sábado, 16 de junio de 2018

William Vollmann y Joan Bodon



William T. Vollmann, 2017, El atlas. Málaga: Pálido Fuego, traducción de José Luis Amores.



Aquel libro era el atlas. El atlas contenía la lluvia de México sobre los pechos de ella. Contenía mapas de nubes, el inventario de toda el agua del mundo.

W. T. Vollmann, El atlas



Hay dos formas de leer este libro. Una es leerlo de corrido, en varias sentadas, sin mezclarlo con ningún otro. El segundo es leerlo poco a poco, aprovechando su estructura fragmentaria, alternándolo con otras lecturas, con las que no colisiona por su singularidad temática y tonal —lectura que me parece más apropiada para El atlas—. En el primer caso, la lectura continua nos sumirá en la sima densa, eléctricamente cargada y oscura de novelas de Vollmann como La familia real o su celebrada Europa Central. En el segundo caso, la lectura episódica producirá sus efectos, menos intensivos pero quizá más inquietantes, de ruido de fondo. El mundo que nos cuenta Vollmann, en realidad, es un mundo cercano, próximo, por más que algunas de sus referencias sean geográficamente exóticas. Las costumbres y algunas palabras pueden parecer extranjeras, pero el dolor, la violencia explícita o soterrada, la sordidez, el dinero del deseo y el deseo del dinero suenan tristemente cercanos, como de la puerta de al lado. Leer a Vollmann produce la desasosegante sensación de que está escribiendo sobre nuestros vecinos. Y que nuestros vecinos son bestias con una leve cobertura de animal superior.



Todas las obsesiones de Vollmann están en este libro. Los conflictos bélicos, la dificultad para encontrar una persona afín, el poder, la imperfección congénita, la prostitución, las armas, la animalidad, la escabrosa relación entre soledad y deseo, la hostilidad de la naturaleza, la frustración de los anhelos nunca logrados, el recuerdo de la hermana muerta, las drogas, los viajes a lugares peligrosos y al corazón de las tinieblas. Y todo ello con la característica desmesura de Vollmann, con su discurso torrencial dotado de una imaginación portentosa, inacabable, capaz de recrear sus temas y anécdotas de siempre de las maneras, ubicaciones y formas más inverosímiles. Historias realistas e historias irracionales se mezclan en una turbamulta que leemos con pasmo y admiración por su capacidad de llegar a lo peor y lo mejor del ser humano. “Por supuesto también podría decirse que hay algo deprimente y hasta degradante en la moderación; cuán revelador que uno de los sinónimos de medio sea mediocre” (p. 64). Con Vollmann no hay todo o nada, en su literatura sólo hay todo.  



Las secciones “Casas” (123-135) y casi todas las piezas ambientadas en la antigua Yugoslavia alcanzan una altura estremecedora. “Bajo la hierba”, “Último día en la panadería” y “Como animales” son bellísimos desgarros. “El atlas”, la sección central, es una especie de largo poema en prosa que a hace las veces de modelo a escala del libro, y donde ritornelos y resonancias crean agujeros de gusano entre sus tiempos, lugares y temas. Vollmann no es un escritor, es un género literario. Es una excepción desaforada y loca que no debería existir, que es imposible, pero ahí le tenemos, sin dejar de escribir desatada y excesivamente. Hay pocas cosas que puedan hacerse al respecto. Quizá algunos opten por vivir al margen de esta barbaridad, de esta perenne multiplicación de personajes, historias y universos donde tirita muerta de frío la última fibra de la especie humana, y elijan seguir con su vida como si Vollmann no estuviera sucediendo.



Allá ellos.




