The Antinomies of Realism; Verso, New York, 2013.
El ensayista Fredric Jameson,
uno de los teóricos de la literatura más influyentes de nuestro tiempo, ha
escrito un ensayo considerablemente provocador, y lo es por varios motivos. En
primer lugar, porque parece abandonar la línea marxista de trabajo habitual en
él; en segundo lugar, porque aborda la cuestión de la aparición del realismo
moderno centrándose en autores no anglosajones: Zola, Galdós (tratado con
notable pasión, como veremos), Flaubert o George Eliot, obliterando a Dickens o
James a un lugar secundario: haciendo, por tanto, lo contrario a lo común en
ciertas prácticas anglosajonas que, parapetadas en un par de calas profundas en
Dostoievksi, Montaigne o Stendhal, se lanzan luego a la construcción de un
canon que habla inglés en su inmensa mayoría. Y, en tercer lugar, The Antinomies of Realism es provocador
porque abandona las consideraciones emocionales para fundar, como luego
veremos, una doctrina del “afecto”.
Para Terry Eagleton, la
concepción literaria de Jameson se basa en que la “obra literaria invoca el
contexto del cual es una reacción”[1]
y, en efecto, Jameson explica en la introducción que uno de los problemas del
realismo es que ha sido opuesto históricamente a las más variadas realidades:
realismo contra modernismo, contra idealismo, contra irracionalismo, contra el
melodrama, etcétera. A juicio de Jameson, lo procedente sería enfocar lo
Moderno como el ámbito natural del concepto para desentrañar su naturaleza,
pero entonces surgen ciertos problemas: ¿oponerlo al naturalismo? ¿Situarlo en
la mímesis auerbachiana, o en la descripción ideológica de Lukács? En realidad,
apunta, el realismo cumple en cada época una función: vgr., el realismo del Quijote estaría dirigido a la desmistificación (p. 4) y a la
eliminación de falsos idealismos. En cambio, en la época de Dostoievski y Henry
James, su función sería más bien positiva y relacionada con la “desfamiliarización
y la renovación de la percepción, un impulso más modernista, mientras que el
tono emocional de esos textos tiende hacia la renuncia, la resignación o el
compromiso” (p. 5; todas las traducciones son nuestras en adelante). A
continuación apunta que prefiere el término récit
a narrativa, para fijarse más bien en la situación narrativa misma más que
en el arte literario de la prosa, por lo que se plantea el realismo en su
“genealogía en el storytelling y el
relato, y su futura disolución en la representación literaria del afecto” (p.
10). Un poco más adelante clarifica la distinción conceptual sobre la que opera
el ensayo:
Lo que podemos concluir al menos a
partir de esta discusión es que hemos finalmente establecido la formulación
definitiva de la oposición a la que hemos tratado de poner nombre. Ahora puede
ser articulada no como récit contra roman, no incluso contar versus mostrar; sino más bien el destino
contra el presente eterno. Y lo que es crucial no es cargar uno de los dados y
tomar parte por el otro, como suelen hacer nuestros teóricos, sino más bien
agarrar la proposición de que el realismo yace en la intersección. El realismo
es una consecuencia de la tensión entre esos dos términos; resolver la
oposición en cualquiera de ambas direcciones es destruirla; los sentimientos de
culpa de James no están solamente justificados: son necesarios. Y esta es
también la razón de que uno se encuentre siempre hablando de la descomposición
del realismo y nunca del propio concepto, ya que siempre nos encontramos describiendo
su emergencia potencial o su descomposición potencial (p. 26).
El
libro, en consecuencia, resulta de la mayor utilidad para entender cómo surge
el realismo y cómo es, en buena medida, consecuencia de las categorías
filosóficas, políticas y científicas de su época, por lo que es intrasvasable a
otras. Luego volveremos sobre esta cuestión, pero vamos a ahondar en el
contenido del ensayo, capítulo a capítulo.
Temporalidad
y registro del afecto
Adelantando
un problema que volverá a tratar al final del ensayo, Jameson señala que el del
tiempo literario (y filosófico) es el más paradójico de los problemas, pues
“tanto el récit como el cuento, cuyos
eventos ya se han terminado y están consumidos antes de que la narración pueda
comenzar, son experimentados por un oyente o un lector (…) como un presente
temporal, pero por supuesto es nuestro presente, el presente de la lectura, y
no el de los propios hechos”[2]. Para salvar esta aporía, ya
adelantada por la teoría de la Recepción y por María Zambrano[3], Jameson propone un
presente distinto, “uno de diferente presencia a aquél marcado con el sistema
temporal tripartito de pasado-presente-futuro”, y que denomina “el reino del
afecto” (p. 10). Siguiendo
a Rei Terada, el afecto o estado afectivo sería una sensación predominantemente
corporal, mientras que “las emociones (o pasiones, para usar su otra
denominación) son estados de conciencia” (p. 32): así, el enamoramiento es una
emoción, mientras que la depresión es un estado afectivo con obvias y constitutivas resonancias físicas,
constata. Y esto es importante para la literatura puesto que la diferencia
entre la percepción de los afectos burgueses a mitad del XIX (y su registro
literario) es precisamente una de las cartas fundacionales del realismo moderno frente al anterior, explicitado Jameson
el modo en que Balzac y Flaubert hacen sus descripciones con una sola
generación de diferencia (también, como explicará más adelante, la unión entre
novela y afecto diferenciará a la narrativa moderna de la posmoderna, donde se
disocian de nuevo, véase pp. 188-190). Mientras Balzac concibe alegorías a
partir de sensaciones físicas (p. 33), Flaubert hace una “fenomenología” del
cuerpo en el lenguaje y en la representación que es inexistente para el
primero. “Flaubert y Baudelaire pueden situarse como indicadores de tal
transformación del sensorium” (p. 32). Ejemplo: en Baudelaire un mal olor es
autónomo, y su régimen retórico (“Le flacon”, por ejemplo) es la sinestesia; el
mal olor en Le père Goriot de Balzac
es metonímico y se dirige a señalar una melancolía desagradable en el personaje
(p. 34). Con esto no quiere decir Jameson que los afectos no existieran antes,
sólo que fue entonces cuando hallaron un registro
lingüístico/formal propio y pudieron cobrar existencia literaria.
