viernes, 27 de diciembre de 2019

El fragmento como núcleo de la escritura poética de José Ángel Valente



El fragmento como núcleo de la escritura poética de José Ángel Valente[1]



Stefano Pradel, Vértigo de las cenizas: Estética del fragmento en José Ángel Valente. Valencia: Pre-Textos, 2018, 325 páginas.



Las primeras líneas de este ensayo no pueden ser más claras, orientativas y terminantes: “El presente estudio se basa en la hipótesis de que el fragmento representa el eje, o centro, sobre el que se construye la mayoría de la escritura lírica del poeta José Ángel Valente” (pág. 11) —y no sólo de la lírica, como apuntará Pradel más tarde (pág. 257)—. Esta declaración de partida es cierta por entero, siempre que se enfoque desde un prius metodológico básico —nada fácil de asentar de modo indiscutido— que precisa responder a dos cuestiones complejas: en primer lugar, qué se entiende por “fragmento”; y en segundo, y no menos importante lugar, dar respuesta la pregunta acerca de la naturaleza de un “fragmento poético”. Con el fragmento nos pasa como a Agustín de Hipona con el tiempo: la claridad intuitiva del concepto es incuestionable hasta que llega el momento de definirlo. Como bien apunta Pradel, no sólo no es sencillo diferenciar entre los diversos tipos de fragmentarismo (la estudiosa Camelia Elias, citada por el autor, distingue hasta 10 tipologías), sino que resulta arduo diferenciar la forma fragmentaria de las formas breves en general (pág. 41), por no hablar de la dimensión diacrónica, pues en cada época el mismo término puede hacer referencia a realidades textuales y culturales muy diversas, algo que queda claro en el sugestivo recorrido diacrónico por diferentes interpretaciones históricas del reticularismo textual (págs. 42-64) llevado a cabo por el autor.

Pradel dedica la primera parte de su riguroso ensayo a un acercamiento a las diversas —y a veces contrapuestas— visiones del concepto de fragmento, para hacer en la segunda sección una lectura inductiva del fragmento en Valente, evitando los peligros de hacerla deductiva, que sería tanto como acudir a los poemas del poeta gallego con las gafas de ver fragmentos puestas. Muy al contrario, es la propia poesía de Valente la que brinda pistas al hispanista italiano de cómo debe entenderse esa cualidad fragmentaria de su obra. A esta perspectiva une Pradel una propuesta sugerente, la de leer la fragmentariedad en general y la valentiana en particular desde la discontinuidad de la percepción y la crisis del sujeto moderno, de forma que sujeto enunciante en crisis y discurso roto enunciado son causa y consecuencia (pág. 61), una tesis que hemos compartido desde las páginas de El sujeto boscoso (2016).


           Pradel plantea dos vías claras para estudiar el fraccionamiento discursivo en el corpus abordado: la consideración del fragmento como régimen visual y como régimen semántico. En el primer sentido, muy habitual en la poesía de Valente a partir de Interior con figuras (1976), aunque con alguna huella presente ya en El inocente (1970), la fragmentariedad “microestructural […] se puede manifestar en primer lugar a nivel gráfico y formal por medio de un desplazamiento de los versos en la página, en un uso semántico del blanco y del espacio, en la renuncia de las formas rítmicas fijadas por la tradición y en la deconstrucción de las formas o géneros en su mezcla” (pág. 32). Estamos ante una textovisualidad descompuesta, a veces rota o desligada y a veces atomizada, que alerta al lector del texto poético, especialmente en el caso de Valente, de que asiste a una experiencia poética que no puede ser aprehendida de la misma manera que los textos “normales”, entendiendo por tales los poemas alineados en caja tipográfica unitaria tradicional, como explicara Fernando Millán para distinguir esa extendida práctica de distribución del poema de otras más experimentales o visuales.

            En segundo lugar, “también podemos reconocer una fragmentación a nivel semántico” (pág. 32), un tipo de ruptura menos evidente a simple vista y que es fruto de repensar lenguaje y sintaxis. Este tipo de fragmento demanda una concentración lectora, como la de Pradel, que penetre en la estética y en la poética de los versos y se haga eco de su propuesta de un decir otro / roto, términos casualmente anagramáticos en nuestro idioma. La tendencia a la ruptura de la totalidad en esquirlas es natural por cuanto “la totalidad que amenaza al individuo se presenta a José Ángel Valente bajo la forma política de la opresión de un sistema dictatorial que controla y abarca toda la realidad” (Carlos Peinado Elliot, Unidad y trascendencia. Estudio sobre la obra de José Ángel Valente; Sevilla: Alfar, 2002, 37), una realidad de la que Valente tuvo que exiliarse, como es sabido. Por ello, si en algún poeta “la escritura fragmentaria es una escritura de frontera” (Pradel, pág. 41), tanto en los sentidos textuales como en los semánticos, es en José Ángel Valente. En la segunda parte de su libro, la más importante tanto por la extensión como por atesorar el grueso de la carga analítica del autor de Mandorla, Pradel recorre la trayectoria poética de Valente libro a libro, ejemplificando en cada uno la fragmentación a través de un close reading de poemas concretos, que estudia con ahínco y profundidad. En la mayoría de los análisis acierta el autor, aunque cuando examina los primeros libros de Valente nos parece detectar cierta ansiedad fragmentadora, que le lleva a forzar la argumentación —a nuestro juicio— en algún momento, como en la página 75, donde se proyecta una condición esquirlada a un poema que quizá no necesite de esa condición para ser interpretado. Es obvio que la obra de Valente tiene una rara coherencia, pero la presencia de líneas reconocibles a lo largo de su carrera no debe ser confundida con un plan o esquema rector robótico, por cuanto pueden darse sorpresas y saltos evolutivos en la poética de un autor sin que ello signifique una traición al espíritu de fondo o al rigor lingüístico que la preside. Dicho en otras palabras, la tesis de Pradel de la centralidad fragmentaria en la poesía de Valente no se resentiría en absoluto aunque su primer libro, A modo de esperanza, estuviera por completo libre de ella, o aludida sólo de forma semántica, en poemas como “El circo: cinco fragmentos” o “Carta incompleta”. Es natural que sea la madurez de Valente la que propicie un afinamiento e incluso una radicalización de sus principios estéticos, y por ello el ensayo de Pradel tiene sus mejores páginas a partir del preciso examen de Presentación y memorial para un monumento y hasta la excelente lectura de Fragmentos de un libro futuro, poemario que, en efecto y como enfatiza Pradel, es una especie de síntesis de su obra y la meritoria enunciación de una presencia constituida o materializada en la inminente “ausencia futura” (pág. 247) del poeta y de su voz.

