El pasado jueves se difundió en
Facebook uno de los vídeos más escalofriantes que jamás he visto. La grabación,
realizada por la estadounidense Diamond Reynolds, comienza justo después de que
su novio, Philando Castile, reciba cuatro disparos dentro del coche en el que
viajan ambos junto a su hija de cuatro años, sentada en el asiento trasero. Los
tres son afroamericanos. Minutos antes, un policía les conmina a detenerse por una
luz trasera rota; en la conversación posterior, se produce una confusión entre
el agente y Castile, que va en el asiento del copiloto; el chico va a sacar
algo del bolsillo, parece que la documentación, y el policía le descerraja
cuatro tiros a bocajarro. Ella saca el teléfono y comienza a grabar y emitir en
directo por Facebook, mientras él agoniza, y con bastante frialdad relata su
visión de los hechos. A los millones de personas que hemos visto el vídeo
completo nos deja helados ver al chico muriendo, pero creo que no podremos
olvidar jamás la calma con la que ella ofrece a la cámara su punto de vista,
documentando la muerte, convertida, súbitamente, en una especie de periodista
que ofrece su primera exclusiva. Al parecer, según un psicólogo de Harvard, esa
calma de Reynolds se debe a que el cerebro se disocia en situaciones tan
traumáticas, eliminando la emotividad en aras de la supervivencia. Gracias a
las cámaras de los móviles, ahora también tenemos un documento grabado que
testimonia en directo esa disociación. Las cámaras nos permiten asistir en vivo
a todas las formas del horror, tanto externo como íntimo. En este caso, al
tratarse de una cámara subjetiva, la grabación nos introduce de lleno en la
vorágine porque la voz de Reynolds nos apela directamente, nos habla a cada uno de nosotros. Al terminar el vídeo, que dura
más de diez minutos, oímos finalmente romperse a la mujer en un grito
desgarrador, consciente ya por completo de lo que acaba de pasar, y su hija,
para entonces huérfana de padre, le dice: “tranquila, mamá, estoy aquí
contigo”.
Las tecnologías audiovisuales
están cambiando una rutina algo ficticia que habíamos construido durante
siglos. Mientras que en la Edad Media y el Renacimiento la muerte era parte
consustancial de la experiencia humana, y la España del Barroco, según
recordaba George Steiner en su reciente Fragmentos,
se contaba entre las culturas “saturadas de muerte”, en el siglo XVIII comenzó
un rápido y profundo movimiento dirigido a ocultar la mortalidad. En su ensayo “El
narrador”, Walter Benjamin apuntó que “la sociedad burguesa, mediante
dispositivos higiénicos y sociales, privados y públicos, produjo un efecto
secundario, probablemente su verdadero objetivo subconsciente: facilitarle a la
gente la posibilidad de evitar la visión de los moribundos”. Algo similar
expuso Max Scheler en su libro Muerte y supervivencia (1933), un libro paradójicamente póstumo, y
en el mismo sentido se han expresado sesudos pensadores como el Steiner de las Gramáticas
de la creación, Pierre Bourdieu o Edgar Morin, siendo el fenómeno asimismo evocado
por Manuel Cruz -“Ni la muerte es ya lo que era (fundido en negro)”, El País, 29/09/2005-. Las causas de esta
progresiva ocultación podrían ser varias: la incompatibilidad del hecho
fatídico con la esperanza de progreso indefinido anclada en el inconsciente
ideológico occidental, la pujanza de las prácticas sanitarias y la “mala
prensa” que para la medicina suponen los tercos fallecimientos, la creciente
tendencia a la satisfacción perenne e instantánea, que alcanzaría su culmen en
las últimas décadas del XX y en la que seguimos instalados, y un largo
etcétera. El sabio Michel Foucault apuntaba: “todo el mundo sabe (…) que ha
desaparecido la gran ritualización pública de la muerte, o que en todo caso se
ha eclipsado progresivamente desde finales del s. XVIII. Hasta el punto de que
ahora la muerte –habiendo dejado de ser una de las clamorosas ceremonias en las
que participaban los individuos, la familia, el grupo y casi la sociedad
entera– ha pasado a ser algo que se oculta, se ha hecho la cosa más privada y
la más vergonzosa (hasta el punto de que el sexo es menos objeto hoy de tabú
que la muerte)”. Vergüenza o gusto por el progreso, ausencia ritual o rubor
médico, la cuestión es que la muerte fue ella misma extinguiéndose, haciendo
bueno el verso del inmenso poeta peruano César Vallejo: “pero el cadáver ¡ay!