Bordieu ya había
apuntado la importancia de esa corporalidad
en Flaubert, y precisamente al tratar el tema del realismo en La educación sentimental, sobre la cual
dice: “Flaubert (…) restituye de forma extraordinariamente exacta el mundo
social en el que ha sido elaborada (…) lo hace con los medios que le son
propios, es decir haciendo ver y sentir, con ejemplificaciones o, mejor aún, evocaciones,
en el sentido fuerte de hechizos capaces de producir unos efectos,
particularmente sobre los cuerpos”[4].
Creo que esto mismo es lo que intenta decir Jameson, quien, al finalizar el
capítulo II, elabora una especie de tabla comparativa para distinguir “la
variedad de formas” del afecto de las antiguas emociones: la emoción se
caracterizaría por rasgos como “sistema, nomenclatura, marcas de destino,
objetos generalizados, temporalidad tradicional, naturaleza humana, motivos,
arias, representación, forma cerrada de sonata en lo musical, narración”; mientras
que el afecto supondría “cromatismo, sensación corporal, presente perpetuo /
eternidad, intensidades, singularidades temporales, diagnosis y medicalización,
experiencias y existencialismo, melodía sin fin à la Wagner en lo musical, sense-data,
problema de los finales y descripción” (p. 44).
En el siguiente capítulo
Jameson aclara el paso de las descripciones de Zola a una fenomenología más
compleja, mediante el cambio de la antigua carga alegórica por “un estado más
puramente físico y que registra corporalmente la contingencia exterior” (p.
52), para lo cual pone ejemplos de Le
ventre de Paris. Con agudeza, a mi juicio, Jameson ve cómo en Zola comienza
a romperse el hiato –marcado por Mallarmé y otros cratilianos, como definiría Eco– entre palabra y significación, y
sus vívidas descripciones de crustáceos y pescados logran un nuevo efecto: “el
reino de lo visual comienza a separarse de lo verbal y conceptual para proponer
una nueva clase de autonomía. Precisamente esta autonomía creará el espacio
para el afecto: justo porque el gradual debilitamiento de las llamadas
emociones y de las palabras abiertas para ellas abren un nuevo espacio que lo
irrepresentable y los innombrables afectos pueden colonizar y hacer suyos” (p.
55). La ampliación del sensorium (p.
65) trae como consecuencia un mayor
espacio significativo y simbólico desgajado del nominalismo aún vigente por
entonces, sobre todo en la poesía de la época, que sólo se abría al mismo
territorio del afecto por la vía de Baudelaire.
En el capítulo IV, al
comenzar su tratamiento de Tolstoi, nos encontramos con uno de los mayores
problemas del libro, la intención de Jameson de separar identidad y conciencia,
entendiendo esta última como un concepto aparte del de subjetividad (p. 78),
algo que a lo mejor –y lo dudo– podría hacerse combatiendo las investigaciones
neuronales y filosóficas (Denett y Pinker, entre otros), pero que es inasumible
sin hacer las necesarias mención y crítica de las mismas. Jameson plantea una
forma de razonar sobre literatura que va contra el asiento natural y material
de las cosas, algo poco comprensible viniendo de un materialista. Luego
volveremos a esto. A continuación, Jameson ilumina el concepto de “felicidad”
tolstoiana, estableciendo parangones con el bonheur
de Stendhal para evaluar la diferencia entre la emoción stendhaliana y el
afecto de Tolstoi, lo que da pie al esclarecimiento –por fin– de los ejes entre
los cuales bascula la narrativa realista, a su juicio: por un lado, “la
expansión y despliegue de los afectos” que da presencia a la conciencia sin tiempo de lo contado; por el otro,
la multiplicidad de caracteres y destinos que crean el tiempo continuo de lo narrado, de la “fábula” (p. 88). Conciencia
sin tiempo del afecto volcada en un tiempo continuo narratológico, formado a la
vez por “past-present-future” (Ibíd.);
afectividad epocal o histórica inserta en un discurso autotélico, que se da
cauce –y se dota de tiempo– a sí mismo. Jameson examina la encarnación de los
afectos en Guerra y paz (aunque tan o
más significativo me hubiera parecido el Lievin de Anna Karénina como ejemplo), y explica el gusto por el
“miniaturismo” del narrador ruso como medio para componer un fresco humano e
histórico, lo que le une por un lado a Balzac y por el otro a Galdós, a quien
Jameson dedica el siguiente capítulo.
