lunes, 9 de julio de 2018

No paren las máquinas




Adrià Pujol Cruells y Rubén Martín Giráldez, El fill del corrector. Arre, arre, corrector. L’Hospitalet de Llobregat: Hurtado y Ortega Editores, 2018.



las traducciones literarias son una temblorosa tentativa de interpretar un mensaje de signos equívocos mediante otro conjunto de signos equívocos.

Ernesto Sabato, Heterodoxia



M’impressiona, la paraula literatura.

APC



Lo que habla del buen estado de salud de una literatura —entendida en el sentido que queramos, ya sea el horizontal del tiempo o el vertical de la geografía— no es su calidad media, por lo común baja, como en todo arte de todo lugar y época, sino la potencia de sus singularidades, como intenté exponer años atrás. Hoy vamos a examinar una de estas singularidades, pero antes, para contextualizarla como es debido, será preciso dar un pequeño rodeo.



En su artículo “Vindicación de la mentira: La literatura de la falsificación” (Quimera, n.º 322, 2010), el poeta y traductor italiano Valerio Lanzanotti recuerda algunos casos de traducciones creativas:



Diversos procedimientos son apropiados para crear la sensación de verdad narrativa. Uno de ellos es la falsificación de una traducción o, como es conocida, la “traducción ficticia”. Uno de los pocos autores que ha estudiado este mecanismo de forma sistemática es Hans Christian Hagedorn, quien en su monografía La traducción narrada (2006) explora las diferentes posibilidades e implicaciones de esta técnica. Según Hagedorn, “este artificio sirve para crear la ilusión de que un determinado texto narrativo es la traducción de otro texto, redactado originalmente en otra lengua y, en la mayoría de los casos, por otro autor distinto del que se presenta como traductor o editor del mismo”[1]. Hagedorn diferencia este proceder de otros similares, como el manuscrito encontrado, situando la traducción ficticia dentro de su clara relación con la modernidad literaria y el crecimiento de los mercados nacionales, así como de la difusión de la traducción como vía trasmisora del conocimiento. Como bien apunta, “en el empleo del recurso de la traducción ficticia se manifiesta la autorreflexividad del texto narrativo, y sobre todo de la novela, en la época moderna” (p. 211). Hay numerosos ejemplos de este artificio, algunos sobresalientes: el Quijote de Cervantes; Tristam Shandy de Sterne; Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Jean Potocki; The Castle of Otranto, de Horace Walpole; Si una noche de invierno un viajero de Italo Calvino; Cartas persas, de Montesquieu; Croniques italiennes de Stendhal; Die Leiden des junges Werther, de Goethe; Gulliver’s Travels, de Jonathan Swift; El nombre de la rosa, de Umberto Eco, así como los relatos “Smarra” de Nodier o “El inmortal” de Jorge Luis Borges, entre muchos otros.

             

Hay que puntualizar que en estos casos el procedimiento de la traducción infiel es figurado (otro tanto sucede en El archivo de Egipto, de Sciascia; El ladrón de morfina de Mario Cuenca o Los hombres que no ataban a las mujeres de Ste Arsson —seudónimo de Miguel Serrano Larraz—). Es decir: no existe en puridad traducción, sino la figuración de un trasvase de lenguas. En otros casos, sí podemos hablar realmente de traducciones infieles realizadas conscientemente, con fines creativos, como las belles infidèles francesas del XVII y XVIII; la obra literaria de Alain-René Lesage (1668-1747), apropiacionista avant la lettre; la supuesta traducción que realiza Alfredo Adolfo Camús en el XIX del Pro Ligario de Cicerón (véase aquí); o cuando Karl Kraus, en uno de sus números de La antorcha, traducía con salacidad un texto de Maximilian Harden para desfigurarlo[2]. O bien podemos traer a colación la práctica de Jorge Luis Borges, solo o en compañía de Bioy Casares, cuando traduce textos modificando, alterando o apropiándose de algunos párrafos de los originales, o incluso recortándolos a su gusto y criterio, para acomodarlos a su poética, como ha estudiado con brillantez Efraín Krystal[3]. Borges era capaz hasta de manipular las traducciones de su propia obra al inglés, como ha señalado Fernando Sorrentino. Pueden encontrarse más casos de traducciones literarias tan infieles como feraces en este artículo de Antonio Rivero Taravillo, o en esta entrada de Wikipedia.



