domingo, 23 de junio de 2019

El trance lector de Alan Pauls




Pauls, Alan (2018). Trance. Buenos Aires: Ampersand.

Muchos son los libros devorados sobre la lectura, sobre el hecho de leer como práctica sostenida a lo largo de una vida, pero pocos tienen el plástico equilibrio de Trance, de Alan Pauls (Ampersand, 2018). 


Llama la atención cómo el prosista argentino es capaz de tejer de nuevo la “continuidad entre libro y mundo” (p. 24), rota por la mala vista y por la cesura entre el culturalismo del lector adulto y la inocencia inmersiva consustancial al lector niño. 


Como en todo lector obsesivo, la práctica se llena de mitos propios y de ajenos pensados como propios; así sucede con esa imagen de Pauls antes de saber leer con un libro en las manos, sostenido al revés, que piensa suya y acaba encontrando luego en los Diarios de Ricardo Piglia. 


Es decir: el mito lector como una otredad (la de un yo reelaborado) erigida sobre una otredad (la de Piglia) alzada sobre una otredad (la propia de la lectura, pues leemos siempre a los demás; leerse a uno mismo se llama “corregir”).


Ese fantástico equilibro de Trance es el arco trazado entre las nervaduras biológicas de la lectura in extenso como plataforma de crecimiento vital y la lectura como fuente de conocimiento y cultura. 


Entre la aventura libérrima y la referencia erudita:


Es decir, entre la historia de un yo y la histeria de sí.


La situación ideal de lectura para Pauls es un avión (a nadie le importa, pero la mía es a bordo de un tren; de hecho, es en un tren a Madrid donde leo el libro de Pauls), porque la lectura en trance que describe se basa en la privación sensorial, en el vaciado de todo lo demás.


La lectura se basa en una carencia: la de interrupciones (no de distracciones, que es otra cosa, porque a veces es la propia lectura la que distrae, al tiempo que abstrae, llevándonos a otros pasajes, y ése es el secreto de su poder de seducción).


La interrupción es lo exterior al libro, parece decir Pauls, mientras que la distracción es siempre interior, psicológica, con vocación imaginativa.


La lectura como perpetuum mobile, el único que no contradice la segunda ley de la termodinámica. Leer como mise en abyme: “Leer (como pensar) es un verbo architransitivo, cuyo horizonte de objetos no tiene límite” (p. 42).


Leer como una suerte de enfermedad mental, una compulsividad que nos otorga un asidero inestable, perecedero e irrenunciable, y cuya discontinuidad extendida es una metáfora de nuestra propia identidad (como lectores y como no lectores). 


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[Relación con editorial y autor: ninguna]


 


viernes, 21 de junio de 2019

Las interfaces inmersivas de la narrativa contemporánea



El presente artículo, publicado en el último número de la revista Caracteres, presenta una tipología de interfaces narrativas inmersivas —algunas gráficas o textovisuales y otras semánticas—, vinculándolas con el antiguo concepto del Velo de Maya, una imagen simbólica descrita en las Upanishads y retomado por Schopenhauer, que defiende la existencia de una especie de membrana interpuesta entre la realidad y el ser humano. En novelas como Cero absoluto (2005), de Javier Fernández; El rey del juego (2015), de Juan Francisco Ferré; Turistia (2016), de Pablo Rodríguez Burón, Punto Cero (2017) de Yolanda González o The Artifact (2018) de German Sierra se aprecia con claridad cómo la Realidad Virtual se considera una interfaz tecnológica dirigida en la ficción por entidades opacas que persiguen la desinformación y el control de los ciudadanos, un Velo de Maya tecnológico que la ficción pretende traspasar.

Enlaces para descargar el PDF:

https://www.academia.edu/39635548/La_diversidad_de_interfaces_inmersivas_en_algunas_novelas_espa%C3%B1olas_contempor%C3%A1neas_la_Realidad_Virtual_narrativa