Galdós
La gran sorpresa para el
lector español (creo), acostumbrado a que Galdós ocupe gran parte de la
conversación crítica patria sobre el siglo XIX pero a que no suela ser
mencionado allende nuestras fronteras, es el terminante comienzo del capítulo
V: “Si Zola es el Wagner del realismo del siglo XIX (y George Eliot es quizá su
Brahms), entonces Benito Pérez Galdós es su Shakespeare, o al menos el
Shakespeare de las comedias y romances tardíos. La ausencia de Galdós de la
lista convencional de ‘grandes realistas’ –incluso una limitada a Europa– es
más que un crimen, es un error que limita y deforma seriamente nuestra imagen
de este discurso y sus posibilidades” (p. 95). Galdós aprovechó en el ciclo de
las Novelas contemporáneas, según
Jameson, su condición de último en llegar,
conociendo la tradición realista desde Balzac, y supo sacar partido de lo ya
hecho por sus antecesores, amén de contar con una clase burguesa española que
narrar en la última parte del siglo. Me parece muy interesante la precisión de
Jameson respecto a que, como Faulkner más tarde, Galdós “se dio cuenta de que
tenía un completo mundo novelístico que administrar, y no sólo uno o dos
episodios registrables” (p. 96), por lo cual su modelo narrativo era más
parecido al del Balzac de La Comédie
humaine que al de un Zola, por ejemplo, si bien sustituyó el modo
balzaquiano de armar caracteres protagónicos por lo que denomina un “deterioro
de la protagonicidad” (Ibíd.), según
el cual los personajes menores y putativos no se limitan al tradicional rol
secundario al que el realismo les había destinado hasta el momento, sino que
ahora “colonizan la novela y se apropian de ella” (Ibíd.). En Galdós, el afecto cobra forma material en la forma en
que estos personajes encarnan sus asuntos
en la materialidad verbal de los diálogos (p. 98), técnica en la que el prosista
canario era un maestro, sobre todo en aquellas novelas habladas[5],
compuestas totalmente por conversaciones, como El abuelo, Realidad o Casandra.
Y también me parece plausible el aserto de Jameson de que sean esos personajes,
supuestamente secundarios, los que soporten el cambio de enfoque del afecto,
pues “the lenguage of protagonists is the language of poetic drama or of
tragedy” (p. 99); es decir, el de los personajes principales es un lenguaje retórico institucional, mientras que el
lenguaje de los secundarios es el que permite, como diría Unamuno, dar cuerpo
menudo a la intrahistoria,
prescindiendo del lenguaje grandilocuente y de los “grandes actos” a que vienen
obligados los protagonistas de la novela decimonónica. Esa devaluación de lo
protagónico llega hasta límites exóticos cuando el gran narrador omnisciente de
Fortunata y Jacinta es convertido, en
cierto momento de la novela, en un personaje minúsculo, un amigo de Juan; esta
reducción eidética individual es para
Jameson más que significativa (p. 101). A este apartado apunto como reparos que
el personaje de Tormento Ido del
Sagrario no es un trasunto autoficcional de Galdós, como cree Jameson (p. 113),
sino más bien una parodia de los escritores de folletín de su época (A. G.
Andreu), a través de un alter-ego burlón (Alfredo Rodríguez); y que cabe
lamentar las numerosas erratas al citar palabras y bibliografía en español, si
bien éste es un mal menor frente a la poderosa vindicación de Galdós[6].
En el siguiente capítulo
Jameson parte de un esclarecimiento del problema del eje binario bien/mal a la
hora de estructurar los personajes de la novela (protagonista/némesis), y describe
cómo esa tensión comienza a romperse en la novela realista buscando formas más
completas de leer la ética del sujeto. Si Spinoza, mediante las pasiones tristes, y Nietzsche, con su resentimiento (p. 117), habían dado un
paso para convertir ese esquema doble en un cuadrángulo, Jameson menciona el
modo en que la maldad pasa de ser una fuerza externa (el sujeto movido por
fuerzas exteriores) a convertirse en algo interior o inherente al sujeto, lo
que le da pie para examinar la narrativa de George Eliot (seudónimo de Mary Ann
Evans, 1819-1880), y el espacio que tiene en la conciencia la autojustificación
–vía Sartre– como suavizante ético de la acción maligna. También estudia aquí
la reificación o cosificación, uno de sus temas recurrentes; no en vano Eagleton,
en su reciente El acontecimiento de la
literatura, dice que “Jameson entiende que el modernismo comporta una
cosificación del signo, aunque se trate de una cosificación que lo emancipe de
su referente en un espacio propio y libre. Por tanto, las ventajas y los
inconvenientes van de la mano. En cierto sentido, el mundo está bastante
desaparecido, pero el precio que algunas obras modernistas se ven obligadas a
pagar por esta libertad ante la impertinencia de lo real es alarmantemente
elevado”[7]
(aclaro que “modernistas” no debe entenderse en el sentido español de un Rubén
Darío, sino en el de la renovación literaria del modernism anglosajón). Ese precio apuntado por Eagleton es uno de
los objetos de este capítulo de The Antinomies
of Realism, que termina con una interesante revisión de la mauvaise foi sartriana como “tercera
vía” para minar la ética binaria (p. 137) y plantear un esquema narrativo
diferente al realista tradicional.
