Buena parte de las lecturas son antilecturas. El
propio ejercicio de la lectura es a veces un ejercicio de respuesta o de
resistencia, porque los libros acaban generando anticuerpos contra otras clases
de libros. Cuanto mayor es la experiencia de un lector, más crece en él el
placer de leer a la contra, y la razón es que el paso de los años disminuye la
probabilidad de engañarlo o seducirlo. E incluso la antilectura aparece cuando
la persona que lee se encuentra en formación: la antropóloga Michèle Petit
recordaba que “si bien muchos adolescentes leen estimulados por el deseo de sus
padres, hay otros que se vuelven lectores ‘en contra’ de su familia, y
encuentran en esta actividad un punto de apoyo decisivo para desarrollar su
singularidad”[1].
Esa actividad opositora puede darse asimismo en las lecturas que propician o dan
lugar a la escritura de otros libros, como los antilibros mencionados por Novalis, que para Jorge Luis Borges
constituían una especie de género tan ficticio como comprobable. José Ángel Valente decía en Diario anónimo (2011) que "todo libro encierra su contralibro". El lector constante
es siempre un antilector, un lector en guardia; tanto contra las normas o
costumbres que le disuaden de leer (la costumbre, incluso para el Código Civil,
es una ley consuetudinaria), como contra los libros que lee, esos textos que
suscitan su inmediata respuesta, su
contradicción antagónica. Buena parte de la escritura es una Antagonía.
Lo que sigue no es una reseña, sino una noticia, o bien
una reflexión ilustrada, si ustedes quieren. Por varios motivos: el primero es
que este libro es difícil hasta de citar. Creo que la cita filológica exacta
sería:
Ben Marcus y Rubén Martín Giráldez, Por qué la literatura experimental
amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la
conocemos, de Ben Marcus, con unos Pinitos en pedantería a cargo de
Rubén Martín Giráldez. Zaragoza: Jekyll & Jill, 2018.
Pero tampoco estoy muy seguro, admito recomendaciones. A la dificultad
del título se añade otro problema: el libro parece ser de Ben Marcus,
con un “añadido” de Martín Giráldez, pero tal cosa no es cierta. Si he contado
bien, Martín Giráldez firma 4 páginas más que las firmadas por Marcus; ese
sería el primer indicio de puntualización. El segundo es que la traducción al
castellano de los dos pequeños textos de Marcus es obra del propio Martín
Giráldez. Tales indicios nos animan a pensar que estamos ante un libro, o más
bien un proyecto, de Martín Giráldez, al que ha querido sumarse generosa
y bienhumoradamente Ben Marcus, cediendo sus dos artículos, uno contra la idea
de literatura de Jonathan Franzen y otro irónico contra sí mismo (“He
escrito un libro malo”, pp. 141-148.
La segunda razón para no reseñar es que no tiene
mucho sentido elaborar una recensión sobre un libro conformado por dos o tres poéticas, entendiendo por tal término la
explicación argumentada que hace un escritor de su estética; poética que Marcus
hace por oposición (en una antilectura de
Franzen), y Martín Giráldez a partir de una antipatía histórica: la espesa y
polémica dialéctica entre naturalismo y retoricismo, dos lecturas antagónicas
del concepto literatura que, como él mismo explica en su proceloso y
argumentado escrito central, “Pinitos en pedantería”, están siempre presentes
en el campo literario, mutando de terminologías y aspecto de época en época,
sin terminar de resolverse nunca. Como muestra un botón: mientras releo este
libro de Marcus y Martín Giráldez, que defiende una estética fuerte y estilísticamente
compleja, aparece un artículo
de Beatriz Sarlo en Babelia sobre
William Carlos Williams, donde se defiende una “retórica en grado cero”. Y así
vamos pasando los siglos.
Martín Giráldez hace en sus “Pinitos en pedantería”
un escrito que parece el cruce de una sátira de Juvenal con un artículo
académico de literatura comparada, y cada quien tendrá sus reservas —yo las
tengo— sobre sus ideas, planteamientos y pareceres, pero hay que saludar encomiásticamente
la aparición de un texto de ideas
literarias firmado por un escritor, bien escrito y argumentado, que aparece
gracias a la cada vez más indispensable Jekyll&Jill en un panorama
intelectual escasamente intelectual, donde el armazón estético de la mayoría de
los escritores actuales nunca se expone,
limitándose a parciales y estratégicos brochazos puntualísimos en entrevistas,
redes sociales o actos públicos. Se esté de acuerdo o no con Martín Giráldez,
la generosidad de su mostración, su arrojo y su panoplia de lecturas merecen,
pura y simplemente, la rendición (condicional) y el aplauso.