El título del ensayo de Pradel, Vértigo de las cenizas: Estética del fragmento en José Ángel Valente, recobra un tema y un término, el de la ceniza, querido para el autor del poema “Serán ceniza…”. Como ha explicado Julián Jiménez Heffernan, en un texto insoslayable sobre el poeta gallego, “Basta mirar el poema que abría su primer libro, A modo de esperanza (1953-54) para comprender que ya entonces la ceniza era su lecho original de enunciación: la base –fundamento (Grund) o precipicio (Abgrund)– de su propia epistemología poética. Esta circularidad, este vértigo de piedras (o cenizas) que retornan a su centro, constituye en el poeta gallego un mecanismo de insistencia figurativa o estancia retórica” (J. J. Heffernan, “Unas palabras inglesas de Valente”, Los papeles rotos; Abada, Madrid, 2004, p. 184). En este sentido no sería difícil leer también la ceniza como la ruina fragmentada de lo ardido, porque orbita alrededor de una imagen, la de los restos tras el incendio, que le interesaba mucho a Valente, como recuerda Pradel (pág. 21), como demostró tanto en sus entrevistas como en sus ensayos —recordemos su lectura de las Pages brulées de Edmond Jabès—.

En resumen, nos encontramos ante un trabajo de notable calidad filológica, calidad avalada por el hecho de haber recibido el XVIII Premio Internacional “Gerardo Diego” de Investigación Literaria, consolidado como un galardón de referencia en lo tocante a la poesía española contemporánea. El ensayo está muy bien documentado, aunque en la parte teórica se echa en falta alguna referencia, como las Poétiques du fragment (1995) de Pierre Garrigues, o la tesis doctoral, disponible en línea, de Marta Agudo Ramírez, La poética romántica de los géneros literarios: el poema en prosa y el fragmento (2004). Pero el trabajo de investigación en la bibliografía sobre Valente es muy meritorio y, sobre todo y como venimos diciendo, lo importante de Vértigo de las cenizas es su propia aportación, materializada en dos direcciones: la primera, la lectura inductiva de la obra de Valente para demostrar que es ella misma la que crea su fragmentariedad, y no al revés; la segunda, la explicación clara e impecable de la relación de esa reticularidad con los procesos de despersonalización desarrollados por Valente, que no dudan en usar la apropiación, la impersonalidad o las formas enunciativas plurales (pág. 136), entre otras estrategias. Ambas líneas de análisis convergen, en resumen, en la descripción del poema en Valente “como espacio de la fracturación de la conciencia, de una multiplicación que manifiesta, en último término, la precariedad del autor y la ilusión de ser individuo” (pág. 293), en hermosas y exactas palabras de Stefano Pradel.


[1] Publicado en Piedras lunares, n.º 3, 2019.

sábado, 21 de diciembre de 2019

La textovisualidad entre estética y literatura


Este artículo acaba de aparecer en la revista Actio Nova. Revista de teoría de la literatura y literatura comparada. Si deseas leerlo en la versión PDF de la revista, seguramente más cómoda y manejable, puedes descargarte el PDF aquí y aquí.



Entre estética y literatura: metodologías para leer el continuo textovisual de las obras literarias en la era digital


 

El creciente numeral de obras literarias con elementos «textovisuales»
En 1980, el poeta y ensayista francés Bernard Noël imaginaba territorios expresivos caracterizados por la hibridación de discursos, en los cuales la imagen estaría muy presente: «a partir del aparato fotográfico, se pueden imaginar otras muchas máquinas; por ejemplo, una conjunción de la cámara y del ordenador que nos permitiría escribir visualmente con todas las imágenes del mundo; tanto las de la cultura como las de la realidad, al modo en que las fusiona inseparablemente nuestra memoria» (2015: 75). En esa línea, como si hubieran querido desarrollar las posibilidades sugeridas por al poeta francés, en los últimos tiempos numerosas prácticas literarias han adquirido el hábito de incluir imágenes en el texto, como forma «textovisual» (Mora, 2012) de expresión discursiva. De hecho, en los últimos tiempos han visto la luz varios libros que tienen en común haber elegido la textovisualidad como forma, frente a la modalidad de texto simple con la que hace algún tiempo se habrían formulado; por poner algunos ejemplos, citaríamos la crónica Cuaderno de Cuba (2016) de Lapin;  los ensayos La rue del Percebe de la cultura y la niebla de la cultura digital (2015) de Mery Cuesta;  Qué vemos cuando leemos, de Peter Mendelsund (2014); Una entre muchas (2016), de Una; o el Manifiesto incierto (2016), de Frédéric Pajak[1], con siete tomos publicados entre 2012 y 2018. También contaríamos entre estas formas la crónica-cómic Los vagabundos de la chatarra (2014), de Jorge Carrión y Sagar, la tesis doctoral Unflattening (2015) de Nick Sousanis, o el «cuentómic» de Carlos Frontera, «Conquistar más cotas», incluido en su libro de relatos Andar sin ruido (2017). Luego hay otro tipo de trabajos, donde el uso de imágenes es más esperable, como en la poesía visual, la poesía digital (Molina, Mora y Peñalta, 2019), la hipernarrativa o las obras virtuales entre imagen y literatura —pensemos en LSD Ejercicios de incomprensión (https://ejerciciosdeincomprension.wordpress.com/) de Quique Fernández Pastor, entre muchos ejemplos posibles—. El resultado es un continuo de formas textovisuales que nos hemos propuesto ir ejemplificando y catalogando lentamente, mediante una herramienta digital creada al efecto[2].
En narrativa y poesía, sobre todo en esta última, hay una larga tradición histórica productora de textos con imágenes u organizados tipográficamente como tales. Una recapitulación breve de ejemplos, incluso dentro de la literatura canónica, ocuparía el espacio de un artículo como éste, pero el fenómeno a examinar es paralelo al que acabamos de ver para el ensayo y la crónica: el motivo por el cual se ha multiplicado exponencialmente el número de textos literarios con imágenes y, sobre todo, cómo leerlos e interpretarlos, pues parece obvio que el estatuto discursivo de un texto enriquecido icónicamente requiere de nosotros un tipo de lectura diferente del habitual.
Son varios los factores que han podido impulsar este incremento de formas textovisuales. El primero, sobradamente estudiado, hace referencia a las posibilidades informáticas de los procesadores de textos para enriquecer los originales con imágenes, maquetaciones o disposiciones tipográficas alternativas, de un modo sencillo y sin necesidad de los saberes expertos de los antiguos impresores. Otro factor, en el caso de la narrativa, es la reciente moda editorial de obras publicadas bajo el marbete de «no ficción» —ya sean narrativas «docuficcionales» (Martínez Rubio), libros de viajes, crónicas entre el periodismo y la narrativa confesional o autoficciones—, pues en este tipo de libros es muy frecuente la introducción de imágenes o ilustraciones, a causa de su voluntad testimonial: las fotos prueban la documentación realizada, atestiguan los hechos narrados y a veces dan fe del propio proceso creativo o investigador, del viaje realizado —véanse los casos de Alexander Kluge y W. G. Sebald analizados por Anderson (2008)—, o del archivo visitado —hay todo un movimiento de estudio archivístico, sobre todo relacionado con el registro de acontecimientos sociales traumáticos, en la literatura hispanoamericana—. Aunque se produce un paradójico efecto ficticio, fruto de la compleja naturaleza de los textos de no ficción (Mora, 2019a: 94-97), preñados siempre de elementos ficcionales: «In a paradoxical movement, photographs, when taken out of their original contexts and included in a fictional narrative, become fictional themselves» (Hortskotte y Pedri, 2008: 8). Las imágenes, incluso dentro de ese estatuto ambiguo, están presentes en los textos de no ficción para dar cuenta de los trabajos de autor perdidos, pero también de los procesos de recapitulación, relectura, interpretación y reescritura de lo vivido, investigado o archivado.

