citadas



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[1] Declaraciones a entrevistador anónimo en “Rogelio López Cuenca: ‘Cansa el arte que solo vale los muchos dineros que dice que cuesta’”, Babelia de El País, 13/08/2019, https://elpais.com/cultura/2019/08/08/babelia/1565265775_251783.html.

[2] “Uno de los autores estrellas […] tiene 37 años. […] Otros autores del colectivo tienen su fecha de nacimiento bastante a cubierto, por lo que he visto, pero tengo la sensación de que los 20, e incluso los 25, los han cumplido ya todos… No hay ningún Rimbaud acá, ni ningún Félix Francisco Casanova” (Bellón, 2017).

[3] Al estudiar la difusión de la poesía hispanoamericana en los años 90, anota Guerrero: “Los poetas más jóvenes, y que al abrirse la década no disponen de un público consolidado, tendrían que buscar rápidamente otras vías para difundir sus poemas y para tratar de ponerlos en el mapa nacional o internacional mientras llega Internet y se abren las perspectivas de difusión en línea. También, para ellos, dentro de ese espacio público saturado, la batalla por ganar será la batalla de la visibilidad.” (Guerrero, 2018: 98).

[4] De hecho, en su ensayo Rodríguez-Gaona apenas habla de calidad literaria (específicamente sólo en las páginas 94 y 145), tocándose más cuestiones sociológicas, tecnológicas o de campo, que tienen un indudable interés, por supuesto, pero que quizá deberían dejar más hueco al tema de fondo: qué aporta literariamente esta PPT frente a las muy diversas corrientes que ya existen, y por qué tendría un lugar jerárquicamente inferior respecto a ellas.

[5] En su ensayo, Rodríguez-Gaona apunta una serie de nombres jóvenes que separa con cuidado de la “poesía pop tardoadolescente”, a los que cabe apuntar otros que apuntan dotes: Óscar García Sierra, María Martínez Bautista, Mario García Obrero, Rosa Berbel, José Ángel Baños, etc.

[6] Véase Alejandro Luque (2015) o Jaime Cedillo (2019).

[7] “A la salida del recital algunas asistentes llevarán lágrimas en los ojos y unos cuantos libros —junto a la puerta se venden los textos de los rapsodas— en el bolso. A pesar del gravísimo riesgo que corro de que alguna de las consultadas crea que quiero ligar con ella y por eso le pregunto, les pregunto (diciéndoles que estoy haciendo este reportaje): ¿qué ves en estos poetas? Las respuestas se parecen: dicen cosas bonitas, cosas que les importan, se sienten retratadas, dicen lo que les gustaría oírle en un susurro a la criatura a la que aman o lo que les gustaría decirle en un susurro a la criatura amada. El amor es el tema esencial del 90 % de las páginas de los libros que han convertido a la poesía en un género que vende miles de ejemplares. Sinceramente no creo que mucho de esta sobreviva a la propia generación sobre la que está derramándose y que una de las esencias de esos libros es la cursilería. No sé si algunos de los miles de lectores que consumen estos libros saltarán a otros poetas: nunca he confiado en que los best-sellers tengan de bueno servir de trampolín para llegar a otros libros, pero no hace al caso.”, Juan Bonilla (2015).

[8] “Los poetas, el llamado ‘mundo poético’ en su conjunto, ha de hacer frente a la triple eventualidad (¿al triple peligro?) de la desaparición del poeta a manos de la tecnología (‘poesía’ de máquinas), de la trivialización del texto poético en el mundo virtual y en las redes, y del borrado de la memoria literaria, poética, artística, sobre la que se asienta la poesía contemporánea, la tradición letrada.” (Rico, 2019).

[9] Véase Álvarez Miguel (2017b).

[10] “Con la radicalidad que le caracteriza, Vicente Luis Mora traza una detallada descripción de ese preocupante estado de cosas, tal vez (y por desgracia) no muy alejado de la realidad” (González Moreno, 2017: 93). A lo mejor ser radical hoy en día significa hacer diagnósticos acertados en un sistema cultural organizado para no hacerlos.

[11] “Por un lado, los poetas de la tradición, que ven en los jóvenes que triunfan en la red el fin de la poesía, que se niegan incluso a llamarla poesía, sin darse cuenta de que gran parte del problema es que están valorando con ojos del siglo XX la poesía del XXI. Por otro lado, los jóvenes poetas, que piden un respeto y confunden los likes con la calidad literaria. Ambos son hijos de su tiempo” (Torres Blandina, 2019).

[12] Manuel Rico (2019) cita una conversación en Granada con dos de estos poetas, que demuestran desconocer por completo la tradición poética, con la significativa excepción de Ángel González. En otro momento comentaré una parecida y jugosa experiencia personal.

[13] http://escandar-algeet.blogspot.com/2015/07/hay-que-ganarse-la-vida-dicen-ganarsela.html.

[14] Como prueba el hecho que no se cuente entre los poemas de Riechmann que seleccioné para La cuarta persona del plural. Antología de poesía española (1978-2016).


[15] “Las características que acompañan a todos estos textos y libros son bastante similares, y parten de un abuso del yo y de la primera persona; de un extraordinario divorcio con el medio social; de una búsqueda infantil y constante de la facilidad y los juegos de palabras; de un vocabulario y unos temas recurrentes que parecen sacados de un prospecto (además de hacer pasar por originales calcos de versos ya escritos por otras personas); y de un abuso de la prosa que no puede calificarse de prosa poética o prosa vertical por no cumplir tampoco con sus cánones.”, Adrián Salcedo (2018).