El texto de Ben Marcus no precisa comentario,
porque es un texto autocomentado y porque sería baladí describir un
acontecimiento, el del desarrollo de sus ideas, que nadie va a hacer mejor que
el propio Marcus. Hay que leerlo y disfrutarlo; su sana indignación —contra un
libelo de Jonathan Franzen que éste lanzase contra la literatura de riesgo— y
su inteligencia —la de Marcus— me han recordado a otro festín propiciado por el
mismo estropicio: el artículo de Cynthia Ozick, “Blues de la alta cultura” (Metáfora y memoria. Ensayos reunidos;
Mardulce, Buenos Aires, 2016), no menos delicioso que el de Marcus, aunque
quizá menos contundente, porque la exposición corrosiva y archirretorizada de
Marcus se impone por sí misma frente a la pobreza conceptual y la mediocridad expositiva
de Franzen.
Hay que leer este libro de Marcus y Martín Giráldez
porque es un libro a la contra. Ni más ni menos. Un libro que va de frente
contra muchas inercias literarias, industriales y lectoras, señalando el lugar
de la oposición —una cantina oscura, recóndita y llena de libros raros en la
que son habituales los lectores de este blog, entre otros—. No es este el
momento —todavía— de hablar de qué sería en nuestros días la vanguardia, ese
término tan connotado y a la vez deconstruido que ya perdió todo sentido reconocible.
Pero una de sus muchas dimensiones sería la del anti, la del antagonismo, la oposición, la antinomia y la adversatividad.
Una oposición frontal al estado de cosas (en lo literario y en algunos casos
también en lo social), es decir: lo antitético al anticuario. Haroldo de Campos
definió como “antilibro” el Serafim Ponte
Grande (1934) de Oswald de Andrade, una prosa experimental, exploratoria y
multigenérica. Apollinaire firmó un manifiesto titulado L’Antitradition futuriste (29 de junio de 1913). Tendríamos el Libro del desasosiego de Pessoa,
categorizado por Richard Zenith para la edición portuguesa de Assírio &
Alvim (1998) como “anti-libro”, y se sumarían con gozo los Antipoemas (1954) de Nicanor Parra y los Textos y antitextos (1970) de
Fernando Millán. Y añadamos el concepto de antinovela,
de numerosa bibliografía[2], por lo
que mencionaremos uno solo de sus ejemplos, la Rayuela de Cortázar. Y aunque Rayuela
no es el modelo —al menos no el mío, quiero decir— de lo que sería una vanguardia
actual, no está de más recordar, como hizo Alan Pauls en su momento, que el propio
Cortázar definió su obra en una carta como “una antinovela, la tentativa de
romper los moldes en que se petrifica ese género (…) Quiero acabar con los
sistemas y las relojerías para ver de bajar al laboratorio central y
participar, si tengo fuerzas, en la raíz que prescinde de órdenes y sistemas”[3]. En efecto,
una novela experimental debería ser un laboratorio de la novela y de la lectura
y antilectura de novelas, un lugar dedicado a la práctica del ensayo-error
interminable donde el autor pone a prueba otras formas y semánticas
(innovación), o las mismas formas y semánticas con otras combinaciones o desde otras perspectivas (experimentación), en aras de abrir —y
abrirse— puertas expresivas, para que el cansino
fin de la novela sea sólo el fin de quienes dejaron de leerla.
.
[1]
Michèle Petit, Nuevos acercamientos a los
jóvenes y la lectura. México D.F.: Fondo de Cultura Económica 1999, p. 149.
Traducción de Rafael Segovia y Diana Luz Sánchez.
[2]
Ver un resumen bibliográfico en M.ª Ángeles Chaparro Domínguez, “El concepto de
novela y antinovela en La varona. Antinovela,
de Francisco Contreras Pazo (1975)”, Lectura
y signo, n.º 8, vol. 1, 2013, con aproximaciones de Sarraute, Sartre,
William Gass o John Barth, entre otros.
También se puede leer el artículo de Juan Goytisolo “Las
antinovelas”, en Babelia de
01/12/2014: https://elpais.com/cultura/2014/11/27/babelia/1417090781_192501.html.
[3]
J. Cortázar, carta a Juan Bernabé citada en Alan Pauls,
“¿Qué hacer con la gente vulgar?”, Cuadernos
Hispanoamericanos, n.º 772, octubre 2014, p. 5.
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