sábado, 16 de julio de 2011

Karl Kraus, la desmesura necesaria

Karl Kraus, La antorcha; Acantilado, Barcelona, 2011

Sandra Santana, El laberinto de la palabra. Karl Kraus en la Viena de fin de siglo; Acantilado, Barcelona, 2011.


Hay hombres cuya descripción no precisa tipologías psicológicas sino, por el tamaño de su figura en su época, de retratos complejos, colectivos; pocos son los casos pero el escritor austríaco Karl Kraus (1874-1936) fue uno de ellos. Kraus fue uno de los intelectuales más conocidos, respetados e influyentes de su tiempo, y su peso específico fue directamente proporcional a su gran personalidad. Sus contundentes opiniones tenían inmediata influencia popular e intelectual, y por sí solas creaban tendencia. La editorial El Acantilado ha tenido la gentileza de poner a nuestra disposición dos libros que pueden ayudar al lector a conocer y entender la importancia de Kraus. Uno de ellos, La antorcha, es precisamente una selección de textos de la publicación homónima (Die Fackel) del austríaco, en esmerada traducción de Adan Kovacsics. El otro es un clarificador ensayo de Sandra Santana, El laberinto de la palabra, que tiene a Kraus en su centro, aunque su propósito es más bien hacer un fresco o retrato de la Austria de finales del XIX y principios del XX, colocando al problema del lenguaje y a Kraus como ejes vertebradores del panóptico.

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Para hacernos una idea de la singularidad de Kraus, recordemos con palabras de Josep Casals que: “Kraus ejerce su magisterio a través de una doble vía: la palabra escrita de Die Fackel y la palabra hablada de las Vorlesungen (veladas de lectura: setecientas en unos treinta años). En ambos casos está igualmente solo. Si en un principio Die Fackel acogía colaboraciones de personas afines como Wedekind, Strindberg, Schönberg o Loos, a partir de 1911 se convierte en obra única y exclusiva de Kraus”[1]. En efecto, es la soledad de Kraus, el hecho de que su volcánica palabra y la diversidad y profundidad de sus ideas fuesen obra de un solo hombre, lo que nos sigue asombrando todavía. Kraus comienza a publicar Die Fackel en 1899, llevando la voz cantante debido a que era él quien financiaba la publicación. Doce años después se lanza a un arrebato de poligrafía en solitario sostenido durante largo tiempo, hasta llegar a 922 números. Un impulso, todo hay que decirlo, que no era extraño a la época: en 1874, Mallarmé comienza a redactar a solas números de su revista de moda La dernière mode; en 1892 y como recuerda Sandra Santana, M. Harden lanza Die Zukunft, en un empeño de idéntica desmesura a la de Kraus, aunque de menor calidad. Como es lógico, una personalidad de este calibre, a la que asistía además una clarividente inteligencia y dotes para la sátira, no era una figura que pudiese concitar solamente reverencias. Uno de los muchos problemas de Kraus, del que fue plenamente consciente, era la incomodidad de su lugar dentro del mundo intelectual vienés: “para los políticos soy un esteta y para los estetas, un político” (La antorcha, p. 111), dice con cierta amargura en un ácido artículo de resumen cuando Die Fackel cumple diez años.

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Con no poco tremendismo, Kraus acomete una acción intelectual que en muchos casos era ética: la de comprometerse con el progreso de Austria identificando como enemigos del mismo a los corruptos, los funcionarios incapaz de realizar su labor a la luz de los tiempos, y en general contra aquellas personas que sostienen criterios irracionalistas. Entre otros frentes, el autor ataca a los políticos ineptos, pero también a los periodistas, a quienes hizo continuo blanco de sus invectivas. Así, Kraus convierte la crónica de los tribunales austríacos (como más tarde hiciese Thomas Bernhard) en símbolo de las disfunciones burocráticas del antiguo imperio: bajo la apariencia de justicia se cometen las mayores barbaridades, sustentadas en criterios morales (de moralidad desfasada) y no jurídicos. La igualdad, parece concluir Kraus, se acaba cuando la persona procesada es mujer y joven, y no digamos si además es bella o se ha dejado ver en alguna fiesta. La oposición de Kraus al monstruo burocrático es frontal, dando incluso nombres y apellidos de los jueces incapaces de hacer justicia. La sensación de Kraus también antecede a la de Bernhard: “he de confesar que en mí se despertó más el sentimiento de vergüenza que el de pertenencia a una patria” (p. 46), palabras que podrían firmar el autor de Tala o incluso Elfriede Jellinek. Pero no termina Kraus ahí en sus denuncias: si él se encarga de hacer la crónica de tribunales es porque el nivel intelectual del periodismo especializado es “paupérrimo” (p. 73), y no será esa la única andanada de Kraus, que considera a los malos practicantes de esta profesión una especie de plaga, causante del peor de los males: deformar la opinión pública, mantener la inteligencia social anclada en valores esclerotizados e inoperantes, sea por maldad, ignorancia o ambas cosas.