http://revistacaracteres.net/revista/vol8n1mayo2019/

martes, 18 de junio de 2019

No borrar: una poética de trabajo

Hace unos días me encontré con un destello de suerte con el que no contaba. Se me había ocurrido una idea para trenzar una línea de trabajo, a la vez creativa y de investigación, pero no terminaba de encontrar el ajuste entre la teoría y la práctica. Frente a la escasez de ejemplos recopilados, la red teórica era frondosa y clara, a la vez amplia y huérfana de un corpus más extenso al que envolver y al que dar forma. Me tenía preocupado el asunto, porque suele sucederme al revés: partir de cientos de casos, de textos, de libros, sobre los que debo ir construyendo inductivamente una hipótesis.
            Pero la suerte llegó de un modo inesperado. Al introducir en un documento antiguo un dato de actualización, tecleé el párrafo y luego me dejé ir por el archivo, avanzando páginas y páginas, sólo por la curiosidad de saber qué había ido almacenando lustros antes en sus 360 folios. Vi algún artículo ya publicado, un par de capítulos insertos en libros colectivos, y luego una foresta inculta de citas y reflexiones que se extendía durante páginas y páginas. Y allí, en un sector acotado bajo un nombre genérico, estaba. Allí, a lo largo de unas veinte páginas, se extendía el corpus de decenas de novelas, relatos y poemas que tan arduamente necesito ahora. En su momento dejé de añadir elementos a esa zona del archivo, tras años de paciente labor recolectora, porque consideré que era un páramo textual superfluo, y que no me iba a añadir nada. Hoy parece un hermoso campo de trigo listo para la cosecha.

 [Imagen]


El añorado físico y humanista Jorge Wagensberg explica, en parte, el porqué de este trabajo inconsciente de ayer para hoy desde una perspectiva científica, al examinar los distintos procederes funcionales de la selección natural y de la selección cultural. En la primera, decía el científico, “preservar lo superfluo es […] muy frecuente en la selección natural aunque francamente muy raro en la selección cultural. La única condición para que la naturaleza retenga lo superfluo es que no moleste, es decir, que no complique ninguna función vital”, mientras que la selección cultural tiende a eliminar lo que no funciona desde un primer momento. “Es un matiz fundamentalísimo de la selección natural: la solución precede al problema”, aclara Wagensberg, que pone el ejemplo de las plumas en los dinosaurios: “Está claro que un animal (una especie) no puede esperar treinta mil años a que le salgan las plumas si resulta que el clima se hace bruscamente frío y húmedo. Sólo se adaptan los que en su día retuvieron una novedad entonces aparentemente inútil”[1]. Cuando escribimos o trabajamos intelectualmente, para no saturarnos tendemos a borrar, a eliminar, con el deseo de no perdernos en la intrincada selva documental y evitar que nos atosiguen las referencias. Pero, quizá por autodidactismo, siempre opté por guardar en otra parte, por acumular sin tirar, por acopiar copias, por sostener el síndrome Diógenes como si fuese una virtud. Gracias a esa mala costumbre, más propia de la selección natural que de la cultural, de guardar lo innecesario, encontré lo superfluo antiguo convertido en riqueza presente, en ventaja evolutiva aprovechable. Había compilado los ejemplos antes de construir la luz teórica capaz de iluminarlos.
            Los pingüinos utilizaron sus alas vestigiales para una nueva función biológica: nadar. El falso pulgar del panda rojo, los huesos de los vertebrados (de antiguos reservorios de calcio a esqueleto flexible para permitir tamaños más grandes y movimientos más veloces), lejanos colores de camuflaje convertidos en armas de seducción, o viceversa, son otros casos naturales de exaptación, término que dieron Stephen Jay Gould y Elizabeth Vrba en 1982 a esta estructura biológica readaptada evolutivamente. La naturaleza conserva lo antiguo por si, en algún caso, vuelve a cobrar vigencia y sentido. Otras veces se pierde.
Quizá lo que hoy eliminas por sobrante sea lo deseado dentro de diez o veinte años.
No borrar: una poética exaptiva.






[1] Jorge Wagensberg, Yo, lo superfluo y el error. Barcelona: Tusquets, 2009, p. 54.

domingo, 9 de junio de 2019

Esquejes sobre luz y literatura







[Ponencia divulgativa en la Jornada sobre la Luz de la Confederación Española de Sociedades científicas (COSCE), Madrid, 6 de junio de 2019]




Esquejes sobre luz y literatura



En primer lugar, me gustaría agradecerles su presencia y su futura paciencia durante el tiempo que durará esta charla, por ser la menos científica y la menos talentosa de todas. También quiero agradecer a ASETEL, la Asociación Española de Teoría de la Literatura, que haya pensado en mí para este evento, supongo que por mi constante interés en la unión de ciencia y literatura, o quizá por ser el único miembro que, al estar fuera de la Universidad, no tiene que corregir en estos días centenares de exámenes.



