jueves, 24 de enero de 2019

De las imágenes que confirman a las que afirman o conforman




Juan Martín Prada, El ver y las imágenes el tiempo de Internet. Madrid: Akal, 2018.

En este contenido y a la vez completo estado de la cuestión, Javier Martín Prada ahonda en el régimen escópico de nuestra era, con la loable intención de escapar a partes iguales de la tecnofilia y la tecnofobia, buscando un camino medio donde la sensatez impere a la hora de valorar las luces y las sombras del imaginario contemporáneo. Algo que no hay que confundir con tibieza, pues su escalpelo crítico no ahorra elegantes y argumentados ataques cuando lo considera necesario, como la demolición de la “cultura selfie” (pp. 83ss). Consciente del escaso valor emancipador de algunas supuestas innovaciones igualitaristas, como la interactividad informática (p. 149), es sin embargo prudentemente favorable a las posibilidades pedagógicas de algunas herramientas digitales, como los videojuegos (p. 150) y muy optimista respecto a las posibilidades que las distintas técnicas pueden aportar al arte o la literatura contemporáneos, siempre que se apliquen desde un espectro autoconsciente y autocrítico. También quedan especificados los peligros de la excesiva exposición subjetiva (pp. 44ss) y visual (pp. 159ss) a la que nos vemos sometidos, ya sea de forma activa, como en nuestra actividad en las redes sociales, como de forma pasiva (videovigilancia o telecontrol informático, asuntos a los que se dedica el último capítulo).

Uno de los puntos fuertes del ensayo, quizá a causa de la recurrencia en su argumentario del poder omnipresente de las imágenes en nuestro día a día, es el análisis de los distintos tipos de imagen, al que dedica el capítulo primero. Allí Martín Prada explica el paso de la “imagen evidencia” o testimonio de Roland Barthes a la imagen palimpsesto, retocable mediante Photoshop, o las imágenes de síntesis o renderizadas, que generan una segunda realidad por completo alternativa a la presencial. Esa mutación, como es obvio, produce una desconfianza absoluta en casi todas las imágenes que contemplamos, que han perdido su estatuto testimonial inamovible. Las imágenes actuales ya no confirman, sólo afirman o conforman. Esa progresiva tendencia a la simulación o el simulacro, de luenga bibliografía desde los años 80, explican la peligrosa maniobra de salvoconducto, hábilmente señalada por Martín Prada, desde una realidad donde existía “el mundo del espectáculo” a otra basada en espectacularización del mundo. El simulacro no es la sustitución de la realidad, como decía el excesivo Baudrillard —salvo en el caso extremo de la realidad virtual inmersiva en 3D—, sino una tendencia a la representación espectacular de lo real, característica de la realidad aumentada. De los espacios concretos de ocio visual (véase la sección “La imagen como entorno”) llegamos a la realidad entendida como pantalla bidireccional, como las descritas por Orwell en 1984. Hoy Hollywood es cualquier punto del globo donde haya un ordenador con cámara conectado a la red: desde ahí se puede emitir espectáculo universalmente reproducible en cualquier momento. De ahí que en el capítulo “La red como espejo” se aborde el tema del espectáculo íntimo, y en “Cuerpos y miradas” la conversión del cuerpo propio en carne programada, dirigida a la instagramización del yo, a su proyección fabulada, teatralizada —p. 70; brillante recuperación por Martín Prada de la Carta a D’Alembert sobre los espectáculos (1758) de Rousseau— frente a los posibles lectoespectadores del otro lado, lectoespectactores a su vez en el espectáculo virtual.

Un espectáculo que, desde luego, y en la línea de las teorías de Paul Virilio, acelera nuestro presente y nos limita la reflexión, puesto que “apenas parece interesarnos […] aquello que no esté en modo ahora” (p. 25). La velocidad y el presentismo nos hostigan de continuo y los artistas, especialmente los artistas digitales que Martín Prada va desgranando y comentando a lo largo de su ensayo, son plenamente conscientes de esta realidad y la incluyen en sus obras, por lo común desde una perspectiva crítica.

En resumen, por la diversidad de sus preocupaciones y saberes, por la claridad expositiva, por sus sensatos optimismos y pesimismos, por el sano procedimiento empleado por el autor de leer fenómenos contemporáneos desde fuentes culturales antiguas y aquilatadas, y por la coherencia de su pensamiento con lo expuesto en otros libros anteriores, igualmente valiosos, El ver y las imágenes en el tiempo de Internet es un libro más que recomendable para cualquier tipo de lector mínimamente interesado en saber más sobre su entorno sociocultural y sobre el arte de su época.