Giro icónico y textos iluminados
Por insatisfactoria que puntualmente pueda parecernos la teoría de la imagen de William John Thomas Mitchell, y su hipótesis sobre el «pictorial turn» o giro icónico —véase también Boehm (2011); Benéitez recuerda la tesis del «ocularcentrismo» de Martin Jay (2019: 67)— de la cultura contemporánea —un giro que en rigor, parafraseando a Roland Barthes, han tenido todas las sucesivas civilizaciones humanas, algo de lo que es consciente el propio autor[3]—, la teoría de Mitchell tiene una virtud esencial, y es el énfasis en la interdisciplinariedad de cualquier acercamiento a la imagen, un término éste tan poliédrico, metamorfoseante y tratado en tantas ramas de la teoría del arte, la literatura, la filosofía, la comunicación y la ciencia, que una simple aproximación a los distintos conceptos de imagen podría ocupar un congreso entero. Utilizaremos ese lecho de Procusto conceptual porque este texto quiere abordar un aspecto concreto y limitadísimo de la imagen: cómo podemos los investigadores leer e interpretar las imágenes incluidas en un libro de creación literaria, especialmente novelas y libros de poemas, y cómo hacer sentido de la organización textual o textovisual resultante de una maquetación alternativa a la utilizada tradicionalmente por impresores y editores desde el siglo XV. A estos textos, retomando y variando un ápice la terminología de los manuscritos iluminados medievales, los llamaremos textos iluminados, rúbrica bajo la que nos referiremos a los textos donde la expresividad verbal se ve completada con elementos discursivos visuales. No se trata, por tanto, de usar definiciones más amplias de texto, como las de Iuri Lotman[4] o Donald McKenzie[5], o las procedentes de la semiótica, sino de tratar específicamente una cuestión precisa: en qué difieren aquellos textos —pues todos son textos— compuestos sólo por elementos verbales, de los textos iluminados. Y es aquí donde conviene volver a William J. T. Mitchell.
El antiguo crítico literario devenido historiador o pensador de arte, según él mismo reconoce en las primeras páginas de Image Science (2015), estableció en Iconology un concepto, el de «image-text», que luego ha recibido diversas reelaboraciones, como la de Lilian Louvel o la nuestra en El lectoespectador (2012) bajo la noción de «textovisualidad». Los traductores de Mitchell al castellano se encuentran, y así suelen avisarlo a los lectores, con un grave problema al intentar verter al español las palabras image y picture, términos cuya distinción es capital para entender el trabajo de este pionero de los llamados Visual Studies. Mientras que image tendría una dimensión inmaterial, como contemplar la imagen de un amanecer o «hacerse una imagen» de algo, la palabra picture es una concreción, dotada de un sentido principalmente material, aunque no sólo: «En su sentido más extendido, entonces, una picture se refiere a la situación completa en que una imagen ha hecho su aparición» (Mitchell, 2017: 14), sobre todo cuando se materializa en algo concreto o sobre una superficie. Algunas traductoras, como Isabel Mellén, optan por mantener el término picture en inglés, para marcar la distinción; otras, como Yaiza Hernández, se inclinan siempre por «imagen», aclarando las inflexiones en las notas al pie. Sin cuestionar en absoluto las decisiones de estas traductoras, me gustaría que observásemos las cuatro acepciones que el DRAE da a la palabra «icono»:

1. m. Representación religiosa de pincel o relieve, usada en las Iglesias cristianas orientales.
2. m. Tabla pintada con técnica bizantina.
3. m. Signo que mantiene una relación de semejanza con el objeto representado; p. ej., las señales de cruce, badén o curva en las carreteras.
4. m. Inform. Símbolo gráfico que aparece en la pantalla de una computadora u otro dispositivo electrónico y que representa un programa, un sistema operativo.

A nuestros efectos, la apelación en las cuatro acepciones de «icono»[6] a realidades físicas o matéricas comprobables, sin olvidar su condición de representación simbólica, configuran ese término como especialmente útil a la hora de expresar la imagen que aparece incrustada en un libro, o para analizar los momentos en que un texto literario —pese a estar compuesto exclusivamente por palabras, como en la poesía visual— se vuelve significativo o simbólico desde el punto de vista icónico. Es decir: esos momentos en que el texto deja de significar y nos recuerda que es un texto.

Los textos iluminados rompen el continuo lector o el fenómeno de la abstracción, ese proceso de acostumbramiento a la lectura que logra «que todo ese vasto trabajo que se concentra en lo que llamamos la “letra” desaparezca y, por lo tanto, lo que aparece es, solamente, “lo que se dice”» (Jitrik, 1982: 38). O, en palabras de Antonio Basanta, «la conexión entre los rasgos alfabéticos y sus correspondientes sonidos se produce de manera casi automática, al tiempo que se abre la secuencia semántica, con todas sus múltiples posibilidades» (2017: 27). La textovisualidad quiebra esa abstracción y nos devuelve a la página —término que, etimológicamente, alude a un lugar[7]—, a la letra, a la imagen impresa. La súbita presencia del icono textual nos saca del argumento y la trama y nos recuerda que estamos recorriendo un libro y que pasamos la vista sobre la superficie de un objeto. Si Barthes decía que bajo toda representación hay una forma de «resurrección» (citado en Mitchell, 2017: 32), la imagen textovisual resucita la dimensión matérica del texto y su organización espacial. De la «secuencia semántica» se pasa a la secuencia formal. Las ilustraciones, maquetaciones o diagramaciones revelan de nuevo la materialidad de la escritura al lector, que la había olvidado en pos de la abstracción de la lectura. Como Sherlock Holmes ante la escena de un crimen, el lector se hace consciente de que hay más códigos que descifrar, mensajes más o menos latentes que precisan extricación, para poder continuar la lectura o para recontextualizarla.