1) Luz como ente(lequia)



Cuando el filósofo Víctor Gómez Pin se plantea expresa y pertinentemente en Filosofía. Interrogaciones que a todos conciernen (2008) el esbozo del “catálogo relativo a qué ha de saber un filósofo”, que casi podríamos extender a cualquier intelectual contemporáneo, su lista incluye un vasto repertorio de materias: “Tal saber incluye necesariamente aspectos relativos a genética, lingüística, mecánica clásica, mecánica cuántica, Teoría de la Relatividad, teoría matemática de Conjuntos, topología algebraica, teoría físico-matemática del campo, teorías ondulatorias de la luz y del sonido, momentos de la historia de la teoría musical, historia conceptual del arte… y un no muy largo etcétera”[i]. No está mal para empezar, desde luego. Hoy seguramente añadiría la neurociencia y la inteligencia artificial.

Si nos preguntamos qué saben de ciencia los escritores contemporáneos, y, en concreto, qué saben de la luz, la respuesta es más sorprendente de lo que podía esperarse en un principio. Pero, si les parece, iremos dando esa respuesta poco a poco, inductivamente, y discúlpenme que utilice este modo empirista entre un colectivo que trabaja, supongo, con el método deductivo en su inmensa mayoría, pero hoy actuaré más bajo la protección luminiscente de Carnap que tras el escudo fotovoltaico de Popper.




2) Luz como metáfora

           

El primer territorio en que los escritores actuales utilizan la luz es, por supuesto, la metáfora. Ustedes me dirán que una metáfora no es un ente físico, y tendrán razón, pero sí es una entidad conceptual cuya ontología viene salvaguardada por la fenomenología artística y literaria. E incluso, yendo más allá, si en la sala se encuentra algún neurocientífico que aplique el enfoque cognitivo a las ciencias del lenguaje, nos recordará que la metáfora es también preconceptual y que es el modo habitual en que las personas construyen su relación con el mundo, no sólo a nivel discursivo, sino comprensivo. Lakoff y Johnson establecieron en Metaphors We Live By (1980) y otros textos su Teoría de la Metáfora Conceptual para explicar de qué modo las metáforas, incluida por supuesto la de la luz, están entre nosotros y dentro de nosotros —estructurando nuestro pensamiento, tanto intuitivo como consciente—, arrojando luz sobre los fenómenos externos. En esta última frase, por ejemplo, hemos visto un uso metafórico de la luz, uno de los más frecuentes, por el cual el entendimiento sería una proyección de luz sobre la realidad fenoménica. Incluso para aquellos filósofos realistas especulativos hoy de moda que sostienen, y estoy de acuerdo con ellos, que existe un ahí fuera ontológico, lleno de objetos físicos, energías y las cuatro fuerzas que existen con independencia de que los percibamos o no, esa misma deducción es metafórica, establece que hay un dentro y un fuera del ser, y que la “realidad” —entrecomillada como recomendaba Nabokov—, es lo exterior, sito frente a nuestro interior. Al paso conceptual entre uno y otro se le denomina en humanidades arrojar luz, e iluminar a alguien, según el diccionario, es hacerle entender un extremo o concepto. Es decir, hay una correspondencia entre dos dominios, uno meta y otro fuente, por utilizar la terminología de Lakoff y Johnson, en que el mismo pensamiento es la luz, la luz interior o la luz del alma, según la antigüedad de la imagen. Recuerden que hay un siglo entero, el XVIII, al que por el empuje del racionalismo filosófico y el deseo de ilustración llamamos, no por casualidad, el Siglo de las Luces.



Jorge Luis Borges, un escritor al que nos referiremos hoy un par de veces, porque pensó mucho a la luz de la filosofía y de la ciencia —ahí tienen, por cierto, otra figuración lumínica—, escribió en Luna de enfrente (1925), en los comienzos de su trayectoria literaria, un poema titulado “Calle con almacén rosado”, donde podemos leer estos versos: “yo forjo los versos de mi vida y mi muerte / con esa luz de calle”. Empeñado en una fundación mítica de la ciudad de Buenos Aires, esto es, en una recreación de una ciudad que ya contaba no sólo con historia, sino también con mucha literatura, Borges entiende en libros como Luna de enfrente o Fervor de Buenos Aires que su mirada nueva requiere de un elemento fundamental, de una luz nueva. Y esa luz es “luz de calle”, es el resplandor urbano que por entonces él aún podía percibir, pues aún quedaba lejos el accidente de finales de 1938 y la posterior septicemia que convertirían su debilidad visual congénita en un proceso de enceguecimiento. Como dijimos en El lectoespectador, la modernidad de una literatura está en su modo de mirar su tiempo, y Borges quiere mirar en 1925 con esa luz de calle, para encontrar una expresión poética a la altura de su mirada distinta, utilizando para ello los recursos de la vanguardia literaria que había conocido muy bien en sus viajes por Europa, especialmente gracias a su contacto con los poetas ultraístas andaluces en Sevilla, pese a su rechazo posterior. Ese contacto con la vanguardia, aunque sea para negarla después, es necesario para refundar una literatura, como dijimos en otro ensayo, titulado significativamente, La luz nueva, o para renovar la mirada sobre la misma, que es en puridad lo que hizo Borges: mirar la literatura de todos los tiempos de una forma única y singular, para arrojar sobre ella una luz desusada, actualizadora.





