Julio Prieto, Mínimos informes. Madrid: Libros de la resistencia, 2024.
Asombrología
Jürgen Habermas aseveraba en Pensamiento postmetafísico que “no es posible una ruptura innovadora con las formas de saber acreditadas y las costumbres científicas sin innovación lingüística”; sea o no la poesía una forma de saber –que lo es, sobre todo en cuanto al conocimiento que el mismo poema produce, como precisa Valente–, es obvio que no cabe forma alguna de ruptura estética sin ese trabajo de raíz con el lenguaje. Julio Prieto lleva ya tiempo embarcado en ese empeño; en este último libro, Mínimos informes, el autor ahonda inteligentemente en la anfibología de la palabra informe en español, que apela tanto a un escrito con forma determinada como a lo que carece de ella. Pero de su gusto por la plurisigificación de los términos y de los títulos sabíamos ya por Sedemas (2006), poemario donde se agolpaban los sentidos “sé de más” y “sed de más”. Las palabras tienen en su mundo lírico una hiperextensión significante, que el tratamiento formal acrecienta por conexión, amalgama, derivación morfológica, calambur o uso de neologismo, entre otros procedimientos. Y el resultado no solo es más lenguaje; es, sobre todo, más poesía.
Estos Mínimos informes se construyen gracias a un proceder que al creador Prieto siempre le ha interesado tanto como al notable investigador de literatura latinoamericana que también es: la hibridez genérica, el entendimiento del hecho literario como un espacio libre de reglas y vallados de género, o donde la única regla es la de cautivarse (asombrarse + quedar preso) al escribir como única posibilidad de que quien lee caiga también en la trampa conceptual. Prieto mezcla en este libro poema y prosa, apunte onírico y reflexión aforística, narración y microensayo, sombra y sueño, delirio, derelicción y deliquio, en aras de una expresividad desbordante. Francisca Noguerol, comentando el libro que Prieto dedicase a la obra (anti)narrativa de Macedonio Fernández, De la sombrología. Seis comienzos en busca de Macedonio Fernández (2010), escribe que Prieto abandona el marco académico y “contesta a su amigo Daniel Attala en relación a la objeción que este le hizo sobre el recurso del ‘maquillaje’ en Adriana Buenos Aires. Para ello, imagina una conversación de café entre los dos utilizando como base de su explicación la huella del Quijote en el proyecto novelístico macedoniano”. No es poco atrevimiento dentro de los estrechísimos márgenes que la monografía universitaria deja a la imaginación, así que imaginemos las posibilidades de Prieto cuando se inventa un tipo de escritura con campo abierto por delante: un logos asombroso, una asombrología epistémica.
No hay más reglas ni órdenes en la escritura de Prieto que los que él mismo se impone, por ejemplo en la estructura del libro. En la primera sección, la ausencia de punto final en los poemas expresa una suspensión de la temporalidad, la intención de mostrar que el poema no termina, vinculado a la indefinición cronológica del sueño: un texto en suspenso, interminado, abierto. Un espacio textual donde todo puede ser otra cosa o darse la vuelta por completo, como en el brutal poema “Campo”, una pieza extraordinaria. En la segunda parte, “Del amor y los verbos performativos”, la escritura compacta de la anterior se rompe, quebrantando también el antropocentrismo (apréciese la sabiduría del poema “Copernicano”) y problematizando la expresión y la necesidad de expresión (“Culinaria”). Del onirismo pasamos a una reflexión en parte metapoética sobre las capacidades limitadas de creación de un código lingüístico que ha perdido parte de su poder a causa del adocenamiento verborreico de una era histórica de tantos mensajes como escaso contenido. La tercera sección, “Inframínimos (Absurdos consentidos)”, comienza con una poética del “auto-stopismo”, que enlaza por el sonido las ideas de la errancia deambulatoria, la autopsia y la necesidad de parar al yo. De ahí se pasa a algunos experimentos texto-autoriales, como el “Google Translate Poem” y otros ejercicios de apropiacionismo, en la senda de la literatura contemporánea más conceptual, para terminar en roturas erráticas y en inusitados y jugosos juegos de palabras.