Acercamientos metodológicos al fenómeno textovisual
Los acercamientos teóricos inciden de diferente manera en estas cuestiones. Desde 1970, como recuerdan Hortskotte y Pedri (2008: 2), autores como el Roland Barthes de S/Z (1970) o la Mieke Bal de Reading «Rembrandt»: Beyond the Word-Image Opposition (1991) vienen aludiendo a la necesidad de auspiciar un territorio crítico propio para la relación entre texto e imagen, pero el problema es que las metodologías no terminan de ser concluyentes. Por ejemplo, la temprana obra de Gérard Genette, Mimologiques. Voyage en Cratylie (1976), válida para cuestiones metalingüísticas de la poesía (Mora, 2019b), tiene el problema de que, ya desde el título, Mimologiques, hace demasiado hincapié en la idea de mímesis que preside la caligramática más antigua y limitada, impidiendo un análisis general. Norman Bryson, en «Intertextuality and Visual Poetics» (1988), establecía que el vínculo entre poesía e imagen no es tan natural como parece, invocando al principio un método —el del Laocoonte (1766) de Lessing— que impediría por completo cualquier relación. Los Visual Studies, ejemplo de la interdisciplinariedad propuesta por Bal, parecían bien orientados metodológicamente para solucionar los problemas interdisciplinares, pero, como comenta Johana Drucker, hablan mucho de política, pero no tanto de visualidad:

Visual studies was its own thing, a rejection of art history’s hegemonic attachment to high art, an attempt to expand the social and cultural parameters of what was allowed to be looked at and how. But visual studies, perversely, was little concerned with visuality, and very concerned with politics, social practices, economics, ideology and so on. This left visual epistemology undeveloped. (2016: 65)

            Y el problema que surge es que hay que escoger metodologías flexibles, que no ignoren una importante cuestión de fondo, señalada por Óscar García López, la de que la incorporación de la imagen parece alterar radicalmente el estatuto semiótico tradicional del texto:

En una novela se podrán intercalar fotografías, o acompañar el texto con ilustraciones, pero ese tipo de estrategias no permiten acceder directamente al nivel esencial de su discurso. Las frases que línea tras línea van componiendo la narración no toleran que una imagen sustituya a una palabra sin que las características de ese discurso se alteren radicalmente. […] Pero dentro de un texto no podremos hallar otra cosa que no sean letras sin que el procedimiento de lectura cambie de tal modo que sea inevitable pensar que nos encontramos frente a algo modalmente distinto. (García López, 2016: 39)

Algo similar indica Chartier cuando explicita que la inclusión de ilustraciones en un texto «constituye un protocolo de lectura para el texto al que acompaña» (1993: 47). Del mismo modo que, como decía Magritte, «vemos de otro modo las imágenes y las palabras en un cuadro» (en Foucault, 2004: 58), también podríamos sostener que en un libro vemos las imágenes diferentes, en cierta manera no son las imágenes que podemos ver fuera del libro, en un cuadro o en una pantalla, porque se han insertado en el continuo textovisual, donde adquieren nuevas propiedades. Por este motivo, incluso para autores tan singulares como Paul de Man, la postura semiótica parecía una buena idea[8], y Bal y Bryson (1991) también defienden su pertinencia en este campo, por su voluntad de «integrar elementos textuales y extratextuales» (Domínguez Caparrós, 2019: 33). Pero es por todos conocida la progresiva crisis en que ha parecido sumirse la semiótica, pese a la defensa que de ella hacen algunos teóricos actuales de la comunicación, como Carlos Scolari o Alejandro Piscitelli. A sus problemas propios se suma la difícil cohonestación de la metodología semiótica con las formas literarias y narrativas procedentes de la digitalidad, incompatibilidad señalada por Espen Aarseth en Cybertext (1997); estas dificultades han puesto en cuarentena la semiótica como única vía explicativa de lo textovisual, aunque alguna de sus herramientas sigue siendo válida y Gonzalo Abril, en un artículo titulado «¿Se puede hacer semiótica y no morir de inmanentismo?», defendía la vigencia de la semiótica y su pertinencia para el análisis de la cultura popular actual, «a condición de que se entienda como una metodología transdisciplinar y no constreñida por el principio de inmanentismo» (2009: 127).  Pensemos, por ejemplo, en esta definición del texto visual a cargo de Carlos Lomas, y veremos que varias de sus características son aplicables al desafío de leer una obra literaria textovisual:

El texto es por tanto un conjunto de procedimientos y estrategias que constituye un discurso de carácter pragmático, y en consecuencia el texto visual será una mediación sintácticosemántica de naturaleza gráfica que connota y denota significaciones a través de un plano expresivo o significante integrado por signos básicos no verbales (punto, línea, contorno, dirección, luz, tono o contraste, textura, color, movimiento, dimensión, escala, plano...) y de una sintaxis precisa que los articula. (Lomas, 1991: 18)

La continuidad entre lo verbal y lo icónico, como ya apuntase Iuri Lotman, sigue siendo la clave de «la producción de nuevos lenguajes y textos artísticos en el seno de la semiosfera» (Gil González, 2012: 31). Y existe un problema de lenguaje crítico para aproximarnos a esta cuestión. Por ejemplo, Eva Mª Martínez-Moreno propone, para leer las obras de la vanguardia de principios del xx,
combinar los presupuestos de la Estética de la Recepción y su relación con la psicología de la percepción de Gombrich y el pensamiento visual de Arnheim, así como con la fenomenología y la gestalt fiján­donos además en su cognitivismo no analizado y sumar la contribución de algunos aspectos válidos de la Estilística y la Semiótica. (2016: 137)

            En su artículo, Martínez-Moreno pone el énfasis en una dirección interesante, la de la consideración compleja de los textos analizados, muchos de ellos textovisuales, cuya especificidad no reside ni en la pura expresión verbal, ni en su dimensión visual, sino en un entendimiento diferente, basado en «la apreciable simultaneidad de las esferas visible e inteligible» (2016: 137), que requiere un «sensolector», «un receptor activo que experimente dicha vivencia en el sentido husserliano de fusionar visiones y pensamientos (Erlebnis)» (Martínez-Moreno, 2016: 142) capaz de apreciar holística y cognitivamente las obras. Sin embargo, hay que ser prudentes a la hora de analizar vivencialmente un texto, puesto que el énfasis en las vivencias del autor puede hacer caer el análisis en la falacia biográfica, peligro que Martínez-Moreno evita en el suyo. Dos años antes, la investigadora y poeta María Salgado había publicado su tesis doctoral, El momento analírico (2014), que entra de lleno en la problemática que generan las cuestiones de «visualidad» en la poesía, por cuanto igualan prácticas en principio muy diferentes entre sí. Por ejemplo, tras sostener que «la poesía visual no es visual», lo argumenta de este modo:

A la imitación mecánica y acrítica del efecto caligramático bien podría llamarse, a pesar del pobre Guillaume, «el mal de Apollinaire», y bien podría oponerse, a su vez, a la diseminación de Mallarmé. Por cierto que en este punto es crucial apuntar que Mallarmé no empleó ni el término ni la terminología «visual» para describir el hallazgo de Un coup de dés sino otra, otra de la otra, que como «poema expandido» o «ritmo total» señala aspectos de cualidad más conceptual que plástica, más vinculados al problema compositivo del verso libre que al de cualquier representación pictórica – de parte de un autor que, por época, situación geográfica y afinidades, no se hallaba precisamente lejos del arte de la pintura. (2014: 43)