El capítulo VII retoma
el problema del mal y lo acerca a la cuestión de la disolución del género. En
principio puede verse al realismo como una reacción contra el romance, aunque debe tenerse en cuenta
que romance es un término abierto en
inglés que puede utilizarse como sinónimo de la novela pastoril y bizantina,
del folletín (Jameson lo utiliza con ambos significados en p. 139), e incluso
de la posterior “novela rosa” o romántica. En cualquier caso podría traducirse
a estos efectos como la novela popular de contenido melodramático, llena de
emociones baladíes, frente a la que el realismo duro decimonónico quería establecer un género nuevo, fundado en el
afecto y no en la emoción desatada. Las armas utilizadas fueron la reificación,
la ya aludida reorganización del régimen de personajes, el cambio de la mirada,
“el debilitamiento de la estructura melodramática, el borrado gradual del
villano (tal como lo hemos observado en George Eliot), el desmantelamiento
sistemático de su retórica” (p. 139). Sin embargo, el melodrama pasa, según
Jameson, a ser uno de los modos realistas tras esa citada operación deconstructiva
(y, en efecto, cuando leemos Madame
Bovary o algunas novelas rusas percibimos cierto inequívoco melodramatismo
epocal) y de limpieza de residuos retóricos, para unirse en igualdad de
condiciones a otros cuatro géneros o subgéneros realistas, en opinión de
Jameson: la novela histórica, el Bildungsroman,
la novela de adulterio y el naturalismo (p. 145). Todos resultan de la
disolución genérica efectuada por el realismo que, al final, sólo encuentra
como adversario insoluble el propio género novelístico, ese peculiar lenguaje
narrativo o novelidad (Jameson sobre
Barthes, p. 161), que preña cada frase de la misma y del que la novela realista
no puede desembarazarse. Jameson pone como ejemplo la frase de apertura de Too Big to Fail (2009), de A. R. Sorkin,
y nosotros podíamos utilizar incontables ejemplos que expresan ese tono
específico, por ejemplo éste de Marina Mayoral, la apertura de Deseos (2011):
Dictino bosteza estirando los
brazos, hace dos o tres movimientos gimnásticos y levanta la tranca de la
puerta. Las hojas de madera crujen al abrirlas. Se asoma al umbral. Todavía no
se han apagado los faroles, pero una luz tenue, rosada, ilumina el cielo por
encima del monte. La torre de la catedral empieza a recortarse contra el cielo
del amanecer.[8]
Esta
escritura revela por sí misma que no puede ser otra cosa que novelística. Su extrema lentitud y
tranquilidad, sabedora de poseer largo tiempo y ancho espacio por delante, la
hace poco imaginable siquiera como perteneciente a un relato breve. El tono se
mantendrá, con independencia del “argumento”, hasta el final de la novela:
todas sus frases sonarán realistas, narrativas
y similares entre sí –diálogos aparte, of
course–. Que la novela realista sea esclava de su previsible tono es lo que
mueve a Jameson a concluir el capítulo de esta forma tajante: “deviene
paradójicamente claro que el último adversario del realismo será la propia
novela realista” (p. 162).
El punto
de vista
El
siguiente capítulo está centrado en las técnicas; comienza analizando el papel
de la catáfora y los principios de las novelas in media res, para luego lanzarse a bucear en la tercera persona
como forma narrativa primordial o “hinchada” (o “tumefacta”, según traduzcamos “swollen”)
del realismo literario descriptivista. Aquí lleva a cabo Jameson un discutible
combate entre la tercera persona y la primera como modo narratológico ideal, y
digo que es discutible por dos razones: la primera, porque intenta plantear
que, de modo general, la tercera es
superior (p. 174), algo imposible de hacer si la comparación no es
individualizada, novela por novela; la segunda, porque su propia rigidez le
obliga a forzar una división entre una tercera persona “objetiva” y otra,
“subjetiva”, que habría canalizado los hallazgos y necesaria respiración de la
narración en primera persona. Para Jameson, esta renovada tercera persona sería
el “áspero sustituto para mantener el viejo vehículo” (p. 184) del punto de
vista, y abre la vía a lo que denomina novela existencial, en el camino sartriano de la reconstrucción de la
experiencia desde una óptica problemática, cuestionadora de la temporalidad y
de la autenticidad de la vivencia. Y el último capítulo de la primera parte
aborda brevemente la narrativa de Alexander Kluge como símbolo del fin de la
unión de narrativa y afecto y de la disolución posmoderna de toda la estructura
antes contada.
