Andrés
Barba, República luminosa. Barcelona:
Anagrama, 2018.
Dentro de esa gran historia que Andrés Barba teje a
lo largo de los años sobre la infancia y la crueldad (“la infancia es más
poderosa que la ficción”, se lee en la página 85 de la novela), una asociación que
Barba parece establecer como metáfora de lo enfermo dentro de lo sano de
nuestra sociedad, o como acertado símil de la bipolaridad inherente a la propia
condición humana, República luminosa es,
en mi opinión, un salto adelante en su trayectoria, un paso redondo hacia la
madurez narrativa de un prosista que desde muy joven ha tenido un lugar
destacado en nuestras letras. Me resulta curioso no haberme ocupado antes de él
en este blog, pero creo que el motivo es haber accedido a sus obras a destiempo
(llego a República luminosa casi un año
después de su aparición), dentro del ritmo extemporáneo con que simulan estar escritas,
una atemporalidad que puede anunciar las
altas posibilidades de que la narrativa de Barba sea una de las pocas llamadas
a permanecer.
Barba, como el narrador de su novela, tiene una visión
crítica sobre el “almibarado estereotipo de la infancia” (p. 107) que hemos
construido socialmente. En varias de sus novelas hay exploraciones de las
dimensiones menos insospechadas o más oculta(da)s de los niños, desde la
violencia a la sensualidad pasando a la oposición férrea al mundo de los
adultos. En el fondo, el razonamiento es de lógica aplastante: si la sociedad
es cruel y nosotros somos seres oscuros y con zonas umbrías, por qué la
infancia iba a ser un estado diferente, por qué íbamos a ser otros, en vez de ser sólo los mismos, en
proceso de cocimiento. Eso sí: como todos hemos sido niños, sabemos que las
novelas de Barba quizá exageran esas dimensiones retorcidas, pero tanto o más
exagerados son quienes las obliteran por completo, presentando a los niños como
la imagen de la pura candidez y la inocencia. “La dicha del niño”, decía
Nietzsche en El caminante y su sombra,
“es un mito tanto como la dicha de los hiperbóreos”. Por ese motivo, Barba y
sus personajes no se proponen ser justos, ni benéficos, ni precisos, ni
documentales: sus novelas no se proponen ser actos de periodismo. En ellas lo
imaginativo y el lindero entre lo verosímil y lo imposible siembran el hecho
mismo de escribir.
No comentaré el argumento —para eso están las contraportadas
de los libros y las webs de las editoriales—, limitándome a apuntar que la
historia me ha recordado mucho a Running
Wild (1988), de J. G. Ballard, a la película El pueblo de los malditos (Wolf Rilla, 1960) y a la novela en que
ésta se basa, The Midwich Cuckoos (1957),
de John Wyndham. Pero cualquier parecido o posible homenaje en República luminosa es lo de menos; la
portentosa imaginación de Barba pronto se apropia de la historia, la
redimensiona y la lleva a otro lugar: la distopía o la crítica social bajo el
marbete de ciencia ficción se transmutan por Barba en una novela metafísica,
una obra existencialista donde el individuo en crisis no es un ser humano, sino
la sociedad en su conjunto, de la que la ficticia y tropical ciudad de San
Cristóbal es más un Aleph que un arquetipo. La capacidad de Barba para dar
espesor a los detalles, a las psiques, al ambiente sofocante, a la humedad, a
la potencia telúrica de la sangre, a las relaciones de amor y de odio, a los
colores y calores, a los espacios, a las creaciones casi oníricas, es
desconcertante. Siempre pensé que Barba era un narrador frío, de mirada nórdica,
pero en esta novela parece escrita por una pensadora postestructuralista
francesa mezclada con un novelista caribeño. Como todas las mixturas de este
tipo, el resultado es de una belleza extraordinaria, sin dejar de ser —marca de
la casa— desasosegante.
La novela de Barba contiene un libro interior de
corte íntimo, cuyo tema es el amor. Ese minúsculo y hermoso tratado se va
componiendo a través de una serie de comparaciones y asociaciones entre
diversos avatares de la historia y la emoción amatoria, que mueven al narrador
a buscar siempre un contrapeso al horror del argumento en el enamoramiento o en
la sensación de amar: la amenaza tiene puntos de contacto con la seducción (p.
53), la credulidad para la magia funciona como el amor (p. 94), la pérdida de
la confianza es una metáfora del desamor (p. 102), “el amor y el miedo tienen
algo en común, ambos son estados en los que permitimos que nos engañen y nos
guíen” (p. 127), etcétera. Tras estas correspondencias amorosas late, desde
luego, la añoranza de la esposa muerta, que lastra la vida actual del
protagonista y que le hace contemplar cualquier recuerdo bajo la especie de lo
afectivo. Como puede verse, nada queda al azar en esta novela, muestra de la
madurez de un narrador de impecable solvencia.
[Relación con autor y editorial: ninguna.]
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