            El problema, a su juicio, es mantener términos como «significado», «visual» o «representación» sin aclarar antes qué significan. Parte de ese trabajo ya lo hemos hecho anteriormente, pero el estudio de Salgado es muy sugestivo porque muestra el ingente camino por recorrer. Salgado utiliza a Derrida para usar una terminología que expanda las posibilidades de comprensión, evitando el cierre taxonómico gracias a sintagmas como «escritura expandida» o «archiescritura» (2014: 45), y podría ser una posibilidad, aunque se topa con las resistencias que genera el pensamiento derrideano, que a veces produce el extraño efecto de invitar a una admisión o inadmisión totales, sin matices. Pero la consecuencia de utilizarlo bien, al modo de Salgado, es que los textos comienzan a verse, y oírse, de otra manera:

Considerar que tachones, tipografías, diptongos u onomatopeyas son más visuales o sonoros es considerar que un poema aparentemente neutro carece de todo esto; es considerar que la lengua puede acontecer antes y afuera de la memoria aural, el intercambio oral, la inscripción gráfica o el gesto diferenciador que es en sí la operación de escritura. (Salgado, 2014: 49)

Otro problema que surge al estudiar los textos iluminados es que existen varios tipos de relación entre la palabra y la imagen. La más conocida, tanto que apenas nos detendremos en ella, es la écfrasis o descripción verbal de una imagen. Un escritor contando un cuadro, como hace Proust con una obra de Vermeer en su En busca del tiempo perdido, es el ejemplo canónico. Sin embargo, existen otras formas de diálogo interartístico, además de la reproducción explícita de una obra, rastreables dentro de una larga tradición, tanto teórica como pragmática[9]. Liliane Louvel ha esclarecido la cuestión, en relación con la imagen pictórica, con su libro Poetics of the Iconotext (2011), donde presenta varias figuras, a las que incluye dentro de una especie de sensorio pragmático, dirigido a la producción de efectos inmersivos en el lector:
Let us posit that since hypotyposis differs from ekphrasis in the fact that hypotyposis does not concern an art object identified as such, but rather evokes a painting indirectly, thus producing a ‘painting-effect’, it forces the critic to establish rigourous criteria which will enable him to spot in the text the pictorial markers without succumbing to easy analogies. The role of hypotyposis and ekphrasis cannot simply be reduced to ornamentation, as people thought for a long time, in particular in classical times. We shall have the opportunity to see its pragmatic impact on the reader, but also on the narrator thanks to its expressive force, in the etymological sense of the term ‘to bring out of’. From hypotyposis, which suggests a pictorial analogy, to ekphrasis, where the art object is present, via all the intermediary forms presented above, ‘pictorial description’ shall enable us to lay the foundation of a poetics of iconotext (2011: 51).

Al efecto de hacer una tipología de los modos de reproducción de la imagen, Louvel extrapola las categorías de cita de Gérard Genette en Palimpsets (1982), sustituyendo la transtextualidad de Genette para hablar de transpictoriality (2011: 55, con una terminología que la propia autora considera insatisfactoria) y añadir luego otras formas de convivencia textovisual. Louvel, por supuesto, emplea algunas terminologías e ideas que proceden de autores anteriores a ella, como la metapicture, aludida por Mitchell en su Iconology (1986); pero algunas de las que propone parecen interesantes, como los hipoiconos, término que alude a las pinturas que pueden estar detrás de descripciones literarias: por ejemplo, recoge una descripción del magistrado de Esperando a los bárbaros (1982) de Coetzee que parece estar escrita bajo el imaginario de uno de los óleos de Rembrandt (Louvel, 2011: 58-59), añadiendo que este modo de operar es muy frecuente en novelas posmodernas, como en Hawksmoor (1985), de Peter Ackroyd. Describe también la archpictoriality cuando un texto está escrito como un estilo artístico o una técnica pictórica, por ejemplo un texto deliberadamente manierista, o una construcción que recuerde al trompe-l’oeil (2011: 64). También explora el modo en que las imágenes pueden imponer un ritmo en el libro: «the image can create a rhythm in the text, as is the case in Peter Ackroyd’s English Music, in which in every other chapter, nine illustrations punctuate and interrupt the flow of a text which oscillates between past and present, dream and reality» (2011: 67). Las de Louvel son soluciones puntuales, pero también pueden servir como herramienta de análisis para obras concretas. Sin embargo, habría que ir más allá.
A mi juicio, y como he expresado en otros lugares, una sana convivencia práctica y una plena connivencia teórica de la teoría literaria con el arte y la teoría del arte es lo que puede conducirnos a mejores resultados, para leer los textos iluminados. No sólo por la especialización secular de los expertos en estética con las artes visuales, sino porque también hay numerosas formas artísticas que utilizan los mensajes verbales como parte de la obra, e incluso formas artísticas que sólo utilizan la palabra —por ejemplo el arte conceptual, cuando limita la obra a la descripción escrita u oral de la misma—, demostrando la flexibilidad de los límites entre todas estas manifestaciones. Así, después de comparar diversas iniciativas del mundo del arte que trabajan sobre o a partir de la palabra y los textos (Rollins, Ruscha, Graham, Art & Language), José Luis Brea señala:
Toda esta línea de trabajo de construcción –en realidad, de deconstrucción– de un espacio fronterizo de encuentro entre escritura y pintura como problematización de la legibilidad tiene […] su precedente claro en el trabajo duchampiano: hasta el punto de que alguna de estas, las más ‘novedosas’ propuestas de problematización de la legibilidad remiten, de modo evidente, a trabajos por él realizados (por ejemplo, Un bruit secret). En cierta forma, en efecto, el resto que en la superficie asolada, desertizada, del texto flota apunta a la presentida necesidad de su reamueblamiento. (1991: 54)

