Uno de mis
géneros literarios favoritos, que alguna vez he practicado, es el compuesto por
aquellos textos que generan dudas sobre su autenticidad o autoría, sea desde la
intertextualidad de los textos, sea a través de las figuras del heterónimo, el
seudónimo, el apócrifo o la anonimia. En las librerías aparecen a la vez tres novedades
de este tipo: el libro de poemas de Dolan
Mor, Antología de Spoon Raven (Candaya,
2018), el libro de poemas y aforismos Neptura de atarjeas (Ediciones Franz, 2018)
de Manuel Martins y el
inclasificable Libro de las máscaras (Pre-Textos, 2018) de Javier Vela, donde aforismos reales del
autor —disfrazados de apócrifos— conviven con citas reales bajo la forma de un falso
manuscrito encontrado. No hago más referencias a este meritorio y original
libro de Vela porque hablo en detalle de él en otro lugar (la revista Mercurio, que esperamos y deseamos que no desaparezca).
En el poemario
de Dolan Mor, seudónimo tras el que se oculta un anómalo poeta de origen cubano
radicado en Zaragoza, el concepto de la “muerte del autor” de Roland Barthes y
otros postestructuralistas, tan discutible en general, es un hecho consumado;
se trata de un ejercicio intencional de borradura que da pábulo a lo que en
otras circunstancias sería impracticable —pues la muerte del autor, en
realidad, no existe más que como mito, o, como en este caso, como proyecto
literario de palimpsestos y apropiaciones—. En su inteligente prólogo, Néstor
Díaz de Villegas ofrece casi todas las claves necesarias para perderse por esta
logomaquia: hay textos ajenos remedados, hay traducciones automáticas, hay
relecturas e incluso reescrituras de la vasta obra anterior del poeta —poemas
en prosa, por ejemplo, que antes vistieron forma de verso libre—, hay homenajes
apropiativos, hay trampas, hay ecos, lecos y embelecos. A modo de muestra,
ponemos un ejemplo de antipoema o lectura à
la Ducasse de Dolan Mor, después del poema original de Carver:
MI CUERVO
Un cuervo voló hasta el árbol frente a mi ventana.
No fue el cuervo de Ted Hughes, ni el cuervo
de Galway.
O el de Frost, o el de Pasternak, ni el
cuervo de Lorca.
O uno de los cuervos de Homero atestados de
sangre derramada
después del combate. Este era sólo un cuervo.
Que nunca encajó en parte alguna de su vida,
ni hizo nada digno de mención.
Se posó durante algunos minutos en la rama.
Luego continuó y hermosamente voló
fuera de mi vida
Raymond Carver
[Traducción de Juan Carlos Villavicencio]
PLAGIO CARVER O AFTER RAVEN
Ningún cuervo voló hasta la rama de mi
ventana.
Y, por supuesto, al no haber nada allí afuera
no era el cuervo de Ted Hughes, ni el cuervo
de Galway,
ni el cuervo de Frost, Pasternak, o Edgar
Allan Poe.
Ni uno de los cuervos de Homero, vestido de
sangre
después de la batalla. Era solo un espacio
vacío
en el lugar donde otros poetas tuvieron su
cuervo.
Esa ausencia de cuervo en mi vida (como mi
propia ausencia)
jamás encajó ni en la sociedad ni en parte
alguna,
ni hizo nada digno de mención en este poema.
No estuvo nunca posado allí en el árbol
de la ventana durante unos minutos siquiera.
Y, por supuesto, tampoco alzó su vuelo hacia
mi interior
ni desapareció bellamente de mi muerte.
Dolan
Mor
Entrar en
un libro de Mor es penetrar en un espacio-tiempo falsable, en el que la literatura
universal comparece por espejo, mediada y remediada gracias a los más diversos
procedimientos, en un juego lúdico y grave a la vez, en el que al final se
celebra el sepelio del pacto de lectura —de ahí el guiño a la famosa antología
de Edgar Lee Masters, que encuentra otra resurrección en el reciente Cuaderno de voces muertas (Trea, 2018)
de Miguel Ángel Ordovás—. Con los libros de Mor sucede lo que en las novelas de
ficción: el lector debe suspender su incredulidad a la entrada, y dejarse
llevar por los vaivenes de veinticinco siglos de literatura. El precio, desde luego,
es pasar un rato estupendo leyendo buena poesía sustentada en el borrado del yo
y en la celebración del artificio.