            A esta caterva sospechosa de traductores desleales y gamberros viene a sumarse este juego metatraductor que proponen Adrià Pujols Cruells y Rubén Martín Giráldez, que ha sido feliz y cuidadosamente editado por Hurtado y Ortega Editores. El volumen presenta, en principio, dos libros: a la izquierda, en las páginas pares, un ensayo autobiográfico novelado (es difícil etiquetar este texto, luego veremos que no es necesario hacerlo) en catalán de Pujols Cruells, titulado El fill del corrector; en las páginas impares, la supuesta traducción al castellano de Rubén Martín Giráldez.



            La realidad es bien distinta, o acaba configurando una realidad mucho más compleja del esquema editorial anunciado. Estamos ante una indagación literaria de primer orden, que revienta las fronteras, los géneros, los marcos de la traducción y los de la literatura antes conocida como tradicional (sin dejar de ser, sobre todo en lo tocante a Josep Pla, muy conocedora de la tradición, como debe entenderse cualquier obra realmente renovadora). En primer lugar, hay que valorar como se debe el texto “de partida” de Pujol Cruells, que utiliza el diálogo entre Pla y su propio padre —el corrector aludido en el doble título— como símbolo entre lo familiar y la literatura, entre el entorno afectivo no elegido y la literatura catalana escogida como afinidad electiva. Lo cual le permite el autor agavillar otras dos conversaciones directas: una con Pla y otra con su padre, estableciendo un triángulo de atractores y disonancias. A su aportación debemos algunas reflexiones de peso sobre el célebre ampurdanés y sus sombras gravitatorias, sobre la esencia de la “geografía personal” (p. 81) de un escritor, sobre el campo literario actual, sobre las tensiones políticas, culturales y lingüísticas de Catalunya, o sobre el papel del administrador de un legado y sus dialécticas con el archivo cultural (diría Boris Groys). Pero no nos limitemos, o no nos engañemos; Pujol Cruells no es sólo “planiano”, también es antropólogo y escritor reconocido, que no ha dudado en traducir libros como —ahí es nada— La disparition de Perec, eliminando en L’Eclipsi todas las apariciones de la letra “a” (en el original francés desaparecía la “e”). Pujol Cruells (en adelante APC) es un escritor valiente y valioso, y su texto exento El fill del corrector es interesantísimo de por sí, tanto si se está de acuerdo con alguno de sus planteamientos como si no, puesto que uno no lee para que le den la razón, ni para confirmar su verdad, sino para ponerlas en crisis.



En segundo lugar, hay que tener en cuenta el protagonismo de las notas al pie, un espacio paginal que, si bien tiene sus usos irónicos modernos —Alberto Santamaría los ha descubierto, por ejemplo, en algunos textos de Leandro Fernández de Moratín (1760-1828)—, es en la posmodernidad literaria donde encuentra un uso exhaustivo, que llega al abuso en autores como David Foster Wallace o el Robert Juan-Cantavella de Proust Fiction. En estas notas se suscita un diálogo entre autor y traductor a cuenta de algunas palabras dudosas o polisémicas, pero el juego va más allá. Las notas al pie de este libro me han recordado aquello que escribió Don DeLillo: “There were footnotes like nested snakes”[4]. Se abren en ella serpientes textuales enroscadas, referencias eruditas, bromas y desafíos entre los autores, apropiaciones, desmontes, mentís y desmentidos, y un inacabable juego lúdico que, en rigor, es el suelo de este libro, el terreno fértil y productivo del que brota —y no al revés— el “discurso alto”, el corpus, ininteligible sin el sinsentido de la interpretación. Hay que recordar a este respecto que tanto Pujol Cruells como Martín Giráldez habían trabajado anteriormente con la nota al pie irónica (en La carpeta és blava, 2017, y Thomas Pynchon. Un escritor sin orificios, 2010, respectivamente). 




De forma textovisual, para identificar a cada uno se utilizan los iconos del ojo abierto (el autor) y del ojo cerrado (el traductor), códigos que ya anuncia la portada del libro. La fusión de rostros de la portada es trasunto de la fusión gradual de autobiografías que se tejen en el texto, con los dos autores mezclados en la versión en español, enzarzados en el relato de sus diversos accesos a la literatura, al trabajo, al campo literario, a la perplejidad. Un sujeto forjado por los elementos biográficos y formativos que APC y RMG tienen en común —un sujeto poco generacional o representativo, pese a todo, por la rareza de ambos—, pero un sujeto dúplice que revela a la perfección la escisión en la que vive desde hace años el escritor nacido en Catalunya: un Doppelgänger con un ojo puesto en el castellano y otro en el catalán. El objeto (el texto) deviene sujeto. Dos corpus para crear un cuerpo.