Otro aspecto fascinante de Mínimos informes es lo que denominaríamos su visión metamórfica, su juego de capas de observación que van mutando de forma biológica, como en los poemas “Simbiosis”, “Metamorfosis” o “Pasado”. Analicemos la estratigrafía óptica de este último texto: el sujeto poético está en un lecho compartido con más personas; un joven guionista le alcanza una revista, en ella hay una tira gráfica, que se convierte en un dibujo animado, que se transforma “en otra cosa” y luego deviene película, proyectada en la pared frente al lecho; la película es parte de una trilogía que el sujeto parlante ha “visto en otro sueño”, una filmografía exclusivamente onírica que revela que el sueño mismo es algo visible y que su argumento acontece en pantallas alternativas, “como si viviéramos una vida onírica paralela”. La capacidad de ver de estos poemas de Prieto no cae en la hipertrofia visual o la “locura de ver” (Christine Buci-Glucksmann) característica de la posmodernidad, que Prieto ha traído a colación en un excelente trabajo sobre la poesía de Mario Montalbetti (de hecho, es muy posible que el poema “Cajas” de Prieto dialogue con las Cajas de Montalbetti, publicadas en esta misma editorial). Nada hay aquí de rendición al espectáculo global: la visualidad de Mínimos informes está cuestionada, se pone en duda por la enmarcación onírica y por una temprana prevención respecto al sujeto elocutorio, definido en estos términos: “la fugaz Unidad perceptivo-afectiva que por ahora y sin que sirva de precedente llamaré Yo”. Si nos damos cuenta, muchos de los poemas carecen de yo, y cuando lo hay, lo que le sucede es inaudito, imposible, no plausible, y el narrador no entiende lo que ocurre. Es una realidad no informable, no hay un testimonio veraz que transmitir. Lo que se nos comunica es la forma –informe, proteica, variable– en que el lenguaje se va encarnando en cada caso. Y lo que “ven” mente y lenguaje es también cuestionado: “¿El pensamiento se puede ver o es lo que hace ver?”.
Las citas y referencias más o menos ocultas (Ionesco, Vallejo, Lope, Ulises Carrión), siempre dirigidas a nombres que quisieron expandir las fronteras de la literatura; los deslizamientos deliberados de lugares comunes (“la vida es un baile de lágrimas”, “un ignorante ilegal”); las dudas léxicas (“¿encajando? ¿cajeando?”); la escritura como campo minado, las erratas taxonomizadas, así como las traducciones infieles (“Reverso”, “Traducciones del sueco”), configuran una escritura tortilógica (Jiménez Heffernan), desviada, deliberadamente equívoca (en la línea de las malas escrituras latinoamericanas estudiadas por Prieto), que entiende que el error puede ser más fructífero que el acierto. En la lectura que hice en mi blog Diario de lecturas del anterior libro de Julio Prieto, Marruecos (2018), decía que las materias abolidas y los trabajos de filología perdidos que componían la secuencia lírica parecían “la descripción de una pérdida, pero en realidad señala[n] el comienzo del hallazgo”. Creo que Mínimos informes va en esa misma senda de logro fortuito y deliberado a la vez, mitad encuentro surrealista y mitad pesquisa benjaminiana de lo (aparentemente) banal y quebradizo. Hay una poética de la quiebra aquí; una estética de quebranto familiar, de quiebra semántica, de falla subjetiva, de grieta sintáctica, de quiasmo, de cómo deshacer quinientos libros, de quiénes, de quién sabe. Quienquiera que sea el sujeto poético de este libro, escribe mejor y peor que Julio Prieto, y el descubrimiento de que esas dos operaciones que parecen opuestas resultan ser una y la única posible, es el gran acierto de este libro.
[Relación con el autor: no nos conocemos personalmente. Relación con la editorial: ninguna]
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