El librito
de Manuel Martins, Neptura de atarjeas,
publicado en la cuidada colección de Ediciones Franz, que sólo edita pequeñas
joyas facturadas artesanalmente, es diferente a las obras de Javier Vela y de Dolan
Mor. La obra contenida en ellas es 100% original, sólo que Manuel Martins no
existe: es un heterónimo del poeta canario Francisco León, que aparece al final
del volumen como “editor” —procedimiento también usado por Vela en su Libro de las máscaras—. En cierto
momento, Martins aclara su poética: “Ser poeta es una cuestión de simulación,
de fingimiento” (p. 53), en la estela de Pessoa. El título de la obra ya puede
darnos una pista a este respecto; si no estoy sobreinterpretando, ese extraño
“Neptura” puede hacer referencia a Marto Neptura, un escritor imaginario
empleado en los años 20 por los autores Pulp
estadounidenses, que Alan Moore recuperó como personaje para su cómic Promethea (1999-2005). De ser cierta
esta asociación, el título advertiría al lector de la operación de
desplazamiento de autoría realizada por León para su apócrifo. En todo caso, hay
que agradecerle al poeta canario que se haya tomado la molestia mínima que se
supone al heterónimo, al menos desde Pessoa: que tenga una voz propia. Los
poemas de Martins quizá pueden tener un ligero aire de familia en algunas
ocasiones con los de León, sobre todo cuando describen una naturaleza parecida
a ciertos paisajes tinerfeños, y son comunes a Martins y León los guiños a los
idiomas o a la figura de Haroldo de Campos, pero el tono de los poemas del decadente
“cazador” Martins, así como el de los atildados aforismos de “Disparos en la
montaña” (pp. 51-60), responden a un extrañamiento que mantiene un pie en lo
irracional y otro en lo vulgar, creando una mezcla eléctrica y sorprendente.
Todas estas
variadas formas de parcial vaciamiento de la voz propia quizá no tienen la
radicalidad de la intervención del falso artista conocido como Hank Herron,
cuya singular y significativa peripecia estudia Alberto Santamaría en su
último ensayo, Alta cultura descafeinada.
Situacionismo low cost y otras
escenas del arte en el cambio de siglo (Siglo XXI, 2019, pp. 35-62), pero
las de Vela, Mor y León suponen otras tantas andanadas contra la voz central
del yo, a veces demasiado insistente en la poesía contemporánea —no sólo
española—. Son las suyas propuestas de un lenguaje poético otro, que caminan paralelas al vaciado parcial del lugar de
enunciación, con el fin de proponer una poesía y una aforística capaces de
sustentarse en lo posible por sus propios medios (expresivos); es decir, menos
figura autorial y más figuración. Con la epidemia de yo literario que está
cayendo, no parece poco.
Bibiana
Candia, Fe de erratas. Metaliteratura.
Madrid: Ediciones Franz, 2018.
Franz Ediciones define como “postweb” sus cuidadas
publicaciones, que se hacen a mano una a una, de forma artesanal, cosidas,
quizá como forma de resistencia a la circulación editorial intercambiable. De
hecho, al realizarse por encargo, el comprador debe esperar un plazo para
recibirlas, el plazo de “impresión”,
pues la editorial fabrica el ejemplar solicitado a demanda. La literatura
publicada por el sello responde también a un sentido del cuidado y de la buena
factura, para equilibrar el contenido con el continente. Amén del ya citado libro
de versos de Martins / León, Franz Ediciones presenta Fe de erratas, de la gallega Bibiana Candia (1977). Fe de erratas es metaliteratura, como
delata el subtítulo, pero una metaliteratura contemporánea, bien trabada e
irónica, único modo este último de hacer hoy en día literatura metareferencial,
con tanta práctica disponible en el archivo a nuestras espaldas. Cada vez que
veo esa etiqueta, metaliteratura,
asociada a un título contemporáneo, me agarro a la silla y me temo lo peor,
pero bastan las diez primeras páginas de Fe
de erratas para darse cuenta de que Candia mantiene un prejuicio similar y
la misma consciencia sobre la tradición autorreferencial. De ahí que su sentido
del humor y su imaginación sean capaces de llevar el manido género a lugares (o
“no-lugares”, según la autora) más que interesantes.
Roberto Valdivia, EP (poemas de Salinger). Cáceres:
Ediciones Liliputienses, 2018.
Este libro del peruano Roberto Valdivia (Lima,
1995), el más joven de los aquí mencionados, puede confirmar varias cosas. La
primera, que en la poesía más joven hay elementos que nos disgustan a los
lectores de cierta edad, pero que no son defectos, sino que son la consecuencia
natural de otro tiempo, otra realidad y otra cosmovisión. Los hilos que unen,
entiendo que por casualidad, este libro con el de Óscar García Sierra, Houston, yo soy el problema (2016) —es
decir: el uso de una primera persona confesional que mezcla en sus versículos
elementos muy realistas con imágenes poderosas, detalles naifs y referencias
pop, sentimentalismo y nihilismo— no implican una cocina a medio hacer, sino un
tipo diferente de alimento. Algo que no es extensible, por cierto, a cualquier otra lírica escrita por voces
muy jóvenes —mucha de ella abominable, como la que yo escribía cuando era muy
joven—. Esto no quiere decir que EP (poemas
de Salinger) sea un poemario maduro, o especialmente diestro, pero sus
puntuales hallazgos sí que invitan a concitar la atención sobre una voz poética
con preocupaciones universales —el lenguaje, la experiencia amorosa, la
fragilidad de la existencia—, contadas y cantadas a su manera; una manera nada
desdeñable, inteligente, lúcida y desgarrada al tiempo, que ha captado todo mi
interés para seguir leyendo sus siguientes pasos.