Joan Bodon, El libro de los finales. Barcelona: Club Editor, 2018, traducción de Edgardo Dobry.
Él va eligiendo nuevas lenguas para callar.
Elías Canetti, Hampstead


Engaña al principio este libro de Joan Bodon (Jean Boudou para los franceses), que parece escrito en sus primeras páginas con cierta ligereza impropia, llena de molestos puntos suspensivos. Pero no caiga el lector en la trampa, pues en esta novela lo único vacilante y ligero es el pensamiento del protagonista, hábilmente administrado por un Bodon manipulador, que nos ofrece un personaje central y anónimo que llega por casualidad a la ciudad gala de Clarmont, donde pasará sus últimos tres meses de vida. Esa sentencia de muerte, dictada por una enfermedad, se anuda a la experiencia terminal de su lengua, el occitano o provenzal, cuna de la poesía europea y que el protagonista (o quizá el propio Bodon, que escribió en la lengua de Oc esta novela de 1964, originalmente titulada Lo Libre dels Grans Jorns) siente desfallecer, al término de su periplo vital y muy lejos de sus siglos de esplendor. En el libro lengua y cuerpo se anudan en un ejercicio casi místico, donde la extinción de una supone la del otro, a modo de condena del dualismo; denuncia intelectual y denuncia sociológica sostenidas a la vez y con la elegancia de cualquier abandono deliberado del panfleto. Una vindicación de la literatura menor (nada que ver con inferior literatura) explicada por Deleuze y Guattari, con todas las consecuencias artísticas y políticas que ellos analizaron. A este original planteamiento de muerte somalingüística se unen una panoplia de símbolos pertinentes e imaginativos: fuentes petrificantes, comunas ideológicas que terminan en distópicos proyectos de alargamiento artificial de la vida —que recuerdan un poco o anticipan el argumento de La posibilidad de una isla, de Houellebecq—, y hondas resonancias literarias, apuntadas en su excelente epílogo por el traductor, Edgardo Dobry. Todo ello convierte a esta breve novela en un desasosegante canto cultural del cisne, por un lado emparentable con la novela existencialista francesa coetánea a su publicación (como señaló Jordi Galves cuando Club Editor publicó en 2009 Lo libre de Catoia, la otra gran novela elegíaca de Bodon) y, por otro, encuadrable, como bien apunta Dobry, en una tradición centroeuropea que llevaría desde Kafka a Bruno Schulz, donde los sinsentidos sociales o sociohistóricos se mezclan, profunda e irremisiblemente, con los demonios internos y la disolución terminal de la psique arrinconada contra el fin del tiempo. Una rareza, ésta de Joan Bodon, más que recomendable.
 







[Relación con autores y editoriales: ninguna.]


lunes, 11 de junio de 2018

Nunca hay demasiado Milán


Comparecen en poco tiempo tres libros de Eduardo Milán: su último libro de poemas, Salido (2018), en Varasek Ediciones, y dos gruesos tomos publicados por Libros de la resistencia, editorial que está haciendo un enorme trabajo por la poesía y la reflexión poética en general, y sobre las de Eduardo Milán en particular. El primer volumen, publicado el año pasado, es Prosapiens seguido de Llegando a Milán. Aproximaciones y conexiones, cuyo subtítulo reza “Edición conmemorativa en el 65 aniversario del autor”, y en el que tuve el honor de participar, al incluirse en el volumen la entrevista que realicé a Milán para la revista Quimera en 2006. Este volumen, coordinado por Antonio Ochoa, reúne casi un centenar de breves ensayos poemáticos de Milán, varias lecturas de su obra a cargo de críticos relevantes, y algunas entrevistas con el autor. El tercer libro, que constituye una de las aportaciones poéticas más importantes del año, es Consuma resta I, primera entrega de lo que será la poesía reunida en varios tomos del poeta uruguayo residente en México desde hace décadas, que aglutina 400 páginas de exigencia lírica publicadas entre 1975 y 2013, con cambios y correcciones a cargo del autor.



Salido parece tender puentes semánticos y tonales con Tres días para completar un gesto (2013), al reunir poemas digresivos, acerados y críticos, que añaden algún elemento de interés ya presente en Tres días, como la consideración de la obra de algunos cantantes de pop, rock y rap como interlocutores poéticos de primer nivel, desde Dylan hasta Eminem pasando por David Bowie o Simon & Garfunkel, algo nada extraño en un pensador que también ha analizado —con distanciamiento crítico, pero reconociendo su interés— la obra de artistas como Damien Hirst, por poner un ejemplo. Pero la apertura referencial no implica que Milán no continúe su camino hacia lo hondo, hacia el no saber que, a su juicio, es esencial a la creación poética (Salido, pp. 114-15), entendida como “signos insolventes” (p. 17) que acaban desvelando su perplejidad, como en la excelente “Coda”:





Esta confluencia de publicaciones nos permite recordar algunas características de la obra de Milán. La primera, su generosidad. Generosidad escritora, pues no es un escritor cicatero, sino prolífico y abierto: más una obra en marcha que un autor de hitos concretos, como prueba su reescritura. También generosidad lectora, que se advierte en un respeto casi religioso por la tradición que le interesa (Vallejo, Borges, Góngora, Lihn, algunos poetas estadounidenses, la poesía concreta, etcétera), pero también largueza hacia los contemporáneos, como puede verse en libros como El camino Ullán (2009). ¿Quién homenajea a un poeta coetáneo con un libro completo? ¿Cuántos poetas son capaces de poner su obra al diálogo o al servicio de la de un compañero de profesión? Por no hablar de la generosidad crítica, de todas esas excelentes lecturas y recensiones que Milán ha ido haciendo de numerosos poetas, tanto vivos como desaparecidos.



La segunda nota definitoria de esta obra es su variedad. Variedad lectora y variedad de escrituras, de tonos, dentro de algunas características centrales de su poesía; amén de la descolocación de la palabra para quebrar el horizonte de expectativas del lector, como explicó en su ensayo Resistir (2004), estarían otros elementos de la obra de Milán apuntados por los críticos reunidos en Llegando a Milán: el desbordamiento expresivo (Benito del Pliego), la discusión con el origen (Nicolás Alberte), la continuidad con sus ideas ensayísticas (Appratto), “las repeticiones y digresiones [que] componen una continuidad que arrastra, aunque en su curso vayan rasgándose los nexos, las junturas” (Miguel Casado), o el diálogo con lo religioso (Felipe Cussen, J. Landa), en una escritura inclusa en las “políticas del decir” (Pablo López Carballo), conflictiva consigo misma, que “a medida que avanza va poniendo en duda los supuestos mismos con los que trabaja” (Edgardo Dobry). Hay que lamentar, en esta edición de Prosapiens seguido de Llegando a Milán, que se hayan traspapelado y barajado algunas páginas —al menos en mi ejemplar—, de forma que no pueden leerse por completo los ensayos de Cussen y Benito del Pliego. Si el error es general, ojalá haya una segunda edición donde corregirlo.





La poética de Milán, o al menos parte importante de ella, brota de la exploración total de cada una de las palabras utilizadas en el verso —práctica que suele asociarse a la mayoría de los poetas, pero que raramente se revela de forma tan palpable como leyendo al poeta uruguayo—. Me refiero a una exploración semántica de los términos, claro está, pero también sonora y “sintáctica”, en el sentido de ahondar en la posibilidad de romper o dividir la palabra en fragmentos más breves que conserven y/o multipliquen su sentido. Una poética que encuentra su cénit —en mi opinión personal— en Acción que en un momento creí gracia (2005), que es uno de los grandes libros de la poesía del XXI en nuestra lengua. Por ello es clarividente la frase de Olvido García Valdés sobre Milán que abre Consuma resta: “Lo espectral es tu materia en poesía”. En efecto, Milán encarna lo inescrutable, lo abstracto, y lo materializa: no lo reifica, sino que le insufla vida a un conjunto de abstracciones, las dota de carne, huesos, células y movimiento, un movimiento que sucede en la mente de quien lee y que de pronto observa cómo la precisión, las ideas y la ideología se mueven tridimensionalmente mientras recorre los versos. Porque lo mental —que no deja fuera lo social, sino que lo incorpora tras analizarlo críticamente— es el centro de la experiencia creativa de Milán: “¿Crear? Inventar lo que tenemos dentro / con la ayuda de formas de afuera” (Consuma resta I, p. 164). Lo que nos recuerda aquello que escribió en cierta ocasión el filósofo Stanley Cavell: “la poesía ha de hacer que ocurra algo –en cierto modo– a aquel a quien le hable; algo interno, si se prefiere decirlo así.”[1]. Ese acontecimiento interior sucede leyendo a pocos poetas y, desde luego, Eduardo Milán se cuenta entre ellos.



[1] Stanley Cavell, En busca de lo ordinario. Líneas del escepticismo y romanticismo; Cátedra / Frónesis, Valencia, 2002, p. 64.


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