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Hay dos tipos de realistas;
el que cocina su patata con tierra y porquería para demostrar que
verdaderamente es un realista, y el que la sacude y la deja bien limpia. Yo
pertenezco a estos últimos.
Robert Frost
La realidad a la que me
refiero es la misma que describió Hobbes, pero un poco más pequeña.
Woody Allen, Cómo acabar
de una vez por todas con la cultura
Nicolás Cabral, Catálogo de
formas; Periférica, Cáceres, 2014.
Elvira Navarro, La trabajadora;
Literatura Random House, Barcelona, 2014.
Javier Sáez de Ibarra, Bulevar;
Páginas de Espuma, Madrid, 2013.
Ray Loriga, Za Za, emperador de
Ibiza; Alfaguara, Madrid, 2014.
Blanca Riestra, Pregúntale al
bosque; Pre-Textos, Valencia, 2013.
Rodrigo Fresán, La parte inventada; Random House,
Barcelona, 2014.
José de Montfort, Fin de fiestas;
Suburbano Ediciones, edición digital,
2014
Claudia Salazar, La sangre de la
aurora; Estación la cultura / Animal de invierno, Lima, 2013.
Doménico Chiappe, Tiempo de
encierro; Lengua de Trapo, Madrid, 2013.
Edmundo Paz Soldán, Iris;
Alfaguara, Madrid, 2014.
Miguel Serrano Larraz, Autopsia; Candaya, Barcelona, 2014.
Luis Rodríguez, Novienvre;
KRK, Oviedo, 2013.
Elvira Navarro, La ciudad feliz;
Literatura Random House, Barcelona, 2009.
Federico Guzmán Será mañana;
Lengua de Trapo, Madrid, 2012.
Coradino Vega, Escarnio;
Caballo de Troya, Madrid, 2014.
Esther García Llovet, Mamut;
Malpaso, Madrid, 2014.
En
varios textos anteriores hemos ido avanzando la existencia de dos realismos
narrativos perfectamente distinguibles: un realismo ingenuo, que considera que
la realidad puede recogerse, desproblematizada,
en la narración, y un realismo fuerte, que entiende que para hablar de la
realidad hay que procesarla primero, hay que someterla a un contraste estético
e ideológico y, en consecuencia, debe ser artificial
si pretende parecer natural. En este post abordaremos una serie de novelas
actuales y la construcción de su realismo (en principio, fuerte en todos los casos citados salvo donde se precise) a partir
del asunto del punto de vista, esto es, examinando los narradores que utilizan
esas novelas para contar la historia.
*
El
realismo está de moda. El documental tiene tanto prestigio y atención como el
cine de ficción, y la gente acude en masa a ver las exposiciones de Ron Mueck o
las plastinaciones de von Hagens. La
televisión nocturna sobrevive gracias al reality-show.
Vivimos el apogeo de géneros que tiran de la escritura literaria hacia la
realidad: la autoficción, la crónica, la memoria novelada, la novela histórica,
la autobiografía, los libros de viajes, etcétera. La fábula, la ficción, la invención,
cortan sus alas y los personajes se ciñen a “los eventos consuetudinarios que
acontecen en la rúa”, o a lo que pasa en la calle, según determinen Juan de
Mairena o su alumno Pérez. Se considera –equivocadamente– escapista a lo
fantástico. Se tolera más a la ciencia ficción, porque al menos tiene algún
sustrato cientista. Los personajes narrativos se parecen mucho a sus autores, y
tienen más o menos la misma edad. Se escribe sobre el barrio propio o
alrededores. Los escritores protagonizan demasiadas
novelas actuales. Demasiadas. Este escabroso tema lo dejamos para otro día.
Escribe David Shields en Reality Hunger (2010)
que, paradójicamente, mientras los relatos de no ficción –los telediarios, por
ejemplo– son, cada vez más irreales,
la ficción se nos presenta cada vez más como real, como realista, como basada en hechos reales[1]. Y el
modelo de relato realista es la novela decimonónica, que “tendía a imponer la
imagen de un universo estable, coherente, continuo, inequívoco, por completo
descifrable” (p. 17). Es un poco el modelo del telediario, ¿no?
*
Explorando
los realismos existentes en la tercera década del XX, escribía Cyril Conolly que
a veces era mejor utilizar una primera persona que una tercera al narrar, pues
la primera permitía –poniendo un ejemplo de Isherwood– superar “las trabas
impuestas por las convicciones de la ficción”, añadiendo que en la novela
realista “el escritor debe amoldarse al lenguaje que comprende el mayor número
de personas, al vernáculo, pero su talento como novelista aparecerá en la
exactitud de su observación, la justicia de sus situaciones y la construcción
de su libro (…) Es la construcción lo que convierte en sobresalientes obras
como The Memorial, Passage to India y
Cakes and Ale”[2]. Con
independencia de la opinión que uno tenga sobre las novelas de Isherwood,
Forster o Maughan, creo que el criterio de Conolly es más que acertado. A estas
pautas añadiría otra, señalada por Bordieu: “la estructura que organiza la
ficción, y que fundamenta la ilusión de realidad que produce, se oculta, como
en la realidad, bajo las interacciones entre personas que estructura”[3]. Distinguir
los malos realismos de los buenos es tarea fácil desde esos parámetros, que
aluden a la necesidad de cierta complejidad
constructiva que, si me permiten, podría entenderse como complejidad armónica de la narrativa.
Armónica no sólo en un sentido estético, sino de coherencia con la realidad científica sobre la que trabaja el
autor, concepto este científico sobre el que se ahonda al final de este
trabajo. La novela realista, en consecuencia, no plantea menos problemas ni
demanda menos responsabilidad que una de cualquier otro modelo estético. El
narrador realista debería hacerse, en 2014, varias preguntas antes de comenzar
a escribir una novela: 1. ¿Es necesario que sea realista? (esto lo digo medio
en broma, medio en serio). 2. ¿Qué tipo de realismo, dentro de los que me
ofrece la tradición, debo escoger? ¿O acaso debo inventar un nuevo tipo de
realismo? ¿Sí? ¿No? ¿Por qué sí? ¿Por qué no? 3. ¿Qué punto de vista sobre la
historia va a adoptar el narrador (o narradores)? 4. ¿En qué persona/s verbal/es
se expresará/n mi/s narrador/es y por qué? 5. ¿Qué tipo de lenguaje utilizará
el narrador, y qué tipo de lenguaje usarán los personajes? (pregunta inoperante
en los casos de homodiegesis narrativa, obviamente, cuando el narrador es a la
vez uno de los personajes). 6. Teniendo en cuenta la cantidad de novelas
realistas que se han publicado ya, incluso la semana pasada, ¿qué va a aportar
la mía, qué trae de nuevo al mundo, amén de una realimentación de mi propio ego
como autor?
Respondiendo
a estas cuestiones con rigor y autoexigencia bastaría.
*
Si
la novela a finales del XIX dio un cambio radical por su pretensión de
describir las emociones en un entorno espacial concreto, según defiende Fredric
Jameson en The Antinomies of Realism (2013),
a principios del siglo 21 lo que persigue la mejor narrativa actual –a mi
personal y discutible juicio–, es la encarnación de esas emociones en un cuerpo
y un entorno, pero añadiéndoles un lenguaje narrativo que trasluce un lenguaje
psicológico, esto es: dotando al texto de la encarnación lingüística singular de un(os) modo(s) de pensar
concreto(s), no sólo alusivo(s) al lenguaje utilizado por los personajes, sino también
a la forma compositiva o estructural con que se cuenta la historia, a su
lenguaje narrativo. El narrador entiende que la novela tiene un discurso y que
sus personajes poseen el suyo propio, y que todos deben ser distinguibles entre
sí y únicos (salvo que la identificación diga
cosas, como veremos luego en un ejemplo), y que esos lenguajes deben
cohonestarse con la psique de los caracteres, y que debe existir una armonía o
una coherencia polifónica entre ellos (a menos que la distorsión y la inarmonía
sean objetivos deliberadamente buscados por el autor). Y entiendo que esta
encarnación lingüística sería, por supuesto, una especie de evolución natural
del rastro que han dejado el monólogo interior de Artaud, Joyce y Woolf, el
giro lingüístico del pensamiento durante el XX y la herencia de Beckett. Esto
es algo que sucede en los mejores casos, es decir, en la mejor novela actual,
sea cual sea su adscripción estética (tardomoderna, posmoderna, pangeica,
etc.), y sea cual sea su aproximación estructural o técnica a la narración
(esteticista, autoficcional, formalista, fantástica, realista, etc.).