Esa reorganización del mobiliario textual tiene su correlato en otro movimiento teórico, como venimos insistiendo, dentro de lo estético. Laura Borrás ha propuesto el término Lit[art]ure como integrador, precisamente, de todo lo literario con lo artístico a través de la «dramaturgia de la imagen» (2008: 26; véase también 2005: 23-80). Somos, como recordaba Román Gubern, animales visuales[10], y lo visual es también un lenguaje[11]. Esto no quiere decir que el lenguaje verbal «se rinda» ante el icónico, sino que, más bien, lo critica a la vez que lo asume o lo remeda; como recuerda Azucena Castro para el caso de las imágenes en Santa Evita de Tomás Eloy Martínez, «la fotografía es traída bajo la mirada del lector-espectador con el fin que describe Hutcheon: ser usada en contra de sí misma para refutar su autoridad y poder con el fin de deconstruir su estrategia representativa» (2002: 43). Esta tendencia icónica y visual, que no sólo afecta a la literatura[12], se asienta cada vez con mayor preeminencia –y vocación de exclusividad–. Como señalaba Fernando R. de la Flor, es un hecho «la desvertebración íntima que puede producir en nosotros esa retirada progresiva de las palabras y esa sobreexistencia paralela de la imagen en la secuencia de nuestros días» (1995: 161); quizá el texto deba tomar capciosamente apariencia de imagen para defenderse de ella, para conjurar su poder al explicitarlo.
En aras de seguir añadiendo elementos para una teoría de la lectura de la imagen, recordamos que el profesor de estética Víctor del Río ha apuntado la «factografía» como método de organización y lectura de materiales visuales y textuales dentro de un mismo conjunto documental[13]. La persona que utiliza ese método en su vida cotidiana, aceptando de forma natural la presentación habitual de la información, es lo que hemos llamado, continuando la terminología semiótica, un «lectoespectador». Denominación que alude tanto a receptores de las obras de arte como a los ejecutores de las mismas, por compartir ambos la misma Weltanschauung audiovisual. En similar sentido, Víctor del Río escribe que en el media art «la utilización de medios de reproducción de imágenes se consolida como forma artística por analogía con los medios de comunicación y en relación dialéctica con ellos, tanto para afirmarlos como para negarlos» (Río, 2010: 215). Es decir, que la recepción de la tecnología no tiene por qué ser complaciente con ella, sino que el uso puede ponerla en cuestión –y a menudo sucede de este modo–, y puede criticarse desde dentro, o con sus mismas armas, demostrando sus carencias o sus peligros. Sería por tanto, muy preciso y oportuno decir que buena parte de la literatura actual dialoga con la tecnología, sin que ello implique un sometimiento o una rendición ante su espectacularidad sino, muy al contrario, una reflexión crítica en marcha sobre su omnipresencia y su poder económico y simbólico en nuestro tiempo, tal y como ha reclamado Néstor García Canclini para el arte:
El riesgo de olvidar el pasaje de los hechos a los imaginarios, como suelen hacer los medios en los reality shows y en noticieros que informan ficcionalizando, debe ser evitado por un arte que concibe de otro modo los pactos de verosimilitud y el trabajo crítico. (2013: 18-19)

Esta simbiosis entre literatura e imagen no sólo ha sido posible con origen en esfuerzos desde el lado de las letras. También el mundo de la imagen ha entendido que la narratividad es una de las claves persuasivas para atrapar el interés de los lectoespectadores, y por ello no sólo el cine, sino otros géneros como el videojuego o las series de televisión han acabado por reforzar sus guiones, hasta límites de afinado casi desconocidos hasta ahora. Videojuegos como Alan Wake o GTA4, o series como The Wire, Boss o The Sopranos han desarrollado tales niveles de profundidad argumental y cuidado en los diálogos que han sido emparentados con los dramas de Shakespeare (Teleshakespeare se llama significativamente un ensayo de Jorge Carrión sobre series televisivas) o las novelas de Dostoievski, aunque son reflexiones algo exageradas, en cuyo análisis no podemos entrar ahora. El filósofo José Luis Molinuevo ha escrito al respecto que
[…] las teleseries son ahora una de tantas respuestas a la inquietud de si se puede continuar una ilustración sin la unidad de los conocimientos, pero desde la mezcla e hibridación de los mismos, desde la disociación estética de los trascendentales, lo verdadero, lo bello y lo bueno, unidos más que nunca en la propaganda y la publicidad (2011: 14-15).

A su juicio, la estética de la complejidad que presentan algunas de estas series las configuran como uno de los fenómenos artísticos más interesantes de nuestro tiempo, a pesar de que su origen estaría vinculado en principio a la cultura mediática, antes considerada como «baja cultura». Uno de los principales efectos que ha tenido esta irrupción de series y videojuegos de dignidad creativa es, precisamente, difuminar de nuevo esa antigua y ya feble barrera entre la baja y alta cultura, creando un tertius genus, una «alta cultura pop», que Eloy Fernández Porta ha denominado Afterpop en su conocido ensayo publicado en 2007. Queramos o no, la teoría y la crítica deben lidiar con estos fenómenos interdisciplinarios, so pena de quedarse obsoletas[14]; fenómenos que a veces permanecen sólo en el ámbito de la literatura y que las más de las veces la desbordan.
Por este motivo, creemos que debe construirse un sistema lector de estos dispositivos de creación que superan lo verbal, tomando elementos metodológicos de cuantas ramas de la ciencia y del arte puedan valernos para ello, sobre todo las de la teoría del arte. En Image Science (2015), el libro donde Mitchell explica y aclara su trayectoria intelectual, aclara que su paso desde la crítica literaria a los estudios artísticos se vio impulsado por la necesidad de acrecentar sus herramientas de análisis para acercarse a la obra de William Blake, «a painter, poet, and engraver whose composite art of “illuminated printing” made it necessary to think across the boundaries between word and image, literature and arts» (2015: 6). En efecto, The Book of Urizen (1794), por ejemplo, es un conjunto inseparable de poesía y pintura cuyo estudio aislado puede arrojar pistas de interpretación, pero que se pierde lo más esencial, justo aquella interpenetración o interrelación artística que llevó a Blake a hacerlo justo de esa forma y no de otro modo. La herencia de la Estética, en la línea de Litvak (1985) o del comparatismo de Lecercle (1999), puede ayudarnos en la consolidación de esa Literatecnia, facilitándonos el acarreo de herramientas conceptuales con las que observar de un modo más complejo e interrelacionado los fenómenos literarios contemporáneos.
Por ejemplo, y centrándonos en lo textovisual, podrían ser de mucha ayuda los «principios básicos de diseño» del arquitecto Francis Ching, muy conocidos entre los estudiantes de arquitectura de todo el mundo. Ching (2015) explica los elementos fundamentales de ordenación que podemos extrapolar a casi cualquier obra artística visual:

·         la línea
·         el plano y volumen dominantes
·         la forma
·         el color
·         la textura
·         la dimensión
·         el espacio
·         la antropometría
·         la escala
·         la proporción
·         la proxémica

Elementos todos ellos trasvasables a la lectura de textos iluminados, con los debidos ajustes debidos al soporte y a la práctica literaria. En segundo lugar, Ching plantea los «principios ordenadores de la composición», entre los que cita la estructura (circular, difusa, cuadrangular, espiral, etc.), la modulación, el equilibrio y el ritmo. Con ellos se hacen las cinco organizaciones básicas de la forma arquitectónica: central, lineal, radial, macla (asociación de dos o más cristales gemelos, orientados simétricamente respecto a un eje o un plano) y trama. A estos principios se añaden otros, los principios relacionadores (Ching, 2015: 320ss), que son aquellos que rigen la lectura del continuo textovisual. Aparte de los propuestos por Ching, nosotros añadiríamos los siguientes principios relacionadores:

1.       Simetría: estructuras paralelas, especulares o simétricas de cualquier otra forma.
2.       Antagonía: relación opositiva, contradictoria o dialéctica entre los elementos textovisuales.
3.       Paralaje: La paralaje es la diferencia entre las posiciones aparentes que en la bóveda celeste tiene un astro, según el punto desde donde se supone observado. En un entorno textovisual, supone un trastorno de percepción ocasionado por la localización de elementos, como sucede al leer las páginas más visuales del Big Bang (1985) de Severo Sarduy.
4.       Disposición en myse en abyme: es lo que Dällenbach llama «estructura especular» en su libro La estructura especular, no coincidente con la especularidad simétrica a la que nos hemos referido antes. Suele explicarse con la imagen de las muñecas rusas idénticas, pero de diferentes escalas, que encajan unas dentro de otras.
5.       Mimología o imitación de elementos naturales o artificiales existentes, en la órbita de las Mimologiques de Genette. Para establecer el grado de iconicidad y de lejanía o proximidad respecto al referente, se puede aplicar una variante del “principio de la distancia” del lingüista cognitivo Haiman (1985), al objeto de valorar la distancia conceptual entre lo textovisualizado y lo descrito. Así, un caligrama de Apollinaire estaría a corta distancia conceptual del objeto poetizado, mientras que poemas visuales como «Elevación» o «Jaqueca» (1923) de Alberto Hidalgo, o «País» (1986) de Joan Brossa estarían más distanciados, por apelar sólo simbólica o metafóricamente a un significado[15].
6.       Continuidad: tomado de la Gestalt; en palabras de Martínez-Moreno, referido al axioma gestaltista según el cual el todo es más que la suma de las partes, pues «la imagen vanguardista», según su explicación, se presenta como una cadena de instantáneas «con unidad, aunque den la impresión de interrupciones. Durante la lectura, el receptor debe atender a las aso­ciaciones que las organizan para alcanzar ese sentido global» (Martínez-Moreno, 2016: 142-43).
7.       Ruptura: En un artículo reciente, Mora (2018) amplía las categorías expuestas por Túa Blesa en su seminal Logofagias (1998), se exponen las diversas posibilidades de ruptura o discontinuidad visual; aunque están centradas para el caso de la poesía, valen para el caso de la narrativa: saturación, desaparición del texto (con varias modalidades: troquelado, aclarado parcial o borrado total, caso último llamado por Blesa «leucós»), deconstrucción, ilustración, uso de elementos «ergódicos» (Aarseth, 1997), objetualización, reordenación alfabética, reorganización gráfica alternativa, intermedialidad.

Todos estos elementos pueden usarse de forma cruzada y compleja para realizar un análisis clarificador de la obra. Así, parafraseando al arquitecto Manuel De Prada, dicen los profesores Gamonal Arroyo y García que «Las lecturas del discurso retórico y visual son distintas», pues el mensaje gráfico «no se lee siguiendo la tradición occidental de izquierda a derecha y de arriba a abajo, sino que se interpreta según las leyes perceptivas formuladas por la psicología de la forma: proximidad, semejanza, simetría, continuidad, destino común y cierre» (2015: 16). Y el neurocientífico Pierre Changeux (2010: 123-125) expone que los principios que hacen que una obra tenga eficacia artística son el consensus partium (una buena composición) y la parsimonia, en un sentido científico (sencillez eficaz de elementos para expresar una idea o imagen, que no caiga en la simplicidad). Además, no sería improcedente leer estas fórmulas, en tanto que muestras de expresividad discursiva, a la luz de los «esquemas de imagen» descritos por Mark Johnson (1987) dentro de sus estudios de lingüística cognitiva, pues algunos de esos esquemas pueden añadir capas de sentido al uso de unas formas u otras.
            De esta forma, el crítico literario o investigador que se acerquen a un texto literario no convencional —esto es, que en narrativa no respete la «caja» tipográfica tradicional, o que en poesía se salga de la disposición en versos alineados a la izquierda característica del 99% de la lírica occidental moderna—, debería realizar las siguientes operaciones:

  1. Determinar y hacer explícito el empleo de la textovisualidad, en cuanto unión inseparable y significativa de elementos verbales y visuales.
  2. Esclarecer si la textovisualidad afecta únicamente a la forma o disposición del texto en la página, o si, a la vez o además, existe una incrustación de «imágenes» en el sentido tradicional del término.
  3. En el primer caso —textovisualidad dispositiva—, se pasa al análisis armónico del texto, que ahora explicaremos.
  4. En el segundo caso —texto iluminado, si hay imágenes incrustadas, texto iluminado complejo si hay imágenes incrustadas y, además, textovisualidad dispositiva—, señalar qué tipo de imágenes se han añadido, su régimen reproductor (analógico o digital) y pasar al análisis armónico del texto.
  5. El análisis armónico consiste en la puesta en crisis de las expectativas de orden del lectoespectador[16] a causa de los elementos de extrañeza propuestos por el lector, partiendo del hecho, creo que de sentido común, que la presencia de elementos textovisuales en una novela, libro de cuentos o poemario impresos supone todavía, pese a su creciente habitualidad, un recurso dirigido a producir extrañeza en el lector y una discontinuidad en la lectura. En los textos digitales, también por su naturaleza gráfica informatizada y dirigida a presentarse en una pantalla, lo normal será justo lo contrario. En cierto modo, el análisis armónico es teleológico, intenta escrutar el para qué, en el sentido de cuál ha sido la posible intentio auctoris a la hora de introducir el elemento textovisual en la obra.
  6. Tras el análisis armónico, aparecen el análisis semántico y el morfológico, que deben ir unidos, porque no conviene separar lo que el autor ha unido. Para ello hay que tener en cuenta un elemento natural de la Retórica, cual es la significatividad de la interfaz gráfica elegida: como dice Inmaculada Berlanga,
un diseño nunca se escoge al azar o porque sí. Optar por determinados elementos gráficos (imágenes, colores, tipografías, etc.) impli­ca transmitir una serie de valores con esa expresión y tener ciertos objetivos al hacerlo. Los valores que transmite esa interfaz corresponden a una marca que se identifica con tal interfaz y con mencionados valores, y lo hace de forma metoní­mica, metafórica y simbólica (Berlanga, 2013: 57)
Del mismo modo, habrá que tener en cuenta las lecciones de la iconografía para interpretar formas y símbolos[17], los estudios de Aby Warburg sobre la pathosformel, las aportaciones de Rudolf Arnheim, Erwin Panofsky, Ernst Gombrich y cualesquiera otras que nos puedan servir para aclarar el sentido del continuo textovisual, como recuerda Brian Kim Stefans en Word Toys (2017).
  1. Por último, llegaría el análisis cualitativo, que, partiendo de todo lo anterior, y a la vista de la armonía o inarmonía aparentemente buscadas por el autor, esclarece la fortuna en el empleo de los principios básicos, de los principios organizadores y de los principios relacionadores presentes en la obra textovisual, y, a la luz de la tradición, del corpus del autor y del contexto socioliterario, plantea la valoración de calidad o excelencia de la obra analizada.