            En tercer lugar, queda lo más importante, mencionado por Pujol Cruells en una nota al referirse al quehacer de RMG: “la traducción como una modalidad de la confusión” (p. 119). Cuando hay un buen texto de partida las posibilidades de hacer algo sólido a la llegada se incrementan de modo exponencial, y eso sucede en el camino que va de El fill del corrector a Arre, arre, corrector. Las infidelidades en la versión de Martín Giráldez (desde el delirante título que elige) son más que una licencia traductora; en realidad, su pulsión es subvertir la idea de la traducción para llevarla a un terreno casi fantástico, al que alude en su jocoso prólogo, cual es la traducción entendida como la reproducción de lo que debería haber escrito el autor traducido. Ello le lleva, por ejemplo, a extender algunas ideas, o continuar el texto original por su cuenta, durante párrafos y párrafos, con ideas e incluso tonos (similares a la perorata de Magistral, su anterior libro) que no tienen nada que ver con el texto a quo de APC y que lo desbordan por completo, creando en Arre, arre, corrector una traslación más larga que El fill del corrector y diversa, sobrescrita (p. 171), enriquecida como el agua por el veneno. Martín Giráldez no duda en apropiarse o introducir como morcillas otros textos de Pujol Cruells dentro de la traslación, por ejemplo, produciendo efectos que generan al mismo tiempo una tremenda distorsión y una extraña fidelidad al autor traducido (cf. pp. 30-31), al incardinarlo en su propio tejido o injertarlo en su propio jardín. Son asimismo del mayor interés las reflexiones del autor sobre la traducción, o cuando intenta trenzar paralelismos entre la obra de Pujol Cruells y otros autores de su gusto (Gary, Nietzsche, Wallace Stevens, etcétera), marcando el ámbito de la afinidad/afectividad literaria. Esta tensión entre la infidelidad y el afecto genera una electricidad especial entre el original de uno y la versión del otro; de hecho, en algún lugar se intercambian los papeles de traductor y autor (pp. 132-135), y reflexionan de continuo sobre su condición de trujamanes. Comentando el dueto léxico sureda / alcornocal señala Martín Giráldez que “casi parece que una palabra haya salido reventando el vientre de la otra” (p. 19), y algo similar ocurre con su versión, que parece brotar como el monstruo de Alien de la tripa del libro de Pujol Cruells. El libertinaje de Martín Giráldez toma todo tipo de rumbos, incluso el de Borges citado más arriba, de no traducir algunos fragmentos, ya por innecesarios o por “deprimentes” (confróntense las páginas 25-27), e introduce clara e incluso explícitamente el elemento ficcional novelesco —porque ficcional, como bien aclara Pujol Cruells, es todo[5]—. Conscientes ambos escritores de la devaluación social de la plaga antes conocida como autoficción (véase pp. 145 y 149), parten de lo autobiográfico para hacer algo completamente diferente, a través de la rotura del pacto lector (y traductor) que propicia Martín Giráldez con su máquina desatada: “no es verdad que esté vertiendo de la lengua de origen a la lengua meta, estoy devolviéndole el origen natural, libre de libertad, a tu texto infectado” (p. 169). Es cierto que Martín Giráldez (en adelante RMG) se ha labrado a un personaje literario del que es imposible fiarse (no faltó quien creyese que Cosmotheoros, editado por Jekyll&Jill, era una novela suya, y no una magnífica traducción fiable, como realmente es, del libro de Huygens), y tras este Arre, arre, corrector será todavía más difícil no considerarle el escritor español por excelencia del “síndrome del impostor” (p. 61) y el gamberrismo corrosivo. Pero, al mismo tiempo, y por las mismas razones, me parece uno de los escritores españoles más fiables, más serios, más solemnes y más duraderos. Pocas cosas hay tan dignas de confianza como sus imposturas.