*
El realismo literario es un concepto que a todo el
mundo le parece muy claro pero, como el tiempo, según la imagen de Agustín de
Hipona, basta con que nos demanden una definición para entender su dificultad. A
juicio de Darío Villanueva, que dedicó a este tema su monografía Teorías del realismo literario (2004),
el realismo es ni más ni menos que el elemento central de la Teoría de la
Literatura, ya que, a su juicio, determina el resultado de todos los demás (Terry
Eagleton, desde un punto de vista similar, dice que muchos movimientos
narrativos posteriores nacieron, precisamente, para solucionar los problemas
que el realismo era incapaz de solucionar). El estudio de Villanueva parte de
la Pragmática, rama semiótica dedicada al estudio de la creación literaria en
lo tocante a su relación con los lectores; para el autor, en consecuencia, el
concepto de lo que entendamos por realismo del texto está estrechamente
imbricado con la recepción de lo que los lectores entiendan como tal, y el modo
en que dirijan, intencionalmente, el sentido de lo presentado.
Los dos primeros capítulos del libro de Villanueva
incluyen el examen de las categorías aceptadas de realismo literario, el genético y el formal. El capítulo central es una elaboración teórica del concepto
de realismo para el autor, quien dedica los dos últimos a elaborar su teoría
del realismo intencional, realismo
que va calando, poco a poco, en los estudios literarios contemporáneos. La
“falacia” conocida como realismo “formal” o estético es aquella que considera
que la obra de arte está cerrada en sí misma y no hay realidad fuera de su realidad; el realismo “genético” o
mimético sería el que considera el arte como mero reflejo de la realidad[4].
Para los realistas genéticos el arte es consecuencia de su tiempo y debe
reflejarlo (teoría marxista del reflejo, de Lukács). Para los formales, el
artista ocupa el lugar de Dios frente a su creación (Flaubert), compite por
tanto con él (Steiner, Presencias reales),
es la Naturaleza quien imita al arte (Wilde), y sus leyes no reproducen la
realidad, sino que participan (Gombrich, Goodman) de la ilusión de la realidad. Frente a estos extremos, y buscando un
punto de equilibrio, Villanueva defiende lo que llama el realismo intencional. No se trata de algo opuesto
a los dos realismos superiores, sino que los engloba (cf. p. 139), teniendo en
cuenta las relaciones entre los mundos externos de referencia de autor y
lector, la intención de ambos, y el campo de referencia del “mundo posible” de
la obra. Tiene esta construcción una clara deuda de las teorías de Iser, Gadamer
y Scheleiermacher, en cuanto a la posición activa
del lector en la creación de la obra de arte (un capítulo de The Implied Reader de Iser se titula “The
reader and the realistic novel”). En todo momento intenta Villanueva encontrar
alguna solución de consenso entre los esteticistas y los realistas más
radicales, porque será infrecuente hallar gran literatura en los extremos. Si, a
juicio de algunos, el formalismo puro es un arte desustanciado y hueco, no lo
es menos que el realismo como “mera reproducción fotográfica” sólo produce,
según Villanueva y con razón, “productos deleznables” (p. 59). Como dice Ángel
Zapata en su estudio sobre Medardo Fraile, cuando la literatura realista “se
arrima al fuego de lo testimonial” acercándose demasiado al documento, su único
destino es “chamuscarse”[5].
Si el objetivo es representar una situación social exclusivamente como denuncia, sus valores serán sociales o éticos,
pero no estéticos.
*
Barbara y Michael Leisgen - Mimesis - 1972-73
*
La trabajadora (2014), de Elvira Navarro, pone
sobre la mesa numerosas cuestiones. En cuanto a su estética, podría denominarse
realismo problemático, no en el sentido en que utiliza el término Fernando
Castro Flórez para el arte contemporáneo (“donde se mezcla el sociologismo con
las formulaciones casi hegemónicas de lo abyecto”[6],
que nos pondría más bien en la órbita de un Bret Easton Ellis o de una serie
como Dexter), sino de un realismo que, en todo momento, se cuestiona como
tal, combatiendo esa “voluntaria suspensión del descreimiento” que
Villanueva (p. 159), basándose en Coleridge, sitúa como base del realismo
intencional del lector que desea sumergirse en el mundo ficcional.
Navarro, más bien, desea despertar al lector, alertarle de su singladura
por el mar ficcional, y por ello La trabajadora confronta, mediante una
técnica realista muy artificial (en tanto construida y visible) los
problemas de la abyección social, la abyección personal, y la opaca relación
entre ambas abyecciones, expresándose mediante un artefacto narrativo muy consciente
de serlo.
En
algunas reseñas o menciones a La
trabajadora he leído comentarios acerca de la provocativa “primera frase”
de esta novela. Incluso la he visto reproducida como primera frase, cuando lo
que se cita en realidad el segundo
párrafo de la novela (el del cunnilingus con regla, etc.). Algo que me
parece muy significativo, porque la primera frase real de la novela –que para
algunos, en cuanto marca autorial de la misma, parece estar curiosamente fuera de ella–, dice así: “Este relato recoge lo que Susana me contó
sobre su locura” (p. 11). Es decir: se oblitera el lugar donde se establece
la estrategia retórica, que alude a la propia narración. Esta frase de apertura,
simple en apariencia, esconde una vasta complejidad estructural: nos dice quién habla, configura como relato lo narrado, presenta a quien será
el personaje central de la primera parte y secundario de la segunda, establece
el tiempo narrativo (un presente, el del narrador, que remite a un pasado, el
pasado de la confesión) y parece presentar una intención de verosimilitud, de
transmitir documental o testimonialmente
unos hechos. Nada menos. En una frase se levantan los mimbres de la “realidad
especial” en que consiste, según el narrador de Pálido fuego, la operación literaria[7]. Como
digo, es muy significativo que para algunos lectores no sea la primera frase de la novela, cuando debe ser una de las
más importantes, por cuanto enseña los
hilos. ¿Qué son los hilos? Lo dice José María Micó: “Aun en las
genialidades de Unamuno o Pirandello, todo personaje literario es un títere, y
el arte de un autor está en la mayor longitud de la suelta o en la pericia con
que disimula los hilos”[8], y lo
decía Mallarmé a partir de Poe: “ningún vestigio de una filosofía, ética o
metafísica, se traslucirá; añado que la necesita implícita o latente”[9]. No
hablamos del autor implícito de Wayne
Booth, sino de las decisiones estéticas y estructurales del autor sobre su
obra; éste decide si las muestra o si las oculta, pero el desiderátum es que
hay que tenerlas siempre; no tenerlas,
no tomarlas, es condenarse a la banalidad o al plagio involuntario.
*
La ciudad feliz (2009), de la propia Navarro, compuesta por dos
novelas complementarias, no fue de mi agrado por los insalvables problemas de
voz y tono que le vi a la primera de ellas. En ningún momento me resultaban
creíbles los chinos protagonistas, y las breves páginas en China estaban
descritas de una forma que la localización podía ser cualquier lugar del mundo,
y los personajes (éste era el mayor problema) se expresaban de forma canjeable
por cualquier otra cultura, algo inapropiado al abordar un pueblo tan ancestral
y característico. Cuando leí después los relatos agrupados en Muchacho de oro, muchacha esmeralda (Galaxia
Gutenberg, 2013), de la estadounidense Yiyun Li, encontré la ambientación
creíble y la construcción verosímil de personajes chinos que había añorado en
la parte primera de La ciudad feliz.
Sin embargo, su segunda parte, narrada en primera persona por Sara, era mucho
más interesante y redonda porque enlazaba con las mejores cualidades de La ciudad en invierno (2007), de la
propia Navarro: la construcción de una psique femenina infantil extremadamente
compleja y poliédrica, que choca de frente con el mundo adulto después de
conocer a un vagabundo.