3) Luz oximorónica



El hecho de que Borges fuera perdiendo progresivamente la vista, y con ella la percepción de la luz, tiene seguramente algo que ver con la progresiva abstracción que su obra literaria va teniendo con los años, cada vez más intelectual e histórica y menos plástica. En su relato “El zahir”, perteneciente al conjunto de cuentos El Aleph (1949), un Borges ya tardío nos recuerda que “En la figura que se llama oxímoron, se aplica a una palabra un epíteto que parece contradecirla: así los gnósticos hablaron de luz oscura; los alquimistas, de un sol negro”[ii]. Quizá no es casual la aparición de ese contrasentido lumínico en un momento en que el escritor argentino había perdido buena parte de su visión. La luz pasa de blanca a negra. Pero, en realidad, lo que hace Borges ahí es, de nuevo, releer la historia y la tradición literaria. Porque estas ideas de un sol oscuro, o de una luz negra, son imágenes constantes en la cultura occidental, que a veces han corrido subterráneamente, bajo formas esotéricas. Lo curioso es que estas visiones de la luz oscura, tan poéticas, podrían tener una correlación científica. Como ustedes saben mejor que yo, en el último siglo y medio se han descrito tres efectos que tenderían hacia la explicación de la luz como un fenómeno corpuscular, frente a quienes postulaban su naturaleza ondulatoria, antes de llegar al acuerdo de doble composición actual. Esos tres efectos eran el efecto Compton, el efecto fotoeléctrico, desarrollado con éxito por Einstein, y el llamado efecto de cuerpo negro. Para no equivocarme, o equivocarme menos, tomo la definición de Wikipedia:



Un cuerpo negro es un radiador teóricamente perfecto que absorbe toda la luz que incide en él y por eso, cuando se calienta se convierte en un emisor ideal de radiación térmica, que permite estudiar con claridad el proceso de intercambio de energía entre radiación y materia. La distribución de frecuencias observadas de la radiación emitida por la caja a una temperatura de la cavidad dada, no se correspondía con las predicciones teóricas de la física clásica. Para poder explicarlo, Max Planck, al comienzo del siglo XX, postuló que para ser descrita correctamente, se tenía que asumir que la luz de frecuencia ν es absorbida por múltiplos enteros de un cuanto de energía igual a hν, donde h es una constante física universal llamada Constante de Planck.



La idea de cuerpo oscuro es bastante poética, sobre todo si le añadimos la idea de que ese objeto emita luz, sólo que una luz coherente con su estado, esto es, una luz negra. De “luz negra y radiante” habla por ejemplo el poeta Gabriel Celaya, disfrazado bajo su heterónimo Rafael Múgica[iii], y el libro de ensayos de Andrés Sánchez Robayna La luz negra (1985) se abre con este oscuro, pero luminoso a la vez, epígrafe de José Lezama Lima: “Después que la luz o el tiempo dimensión rebasaron el obstáculo en su potencial negativo, vuelve a buscar nuevos puntos de reconstrucción que fraccionan de nuevo al hecho para volverlo a unir en una nueva serie de puntos luz”[iv]. De nuevo aparece la idea de reconstrucción, de mirar de otra forma o bajo otra luz para replantear y refundar la realidad. La otra expresión, “sol negro”, suele asociarse a la depresión, desde el libro de Julia Kristeva Soleil noir: Dépression et mélancolie (Gallimard, 1987), que utiliza un verso del poema “El desdichado” de Gérard de Nerval, del que reproducimos la primera estrofa:



Je suis le Ténébreux, - le Veuf, - l'Inconsolé,

Le Prince d'Aquitaine à la Tour abolie :

Ma seule Etoile est morte, - et mon luth constellé

Porte le Soleil noir de la Mélancolie.



Yo soy el tenebroso —el viudo —el sin consuelo,

Príncipe de Aquitania de la torre abolida,

murió mi sola estrella —mi laúd constelado

ostenta el negro Sol de la Melancolía.