Hagedorn, el teórico de las falsas traducciones, apuntaba en la reflexión antes citada por Lanzanotti que había una relación entre la autorreflexividad de la traducción ficticia como recurso expresivo y la tradición novelesca moderna. Julián Jiménez Heffernan, al explicar la poética de César Vallejo (un autor en el que he pensado varias veces leyendo este libro de APC/RMG), escribe que “el tortilogismo (el lenguaje torcido) de Vallejo se incrusta en una escritura moderna perfectamente torcida y transitable en sus desvíos”. El fill del corrector / Arre, arre, corrector se inscribe en esos linajes (¿no es acaso Pla uno de nuestros mejores modernos? ¿No hay cameos en este libro de Swift, Joyce y otros clásicos de la modernidad?), pero, a su vez, y debido al uso de utilerías más recientes, la obra de estos dos autores genera un espacio que preferiríamos denominar con un término libre de prefijos como post-, neo- o similares, y llamarle, simplemente, literatura actual de riesgo, literatura que corre riesgos —el primero de ellos, el de no ser entendida, que es el riesgo que suele correr toda literatura notable—. A mi juicio, lo que hacen con brillantez APC/RMG es construir una máquina de producción de sinsentidos, que puede recordar a otros sistemas de generación de extrañamiento ya existentes (los deslizamientos de Roussel, por ejemplo), pero que encuentran en la crítica socioliteraria, la desactivación de la tan arraigada como inexistente “naturalidad” (p. 80) narrativa, la erudición y la voluntad irónica y paródica su raison d’être. Pujol Cruells y Martín Giráldez son como Bouvard y Pécuchet, pero hartos de ácido (sulfúrico). Los tres discursos que pueden encontrarse en este libro (el de Pujol Cruells, el de Martín Giráldez, el de las notas conjuntas y dialogadas) funcionan como una logomaquia que abre el cuarto texto, el architexto o supertexto, aludido en la aparición de “los editores” (pp. 29, 33, 56, 75, 163, etc.) donde la proliferación no es del sentido, sino del equívoco del sentido, algo consustancial a la traducción, como declara la cita de Sabato con la que abríamos este texto, pues en todo trasvase de lenguas se produce a la vez una recuperación y una cancelación de los sentidos originales en aras de un sentido nuevo. No hay dos libros aquí, sino cuatro, y es la cuarta estructura diegética, el ar(chi)tefacto que aportan APC/RMG, el que no tiene apenas parangones en nuestro entorno cultural. Es un libro híbrido, mezcla de géneros, una ficción-ensayo-auto-biográfico-cultural-sátira-malbaratada-teatralmente, pero que, en puridad, funda un género nuevo, tortilógico, retorcido: “els escriptors joves llaurem de tort / los jóvenes escritores labramos con la reja torcida” (pp. 16-17). ¿Qué significa eso? Pues significa el futuro. 

:::





[1] J. Hagedorn, La traducción narrada. El recurso narrativo de la traducción ficticia (Universidad Castilla la Mancha, Cuenca, 2006, p. 36. Una variante sería la mención a imaginarias máquinas de traducir, como la utilizada por Robert Juan-Cantavella en Proust Fiction (2005), que Ricardo Piglia había mencionado antes (eléctrica en este caso, no digital) en La ciudad ausente: “queríamos una máquina de traducir y tenemos una máquina transformadora de historias. Tomó el tema del doble y lo tradujo. Se las arregla como puede. Usa lo que hay y lo que parece perdido lo hace volver transformado en otra cosa”; Ricardo Piglia, La ciudad ausente; Anagrama, Barcelona, 2003, pp. 41-42.

[2] Kark Kraus, La antorcha; El Acantilado, Barcelona, 2011, p. 113.

[3] Entre otros trabajos, véase E. Krystal, Invisible Work. Borges and translation. Nashville: Vanderbilt University Press, 2002.

[4] Don DeLillo, Point Omega; Scribner, New York, 2010, p. 34.


[5] “Yo me revolvía, diciéndole que nada de lo que he escrito es en esencia verdadero.” (APJ, p. 129).



[Relación con la editorial: ninguna. Relación con los autores: ninguna con Adrià Pujol, con Martín Giráldez hemos intercambiado correspondencia y alguna charla sobre su obra.]

1 comentario:

marisa dijo...

¡Qué interesante! No leí la obra en cuestión pero sí me sugieren muchas cosas tu comentario. Por ejemplo, cuando puntualizas que APC también es antropólogo; tengo en mi entorno a más de un traductor, uno de ellos es “traductor jurado” porque además del conocimiento de otras lenguas, es licenciado en Derecho, y, obviamente, para traducir un documento oficial o un escrito de recusación hace falta algo más que gramática y vocabulario, hace falta también conocer los campos semánticos y los marcos conceptuales o legales que prescriben los significados de los términos. Esto suscita muchas cuestiones: Una buena traducción no es una traducción literal, en el sentido en el que debe expresar no sólo lo que dice el texto sino lo que quiere decir; por otro lado, que la formación que un sujeto tiene influye, aunque creo que no es lo más importante, en su forma de interpretar los textos; y también que en el campo de la literatura, me refiero a los usos creativos del lenguaje, hace falta además una especie de sexto sentido que permite captar algo que está más allá del texto, pero que ya no es un sistema prescrito o un contexto general. Parece que la sensibilidad literaria es algo diferente a la formación académica y lingüística, no es algo que se pueda aprender como un conjunto de signos y de estructuras cerradas; la sensibilidad, en general, ayuda a traducir mejor lo que otro dice.
Valoro mucho tus reseñas y su transmisión desinteresada. Un saludo,
Marisa