No
es casual que en La trabajadora Navarro
haya escogido ese modelo, y su Elisa Núñez (lejano trasunto de la autora, sin
llegar a lo autoficcional) hable en una convincente primera persona (también lo
hace la Susana de la primera parte), construyendo uno de los personajes más
creíbles y verosímiles de la narrativa creciente, precisamente porque en varios
momentos duda sobre el estatuto de su voz (p. 95) y se revela al final el modo
de creación de la misma. Más que metareferencialidad, que también la hay, lo
que vemos es una reflexión metaética
sobre la escritura. Damián Tabarovsky ha visto bien ese ejercicio de reflexión sobre el
propio género: “La trabajadora es una
novela que repiensa el realismo para subvertirlo, para expandir sus
posibilidades expresivas, para llevarlas a un extremo. Entremezclando, con
maestría, la historia íntima de dos personajes femeninos en la mediana edad, y
los cambios urbanos, sociales y económicos de Madrid, termina siendo una
poderosa reflexión sobre qué significa narrar en la crisis. Crisis moral y
económica, por supuesto, pero también la crisis del género novela, el
agotamiento de una forma que se ha vuelvo, casi, anacrónica” (aquí). Otro extremo interesante del
libro de Navarro es que no ha caído en una de las aporías éticas en que cae, de
cuando en cuando, el realismo que intenta ser además novela social, y que
podríamos describir utilizando la frase de Walter Benjamin sobre cierta
fotografía: “al transformar todo lo que la pobreza tiene de abyecto, lo ha
convertido, a su vez, en un objeto de placer” (“El autor como productor”, 1934).
Eso no sucede nunca en La trabajadora,
novela que, como las de Belén Gopegui o de Isaac Rosa, es profundamente incómoda.
*
Como incómoda y desasosegante es Escarnio (Caballo de Troya, 2014) de
Coradino Vega, un remonte temporal a los comienzos de la crisis: no a 2007,
sino a principios de los años 90, que es cuando se generaron las lluvias de las
que han venido estos lodos. Descarnada, quizá demasiado despojada de estilo, la
novela de Vega compensa su falta de complejidad literaria con una profunda
complejidad sociológica, construyendo a la perfección un estrato social, sus
opacos mecanismos de interrelación y creando el espacio simbólico para que el
lector entienda su efecto posterior en la vida colectiva. Es la encarnación
pura del conflicto, contada desde el punto de vista de un testigo privilegiado,
que sufre en sus carnes las consecuencias de lidiar con los poderes más o menos
visibles.
*
La realidad no es verosímil. Observemos lo que sucede en Tiempo de encierro (2013), la última novela del peruano afincado en
España Doménico Chiappe. Es una novela con detalles excelentes, estructurada
con tino y bien pensada, con personajes creíbles y construidos con carácter.
Pero puede reprochársele una tacha o tara en varias páginas, cual es,
precisamente, la parte más realista de
la novela, aquella donde Tiempo de
encierro retrata o deja constancia de las graves desigualdades sociales que
acucian a España a raíz de la crisis económica. Tema que no es ni malo ni
bueno, ni va a mejorar o empeorar ninguna novela de por sí, pero que implica
–justo por su actualidad y por su trascendencia ética, que debe rehuir tratamientos
superficiales o apresurados–, graves decisiones a la hora de plantear el
esqueleto novelesco. El personaje de la editora me parece magistralmente
creado; las primeras páginas de esta novela deberían ser utilizadas en los
talleres narrativos como ejemplo de introducción de un personaje femenino desde
su corporalidad física. Hasta ahí, bien. El problema viene cuando Chiappe
intenta embutir la realidad con
calzador, cuando la editora –convirtiéndose de súbito en uno de esos narradores
del XIX que opinaban moralmente sobre
lo que contaban, de forma censurable[10]–
comienza a hablar con el concepturus del
que está embarazada de dieciséis semanas, y lo hace en voz alta (para que el
lector pueda escuchar su pensamiento)
de esta manera:
El periódico no dirá nada sobre Lucas. Solo leeré la misma
histeria financiera que ha logrado convencernos de que no hay más alternativa
que la que imponen quienes se dedican a multiplicar el capital con la
complicidad de quienes están en la administración de lo público. Traidores que
imponen la resignación.[11]
A
mí esta brusca, inoportuna y casi panfletaria aparición de lo real en la novela
me sacó por completo de ella. Lo real la volvió inverosímil. La narración, el
personaje, temblaron y amenazaron con deshacerse. ¿Por qué? Siguiendo la óptica
de Étienne Balibar, Pierre Macherey y Fredric Jameson, Eagleton explica que el
modo de acoger en una obra los problemas ideológicos y sociales es a partir de
cierto desplazamiento dirigido a procurar un ámbito controlable de conflicto:
“se puede hablar (…) de este tipo de problemas en la medida en que están
‘formados en la materialidad del texto literario’; solo en la forma en la que
el texto los organiza en un subtexto que, además, es también objeto de sus
operaciones”[12]. Pero en varias páginas
de Tiempo de encierro los problemas
no están enunciados, sino denunciados. El contexto ha sustituido
al texto. Queda claro, incluso por la nota final, que la de Chiappe es una
novela de tesis, de combate; la opción es legítima, aunque también es legítimo
que el lector prefiera otra cosa. Por ejemplo, me gustó más el modo de hacer
literatura política de Chiappe en una novela anterior, Entrevista a Mailer Daemon (2007), donde lo político –que también
era el núcleo de la narración– se integraba perfectamente en una forma narrativa: la distopía, que es la
forma política por excelencia de la narrativa (en el sentido de que la distopía
es política siempre, no puede no ser
archipolitizada). Hay, pues, formas de hablar de los mismos temas esquivando
ese peligroso filo; hay muchas técnicas para hacerlo, la más esencial es encarnar la realidad en vez de abrirle
la puerta. Chiappe usa alguna de ellas más adelante: remitir a un cuento alojado
en Storify, hacer la écfrasis del
vídeo de un desahucio, incardinar historias dentro de la historia al modo cervantino.
Creo que lo que me choca de su última novela es que Chiappe ha utilizado, a la
vez, los dos realismos descritos por Robert Frost: casi siempre encuentras la
patata limpia pero, de cuando en cuando, comes algo de tierra. Tiempo de encierro es una novela valiosa
y valiente, que hubiera ganado mucho conteniendo ese empuje hiperrealista,
justamente indignado, para no hacer olvidar al lector en algunas páginas que,
amén de una denuncia, está leyendo, ante y sobre todo, una ficción.
*
Barbara y Michael Leisgen - Mimesis - 1972-73
*
“De
hecho, se suelen confundir novela ‘realista’ y novela ‘social’, como si el
tratamiento de una cuestión social, o sea de una plaga social, como la
violencia de género por ejemplo, garantizara el ‘realismo’ de una obra”; explica
con acierto Amélie Florenchie, en la introducción a un interesante monográfico sobre el realismo español. La novela de Chiappe
comienza con el 15M y la novela del mexicano Federico Guzmán Será mañana (2012) termina con el 15M;
ambas abordan temas sociales y recogen el sentimiento latente de frustración de
la ciudadanía. Ambos lo hacen con términos explícitos y cargados de dureza. Sin
embargo, la novela de Chiappe es realista y social, mientras que la de Guzmán,
que es pura literatura fantástica –donde el personaje puede crecer 30 años
durante una sola noche y es inmortal mientras se dedique a la revolución–, es
una novela social, pero no realista. Un
viaje de estudios (autoedición, 2014), del joven Carlos González Fuertes, que
también toca el 15M, sería una novela realista de corte conductista que también
es, además, novela social.
*
En
su último volumen de relatos, Bulevar
(Páginas de Espuma, 2013), el habilidoso Javier Sáez de Ibarra lleva a cabo una
compleja operación de reducción estética
que ambiciona algo parecido a lo que comenta Jameson en cuanto a la
reconstrucción emocional de los personajes, y también algo similar a lo que
pretende Navarro en cuanto forma intelectualizada
por autoconsciente de realismo. Es un ejercicio carveriano de menos es más que acaba descubriendo que
menos sólo es más cuando es más. En el relato “Manda
aquí”, irónica y brillante reflexión sobre el bastimento del estilo literario
para que flote a través de la galerna de los juegos de poder textual, se
observa a la perfección que, pese a lo advertido en el prólogo del libro, Sáez
de Ibarra no desea eliminar la retórica literaria de sus relatos sino, más
bien, explicitarla para poder
desmontarla a gusto, mostrar el juego para desactivarlo, adjetivo por adjetivo
y metáfora por metáfora, hasta lograr una especie de grado cero barthesiano de la literatura en el que las emociones se
muestren por sí mismas. Es fácil rastrear la honda tensión que ha sufrido Sáez
de Ibarra al renunciar a lo “literario”, su terreno natural, y algunos puntos
de rotura de Bulevar evidencian que
su pulsión es la inversa, dando la razón a Piglia cuando dice que “la
literatura es un trabajo con la restricción, se avanza a partir de lo que se
supone que ‘no se puede’ hacer”[13]. Es
un intento atrevido el de Sáez de Ibarra y no todos los relatos tienen la misma
eficacia, cayendo algunos en lo convencional (“Sacar al perro”) y otros en lo
naif (“No se acaba nunca”), aunque dentro de un conjunto radical, valiente y
valioso que recuerda –aunque no llegue a su altura– al notable Mirar al agua (2009), al que nos hemos
referido en La literatura egódica.