(Traducción de Octavio Paz)

           

Estas visiones oscuras de fenómenos en principio luminosos y alegres son una constante en la poesía romántica del XIX y gozan de un ritornelo en la modernista de principios del siglo XX, donde se deslizan en las obras literarias numerosos elementos reelaborados del romanticismo, pero también tomados de leyendas y mitos que no ocultaban su naturaleza esotérica. “En una época madura y cansada, los productos de la movilidad del espíritu comienzan a solidificarse en una masa negativa, en un ‘sol negro’ que produce un efecto invernadero allá donde se proyecta su sombra”, ha expuesto el sabio Fernando R. de la Flor[v], y quizá el romanticismo y el modernismo sean las épocas cansadas por excelencia de la literatura, las únicas donde la muerte y la oscuridad no sólo no están mal vistas, sino que proyectan un halo de esperanza. Los símbolos de las antiguas tradiciones alquímicas han seguido sembrando la cultura de alusiones y referencias, como estudió Carl Gustav Jung en Psicología y alquimia, y esa idea de la luz oscura tiene larga raigambre en la literatura y en el pensamiento. El filósofo francés André Comte-Sponville, en su libro Lucrecio. La miel y la absenta (2009), hace un recorrido por la obra del poeta y filósofo latino Lucrecio (siglo I a.C.), autor del vasto poema De rerum natura, una de las magnas obras que nos ha dejado Roma, y que es una mezcla de poesía y filosofía, una de esas extrañas emulsiones posibles en la antigüedad y que hoy parecen mal vistas en tiempos de triunfo de una poesía sencilla y “tardoadolescente” (Martín Rodríguez Gaona, La lira de las masas). Una excepción clara sería el excelente poema extenso La luz oída (1996), de Eduardo Moga, un canto cósmico, solar y visionario que cuenta entre sus epígrafes de partida, no por casualidad, uno del De rerum natura lucreciano. Comte-Sponville conforma el sustrato argumentativo de su ensayo también a partir de uno de los versos de Lucrecio, “sobre un tema oscuro, mi luminoso canto” (IV, 8-9), para colegir que el tema oscuro sería el pensamiento de Epicuro, mientras que el luminoso canto se constata como la aportación sustancial del propio poeta. Lucrecio fue un personaje sobre cuya peripecia vital se tienen pocos datos, pero que legó a la humanidad una versión poética sobre la naturaleza en el epicureísmo que ha seguido teniendo lectores y estudiosos hasta el día de hoy, por su potencia lírica y filosófica y su negación de todo lo “sobrenatural” (p. 84). Como lírico, ha influido a poetas y pensadores de todas las épocas, como Fray Luis de León, Poliziano, Spenser, Montaigne, Molière, Goethe, Schlegel o Byron[vi], y fue incluido por George Santayana en su estudio Tres poetas filósofos: Lucrecio, Dante, Goethe. Desde Lucrecio, por tanto, cobra cuerpo la idea cultural, casi siempre soterraña, de que la creación del mundo está ligada, no a la luz y a la sombra, sino a una luz blanca y otra negra, que se combinan ferazmente para producir el contraste o dialéctica de opuestos necesario para la vida. Entendida de este modo fértil, en palabras del poeta Marcos Canteli, “la claridad se tatuaba con tinta negra”, porque “la escritura sana / cuando incorpora sombras”[vii]. Así lo recuerda Sánchez Robayna, en la “Nota preliminar” a La luz negra: “El título general de estos ensayos alude al signo mismo de la escritura. L’homme poursuit noir sur blanc, escribió Mallarmé. El hombre busca -y se busca- en la iluminación de tinta, en la luz negra” (p. 11). Según este diagnóstico, la literatura, toda la literatura, sería la luz negra que el hombre arroja sobre lo existente; es la proyección, clara y oscura a la vez, con la que iluminamos el mundo. Esto nos liga con otra dimensión de la metáfora lumínica relacionada con la creación, no sólo con la creación artística, sino asimismo con la creación del universo.




4) Luz cósmica



Severo Sarduy escribió en 1974 un libro de poemas titulado Big Bang, donde lo cósmico, lo órfico y lo sentimental se entretejían en una obra singular, casi inclasificable, que parte de un “estallido de la vacuidad”, como Gustavo Guerrero asevera sobre Severo en la introducción a su poesía reunida. Poemas amorosos y eróticos se mezclan en Big Bang con citas científicas literales y hondas reflexiones sobre la materia y la luz, luz que tiene en el libro una importancia seminal —en todos los sentidos del término—. Sarduy teje un tapiz de referencias casi imprevisible, pero en el que creemos ver una metáfora sobre la riqueza y vastedad de los fenómenos observables, por un lado, y de su propia imaginación, por otro. Entre sus imágenes hallamos, precisamente, la de la “luz negra”, que enlaza a la de un “sol fósil”[viii], esto es, un sol que ha dejado de serlo y que, como explica en su poema dedicado a las estrellas conocidas como “Enanas blancas”, alcanza con éxito el mejor fin de todo sol: dar interminablemente su luz hasta extinguirse. En otras palabras, la finalidad de un cuerpo solar es apagarse; su súbita oscuridad es el hecho feliz que redondea su existencia, pues significa que ha agotado toda su reserva lumínica y consumido su capacidad de irradiar fotones. Sarduy no ignora, puesto que la explicita, la teoría científica sobre la “luz fósil”, que puede ser una prueba del Big Bang, el “testigo de la explosión que dio origen al universo” (p. 85), y que aún reverbera de forma detectable.