La segunda cosa sobre la que el libro de Valdivia,
unido a otros elementos de campo literario, me ha puesto a pensar es la
siguiente: ¿ocupará Roberto Bolaño en el futuro un espacio similar al de esos
autores que se leen durante la juventud y con los que se establece una especie
de pacto de sangre que se diluye años más tarde —Poe, Hesse, Cortázar,
Bukowski, etcétera—? Lo cual no sería
poco, pues parece una forma alternativa de pasar a la historia de las letras. Algunas
señales detectables en los últimos tiempos entre autores más jóvenes, entre
ellas EP (poemas de Salinger),
apuntan en esa dirección, pero ya se irá viendo.
Lola Nieto, Vozánica. Madrid: Harpo Libros, 2018.
El neologismo que da título al último libro de Lola Nieto puede aludir
a varias posibilidades, entre ellas a comprender “vozánica” como una mecánica
de voces, un dispositivo retórico compuesto, a su vez, por multitud de
dispositivos, no todos escritos, como veremos un poco después. Ensamblado como
una suerte de hipertexto sin vínculos electrónicos, caracterizado por la
polifonía de una voz “hiper-cambiante” (p. 20), ladrona de oído, apropiadora,
recombinante, Vozánica dinamita buena
parte de los esquemas tradicionales de la escritura poética, creando su propio
espacio versal, semántico, textovisual y referencial. Sus distintos recursos
expresivos son otras tantas manifestaciones de la canalización en serie de “una
manada de voces viviendo en la caja de la boca” (p. 67). Nieto se permite una
libertad absoluta a la hora de crear: por ejemplo, si tiene dos ideas
similares, no renuncia a ninguna, las coloca espacialmente como planos o mundos
paralelos, a modo de multiverso:
Vozánica es polifónica y
polimétrica, demostrando una especial profundidad en su brillante segunda
parte, “La boca todas”, un sugestivo poema fragmentario en prosa que por sí
solo ya valdría como libro y que demuestra que Nieto no necesita de ningún
recurso añadido a la mera palabra: el texto simple se impone, las frases
secuenciadas son más que suficientes para cautivar al lector. De ahí que cuando
aparezcan otros recursos sea preciso prestarles atención, puesto que no están
ahí para suplir carencias, sino para reforzar fortalezas. Las soluciones
visuales de Nieto van más allá de la puntuación, la maquetación o la poesía
visual, incorporando también la imagen dinámica: esa función tienen los enlaces
incluidos en el libro como versos, que redirigen a vídeos en el canal de Vimeo
de la autora; vídeos que remedian y remedan otras tantas encarnaciones del
texto en corporalidad y voz en movimiento, y que son considerados parte de la escritura de la obra, según aclara la
autora en su nota final —en una opción tomada también por Alejandro Céspedes o
David Refoyo en sus últimos libros de poemas—. Algo natural en una poeta que se
pregunta: “y si los ojos se convirtieran en una cámara?” (p. 41). Lo que
dialoga con algunas prácticas de la narrativa y el arte contemporáneo que hemos
descrito aquí
junto a Patricia Almarcegui[1].
Además de la logomaquia característica de la autora, en parte
explorada en libros anteriores, nos encontramos con algunos materiales externos
que han sido transformados gracias a la alquimia rimbaudiana de la palabra,
como por ejemplo la definición de Wikipedia de “autofagia”, que es sometida a
metanoia en las páginas 22-23, así como otras alusiones a terminologías
científicas, reutilizando léxicos particulares para traducirlos a la propia escritura —un poco a la manera de Antonio
Gamoneda en su hermoso Libro de los
venenos (1995)—. En otras
ocasiones la autora mezcla palabras en el hornillo de atanor de la palabra,
consiguiendo neologismos alquímicos que abren el sonido y el sentido, algo
visible —o, mejor dicho, audible— en las aplaudidas lecturas o performances
públicas que realiza Nieto a partir de sus libros. Porque Vozánica se lee, y se ve, pero también se oye: “apuesto por
olvidar los ojos y revalorizar la voz como agente inventor de mundo” (p. 54). Se
quiebra en Vozánica la sintaxis de la
frase, se esculpe el anacoluto, se eliminan los conectores sintácticos con el
fin de crear una expresión agrietada, que invita al lector a releer, a repensar
las relaciones y ligazones entre las palabras y a buscar significados
alternativos: “aluzombilatextala
carrete de pelo la ángulo muerto tiburona idiota la que abre los mundos”
(p. 25). Basta pasar algunos de estos versos a un Word con la función de
corrección gramática activada para darse cuenta, ante la proliferación de
palabras o frases subrayadas en rojo y en azul, hasta qué punto la de Nieto es
una lengua poética inconciliable con la corrección, gozosamente díscola y
(sot)errada, que estatuye sin necesidad de permisos sus propias reglas.