[Relación con la editorial: ninguna. Relación con el autor: escasa]

jueves, 10 de enero de 2019

Dosier sobre literatura y arte


La investigadora y escritora Patricia Almarcegui y yo hemos coordinado para el último número de la revista Cuadernos Hispanoamericanos un dosier sobre literatura y arte, que también puede leerse en línea. El contenido es el siguiente, esperamos que sea de vuestro agrado:




Podéis acceder al dosier en cualquiera de estos dos enlaces:

En la versión PDF:
https://www.academia.edu/38126656/Dosier_Palabras_Imagenes_Palabras_CH_823.pdf

En la versión digital:
https://cuadernoshispanoamericanos.com/palabras-imagenes-palabras/

lunes, 7 de enero de 2019

El artefacto transcultural de Germán Sierra


El artefacto transcultural de Germán Sierra





Germán Sierra, The Artifact. Lawrence, Kansas: Inside the Castle.



La última novela de Germán Sierra —a mi juicio uno de los escritores españoles más interesantes, mientras el mundo editorial prefiere mirar hacia otros lados, menos duros de masticar—, no es que haya salido primero en inglés en una editorial estadounidense: es que ha sido escrita directamente en inglés. Habrá personas que consideren esta decisión una frivolidad, o un esnobismo, pero quienes piensen de esa forma, o bien no conocen la formación cultural y literaria de Sierra, o bien no han leído la novela —o, seguramente, las dos cosas—. La lectura del resultado, les avanzo, sería suficiente para despejar cualquier tipo de duda al respecto de su oportunidad y de su valor transcultural.




The Artifact es una novela no determinista, abstracta, en la que no se defraudan las expectativas del lector normal —si es que tal lector existe—, sino que se escribe desde la conciencia de que el mejor lector es aquel que no espera que una novela le entretenga, sino que le pase por encima, que le arrase, que trastorne sus ideas de lo que es o puede ser la novela de nuestro tiempo y ensanche sus ideas sobre su época. Sierra consigue una vez más ese propósito, mediante una narración fantasmática dirigida por un protagonista huidizo, de subjetividad diluida, marcado por un accidente y por el brazo ortopédico futurista que lleva en lugar del suyo; un científico crítico y autocrítico que fluctúa por geografías innominadas reflexionando sobre su vida personal, meditando acerca de las crisis perpetuas de la sociedad actual y sobre la condición del ser humano como cima de la evolución biológica y también de su crepúsculo moral, hasta que encuentra un “pliegue de la realidad” en el escáner del cerebro de una persona. Ese pliegue, el artefacto, se columbra como una nueva forma de existencia no “bioide”, irreconocible, indetectable para el estado de la ciencia, que quiebra las convicciones científicas y filosóficas del protagonista, con todas las consecuencias. En este sentido, y en cuanto la novela plantea el camino hacia lo posthumano sin forma, sin plantearlo como distopía ni como utopía, sino como mera posibilidad, podría calificarse a esta novela como “aceleracionista”, en la órbita de algunas narraciones de Reza Negarestani; línea definida por el propio Germán Sierra de esta forma: “Podríamos definir como ‘aceleracionistas’ todas aquellas expresiones artísticas y científicas que dan cuenta de esta ‘navegación’ hacia lo inhumano; que se encuentran en la trayectoria, todavía humanamente reconocible, hacia lo irreconocible” (Sierra, “Un estremecedor crepitar de eurekas”, en Amelia Gamoneda y Francisco González [eds], Idea súbita. Ensayos sobre epifanía creativa, Madrid, Abada, 2018, p. 153).



El título de la novela me parece especialmente afortunado, si atendemos a las distintas acepciones que los diccionarios ingleses y españoles otorgan a las palabras “artifact” y “artefacto”, ambas procedentes del latín arte factum (hecho con arte):



+ Objeto, especialmente una máquina o un aparato, construido con una cierta técnica para un determinado fin.

+ Sustancia o estructura no presente de forma natural en la materia, sino creada por medios artificiales, como durante la preparación de una lámina de microscopio.

+ despect. Máquina, mueble o, en general, cualquier objeto de cierto tamaño.

+ Carga explosiva; p. ej., una mina, un petardo, una granada, etc.

+ Producto barato, por lo común realizado en cadena, que refleja la sociedad contemporánea o la cultura popular.

+ En un estudio o en un experimento, factor que perturba la correcta interpretación del resultado.