*
En ese mismo ensayo –discúlpenme las citas propias,
pero uno escribe libros de teoría literaria precisamente para tener un sistema desde el que analizar otros
libros– describo lo que llamo autonovela,
unión de autoficción y metanovela. A ese subgénero, que también cuestiona los
límites del realismo, se unen ahora las últimas obras de Blanca Riestra, Pregúntale al bosque (2013), y Miguel
Serrano Larraz, Autopsia (2014).
Escrito, según partes, en primera, segunda y tercera
persona, Pregúntale al bosque es una
variante de la auto-escritura o escritura del sí, muy tamizado por la aparición
de la experiencia literaria en la adolescencia de la narradora y transido por
la presencia autoconsciente de lo literario a lo largo de todo el libro. En cierto
momento se explicita la forma autonovelesca de Pregúntale al bosque: “Había prometido no escribir nunca sobre sí
misma o hacerlo, pero sólo mientras hablaba de los otros. (…) Y ahora, sin
embargo, ¿qué le ocurre? Ella piensa que lo peor de lo autobiográfico es que
revela la ruindad, la persistencia del deseo incumplido, terco, que se estrella
contra la superficie de las cosas hasta romperlas en mil pedazos. (…) En el
fondo es la historia de lo que no pudo contar (…) el cuento que ella se cuenta
a sí misma, cuando trata de explicarse lo que es”[14].
Por supuesto, esta confesión a sí misma va dirigida en realidad al lector, o al
menos tiene en cuenta al destinatario, de forma que traiciona lo confesional al
publicitarlo –dentro de una tradición
que se remonta a las Confesiones de
Agustín de Hipona o las de Rousseau–, en
tanto que explicita lo que tiene de no-confesional,
de revelación entregada a cualquiera (a cualquier lector). Esa traición genera
de inmediato las dudas sobre la verosimilitud de lo narrado, sobre su realidad: ¿qué otra cosa dejaba caer el narrador
de la novela de Mann Confesiones del
aventurero Félix Krull?: “Por otra parte, estoy decidido a redactar mis confesiones
con entera sinceridad, sin temor a que se me reproche vanidad o descaro. Pues
¿qué valor y sentido moral podrían atribuirse unas memorias que no hubieran
sido narradas con la más estricta veracidad?”[15].
Y después de recordarse/recordarnos tal arenga acerca de la sinceridad debida,
el narrador continúa con su fábula completamente inventada.
*
Uno escribe “lo falso”, oyendo
skateboards,
y lo pega en un sticker
amarillo
sobre el zumbido del
refrigerador.
El otro de dos espera lo
verdadero
en las puertas de un parque
temático.
(Rafael Espinosa[16])
*
En Autopsia,
la narración autoficcional se encuentra con la metaficción, pues el libro hace
referencia a sí mismo y a su construcción en varios momentos. El realismo de
Serrano Larraz se analiza a sí mismo y se hace la disección, usando el “estilo
forense” autonovelesco al que aludíamos en La
literatura egódica, y no duda en mostrar sus tripas al lector: “ahora me
veo intentándolo otra vez, trazando un argumento, imaginando la estructura,
eligiendo la voz narrativa y seleccionando detalles que doten a la historia de
verosimilitud, definiendo personajes y epifanías (…) veo o imagino a un
personaje haciendo algo, y el personaje siempre soy yo, y me encuentro pensando
qué hora es en el relato, qué tiempo hace, pormenores que hay que introducir”[17].
Las mejores autonovelas, ya lo decíamos en el mismo lugar, son aquellas que
demuestran crítica y dureza ante el personaje-escritor y frente a la misma
narración, evitando el melancólico engolamiento auto-progagandístico (egolamento, podría llamarse) en que
suele caer la autoficción peor entendida. Serrano Larraz evita con elegancia
ese peligro, al mantener una mirada inclemente sobre ese “Miguel Serrano” que
tiene elementos suyos y elementos de ficción, y escribe una obra generacional
pero política, realista pero consciente de los límites de su representación, y nostálgica
pero escrita con buen estilo y brillantez reflexiva. Por eso su autor ha podido
declarar recientemente en una entrevista que la novela no ha muerto,
sino que “la que ha muerto es la novela decimonónica”, y ha demostrado que se
puede hacer un realismo fuerte del siglo 21.
*
“(…)
¿habrá algo más irreal que el llamado realismo? Esos cuentos y esas novelas con
un tempo dramático y un orden de los acontecimientos perfectamente calculados y
administrados. Como Madame Bovary. O
el orden prolijo y el tempo preciso de casi todas las novelas policiales. Pero
la realidad no es así. La realidad es indisciplinada e imprevisible. La realidad
es auténticamente irreal… De hecho, cada vez que decido sumergirme en esas
grandes trilogías o cuartetos o quintetos o septetos decimonónicos, lo que yo
hago es socavar ese falso realismo –como el de esos cuadros cuyo único objetivo
es, en vano, ser lo más parecido que se pueda a una fotografía– leyendo los
diferentes volúmenes fuera de orden”[18]; escribe
Rodrigo Fresán en su monumental La parte
inventada (2014). Fresán recoge aquí un argumento similar al del filósofo
Jacques Rancière: el realismo provoca la indistinción de las cosas, al hacerlas
todas representables por igual, “y ese ‘igualmente
representable’ es la ruina del sistema representativo”[19]. Sin embargo, el propio Fresán utiliza un rescoldo
decimonónico, esa aparición de un narrador divino y omnisciente, encarnado en
El Escritor, capaz de decir: “Dios soy yo. El Dios particular de todos ustedes.
Tú incluido. Y seguro que ya lo notaste un poco. Yo dentro de ti. En tus
pensamientos. (…) Radiohead en tu cabeza que ahora no es otra cosa que una radio
que yo sintonizo a voluntad y en la que intervengo” (p. 407). Como el Unamuno
que confiesa en Niebla: “yo soy el Dios de estos dos pobres diablos nivolescos”[20]. A
pesar de que Flaubert, Valéry y T. S. Eliot recomendasen al autor disolverse
detrás de la obra como Dios tras su creación, Fresán utiliza “la más singular y
primerísima de las terceras personas” (p. 546). Pero pese a estas y otras numerosas
contradicciones de El Escritor, es obligatorio leer la vasta y por momentos
magnífica novela de Fresán.
*
Barbara y Michael Leisgen - Mimesis - 1972-73
*
Eloy Fernández Porta señaló, justo antes de que la
crisis comenzase, que “el realismo tiene un tema (la épica de la clase media)”[21].
Propuesta de trabajo: preguntarse si la clase media española de 2007 se ha
convertido, tras siete años de pertinaz recesión,
en el bajoproletariado o cuasilumpenproletariado rescrito y
retratado por Elvira Navarro en el 2014. Material complementario: “Nuestro
apartamento en Benicássim es un noveno, con terraza a la zona comunal, donde la
piscina. Está en tercera línea de playa. Lo compró mi padre en los años noventa
(cuando todavía la gente normal, trabajadora y decente de Castellón podía
comprarse apartamentos en la playa)”; J. S. de Monfort, Fin de fiestas; Suburbano Ediciones, edición digital, 2014, s/p.