Julio
Prieto, Marruecos. Madrid: Amargord,
2018.
Last, but not least, me
gustaría hacer una referencia a Marruecos,
el singular e intenso poemario que Julio Prieto ha publicado en Amargord. Podríamos
decir que este libro inclasificable propone la disolución de la voz poética en
la experiencia de la disolución. Una especie de desaparición en segundo grado.
La voz elocutoria y el sujeto mueren a la vez de propia mano, despoblándose
ante el acontecimiento de lo otro y ajeno por completo. Podemos recordar
experiencias similares —dentro de la irreductible especificidad de cada una—: Las impresiones de África de Roussel; Un extranjero con, bajo el brazo, un libro
de pequeño formato, de Edmond Jàbes; You
Shall Know Our Velocity de Dave Eggers y Makbara de Juan Goytisolo, libros que tienen en común una
desintegración subjetiva que encuentra un correlato lingüístico dentro de la
semántica africana. Tensar el español con el árabe, como bien sabe el filólogo
Prieto, es retornar en cierta forma al origen del idioma, y por ello reverberan
y se alabean las etimologías en algunos de estos poemas, a la vez que se
intenta alcanzar, no por casualidad, el fondo del sujeto —un fondo que es
también colectivo, esto es, lo individual disuelto en algo mayor—. Eduardo
Milán describe en el epílogo a Marruecos la
“escritura harapienta” que encuentra espejo propicio en la dureza térrea del
entorno, en la cercanía y ajenidad de los “marruecos”, desplazamiento léxico
sancionado por el diccionario. La escritura fragmentaria de Prieto sucede en un
lugar ambiguo, en el borde de lo decible, y muchas veces no sabemos qué sucede
en el poema, hasta que caemos en la cuenta, por algunas pistas desgranadas, que
lo que acontece es el propio lenguaje.
Me quedo pensando
en la oscura irradiación, el descenso de claridad en sus palabras. La vibración
material, en un espacio que no reconozco. Casar de los arganes —palabras en que
algo hay semejante a un apacible deterioro (p. 85)
Las palabras tienen su tiempo interior, porque son objetos ontológicos
periclitables. Ahí nace su materia. De
ahí la aparente resistencia a la lectura de unas piezas que, en rigor, no
pueden más que ser leídas: no pueden tener otra finalidad ni otro horizonte de
lectura que los de ser parte de un libro de poemas. Sintagmas alusivos a una
amenazadora violencia ambiental coinciden en estas esquirlas de verso en prosa
con insinuaciones oscuras, referencias literarias interceptadas (grupo Noigandres,
Vallejo: más lenguas otras),
arabismos, imágenes en parataxis: una galaxia sígnica configurada como traducción errante —en el sentido
estudiado por el propio Prieto en su conocido ensayo La escritura errante—, brotado “en la tensión de un entrelugar” y que busca “dar cuerpo a la
voz”[2]. Una
trasliteración que no se arredra ante la experiencia de la imposibilidad de
representar en un texto una experiencia de desplazamiento espacial y
lingüístico: “Un turgente vapor por los aleluyas —por los bajíos, diciendo lo
que no se sabe decir (en trizas su silenciario) casi sin hábito con ser tan
manso excomunica” (p. 104). Tierra expresiva, aridez comunicativa, desierto que
no(s) refleja, loma que evoca: el grado cerro
de la escritura, el intento de fundir un espacio con la imposibilidad de
dialogar ferazmente con el mismo. “La materia abolida”, decía Ullán, como
material de trabajo. Parece la descripción de una pérdida, pero en realidad señala
el comienzo del hallazgo.
[Relación con los autores: ninguna o escasa, limitada a la correspondencia sobre sus libros. Relación con las editoriales: ninguna.]
[1]
V. L. Mora y Patricia Almarcegui “Las relaciones entre la literatura y el arte en la última literatura
hispánica”, Cuadernos
Hispanoamericanos, n.º 823, enero 2019.
[2] J. Prieto, La escritura errante. Ilegibilidad
y políticas del estilo en Latinoamérica. Madrid / Frankfurt: Iberoamericana
/ Vervuert, 2016, p. 311.
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