La novela
providencial
La
segunda parte del libro de Jameson comienza con un capítulo que le sonará al
lector español, pues algunas de sus partes fueron publicadas bajo el título de El realismo y la novela providencial (Círculo
de Bellas Artes, Madrid, 2006, edición de Julián Jiménez Heffernan y traducción
de Marta Caro). Aquel pequeño volumen, que reproducía una conferencia impartida
por Jameson en el propio CBA, comenzaba con una inteligente captatio benevolentiae apropiada a las
circunstancias, en la que el autor estadounidense lanzaba algún piropo a
Claudio Guillén y traía a colación a Unamuno y su Niebla, menciones que han desaparecido de The Antinomies of Realism, como es lógico, por carecer de ligazón con
el tema principal del ensayo. Creo que Jameson ha introducido desde aquella
conferencia algunos cambios, pues mientras en la edición española se lee:
“Elaborar un final feliz convincente resulta más difícil de lo que podría
parecer (…) en cualquier caso, el final feliz constituye una categoría
existencial, no literaria” (p. 11), en esta versión definitiva del texto lo
explicitado es justo lo contrario: “happy endings are not as easy to bring off
as you may think, at least in literature: but they are in any case a literary category
and not an existential one” (p. 195).
En
efecto, aunque se rozan cuestiones de cuño teórico, Jameson se ciñe férreamente
a la literatura para explicar el providencialismo literario, entendido como el
diseño narrativo de un final de novela amparado en un plan establecido de
antemano. Cabría modular, y así lo hace el autor, dos posibilidades: la
historia decidida “exógenamente” por la providencia divina o las fuerzas de la
naturaleza (el caso prototípico sería Robinson
Crusoe), y aquella historia realista que, por el contrario, encuentra su
término en un plan preconfigurado por fuerzas humanas, muy humanas, que es a lo que Jameson llama en puridad novela providencial. El ejemplo que
utiliza es el Wilhelm Meister goethiano,
donde una trama que parecía fruto del azar deviene súbitamente plan meditado de antemano, técnica que
Jameson emparenta con el episodio en Nighttown del capítulo 15 del Ulysses,
y con la hora final de la versión rodada de Fassbinder del Berlin Alexanderplatz de Döblin, donde todos los senderos anteriormente
abiertos confluyen oníricamente en una sola explicación (p. 208). La cuestión
de los fines, en ambos sentidos de la palabra, está también cargada de
contenido político y así la desarrolla Jameson, creando una categoría
pedagógica de lo “transcendental trascendente” de la tentación política, que
opone a la “inmanencia trascendental” de la ética y la alegoría. El espacio
abierto por ambas, a su juicio, abre las puertas al modernism, la novela vanguardista, que según él no tendría por qué
ser entendida como una enemiga natural del realismo, sino que en algunos casos
–cita el Ulysses de nuevo–, podría
entenderse como el resultado de tomar algunos elementos de la novela realista
presentados “en unas estética y manera formal muy diferentes e inconmensurables”
(p. 215). Expone a continuación, de modo sugerente, que podríamos imaginar el Ulysses de otro modo: no como la gran novela del lenguaje
refundado y adaptado al yo narrador, no como la gran novela del monólogo
interior y del punto de vista absolutamente subjetivo (que también lo es), sino
como una obra centrada por completo en el “ser absoluto del lugar y el día” (p.
216), un modo privilegiado de expresar una experiencia individual, concretada a
unas pocas personas, a Dublín y al 16 de junio de 1904. La lectura –casi
husserliana– parece plausible, pero por desgracia habría muy pocos realismos
sublimados en condiciones de metamorfosear hasta esa altura fenomenológica y
estética.
Sin
embargo, es una tercera categoría, la de la “trascendencia inmanente” –de la
que hemos hablado antes
en este blog, al abordar la poesía de José Luis Rey y Juan Andrés García
Román–, la que abre las puertas a la novela providencial, una voluntad de
abandono de la providencia en favor de las “energías humanas” (p. 217), que
quizá Balzac previó pero no llegó a poner narrativamente en práctica en todas
sus posibilidades. A juicio de Jameson, este subtipo es uno de los puntales más
renovadores de la novela de la época y regresa a George Eliot para explicar su
poder expresivo: a su juicio, y sin caer en el parangón con obras
“introspectivas” como la de Proust, lo que hacen Eliot y otros realistas
decimonónicos de fuste es acercarse a la intimidad individual (p. 225) de un
modo social, en el sentido de que el
acercamiento a la singularidad individual o a la psique de un personaje se hace
a través de su comportamiento hacia
los demás, o a través de su conciencia grupal. Jameson pone ejemplos de Middlemarch, pero yo podría otro botón de muestra, tomado de Anna Karénina: “Percibía que la posición
que ocupaba en la alta sociedad, y que por la mañana menospreciaba tanto, le
era precisa, y que no tendría fuerzas para cambiarla por la de una mujer que ha
abandonado a su hijo y a su esposo para ir con su amante”[9].
Además, el ejemplo se adapta como un guante a lo que añade Jameson justo
después: “lo que fuera erróneamente identificado como consciencia de sí o
reflexividad del ser individual (…) puede ser, desde una mirada más cercana,
una diminuta y microscópica negociación con el shock y el escándalo del Otro, una reverberación de reacciones
amortiguadas en ambas direcciones” (p. 225). Si se quiere buscar una nueva
teoría de la modernidad, debería encontrarse ahí, a juicio del pensador
estadounidense, “en la filosofía y también en la representación artística de la
existencia del Otro que Sartre denominara la fundamental alienación de mi Ser”
(p. 226); en efecto, justo unas pocas páginas antes, tras confesar la
infidelidad a su marido, Anna Karénina se consideraba alienada, escindida: “Le parecía que su
personalidad se había desdoblado, como a veces se desdoblan los objetos ante
unos ojos cansados” (Tolstoi, op. cit., p. 379), y se sentía otra, forzada por
(la disolución de) las circunstancias. Karénina nota tambalearse su mundo
social e, inmediatamente, aparece la disolución del yo.