*
Una de las novelas realistas que más me ha gustado
últimamente es Iris (2014), del
boliviano Edmundo Paz Soldán. Imagino la sorpresa en algunos rostros lectores: “Iris es una novela de ciencia ficción
que sucede en un futuro lejano”, me dicen. Exacto, así es. Una distopía de
ciencia ficción, para ser exactos, como Limbo
(1952) de Bernard Wolfe, novela con la que guarda varios puntos en común. A
pesar de describir un territorio imaginario, un tiempo futuro y un idioma o neolengua propia, me parece que algunos
conflictos armados donde está involucrado el ejército estadounidense están
contados a la perfección, y así lo ha revelado el autor en alguna entrevista. Iris describe un conjunto de soldados
que acaban perdiendo el norte de su misión y se convierten prácticamente en
máquinas sistemáticas de matar. Gracias a la distancia puesta por Paz Soldán
frente al conflicto “real” o histórico podemos entrar en él con toda eficacia,
y se nos permite entender lo que sienten los soldados con mucha más precisión y
acierto que un documental o que una película “realista” como The Hurt Locker (2008) de Kathryn
Bigelow. La guerra no está “descrita” ni “recreada”, por Paz Soldán, está construida para que el lector se sienta
tan brutalmente dentro de ella como si se tratase de un recuerdo propio, que
deja su proporcionado “shock post-traumático”. Hay una cita del narrador Junot
Díaz sobre el realismo que viene aquí más a cuento que nunca:
La llamada
literatura realista es muy limitada a la hora de explorar ciertos problemas. En
mi opinión, el realismo, como estrategia narrativa, falla miserablemente a la
hora de explicar circunstancias como, pongamos por caso, una guerra civil,
situación en la que se destruye el tejido cívico de la sociedad. Por la herida
que deja abierta una guerra civil se escapan emanaciones fantasmagóricas muy
difíciles de atrapar. El realismo no sabe qué hacer con eso. Es incapaz de
captar las dimensiones más sutiles de todo un entramado de emociones fugitivas,
sentimientos espectrales que se producen en situaciones históricas extremas. Lo
mismo ocurre con las novelas de dictadores. Si se escriben en clave realista,
no logran atrapar el fondo de terror, lo más problemático de las heridas que
abren las dictaduras.[22]
Esas “emanaciones fantasmagóricas” sobre las que el
realismo no puede trabajar son el centro cabal de Iris y constituyen su parte más rica y acertada. El terror puro de
los soldados por no saber si una bomba los despedazará en las próximas horas[23]
deja abiertas las puertas a la superstición: los espectros de Xlött, ese dios
subterráneo y cruel al que temen los habitantes de Iris; las promesas del
Advenimiento y su efecto sobre los ciudadanos y sobre los soldados invasores,
las oscuras dudas de éstos respecto a su misión y su fidelidad a SaintRei, su
tierra, se adhieren al lector e impregnan de sustrato mítico su experiencia de
lectura, logrando que la brutalidad militar se entienda como parte de un
sentido: el del sinsentido como
propósito, el de la ausencia de finalidad ética como móvil buscado por los
superiores para quitar toda humanidad al guerrero, dejándolo devastado y a
merced de las órdenes. Paz Soldán muestra cómo en esas condiciones el soldado
queda pasto del pavor (“el vacío nos desbarataba. Nos venía el susto”, p. 137)
y del temor reverencial a cualquier extraño (de inmediato considerado hostil),
y comienza a eliminar a los irisinos a la menor provocación primero y ya sin
contención alguna después. [Curiosamente, ya redactada esta nota, Paz Soldán dice
en una entrevista
que “la ciencia ficción será un nuevo realismo”, en sintonía con el último
capítulo de The Antinomies of Realism de
Jameson].
*
“El
realismo desnudo de explicaciones conduce a la abstracción; resulta ambiguo
igual que la vida humana” [Javier Sáez de Ibarra, Bulevar, op. cit., p. 203]. “Si es verdad social o conocimiento lo
que queremos del realismo, pronto encontraremos que lo que conseguimos es
ideología; si es belleza o satisfacción estética lo que estamos buscando,
pronto hallaremos que debemos vérnoslas con estilos desfasados o mera
decoración (si no distracción)” [F. Jameson, The Antinomies of Realism, p. 6]. Construir una novela realista
ingenua, que no se cuestiona debidamente su acercamiento al fenómeno que
observa, puede llevar al mismo lugar en el que se encontró el doctor Pablo
Barreto (un personaje secundario de Ximénez,
del colombiano Andrés Ospina), “quien renunció a la medicina al dedicarse de
lleno a construir un avión, utilizando como taller el patio de su casona,
encerrado entre paredes, por lo que nunca pudo probar si su invención se
elevaba”[24].
*
Para entender de un vistazo el brutal choque de
tiempos, el insuperable y bochornoso kitsch que supone aplicar sin el debido
ajuste en un siglo las técnicas artísticas de siglos ya lejanos, puede ponerse
un ejemplo artístico que viene como anillo al dedo:
Eso sí, sancionado por el mercado, porque los
nostálgicos sin gusto ni información pero con poder adquisitivo abundan.
El
realismo decimonónico es la infancia de la novela moderna, y volver a esas
lecturas, como apunta Fresán en la segunda página de La parte inventada, es volver al pasado, a nuestra infancia tardía
de lectores, a la pubertad de la novela, a la inmadurez de la narrativa, antes
de que llegasen la adolescencia de Woolf, Proust, Musil y Joyce, o la madurez
de Faulkner, Murdoch, Beckett, Gadda o Pynchon. Por eso cabría decir, como el Rousseau de La nueva Eloísa (1761, V, 1), en memorable frase que retomaron el
Schopenhauer de El mundo como voluntad y
representación y el Kant de Contestación
a la pregunta: ¿qué es la ilustración?: “Sors de l'enfance, ami,
réveille-toü”. O “réveille-toi”, se diría hoy. Pues eso. Amigo, sal de la infancia y despierta.
*
Las formas de evitar el realismo ingenuo pueden ser,
como estamos viendo, numerosas y van creciendo conforme los practicantes del
realismo fuerte afinan sus procedimientos. Y aquí es donde resulta capital la
construcción del narrador, el enfoque intencional y la elección del punto de
vista y su altavoz narrativo. Lo habitual es dar la voz narrativa a un
personaje que cuenta la historia desde dentro (que Genette llama
homodiegético), cual sería el caso del Joan-Marc de Divorcio en el aire (2013) de Gonzalo Torné, el protagonista de Escarnio, de Vega, o del hábil
“nosotros” que utiliza Isaac Rosa en La
habitación oscura (2013), caracterizados por un límite de conocimiento
sobre la historia que no tiene el narrador omnisciente decimonónico, amén de
preñar de saludable subjetividad –la del personaje, no la del autor– la obra.
Otra posibilidad es dejar zonas de enigma o de penumbra en la historia, partes
sin resolver, como hace Sara Mesa en Cuatro
por cuatro (2012), con el fin de materializar la evidencia de que el
narrador no puede llegar a conocer toda la historia, ni la psique entera de
varias personas. Una tercera es el recurso a lo distópico o a la ciencia
ficción; una cuarta sería el apoyo en géneros que ya reconocen su acceso
parcial e interesado a la realidad, como el “reportaje gonzo” que practica Robert-Juan Cantavella en algunos cuentos de Proust Fiction (2005) o en El dorado (2011). La quinta vendría
constituida por la autoficción, que, a pesar de su tendencia a constituirse en
plaga, sigue siendo interesante como limitación de la omnisciencia cuando hay
autocrítica, según el modelo de Miguel Serrano Larraz en Autopsia (2014), que ronda el modelo también autocrítico de Summertime (2009) de John M. Coetzee. La
sexta posibilidad atenuadora de la
omnisciencia realista es una de las más antiguas y elegantes: presentar al
narrador como no fiable, como alguien
consciente de que su testimonio o relato puede no ser del todo veraz, como el
Cide Hamete Benengeli cervantino, el narrador del Ulysses a juicio de Seymour Chatman,
o el narrador de La invención de Morel (1940),
convenientemente puesto en tela de juicio por una nota al pie del falso
“editor” del libro (Elvira Navarro utiliza este tipo de argucia, véase La trabajadora, p. 14). La séptima sería un narrador
omnisciente limitado mediante el “modo cámara”, narrando lo que pasa sin entrar
apenas en la psique de los personajes, dejando que sus actos y palabras
expresen su personalidad; este modelo conductista es utilizado por Esther García Llovet en su cinematográfica y eficaz
novela Mamut (Malpaso, 2014), una
historia plástica y demoledora que gustará a los amantes de Cormac McCarthy y
Bolaño o del cine de Nicholas Winding Refn. La octava sería la construcción mediante
narradores diversos, que dan una perspectiva polifónica (si son además
protagonistas de la historia) o poliperspectivista a la narración, como hace
Nicolás Cabral en Catálogo de formas (2014)
o la peruana Claudia Salazar en La sangre de la aurora (Animal de
invierno, Lima, 2013), una nouvelle diestra
y contundente sobre la terrible violencia en Perú de los años ochenta. Me ha
gustado mucho el juego de narradores de esta obra de Salazar, que a veces
alterna diversos puntos de vista sobre ciertos hechos, en vez de privilegiar
uno, y a veces cuenta tres veces el mismo hecho, con tres protagonistas
distintas, para recalcar su abyección. También es hábil el juego de narradores
utilizado en La sangre de la aurora
para ampliar las perspectivas: varios monólogos alucinados, un relato en
segunda persona sobre una campesina, otro en primera persona sobre una
revolucionaria, y una crónica en tercera sobre la trama militar, dándonos la
impresión de que el poder no merece una mirada humanizada sino el distanciamiento despectivo de la crónica.