Ese décalage temporal entre la emisión de la luz estelar y su recepción por nuestros ojos o instrumentos ha dado pie a uno de los motivos científicos más abundantes en la literatura actual, aunque cuenta con luenga tradición. Por ejemplo, Gustave Flaubert se había hecho eco del fenómeno del desfase lumínico alrededor de 1881, en su inacabada novela Bouvard y Pécuchet: “La velocidad de la luz es de ochenta mil leguas por segundo. Un rayo de la Vía Láctea invierte seis siglos para llegar a nosotros, de tal forma que, cuando observamos una estrella, ésta pueda ya haber desaparecido. Algunas son intermitentes, otras ya no vuelven nunca; y cambian de posición. ¡Todo se agita, todo pasa!”[ix]. Las consecuencias digamos “metafísicas” de la demora receptiva las explica el poeta Jenaro Talens: “si la luz de una estrella [...] viaja por el espacio miles de años y llega a nosotros en la actualidad, lo que vemos como luz no es presencia sino la huella de una ausencia [...] La idea me parecía fascinante porque, de hecho, ¿lo que inscribimos en nuestro presente como recuerdo del origen, no es también la huella de la muerte?”[x]. Esta misma imagen, la de la luz retardada de las estrellas muertas, que ya había fascinado también a Robert Musil[xi], Gregor von Rezzori[xii], Roland Barthes o Susan Sontag, ha sido utilizada en la literatura contemporánea por César Aira[xiii], Roberto Bolaño[xiv], Rikardo Arregui, Pablo García Casado[xv], Ricardo Menéndez Salmón[xvi], Rodrigo Blanco Calderón[xvii], Jesús Carrasco[xviii], Javier Moreno[xix], Mario Cuenca[xx], Antonio Gracia[xxi], Agustín Fernández Mallo[xxii], Andrés García Cerdán[xxiii], Sergi de Diego Mas (“todavía veo estrellas que ya dejaron de existir”[xxiv]), Ben Clark (Omage a la oscuridad”), Roberto Valdivia[xxv] o Juan Bello Sánchez[xxvi]. Como vemos, una misma cosmovisión, la científica, impregna el modo de escribir de estos autores de forma similar, apreciando en lo contingente —la luz—, no lo trascendente, sino las consecuencias digamos metafísicas que tiene su propia y finita inmanencia. Todo lo que se origina, parecen decirnos los textos, tiene en el mismo hecho de su nacimiento la perspectiva de la llegada, del des/aparecer. Recuperando el verso de Lowell, lo nacido puede decir “he hablado la extinción hasta la muerte”. Cabe agregar: desde el comienzo.



No son pocos los escritores, tanto poetas como narradores, que han entendido que la luz que viene del cielo por la noche, cuando hay luna nueva y sólo cuelgan de nuestra cabeza las estrellas, es tan negra como blanca, como si el cosmos emitiese negror a la vez que luz estelar. Los escritores parecen percibir esa mezcla en forma de energía, como tal se puede ver en algunas obras. Por ejemplo, en este magnífico párrafo de Don DeLillo, incluido en su novela Point Omega, que les traduzco:



Antes de entrar en el interior Elster apretó mi hombro, diríase que de forma tranquilizadora, y yo permanecí en la terraza un rato, demasiado hundido en mi silla, en la noche misma, para alcanzar la botella de escocés. Detrás de mí, la luz de su dormitorio se proyectó hacia fuera, iluminando el cielo; y qué extraño parecía, la mitad del cielo acercándose, todas esas masas incandescentes incrementándose en número, las estrellas y constelaciones, porque alguien encendía una luz en una casa en el desierto, y yo lamentaba que él no estuviese ahí para escucharle hablar sobre esto, lo lejano y lo próximo, sobre lo que creemos que estamos viendo cuando no lo vemos[xxvii].



O en estos versos de Diego Doncel, donde el personaje conduce a solas de noche por una carretera despejada, y piensa en estos términos:



La mirada se pierde no en el tramo de carretera

que tengo ante mí, sino en las altas

profundidades astrales.