Este es uno de los
mayores méritos de cualquier libro de Jameson: nos permite leer lo que ya
conocemos de otros modos, estimulando nuestra creatividad y variedad de
análisis. Y no sólo es útil para leer el pasado, sino también fenómenos
contemporáneos: por ejemplo, retrata a los herederos contemporáneos de la
novela providencial: los cineastas como el Robert Altman de Short Cuts (1993), el Tarantino de Pulf Fiction (1994) o el Goran
Paskaljevic de Cabaret Balkan (1998),
películas en las que diversas tramas que afectan a distintos personajes se ven
finalmente resueltas por una situación providencial, como el despertar
simbólico de uno de los personajes de Short
Cuts o la “revelación” sufrida por uno de los asesinos a sueldo de Pulp Fiction, que ayudan a resolver de
forma definitiva la(s) trama(s).
Guerra y
representación
El
siguiente capítulo aborda el tema de la guerra y su representación en
literatura. El problema clave de la novela realista en la guerra es “el
paradigma del dilema nominalista: o la abstracción de la totalidad, o el aquí y
ahora de la confusión y la inmediación sensorial” (p. 232), es decir: contar la batalla o contar el yo inmerso en
ella. A esta dialéctica se vuelve agudamente después cuando cita el libro de
Alexander Kluge Chronik der Gefühle
(2004), y se aborda la cuestión de cómo los pilotos ven el conflicto desde el
aire, mitad a simple vista y mitad a través de mapas, radares y sensores:
“abstraction versus sense-datum” (p. 256). Jameson estudia las diferentes
tipologías, hasta ocho, de acercamientos expresivos al tema bélico, y estudia
brevemente sus problemas y ejemplos, los estereotipos y la ausencia habitual de
lo femenino en el género. Aunque es el capítulo que, por su especificidad,
menos me ha interesado, puede servir para las investigaciones sobre el mal (el
Gran Mal, de hecho, en la literatura moderna), en tanto que la guerra es el
laboratorio (p. 235) de la experiencia existencial llevada al extremo.
La novela
histórica hoy
En el capítulo III de
esta segunda parte es donde quizá podemos reconocer al Jameson más
historicista, y no en vano comienza citando la opinión de Perry Anderson según
la cual nunca se ha escrito tanta novela histórica como hoy, algo que parece
contradictorio con nuestros tiempos ahistóricos o post-históricos (según la Fukuyama Company). Recordemos la fiebre
narrativa guerra-civilista en España, que lega todavía recurrentes coletazos, y
que incluso ha dado lugar a un jocoso revival
de los episodios nacionales galdosianos. Jameson califica el género –su
práctica actual, queremos decir– como “sospechoso” y ligado posiblemente al
servicio de “fines políticos, entre los cuales el nacionalismo sólo es el más
obvio” (p. 260). Después de apuntar que la historia actual debería centrarse
más en grupos que en naciones, Jameson regresa, como al tratar el asunto bélico
en la literatura, a esclarecer el lugar –hegeliano, como era previsible– del
sujeto individual dentro de los movimientos colectivos de la historia (pp.
263ss), y de la novela dentro de la Historia en cuanto “forma” de narrar. Tras
una reevaluación de la obra de Walter Scott a través de las lentes de Luckács,
Jameson establece que la reacción antisubjetivista de aquél puede ser un
trasunto de la cuestión ante la subjetividad en la novela, y luego resume su
tesis al analizar Guerra y paz: el
problema es conciliar lo “histórico mundial” –los ciudadanos realmente
existentes en cada momento–, con la colectividad, y apunta (p. 280) cómo el
Segundo Epílogo de Guerra y paz, que
negaría las tesis de Carlyle sobre la relación entre historia y héroes, logra esa difícil síntesis mediante la asociación
de un acercamiento a los hechos y elementos históricos (recordemos el monólogo
de Napoleón) con una auténtica narración de la colectividad afectada por el
conflicto bélico. El capítulo termina con una curiosa aseveración, por la cual
la novela histórica del futuro será “necesariamente Ciencia-Ficcional” (p.