*
Escribe el mexicano de origen argentino Nicolás
Cabral: “Mi padre, el Arquitecto, como se le conoce, comenzó, al regreso de uno
de esos viajes, uno de los últimos, ahora recuerdo, a esbozar una idea de
vivienda, un ensayo original de realismo en la arquitectura, según decía, donde
establecería, añadía, una relación dinámica entre ejes y proporciones, y que le
ocupaba largas noches, de las que emergían planos para mí incomprensibles que,
sencillamente, mostraban una caverna”.[25]
*
La excelente novela de Nicolás Cabral no es realista
del todo, ni irracional por completo: hay una sabia mezcla de elementos, raíces
y lenguajes. La historia del Arquitecto (inspirada en Juan O’Gorman, autor de
la Biblioteca de la UNAM) es también una lucha de contrarios y opuestos –como
los murales de O’Gorman– donde la estética realista
y lineal de Le Corbusier se opone a la de Frank Lloyd Wright, y en la que
el lenguaje encarna la división psíquica del protagonista. La novela –no
lineal, polifónica– se vuelve irracional cuando el Arquitecto pierde la
cordura, momento que Cabral representa gracias al agudo empleo de un monólogo
interior beckettiano, descompuesto, alucinado. Es uno de los ejemplos más
claros de esa “encarnación lingüística singular” de la que hablábamos al comienzo
del texto, como indicio de realismo contemporáneo fuerte. Desde otro punto de
vista, la estructura de Catálogo de
formas responde al demencial rigor cartesiano del Arquitecto y su pulsión
matemática: toda la novela está compuesta por breves capítulos de 310 a 333
palabras de extensión. De modo que la obra es estructural y lingüísticamentem,
una trasposición de la psique (p. 58) del Arquitecto, y como ella terrible,
oscura, contradictoria, fascinante.
*
“Casi al final de su amena autobiografía,
significativamente llamada Autorretrato, el brillante y versátil Man Ray
(1890-1976) relata su incapacidad para responder al requerimiento de una niña,
que, tras mostrarle un cuadro donde reproducía con la equívoca exactitud de un
trampantojo una naturaleza muerta, le espetó que le gustaba mucho, pero que
deseaba saber por qué quería tener dos cosas iguales”[26].
Quizá era una Girl
with curious hair, una niña con el pelo raro. Yo era una niña de siete años, se titula una obra de 2005 de César
Aira.
*
Si
alguien quiere enseñar en un taller literario cómo hacer realismo literario
fuerte en el siglo 21, le recomiendo que utilice como manual la portentosa
novela de Luis Rodríguez, Novienvre (KRK,
2013), una lección en sí misma de posibilidades y variedades narrativas que,
pese a su vocación metanoica, mantiene un estilo medio perfectamente
reconocible. Comentando aquí la primera novela del autor, La soledad del cometa (2009), decíamos que era antimoderna, “no en el sentido de
Compagnon, sino en el de Cioran. Su posición es la de la duda y la destrucción.
Tiene razón el editor cuando apunta que esto no es realismo sucio ni novela
social actualizada. Yo hablaría de realismo
nihilista”. Ese realismo nihilista
sigue rezumando óxido en Novienvre, título
que habla de la errata de la existencia, como apunta Ricardo Menéndez Salmón en
su prólogo (una errata metafísica à la
Steiner), pero también de la errata que es la palabra exacta, le mot juste, en un mundo de discurso
desarticulado y mal escrito. Luis Rodríguez es una especie aparte de escritor,
una exquisita rareza que no se parece escribiendo a nadie, ni siquiera a sí
mismo, porque Novienvre es muy diferente
a La soledad del cometa, más
juguetona dentro del horror, más imprevisible dentro de lo fatídico, y derrocha
vida en el centro de la muerte, como un niño jugando en un sepelio.
*
Esto
lo expresé hace tiempo, pero lo mantengo, palabra por palabra, añadiendo alguna
acotación porque es una cita descontextualizada: “una literatura realista [ingenua,
no fuerte] implica un modo determinista y newtoniano de contemplación del mundo
que está desfasado desde hace un siglo y medio. Pero no hablamos de una moda
que haya devenido anacrónica y pueda
volver en el futuro (a lo que quizá podrían aferrarse para continuar en la
estética que genera). Hablamos de un sistema que ha sido revocado, destrozado,
anulado, y cuyas consecuencias epistemológicas ya no pueden sostenerse, del
mismo modo que son inaplicables ya el sistema cosmológico geocéntrico o el
antiguo adagio, anterior a Servet, de que la sangre no circula por el cuerpo.
El sistema determinista, que siguen sin saberlo los poetas realistas [ingenuos],
implica: 1. Que hay una realidad exterior (y, por tanto, opuesta o diferente a
la interior). 2. Que esa realidad puede ser conocida por un observador
cualquiera. 3. Que por tanto, ese observador puede comunicarla mediante el
poema. 4. Que el lector va a entenderla de la misma manera que ha sido
expresada y, por tanto, el conjunto fenoménico de 1 va a permanecer inalterado
e idéntico a sí mismo en 4. [Lo cual movería a risa si no moviese antes a
estupefacción] (…) Intento decir que no podemos dar por auténtica o única una
línea clara en la poesía cuando nos
encontramos dentro de un mundo casi impenetrable de puro ambiguo, al que nos
enfrentamos desde un núcleo personal deslavazado, antagónico, contradictorio,
lo que tiene una indudable influencia sobre nuestro sistema de conocimiento,
sustentado sobre bases especulativas que están en crisis, como ha señalado
Michel de Certeau, y que ponen en tela de juicio el paradigma parmenideano de
identidad entre pensamiento y ser, por el que tantos siglos se ha regido la
filosofía[27]. No son pocos quienes
piensan que el lenguaje tiene exacta correspondencia con lo real, o que el
sujeto cartesiano es aún firme e inequívoco, sin tener en cuenta que del
cartesianismo como estructurador de la ecuación consciencia / inconsciencia
humanas, sólo pueden derivarse errores, como demostró John Searle”[28].
*
Es
verdad lo que digo, cada
palabra,
dice del poema la lógica
del
poema. Condición
de
real al margen de lo real.
Lo
real dice yo siempre en el poema,
miente
nunca, así la lógica.
(Olvido García Valdés[29])
*
Una
novela que no escapa a los peligros de la visión omnisciente convencional, a
pesar de pretenderse disparatada, es la última obra de Ray Loriga, Za Za, emperador de Ibiza (2014), muy
conservadora desde el punto de vista estético, a pesar del baño posmoderno de
drogas felices y decadente brillantina ibicenca. La historia, que recuerda
bastante a la película de los hermanos Coen
The Big Lebowski (1998), pues ambas muestran a un alelado envuelto en una
historia conspiranoica que le supera y le utiliza como mero instrumento, es
puro pasatiempo contado con un estilo desconcertante. Loriga deja el relato en
manos de un narrador en tercera persona tan predecible en su autoconciencia
(nada jocosa, by the way) como
condescendiente con la historia, salpimentada constantemente de chistes sin
gracia y digresiones sin chispa. La novela mejora un poco hacia el final, cuando
una vuelta de tuerca inesperada obliga al personaje a replantearse lo que ha
vivido pero, por desgracia, no obliga al lector a cuestionar lo leído.
Plasticidad, imaginación y ritmo no le faltan a Loriga, porque quien tuvo
retuvo; pero nos da la impresión de haber accedido a una historia contada
desganadamente por un narrador omnisciente emporrado, que se ríe cuando no
debe, algo muy molesto para quienes escuchan sin tener el mismo cuelgue.
*
“Salen a lo
que hay ahí fuera: la noche polar. El cielo silvestre y púrpura, tanta
oscuridad en lo negro que es como si Junot la viera por primera vez y fuera
consciente de la materia del mundo, de las cosas precisas, enteras, hechas una
detrás de otra. La realidad.”; Esther
García Llovet[30].