En un sentido deleuze-guattariano, The Artifact es una máquina narrativa, compuesta a su vez de otras máquinas menores, una narración ciborg que opera como huésped de una serie de códigos propios redistribuidos y ajenos ensortijados en un mecanismo autotélico, plagado de esas metáforas oscuras que son tan del gusto de Sierra. Un ecosistema narrativo amenazado de continuo por el glitch o fallo biológico, aludido en algunos momentos de la trama, pues no hay sistema sin peligro de entropía en el horizonte —pero sin esos errores no hay hueco para la mutación de avance—. Un ejemplo de cómo The Artifact funciona como artefacto narrativo recombinante: el relato de Sierra “Selfie” (2016) se integra en las primeras páginas, dentro de la descripción de la empresa en que trabaja el protagonista (llamada Quix en el relato, sin nombre en la novela), y desliza otra sección, expandida, entre las páginas 61 y 63. Otro ejemplo: el cuento breve “El escándalo”, publicado en línea por el autor en 2013, también aparece desmembrado en algunos lugares; por ejemplo, en las páginas 95 y siguientes, o en la página 58, donde puede encontrarse transducida esta sugerente reflexión: “Radomir cree que la inteligencia es un error tan improbable que no puede haberse repetido en ningún otro rincón del universo”. Es decir: esos relatos anteriores devienen textos otros, corpúsculos injertados que, como la prótesis del protagonista, se convierten en parte del organismo, pues The Artifact es, entre otras muchas cosas, una narración metaprotética, esto es: una reflexión sobre el concepto de prótesis —como añadido físico, pero también ontológico— desde una textualidad que la recrea, adjuntando biónica literaria. Pero no sólo esos relatos se re-integran en la novela. En su novela Intente buscar otras palabras (2009), Sierra dejaba esta reflexión: “Escribir se ha convertido en un rito funerario celebrado por una máquina”; y en The Artifact, leemos: “Writing is now a distributing action involving living and dead people and a lot of unliving machines” (p. 26). En la continuación de ese párrafo, Sierra compara las letras con organismos infecciosos, recordando el símil de William S. Burroughs que entendía el lenguaje como un virus patógeno: en este sentido podríamos entender la invasión del inglés, pero también la antes aludida intratextualidad constante entre obras de Sierra, que además incorpora ortopédicamente intertextualidad ajena: en la página 54 se remezclan los textos propios con entradas de la Wikipedia, como la de los escáneres MRI, de los que por cierto deriva inteligentemente el nombre de Mori, uno de los personajes principales. También se reproducen en cursiva citas de otros autores, por lo común atribuyéndoles la autoría, aunque no escasean los guiños, como los que Sierra hace a Ballard (p. 77) o Beckett (p. 123). De este modo, el artefacto narrativo resultante es una sofisticada máquina cognitiva, un Zeitgeist introspectivo puesto a funcionar mediante un discurso hasta cierto punto biomecánico también, pues el lenguaje narrativo textual basado en la morfosintaxis es, por lo menos hasta el día de hoy, el fruto de una única especie de seres vivos, nosotros. De ahí que convenga esclarecer la filogenia textual: si es cierto, y lo es, que nuestra ventaja biológica reside “in having inherited the adjustements and improvements of all living beings that have preceded us”, convirtiéndonos en “a remix of other being’s experiences, interactions, successful attemps of keeping being themselves through time that became the necessary background to change” (p. 100), The Artifact es en cierta manera el resultado de la mejora evolutiva de Sierra como escritor, subiéndose, para lograr el cambio, a hombros de modelos literarios anteriores, tanto propios como ajenos.

Uno de los posibles significados de la palabra transduction, utilizada varias veces en la novela, el relacionado con el aprendizaje de las máquinas como “the process of directly drawing conclusions about new data from previous data, without constructing a model”, puede ser tomado como una especie de leitmotiv presente en The Artifact, cuyos propósitos estéticos y herramientas literarias son tantos, tan entreverados y complejos, que nos tememos que todo lo expuesto aquí apenas le hace justicia. Se podría hacer una lectura “hauntológica” de la novela, tan de moda últimamente, a partir de las numerosas referencias a los fantasmas y espectros digitales, corporales y biomecánicos presentes en ella —con Ghost in the Shell y el “ghost in the machine” de Ryle en el horizonte—; se podrían buscar pasadizos entre sus procedimientos de cut-up y juegos elocutorios con los de Burroughs o Gilbert Sorrentino; no sería impertinente trazar lazos también con la teoría del ruido de Amy Ireland; se podría hacer un estudio de la novela desde un enfoque cognitivo—quizá lo hagamos—; sería factible una lectura foucaultiana de la novela como crítica a los sistemas tecnocientíficos de control social; se podrían hacer muchas cosas con The Artifact, pero, sin género de dudas, la que más recomiendo es leerla.