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Santana hace gran hincapié en la cuestión del lenguaje en Kraus, en una brillante introducción y en un profundo primer capítulo de su ensayo. Y es que es un tema capital en el vienés, para quien la lengua es un gran campo de batalla del que todos intentan obtener las zonas más estratégicas. Canetti recordaba que era imposible encontrar errores o imprecisiones lingüísticas en un texto de Kraus, y éste se queja en varios lugares de La antorcha de que el problema de la literatura es que, como cualquier persona puede hacer suya la lengua, puede pensar después que la cultura y el arte son suyos por el mero hecho compartir su código. Como dice Santana, “al igual que El hombre sin atributos de Musil, La Antorcha de Karl Kraus—compuesta de retazos, de citas tomadas de periódicos y de anuncios publicitarios—encuentra su unidad, más allá de la forma, en la coherencia del programa vital de quien la produce. Toda su obra es lenguaje: el lenguaje hablando de sí mismo, de su capacidad creadora, de su capacidad opresora y de sus límites. Éstos son, más allá de las tapas de cartón que limitan las páginas donde podemos leer sus textos, la contención que hace de su obra un producto unitario” (p. 35). La autora además penetra en un asunto que ocupa un lugar central en el pensamiento de Kraus, el de la condición de materna de la lengua alemana, y a las consecuencias que este hecho tiene en la conformación de su vasta obra.

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Por si hiciesen falta más acicates, otro de los atractivos de Kraus es su penetrante sentido del humor. Su don le procura momentos memorables, como cuando explica cómo logró colar al Neue Freie Presse un delirante artículo firmado como si fuera un experto sismólogo (pp. 84-85), o la respuesta que envió a un periódico soviético que le pedía una síntesis de la cultura rusa después de la revolución (p. 417).

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El laberinto de la palabra consagra a Santana como una de las intelectuales jóvenes más interesantes. Excelente traductora de poesía alemana (véase su versión de Handke en Bartleby), buena poeta ella misma, este libro demuestra su capacidad para aprehender y narrar una de las épocas y ambientes de la Modernidad que más influiría en el desarrollo del pensamiento occidental. La Viena de finales del XIX y principios del XX sólo puede comparar su legado con el París del mismo período, y es todo un desafío ahondar en esa tradición con una voluntad a medias erudita y a medias accesible al lector medio, desafío del que Santana sale ilesa. En la parte central del ensayo se lleva a cabo un minucioso análisis del pensamiento de Kraus y otras figuras de la época (Mauthner, Musil, Hofmannsthal y su Ein Brief) sobre la cuestión del lenguaje materno y su correspondencias intelectuales, políticas e incluso sexuales (p. 242), de modo que el lenguaje parece ser el hilo conductor de El laberinto de la palabra. Desde otra perspectiva, es muy interesante el modo en el que el ensayo, casi sin proponérselo, va esclareciendo las relaciones de influencia de Kraus sobre otras figuras de su tiempo: la influencia de Kraus sobre otros (Wittgenstein, por ejemplo); la influencia mutua (Kraus – Loos, Kraus – Freud), la influencia difusa de otros (Nietzsche) en él, etc. El resultado es un tapiz intelectual de notable precisión sobre un lugar y momento históricos a los cuales tenemos que volver una y otra vez para comprender por qué pensamos como pensamos.


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[Relación del crítico con los autores: ninguna, obviamente, con Karl Kraus; cordial con Sandra Santana. Relación con la editorial Acantilado: ninguna.]


[1] J. Casals, Afinidades vienesas. Sujeto, lenguaje, arte; Anagrama, Barcelona, 2003, p. 85.

1 comentario:

Francisco Daniel Medina dijo...

Vicente, sinceramente, me ha encantado esta reseña y me han entrado ganas de salir corriendo a la librería a comprar los libros. Quiero zambullirme de lleno en la Viena de finales del XIX y principios del XX. Salta a la vista que te han gustado bastante los libros y que sientes una especial simpatía por la figura de Karl Kraus. Verás, tus reseñas (y espero que no te lo tomes a mal) acostumbran a ser más frías, cerebrales o intelectuales -si se quiere-, pero no acostumbras a dejarte arrastrar por el apasionamiento o el entusiasmo a la hora de recomendarnos algo (así al menos es como yo lo percibo). En resumen, que esta recomendación te ha salido con otro tono o con otro registro sutilmente más humanizado. Y voy a parar ya porque si no va a parecer que estoy "ensayando" contigo. Todo lo relativo al lenguaje me interesa bastante. A mi modo de ver, el lenguaje es el mayor regalo o don que tenemos los seres humanos pero, al mismo tiempo, no puedo dejar de percibirlo como una gran celda en la que permanecemos encerrados desde que lo adquirimos (desde que adquirimos la lengua materna que sea) puesto que, a partir de ahí, nuestro modo de ver la realidad y de pensar está condicionado ya (encajonado) para siempre y sin posibilidad de fuga. Opino que, de alguna manera, nos arrebata toda posibilidad de objetividad con respecto a la interpretación de la realidad. Pero es que, paradójicamente, no podríamos pensarla de otra manera. En fin, que mantengo una especie de relación amor-odio con el lenguaje. Un saludo.