*
Por
si se necesitaba algún elemento más contra el realismo ingenuo como
planteamiento narrativo, ahí tienen el interesantísimo y a la vez terrible estudio de
los neurocientíficos del MIT Jason Fischer y David Whitney, que en el último
número de Nature explican cómo el
cerebro crea un campo de continuidad para
percibir el entorno. Esto implica que el cerebro establece un retraso de 10-15
segundos desde que el estímulo es percibido, tiempo durante el cual elabora una imagen media de lo visto durante ese lapso temporal. Los
neurocientíficos utilizan deliberadamente expresiones como montaje y filtros para
explicar cómo el cerebro trabaja como una especie de mesa de mezclas con lo que
percibe para luego crear la película de lo que vemos. This is surprising because
it means the visual system sacrifices accuracy for the sake of the continuous,
stable perception of objects, dicen Fischer y Whitney. Algo que habían sostenido
también el neuroquímico Pierre Changeux: “No
hay, pues, percepción ‘absoluta’, sino una reconstrucción
del color, como, de manera general, del mundo exterior, por el cerebro”[31] y el
físico cuántico David Deutsch: “hasta la última brizna de nuestro conocimiento –incluyendo nuestro
conocimiento de los mundos no físicos de la lógica, las matemáticas y la
filosofía, así como de la imaginación, el arte, la ficción y la fantasía– está
codificado en forma de programas para la representación de esos mundos en el
generador de realidad virtual que es nuestro cerebro”[32]. En estas condiciones, si nuestro propio modo de razonar como seres
humanos inteligentes evita estructural y
biológicamente la precisión, si debemos programar
nuestra percepción, ¿qué sentido tiene intentar recuperarla mediante una
operación narrativa falsaria, mediante la burda y arbitraria reconstrucción de
algo que nunca ha existido de la forma ingenuamente retratada?
*
Con
todo esto no atacamos lo real, ojo, ni negamos que exista, pues no somos
posmodernos. Sólo decimos que el tratamiento de lo real requiere de elementos
correctores, de herramientas literarias dirigidas a la verosimilitud, que partan de la base filosófica de que quien las
utiliza es consciente de esa dificultad de
reconstrucción. Y de que es una construcción,
claro. No la realidad, sino la literatura:
“Empiezo a entrever
lo que yo llamaría el ‘tema profundo’ de mi libro. Es, será, indudablemente, la
rivalidad entre el mundo real y la representación que de él nos hacemos. (…) La
resistencia de los hechos nos invita a trasladar nuestra construcción ideal al
sueño, a la esperanza, a la vida futura, en la cual nuestra creencia se nutre
de todos nuestros sinsabores en ésta. Los realistas parten de los hechos,
acomodan sus ideas a los hechos. Bernardo es un realista. Temo no poder
entenderme con él”; André Gide, Los
monederos falsos.[33]
[1] D. Shields, Reality Hunger. A manifesto; Penguin, New York, 2010, p. 63.
[2] Cyril Conolly, Enemigos de
la promesa (1938), Obra selecta;
Lumen, Barcelona, 2005, p. 133.
[4] D. Villanueva, Teorías del
realismo literario; Biblioteca Nueva, Madrid, 2004, p. 41.
[5] Ángel Zapata, “La ternura del nómada (Una introducción a la
poética de Medardo Fraile)”, en Medardo
Fraile, Cuentos completos, p. 11.
[6] Fernando Castro Flórez, Mierda
y catástrofe; Fórcola Ediciones, Madrid, 2014, p. 175.
[7] “Esta
estratagema cuyo objetivo aparente era realzar el efecto de sus valores
táctiles y tonales tenía, sin embargo, algo de innoble y revelaba no sólo una
falla esencial en el talento de Eystein, sino el hecho básico de que la
‘realidad’ no es ni el sujeto ni el objeto del arte verdadero, el cual crea su
propia realidad especial que nada tiene que ver con la ‘realidad’ media
percibida por el ojo del común de los mortales”; V. Nabokov, Pálido fuego; Anagrama, Barcelona, 2009,
p. 132; traducción de Aurora Bernárdez.
[8] José
María Micó, Clásicos vividos;
Acantilado, Barcelona, 2013, p. 33.
[9] Stéphane Mallarmé, Fragmentos
sobre el libro; Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de
la Región de Murcia, Murcia, 2002, p. 88.
[10] “Omniscience is ‘objectionable’, W.
J. Harvey wrote of George Eliot, in a comment we may take as representative,
‘when the author intrudes directly into her fiction either by way of stage
directions or of moral commentary’—in other words, we might add, in the
nineteenth century”; Audrey Jaffe, Vanishing Points: Dickens,
Narrative, and the Subject of Omniscience; University of California Press,
Berkeley, 1991, s/p.
[11] Doménico Chiappe, Tiempo de
encierro; Lengua de Trapo, Madrid, 2013, p. 18.
[12] Terry Eagleton, El
acontecimiento de la literatura; Península, Barcelona, 2013, p. 271.
[13] Ricardo Piglia, Crítica y
ficción; Anagrama, Barcelona, 2001, p. 18.
[14] B. Riestra, Pregúntale al
bosque; Pre-Textos, Valencia, 2013, p. 117.
[15] Thomas Mann, Confesiones
del aventurero Félix Krull; Planeta, Barcelona, 1957, p. 31.
[16]
Rafael Espinosa, “El matrimonio”, La
regata de las comisuras; Kriller71, Madrid, 2014, p. 35.
[17] M. Serrano Larraz, Autopsia; Candaya, Barcelona, 2014, p. 358.
[18] Rodrigo Fresán, La parte
inventada; Random House, Barcelona, 2014, p. 74.
[19] Jacques Rancière, “Si existe lo irrepresentable”, El destino de las imágenes; Politopías,
Pontevedra, 2011, p. 124-25.
[21] E. Fernández Porta, Afterpop.
La literatura de la implosión mediática; Berenice, Córdoba, 2007, p. 41.
[22] Junot Díaz en El País
Semanal, http://elpais.com/elpais/2013/04/29/eps/1367237169_171617.html.
3/04/2013.
[23] Cf. E. Paz Soldán, Iris;
Alfaguara, Madrid, 2014, p. 194.
[24] Andrés Ospina, Ximénez;
Laguna Libros, Bogotá, 2013, p. 224.
[25] Nicolás Cabral, Catálogo de
formas; Periférica, Cáceres, 2014, p. 24.
[26] Francisco Calvo Serraller, Extravíos;
Fondo de Cultura Económica de España, Madrid, 2011, p. 82.
[27] Cf. la inteligente lectura de las Heterologías (1986) de Certeau llevada a cabo por Wlad Godzich, en
“Las nuevas posibilidades del conocimiento”, Teoría literaria y crítica de la cultura; Cátedra / Universidad de
Valencia, col. Frónesis, Valencia, 1998, p. 302ss.
[28] Vicente
Luis Mora, Singularidades. Ética y
poética en la literatura española actual; Bartleby, Madrid, 2006, pp.
64-68.
[29] Olvido García Valdés, Caza
nocturna; Ave del Paraíso, Madrid, 1997.
[30] Esther García Llovet, Mamut;
Malpaso, Barcelona, 2014, p. 114.
[31] Jean-Pierre Changeux, Sobre
lo verdadero, lo bello y el bien. Un nuevo enfoque neuronal; Katz, Buenos Aires, 2010, pp. 98-99.
[32] David Deutsch, La
estructura de la realidad; Barcelona, Anagrama, 2002, p. 128.
[33] André Gide, Los monederos
falsos (1925); Seix Barral, Barcelona, 1984, p. 205, traducción de Julio
Gómez de la Serna.
12 comentarios:
Muchas gracias por tu trabajo.
Un placer leerte.
Abrazos
Gracias, Isabel, un cordial saludo.
Precisamente leyendo hoy a Alejandro Gándara (y a ti), ha habido un fragmento de su entrada sobre «Los campos de honor» que me ha recordado a cuando citabas a Junot Díaz. Escribe Alejandro: "El título de la novela sugiere precisamente que el relato va de la contienda mundial, y no engaña, lo que sucede es que esa contienda se siente mucho más a través de las marcas que dejó en la piel de los individuos, y del movimiento de estos individuos en espacios propios, que gracias a las grandes exhalaciones de la conciencia. Todos sabemos ya lo suficiente de aquella guerra o de la siguiente, pero sentirla es otra cosa. No se trata del estruendo de los cañonazos, sino del dolor de las cicatrices cuando cambia el tiempo".
Gracias por la entrada y por esta página difícil y exigente pero donde aprendo mucho sobre la carpintería de los textos.
Excelente el texto de Gándara, Iván. Un cordial saludo y gracias a ti
"Hablamos de un sistema que ha sido revocado, destrozado, anulado, y cuyas consecuencias epistemológicas ya no pueden sostenerse."
Estoy de acuerdo. Pero tampoco puede sostenerse, por extensión, una mentalidad literaria que defienda la novedad de la vanguardia y menos de la literatura pangeica después de leer a autores como Simmias, Licofrón, Ausonio, Teófilo Folengo, Alcalá y Herrera o Caramuel, por citar sólo algunos nombres.