No me hago ninguna pregunta.

La sensación de volar es muy intensa

cuando traspaso la arista de los cambios rasante.

Las explosiones del motor, el ruido

con que el alquitrán succiona los neumáticos,

el roce de la chapa y de los plásticos,

me hacen pensar en las explosiones

de hidrógeno y de helio allá arriba,

en el movimiento de la materia celeste,

en la energía de la luz cruzando el espacio.[xxviii]



Unos versos que me recordaban, desde la natural diferencia, estos otros de Javier Moreno en Cortes publicitarios: “alcanza / la velocidad de las cosas / Mira la luz que intenta / darse a la fuga / y casi lo consigue / Huye tú también. Síguela / si puedes”. O estos versos de la peruana Blanca Varela en este fragmento de “Canto villano”:



aniquilar la luz

o hacerla



hacerla

como quien abre los ojos y elige

un cielo rebosante

en el plato vacío.



La luz, en sus distintas formas y planteamientos, es una obsesión para los escritores de todos los tiempos. Los escritores, especialmente los poetas, han sido considerados como iluminados, quizá por dar pábulo a sus Iluminaciones, que es el título que dio Arthur Rimbaud a uno de sus mejores libros. Harold Bloom, por ejemplo, ha podido estudiar el modo en que Dante y Milton utilizan la luz en sus obras, siempre con el trasfondo de la divinidad[xxix]. Los libros que incorporan la palabra “luz” en su título son incontables, y más infinitos aún aquellos en que la luz ocupa un lugar significativo en su interior, o que arden en la Light in August (Faulkner) o en Luces de bohemia. En la exposición que tienen ahí fuera, a la salida de la sala, en esta Biblioteca Histórica de la UCM, pueden ver un poema de José Hierro, titulado “Entre árboles”, que termina con estos versos: “Narcisos duplicados en el río / navegaron a la deriva, en busca de la luz, / la luz que fue el principio y será el final”[xxx]. Para responder, por tanto, a la pregunta de si los escritores actuales saben lo que es la luz, desde el punto de vista científico no lo tenemos del todo claro, pero sí saben usarla con fines estéticos.



Quizá sería oportuno cerrar con el conocido poema de la estadounidense Sarah Howe, bastante fiel a la teoría einsteniana, en la traducción de Sergio Eduardo Cruz. Con estas líneas me gustaría concluir, agradeciéndoles su atención:





RELATIVIDAD



            para Stephen Hawking



Cuando despertamos, movidos por el pánico, en la oscuridad

nuestras pupilas se aferran a la forma de las cosas conocidas.



Los fotones sueltos de sus rendijas como sabuesos husmeantes

revelan la doble naturaleza de la luz en sus sombras contenidas



que llenan de rayas un laboratorio sin luz, y ya no son partículas,

sino que ondean para dar a todas las certezas su despedida.



Porque, ¿qué es certero en un universo que hace efecto doppler

como si fuera el grito de una sirena a media noche? Se diría



que una luz vista desde arriba o desde abajo cuando se mueve el tren

explica certeramente por qué el tiempo se dilata como una tarde



perfecta: predice agujeros negros donde se entrecruzarán las líneas

rectas, cuyos horizontes pesados no serán conocidos siquiera



por la luz de las estrellas. Si a tanta abstracción podemos llegar,

¿podrán nuestros ojos alguna vez acostumbrarse a la oscuridad?















[i] Víctor Gómez Pin, Filosofía. Interrogaciones que a todos conciernen. Espasa Calpe, Madrid, 2008, p. 29.

[ii] J. L. Borges, Obras Completas. Tomo I. Buenos Aires: Emecé, 1989, p. 590.

[iii] Con ese título rubricó Celaya una de las secciones del libro (Rafael Múgica, Poemas de Rafael Múgica. Bilbao: Comunicación Literaria de Autores, 1967).

[iv] A. Sánchez Robayna, La luz negra. Madrid: Júcar, 1985, p. 7.

[v] F. R. de la Flor, Biblioclasmo. Por una práctica crítica de la lecto-escritura; Junta de Castilla y León, Salamanca, 1997, p. 31.

[vi] Cf. Michael von Albrecht, “Fortuna europea de Lucrecio”; Cuadernos de Filología Clásica: Estudios Latinos, vol. 20, núm. 2 (2002) [pp. 333-361], pp. 335-38; y Ángel Jacinto Traver Vera, “Dos ejemplos de recepción clásica: Lucrecio 2, 1-13 en fray Luis y Lord Byron”, Anuario de Estudios Filológicos, vol. 22, 1999, pp. 459-474.