298), debido a la configuración de la temporalidad actual. Pone como ejemplo la
película Inception (2010) de Nolan,
por estar incardinada en una “estética de presente absoluto” (p. 300), donde se
ha abandonado por completo la idea de lo mimético para crear otra forma de
verosimilitud. Sobra decir que Jameson no habla de virtudes cinematográficas,
sino de tratamiento de la subjetividad, de una nueva temporalidad y de su relación
con los estereotipos del presente. Algo que, a su juicio, es lo que tendrá que
hacer la novela histórica del futuro con nuestra época, afirmación con la que
estoy sustancialmente de acuerdo pues, como hemos recogido en Pangea (2006), nuestro sentido del tiempo
personal y social es distinto o más extendido
que el de los siglos anteriores. Utilizando para concluir la escena del
ascensor de Inception, Jameson apunta
que “la novela histórica de hoy puede ser vista como un inmenso ascensor que se
mueve arriba y abajo en el tiempo, correspondiéndose sus nauseabundas subidas y
bajadas con el ánimo eufórico o distópico con que esperamos a que se abran las
puertas” (p. 301). Pone la novela Cloud
Atlas (2004), de David Mitchell (después llevada al cine por los hermanos
Wachowski) como ejemplo de novela histórica de nuestro tiempo: politemporal,
poligenérica, polidimensional, con un continuo
subjetivo diluido, que nada tiene que ver con el sujeto decimonónico. Y
acaba uniendo el libro con su principio: la novela no se pregunta por lo que hay después, porque su tiempo es el de
la lectura, y no el tiempo histórico real posterior al tiempo histórico de su
existencia, pero de algún modo debería de incluir los “futuros históricos” de
nuestro tiempo (p. 313).
Síntesis
final
A los reproches puntuales
añadidos habría que sumar la famosa mala escritura de Jameson, que fue en su
momento sarcásticamente descrita por David Foster Wallace en su ensayo
“Authority and American Usage”, y que hace en ocasiones algo penosa la lectura
de alguna de sus partes. Pero eso es secundario, pues sus fallas mayores vienen
por otras partes. El libro ha generado amplio debate, recibiendo críticas contra
las que Jameson ha escrito un artículo de respuesta, titulado “Jameson
responds” (http://nonsite.org/feature/jameson-responds-to-his-critics,
11/03/2014), donde el pensador intenta responder a las tres objeciones que más
repetidamente se le han hecho a The Antonimies
of realism: el concepto de “conciencia vacía”, su visión del afecto y el
aparente abandono de la visión social o marxista. Sobre el problema de la
conciencia arroja un argumento bastante problemático y criticable:
As far as the “explanation” of consciousness as such, I share Colin
McGinn’s skepticism about its possibility. Dennett does not satisfy me
philosophically (I have a study of him coming out in my next book, on
allegory), and I don’t for a minute believe that neuroscience will ever achieve
much more than a thorough-going mapping of that lump of meat which is the
brain. So Kant’s unknowable skepticism about the soul (for him just another
“thing-in-itself”) remains for me the only tenable position (and Derrida’s
master’s thesis on Husserl’s failure to “ground” it seemed to me admirably
paradigmatic).
Habrá que estar
pendiente de su respuesta a Dennett pero, desde mi humilde punto de vista, no
podemos por un lado utilizar los avances de Einstein para explicar hasta qué
punto el tiempo de la novela anterior al XX estaba desfasado con respecto a la
temporalidad real (p. 229) y luego decir que la neurociencia no
tiene nada que decir sobre nosotros. No
se pueden utilizar argumentos científicos sólo cuando a uno le interesa. En lo
tocante al afecto, Jameson reconoce que el libro se ha quedado a medio camino
en la explicación dialéctica entre afecto y emoción porque es un trayecto que
completará en su próximo libro, pero que
For in my perspective the emotions form a kind of semiotic system
(like colors for the cultural anthropologist), and they are reified by
way of their names. The system of emotions, then, is for me an
allegorical matter
En cuanto a la ausencia
de marxismo, Jameson dice que The Antinomies
of Realism es una suerte de “experimento estructuralista” en su carrera, y
que ha querido explorar otras cuestiones desde otras perspectivas, lo que, en
principio, debería ser respetado. Todo pensador tiene derecho a reinventarse o
a probar acercamientos diferentes a sus temas preferidos de análisis.
A pesar de todos estos
reproches, creo que el libro es un dechado de imaginación crítica y de
propuestas de (re)lectura, que muestra las tripas de la construcción del
realismo literario más importante. Su historicidad, el brillante tratamiento
diacrónico de Jameson, demuestra también por qué ese tipo de realismo
decimonónico comprensible en el XIX ya no es operativo ni plausible, por mucho
que muchos se empeñen, en nuestro tiempo: pertenece a una realidad que nos es
ajena científica, psicológica, social, filosófica, literaria, política, ética,
familiar, emotiva y afectivamente. Lo expresaba muy bien Julián Jiménez
Heffernan interpretando la parte del realismo providencial editada por él: “Todo
esto (…) también pone de manifiesto el inherente conservadurismo estructural y
el carácter antipolítico de la novela realista como tal. Un realismo ontológico
absolutamente comprometido con la densidad y la solidez de lo real –ya sea en
el ámbito de la psicología y los sentimientos, de las instituciones o de los
objetos y el espacio- no puede más que considerar como una amenaza a la
naturaleza de su forma la idea de que estas cosas son alterables y no
ontológicamente inmutables”[10].