Es un error no pensar que después de casi 30 siglos la literatura no esté condenada a repetirse. Ya lo insinuaba el gran Friedrich Schlegel: la historia de la literatura es cíclica.
Y aun con todo, dado que defendemos posturas radicalmente opuestas, he de reconocer que es un artículo excepcional.
Gracias por sus palabras.
Las visiones estéticas no caducan, las epistemologías sí. La física pre-copernicana basada en la centralidad cósmica de la Tierra está caducada sin más, es insostenible. En cambio, la estética de Simmias no caduca, como bien apunta usted; puede gustarnos o no, pero como estética resiste. La epistemología de los coetáneos de Simmias, sin embargo, sólo puede interesar a los historiadores.
Sobre la posibilidad de innovaciones literarias, me limito a citar al poco sospechoso de vanguardismo Marcel Proust:
“Hay autores originales que con la más mínima novedad excitan la ira del público, sencillamente porque antes no halagaron sus gustos atiborrándole de esos lugares comunes a que está acostumbrado”; Marcel Proust, En busca del tiempo perdido. 1. Por el camino de Swann; Alianza, Madrid, 1979, p. 317. Traducción de Pedro Salinas.
Cordiales saludos y gracias por venir.
Sigo sin estar de acuerdo, Vicente Luis. Entiendo tu planteamiento, pero no lo comparto.
Claro que no es del todo desacertado interpretar la estética como una formalización de una epistemología obsoleta. Al formalizarse, la estética no caduca precisamente porque, como forma, es susceptible de actualizarse acorde a las nuevas epistemologías. Y de ahí que la historia de la literatura, en tanto en cuanto historia estética, como defendía Schlegel, sea cíclica. La technopaegnia de la epistemología mística alejandrina (no olvidemos que servían estos poemas visuales como ofrendas a los dioses) se reinterpreta como caligrama en la epistemología tecnológica contemporánea propia de Apollinaire. Es decir, que la estética no caduca sino que se recicla, a pesar de que la epistemología de la que es reflejo y producto se haya perdido. En eso sí estamos de acuerdo, o eso creo.
La pregunta es si podemos identificar la technopaegnia con los caligramas; si estos son meros nombres cuyo referentes son el mismo, esto es, una suerte de nominalismo literario, o, bien al contrario, la technopaegnia es una cosa y el caligrama es otra. Con esto quiero decir que la estética formaliza la epistemología, pero que, en el momento de ser reinterpretada, reformada, a saber, en el momento en que actualizamos su sentido a propósito de una nueva epistemología, se sustituye su significado por otro. Hablamos de una misma realidad desde el punto de vista formal (teoría) pero diferente desde un punto de vista hermenéutico (crítica). He aquí la clave para mí.
A lo que voy es que no podemos interpretar el significado cultural de la technopaegnia de Simmias, como ha venido haciendo el posmodernismo adoleciendo de un presentismo más que denunciable, siguiendo la concepción moderna caligramática, sino que debemos reconstruir la epistemología alejandrina que dio origen a dicha estética para entender su verdadero valor histórico-cultural; y lo que es más importante, por qué se ve actualizada con la llegada del Siglo XX y no en el Romanticismo o el Realismo, por ejemplo. Nada es casual.
A juzgar por mi experiencia como escritor (en caso de ser ese hipótetico escritor realista que planteabas), lo que defiendo es que en la creación de una estética no importa tanto el reflejo de una visión del mundo objetiva (racionalismo y utilitarismo de Erasmo) como una conceptualización del mismo por medio de la imaginación subjetiva (idealismo y conceptismo de Gracián). Precisamente en la dialéctica que se establece entre una visión del mundo obsoleta y una visión "moderna" surge la posibilidad de la síntesis (Joyce). Se ve claramente en la obra maestra de nuestra lengua, Don Quijote, donde la visión medieval de Alonso Quijano (la metáfora, la idea, el gigante) se enfrenta a la visión moderna materialista de Sancho (el referente, la materia, el molino). Curtius ya nos advertía de que la grandeza de nuestro Siglo de Oro procedía del choque de mentalidades: una mentalidad mística bajomedieval (Alain de Lille) y una nueva mentalidad racionalista cristinana (Erasmo). De esa síntesis cervantina, por ejemplo, surge una estética nueva (híbrida) que se comporta como la formalidad idónea para representar una nueva realidad (el mundo presente en relación con la sucesión de mundos presentes, es decir, la historia).
A lo que voy es que siguiendo tu criterio, Vicente Luis, autores como San Juan o fray Luis habrían sido innecesarios, por cuanto representaban el mundo a través de una epistemología medieval obsoleta. Desde una visión presentista lo son, pero un análisis histórico, no presentista, hermenéutico que no formal, revelará que la concepción obsoleta del mundo presente en la obra de dichos poetas (la Mística) fue y es un reflejo fiel de la propaganda ideológica tridentina y postridentina.
Estimado Trapezuntius, te agradezco vivamente tus comentarios. Son jugosos y profundos y traslucen tu propia "poética", como bien apuntas, como escritor. Y tus gustos teóricos. Me pillas, empero, en mal día para darte una respuesta larga, pues tenía pensadas otras tareas para el día de hoy, y no debo posponerlas. Te respondo de modo telegráfico, pues, pero no por ello -espero- menos enjundioso:
-Hice mi tesina de doctorado sobre fray Luis. Su episteme puede ser anacrónica vista desde nuestra época, pero no lo era en la suya. Temo que no me has entendido. El problema es utilizar HOY epistemes caducas (como la que sustenta el realimo ingenuo o chato); un ejemplo sería sostener que la sangre no circula por el cuerpo o algo así de bruto. En la época anterior a Servet, sin embargo, era el conociento que había y, hasta cierto punto, era "conocimiento puntero". Las obras de otras épocas no tenían otra episteme que la que regía entonces -o las de épocas anteriores-, pero, por perspicaces que fuesen los autores, no podían trabajar con teoría de la relatividad o de los cuantos-. Creo que en eso estamos de acuerdo.
-No se puede utilizar lo caligramático y su código estético para la imagen pangeica, es otro anacronismo. Te recomiendo los estudios de Lilianne Louvel, que parte del "ut pictura poesis"... para terminar en lugares bien diferentes. El caligrama (de Simmias a Apollaire) era estático y caía en lo que Eco llama "cratilismo". Lo pangeico se basa en la imagen dinámica y el "internexto", sobre el que he hablado en El lectoespectador y otros trabajos. A ellos me remito.
-La resistencia contra la propia época puede mostrarse de muchos modos, no sólo en los que tú apuntas. Sobre esto habría mucho que hablar, pero entonces tendría que citar mi obra creativa y algunos se pondrían nerviosos. Mejor lo dejamos para un café, que ojalá podamos tomarnos en algún momento.
Por cierto, si puedes darme referencias de tu obra publicada, la leería con mucho interés.
Saludos cordiales y, de nuevo, gracias mil por tus sugerentes comentarios y el tono de los mismos, que honran este blog.
No te preocupes, Vicente Luis. Mejor así. Lo dejamos para un café. Algún día seguro que coincidimos.
Apunto el trabajo de Louvel. No lo conocía. Gracias por la referencia. Me será muy útil. Conozco bien las teorías de Mitchell y seguidores como Werner Wolf y José Luis Brea. Así que imagino más o menos por dónde irán los tiros.
No diré el título porque me avergüenzo de ella (era demasiado ingenuo y joven y me equivoqué como buen novato), pero sí diré que alguien que creo que conoces me dio la oportunidad de publicar hace algunos años en una magnífica editorial de Córdoba a la que estaré eternamente agradecido.
Saludos cordiales y hasta otra.
Oído cocina :)
Saludos
Buenos días Vicente,
Acabo de leer este articulo y me ha gustado mucho.
Muy interesante.
Al respecto, te aconsejo la lectura del ensayo de Alian Badiou, Le siècle, Paris, Seuil, 2005.
Traducido al castellano :El Siglo
Igual ya lo conoces.
Un saludo y gracias por este blog.
Maxime Léveillé, profesor de castellano, Investigador en Literatura española. contemporánea
Gracias, Maxime, por sus palabras. He leído otros libros de Badiou pero no ése, lo buscaré. Por cierto, que si me facilita su correo electrónico puedo enviarle la versión un poco ampliada de este texto, que apareció publicada en una revista mexicana. Cordiales saludos
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