Esperamos que estas herramientas puedan ayudar a leer los textos iluminados con la complejidad e interdisciplinariedad que parecen requerir, para no perder ninguno de los posibles sentidos en juego.
De esta manera, y como proponíamos desde un principio, las herramientas teóricas procedentes de la teoría del arte pueden ayudarnos a leer las formas textovisuales, en sintonía con los instrumentos descriptivos más abiertos creados por la teoría de la literatura durante los dos últimos siglos. Al ser los textos iluminados un complejo de formas expresivas (es decir, un dispositivo de dispositivos), es inevitablemente necesario que su análisis implique también la adición coordinada y dialogante de diversos sistemas analíticos, en aras de un entendimiento complejo del hecho creador. Por esa razón, y a la vista de que la teoría estética conecta con las teorías hermenéuticas (Gadamer, 1988: 217), y estaba históricamente en el origen del pensamiento sobre las artes, tiene todo el sentido que sus instrumentos, cuya vigencia nunca ha periclitado, nos acompañen ahora como argamasa, cemento o cimiento del resto de instrumentos teóricos.



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[1] Preguntado sobre la relación entre imagen y texto en su ensayo, Pajak responde: «No tengo ninguna relación con el cómic o la novela gráfica. Utiliza los dos lenguajes que me pertenecen -la escritura y el dibujo- oponiéndolos. A veces parecen reconciliarse: es una ilusión. Lo que no puedo expresar con la escritura, lo muestro con el dibujo, y viceversa. Mis dibujos no ilustran el texto, y el texto no destaca los dibujos. Están enfrentados», en Muñiz (2016: 7).
[2] La página de Tumblr Between Art & Literature, accessible en https://betweenartandlit.tumblr.com.
[3] En Image Science declara Mitchell: «Second, the idea of a ‘turn’ toward the pictorial is not confined to modernity, or to contemporary visual culture. It is a trope or figure of thought that reappears numerous times in the history of culture, usually at moments when some new technology or reproduction, or some set of images associated with new social, political or aesthetic movements, has arrived on the scene» (2015: 14).
[4] «Lotman introduce también una noción semiótica de texto que incluye tanto el texto lingüístico como el literario, así como el cine, la pintura o una sinfonía» (Fokkema e Ibsch, 1981: 63).
[5] «I define texts to include verbal, visual, oral, and numeric data, in the form of maps, prints, and music, of archives of recorded sound, of films, videos, and any computer-stored information, everything in fact from epigraphy to the latest forms of discography» (McKenzie, 1999: 13).
[6] Prescindimos del sentido de «icono» propuesto por Charles S. Peirce y su conocida distinción semiótica entre icono, símbolo e índice (comentada por Mitchell en Iconology, 1986: 58).
[7] «Ese “interior de la luz gracias a una llama bajo sus ojos” constituía lo que llamaban una “página’” Tales eran las “páginas”. In lingua latina: unos “pagi”. In lingua romana: unos “pagos”», explica el novelista francés Pascal Quignard (2018: 134).
[8] En cierto momento, Paul de Man se dio cuenta de las limitaciones que los sistemas tradicionales de lectura de textos (filología, hermenéutica) procuraban a un entendimiento suficientemente amplio del hecho literario, concluyendo que «el reemplazo de un modelo hermenéutico por uno semiótico, de la interpretación por la decodificación, representaría, en vista de la desconcertante inestabilidad de los significados textuales (incluidos, por supuesto, los de los textos canónicos), un progreso considerable. Muchas de las vacilaciones asociadas con la ‘lectura’ podrían así desaparecer» (Man, 1990: 30).
[9] Eva Mª Martínez-Moreno resume algunos hitos, de los muchos posibles: «Desde el famoso motivo del ut pictura poesis de autor latino Horacio o la conocida sentencia de Simónides de Ceos que hablaba de la pintura como “una poesía muda” y de la poesía como “una pintura elocuente” (muta poesis et pictura loquens) pasando por las afirmaciones de López Pinciano en su Philosofía [sic] antigua poética hemos llegado a las alusiones directas de este acercamiento entre pintura y poesía en la Vanguardia Histórica. Éstas son especialmente abundantes en los representantes del surrealismo. […] Como ya hemos dicho, para Breton […] en «Situación surrealista del objeto» (1935), la unión de estas dos artes se produce en su grado máximo, por eso da igual expresarse poética o plásticamente. También, Dalí señala la importancia de la relación visual/verbal en la creación de significado cuando explica su método paranoico-crítico [...]. El propio Lorca […] glosa la influencia de la poesía en el arte de la pintura refiriéndose a la obra pictórica de Chirico, Dalí y Miró» (Martínez-Moreno, 2016: 149).
[10] «En el hombre, que también es un animal visual (suele afirmarse que entre el 65 y el 90 por ciento de la información que recibimos en la vida diaria procede del canal visual» (Gubern, 2011: 18-19).
[11] «Un lenguaje es un medio de expresión cuyo carácter dinámico supone el desarrollo temporal de un sistema cualquiera de signos, de imágenes o de sonidos, teniendo como objeto la organización de este sistema expresar o significar ideas, emociones o sentimientos comprendidos en un pensamiento motor del cual constituyen las modalidades efectivas» (Mitry, 1990: 20).
[12] «La arquitectura contemporánea (...) destinada a ser atravesada por una sucesión ininterrumpida de mensajes textuales, visuales e icónicos, tiene que asegurarles la máxima legibilidad» (Houellebecq, 2010: 55).
[13] «La factografía, por tanto, es la organización de un discurso a partir de materiales documentales entre los que puede haber tanto imágenes como textos» (Río, 2010: 35).
[14] «A nuanced consideration of the relation of word, image, and world (something we have been trained to do) is abso­lutely necessary if we are to understand where we fit in a world where new forms of culture, communication, and technology make sensitivity to narrative and language more important than ever» (Fraser, Larson y Compitello, 2014: 88).
[15] Al referirse a los poemas de Hidalgo, escribe José Ignacio Padilla que se resisten a la «mímesis visual», añadiendo que «se repite la oscilación entre el “interior” y el “exterior” del lenguaje, entre el sujeto y lo representado. Este ícono, si bien recuperable como imagen metafórica, pone en cuestión el paso por el yo-interioridad, reifica las fisuras en la lógica simbólica, abre un intersticio o punto de fuga, reintroduce el “resto”: algo que excede» (2016: 259)
[16] Según recuerda Hermosilla Álvarez, «en la representación artística el receptor intenta hallar, como postula Gombrich, una forma estructurada en la que las partes se presenten organizadas de modo coherente, lo que le permitirá reconocer e interpretar la imagen a partir de un sistema de convenciones y dentro de una determinada tradición» (2011: 24; véase también Hermosilla Álvarez, 2013).
[17] Como hace Mitchell al examinar las formas y líneas serpenteantes en los libros iluminados de poemas de William Blake, The Book of Urizen y The Book of Thel (Mitchell, 2017: 88-89).