En efecto, Jameson diría que las formas, la semántica y los géneros tienen que
cambiar conforme muta la sociedad, no porque sean consecuencia de la misma,
sino porque la sociedad evoluciona de forma natural, como los sujetos que la
forman, y éstos ponen en cuestión –como es lógico y a poco que tengan un mínimo de temperamento crítico– los modos de
narrar que ya no responden más a sus necesidades: cambian los géneros porque
cambia, por desiderátum social, cultural y (neuro)biológico, el individuo que narra. Las formas
cambian porque cambia el pensamiento,
a menos que el escritor desee abandonarse al kitsch histórico y al pastiche. Un escritor decimonónico actual, que
defendiera la “estética rusa”, debería, si quiere ser coherente, creer en el
tiempo newtoniano, sostener que en nuestro interior somos uno y que la realidad
a nuestro alrededor consiste
ontológicamente en lo que vemos; debería escribir sobre la burguesía o el
campesinado, debería creer que el espacio no puede recorrerse con rapidez, debería
escoger entre ser religioso o providencial, debería creer que la novela es un mero
espejo a lo largo de un camino, y que el lenguaje no puede fracturarse, ni cuestionarse
como medio de representación de la realidad. Es decir, debería renunciar a todo
lo que hemos aprendido en siglo y medio.
Por fortuna, en nuestros
días hay un realismo mejor entendido, no ingenuo
sino crítico, reflexivo y renovado. A alguna de sus manifestaciones en novela y
relato breve dedicaremos el próximo post.
[Relación del crítico con el autor y la editorial: ninguna]
[3] La
pensadora española explicó en 1943 que “la novela […] nos crea otro tiempo […]
en el sentido de que hace nacer en nuestra conciencia otro tiempo, aunque ya no
exista rastro mitológico. Es otro tiempo que el de la vida”; M. Zambrano, La confesión: género literario (1943),
en La razón en la sombra. Antología
crítica; edición de Jesús Moreno Sanz, Siruela, Madrid 2004, p. 374.
[5] “las obras capitales de los grandes
dramaturgos nos parecen novelas habladas”, B. Pérez Galdós, prólogo a El abuelo en Obras completas, novelas III; Aguilar, Madrid, 1982, p. 801, citado
por María del Prado Escobar Bonilla, “La presencia del
narrador en las novelas dialogadas de Galdós”, en Carmen Yolanda
Arencibia Santana, Mª del Prado Escobar Bonilla y Rosa María Quintana Domínguez
(eds.), VI Congreso
Internacional Galdosiano 1997, 2000, p. 300, accesible en
http://mdc.ulpgc.es/cdm/ref/collection/galdosianos/id/871
[6] Que ha
repetido en otro lugar: “I placed Galdós at the very center in order to
deprovincialize our standard canon and to win a little more interest in this
immense figure (and in Spain itself, normally reduced to prologue or one
indispensable prologue or footnote—the Quijote—in our literary-historical
stereotypes)”; F. Jameson, “Jameson responds”,
http://nonsite.org/feature/jameson-responds-to-his-critics, 11/03/2014.
[7] Terry Eagleton, El acontecimiento de la literatura; op.
cit., p. 54.
[8] M. Mayoral, Deseos; Alfaguara, Madrid, 2011, p. 11.
[9] Lev Tolstoi, Anna Karénina; Cátedra, Madrid, 2001,
edición de Josefina Pérez Sacristán, traducción de L. Sureda, A. Santiago y M.
Gisbert, p. 401.
[10] F. Jameson, El realismo y la novela providencial;
edición de Julián Jiménez Heffernan, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2006, pp.
30-31.
3 comentarios:
Hola Vicente,
gracias por el muy enjundioso artículo... tras leerlo, tengo la impresión de que se dedica sencillamente a cambiar los muebles de sitio, en cuanto al relieve que da a los distintos conceptos del género realista para terminar con algunas conclusiones obvias. Los aspectos más originales como son la intención de "escapar" de la "dictadura marxista" de la interpretación de los géneros y el apunte de que la novela histórica por fuerza ha de ser ciencia-ficcional parece, por lo que se desprende del artículo, que no ha logrado cuajarlo en conceptos fuertes. La contraposición entre "afecto" y "emoción" es sugestiva porque busca una aproximación a la narrativa menos dogmática --cromatismos, sensorialidades, etc--, pero me pregunto si no es un esfuerzo baladí considerando que autores como Baudrillard --tampoco es que lo haya leído todo de él-- hacen apuntes de nuevos códigos de narración, del nuevo hombre moderno por entendernos, por lo que parece que tu autor habla como hablarían en el siglo XVII los que ignoraban que se había descubierto ya América y todas las riquezas que contenía.
saludos!
MJ.
Hola, MJ. Bueno, Baudrillard se refiere a nuestra contemporaneidad y Jameson se refiere al XIX, que es lo sugerente. Respecto a la fuerza de los conceptos, piensa que hablamos de un densísimo ensayo de 310 páginas que yo he resumido a vuelapluma en 10. Los conceptos están muy armados y desarrollados en su libro pero, como es obvio, sólo puedo describir lo que hace y muchas cosas se han quedado fuera. Me parece un libro muy válido, aunque algunas cosas, como la ciencia ficción histórica del futuro son, evidentemente, hipótesis de trabajo, incomprobables de momento. Ya se irá viendo.
Gracias por tu opinión y un abrazo.
hola vicente, muchas felicidades por su blog, lo he descubierto recientemente y la verdad es que el contenido es muy bueno. le dejo otro muy interesante que he descubierto también recientemente, se llama Boulevard literario http://boulevardliterario.blogspot.com.es y también tiene página de facebook la cual esta repleta de novedades literarias!
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