[vii] M. Canteli, Su sombrío. Barcelona: DVD Ediciones, 2005, pp. 81 y 39.

[viii] Severo Sarduy, Obras I. Poesía. Ed. Gustavo Guerrero. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2007, p. 92.

[ix] “La velocidad de la luz es de ochenta mil leguas por segundo. Un rayo de la Vía Láctea invierte seis siglos para llegar a nosotros, de tal forma que, cuando observamos una estrella, ésta pueda ya haber desaparecido. Algunas son intermitentes, otras ya no vuelven nunca; y cambian de posición. ¡Todo se agita, todo pasa!”; Gustave Flaubert, Bouvard y Pécuchet; Montesinos, Barcelona, 1993, traducción de Marga Latorre y Mónica Maragall.

[x] J. Talens, Negociaciones para una poética dialógica. Biblioteca Nueva, 2002, p. 43.

[xi] “(…) su existencia podía equivaler a la fe en algunas estrellas que vemos ahora, a pesar de haber desaparecido hace miles de años”; Robert Musil, El hombre sin atributos; tomo 1, Seix Barral, Barcelona, 2002, p. 87; traducción de José M. Sáenz.

[xii] “¿Quién sabe cuántas de aquellas estrellas estarían ya muertas entonces, mientras su luz temblorosa aún nos alcanzaba?”; Gregor von Rezzori, La muerte de mi hermano Abel; Sexto Piso, Madrid, 2015, traducción de José A. Campos, p. 696.

[xiii] “Miraban la agonía de las estrellas. Se perdían en las fosas galácticas. Todo lenguaje extinguido, todo se adivinaba.”; César Aira, (2009). Dante y Reina. Ilus. Max Cachimba. Buenos Aires: Mansalva, p. 65.

[xiv] R. Bolaño, 2666; Debolsillo, Barcelona, 2017, p. 1099.

[xv] “[…] igual que esas estrellas que están muertas / tu cuerpo brilla aún en la pantalla”, P. García Casado, El mapa de América, DVD Ediciones, 2002.

[xvi] “De las estrellas, apenas si vemos otra cosa que viejas fotografías”; Ricardo Menéndez Salmón, La luz es más antigua que el amor; Seix Barral, Barcelona, 2010, p. 62.

[xvii] Rodrigo Blanco Calderón, The Night; Alfaguara, Barcelona, 2016, p. 101.

[xviii] “Miles de millones de estrellas sobre su cabeza, muchas de ellas ya muertas, enviaban su luz a guiños”; Jesús Carrasco, Intemperie; Seix Barral, Barcelona, 2013, p. 127.

[xix] Javier Moreno, Alma; Lengua de Trapo, Madrid, 2011, p. 55.

[xx] M. Cuenca, Los hemisferios; Seix Barral, Barcelona, 2014, p. 286.

[xxi] A. Gracia, “Noche estrellada”, Lejos de toda furia; Devenir, Madrid, 2015, pp. 19-20.

[xxii] “El cosmos está lleno de esta clase de fantasmas, / estrellas cuya luz nos engaña incluso muerta”; Agustín Fernández Mallo, Ya nadie se llamará como yo + Poesía reunida (1998-2012); Seix Barral, Barcelona, 2015, p. 66.

[xxiii] “Míralas, siempre ahí. / Son las estrellas extinguidas.”; Andrés García Cerdán, “Estrellas”, Puntos de no retorno; Reino de Cordelia, Madrid, 2017, p. 35.

[xxiv] Sergi de Diego Mas, E-mails para Roland Emmerich; Honolulu Books, Barcelona, 2012, p. 58. También nosotros hemos utilizado la imagen en Construcción (2005).

[xxv] “[…] y mi brazo derecho apuntará a una estrella / extinta que pensaremos aún existe”, Roberto Valdivia, EP (poemas de Salinger). Cáceres: Ediciones Liliputienses, 2018, p. 62.

[xxvi] “llegan luces de alguna parte, / lo que uno llama / estrellas consumidas hace millones de años, / lo que otro llama / una linterna que nos muestra el camino en la noche”; Juan Bello Sánchez, Mi tiempo perdido. Sevilla: La Isla de Siltolá, 2018, p. 65.

[xxvii] Don DeLillo, Point Omega; Scribner, New York, 2010, p. 54.

[xxviii] Diego Doncel, En ningún paraíso. Madrid: Visor, 2005, pp. 50-51.

[xxix] Harold Bloom, (1991): Poesía y creencia. Madrid: Tecnos, p. 42.


[xxx] Este poema ilustró el libro de artista Arboledas del pintor Luis García-Ochoa (Madrid: Editorial Casariego, 1976).