siguió muriendo”. La muerte se confinó a los velatorios, se sacó de las casas a
los hospitales; se movió después, significativamente, a las afueras de las
ciudades, a grandes tanatorios situados todo lo lejos que la urbe pudiera
permitirse. Se limitó su aparición en los medios y en las ficciones
audiovisuales, siempre dulcificada y carente de largas agonías; la muerte era
aquello que debía suceder después de las caídas en los tiroteos, pero cuyo
dramatismo sanguinolento era cuidadosamente borrado, elidido por su crudeza y
por su incompatibilidad con cualquier final feliz. La muerte dejó de
considerarse “el carácter constante de la vida” (Schopenhauer), y se fue
diluyendo en una existencia que desaparecía sin dejar huella en la casa propia,
como si allí hubiera vivido un fantasma.
Y en cierta forma lo había, y esa
operación de borrado había convertido a buena parte del mundo en la Comala de
Juan Rulfo, pues se sabía que había muertos, pero nadie los había visto. Al
perderle el respeto a la muerte, como explicaba Carlos Barral en sus Observaciones a la mina de plomo, se le
acaba perdiendo el respeto a los muertos: “los supuestos avances de las
técnicas sanitarias (...) y sus prácticas ajenas a la reflexión filosófica (…) han
exagerado la alienación de la muerte propia y la indiferencia por la muerte de
otros”. Si yo no lo veo a él, él no puede verme a mí, dicen los niños que
juegan al escondite.
Sin embargo, todo esto ha
cambiado. Y lo ha hecho radicalmente. La culpa no la ha tenido, por una vez, la
televisión; tampoco la red, a la que culpamos de varios males que aquejan a la
sociedad, aunque no renunciamos a usarla. Diría que el agente de cambio han
sido las cámaras de vigilancia y, sobre todo, las cámaras de los teléfonos
móviles, que son cámaras de vigilancia portátiles, a través de las cuales
mantenemos un férreo control panóptico de nosotros mismos y de los demás. A
raíz de estas recientes muertes de afroamericanos por disparos de la policía,
ha comenzado a circular un meme: “la violencia no es nueva, lo que es nuevo son
las cámaras”, con el que se quiere denunciar que las víctimas siempre
estuvieron ahí, pero no había alguien con una cámara que pasara por las
inmediaciones del disparo mientras se detenía al sospechoso. El ciudadano,
gracias a su teléfono móvil, se convierte en el improvisado periodista que
graba la escena y la sube a las redes sociales, de donde la toman los medios
periodísticos, para redifundirla a su vez en sus perfiles virtuales y
retroalimentar el circuito icónico. De esta forma, los telediarios y periódicos
ya no están llenos de muertos, como antes, sino colmados de muerte, del hecho mismo del fallecimiento brutal y lleno de
sangre, que antes era sistemáticamente hurtado de las pantallas. Del recuento
de víctimas se pasa a la contemplación -a veces incluso en directo, como en
algunos actos terroristas recientes en Francia y Estados Unidos-, del modo en
que una persona se convierte en número, en que pasa de cuerpo a cadáver sin que
cruce por el antiguo estado de fantasma. Los móviles han traído la muerte de
regreso a nuestra vida, a nuestro presente inmediato, como forma de
documentación de los gestos del poder. La sociedad ha pasado de necrófuga a
necrófila, y todos llevamos en nuestros bolsillos una herramienta de grabación
que registra para siempre el rostro de la muerte, de la misma forma en que Egon
Schiele hiciese un retrato del Gustav Klimt recién fallecido. Pero estas
grabaciones, como la brutal realizada por Reynolds, son también una forma de
luchar contra el posible abuso, retratándolo en directo, obligando a la policía
desde ahora a pensar que sus actos pueden ser emitidos en directo, lo que les
llevará, suponemos y deseamos, a cumplir a rajatabla y a conciencia su función
de defensa de los derechos civiles.
6 comentarios:
Grandísimo post, felicidades. He disfrutado mucho con tus planteamientos. En este mundo de gran hermano que nos han traído los móviles, la violencia está aún más presente de lo que ya se hizo en el siglo pasado con el periodismo. Aunque como creo recordar que apuntaba Susan Sontag, nuestra capacidad de asumir las imágenes de la violencia tiene un límite y cuando son tantas nos anestesiamos, por pura reacción natural de supervivencia, nos saturamos, no podemos asimilarlas.
Eso nos deja a un paso de la banalización.
Sobre el tema de la muerte y sus representaciones te recomiendo el artículo de Nelly Schnaith: La muerte sin escena http://www.debatefeminista.pueg.unam.mx/wp-content/uploads/2016/03/articulos/021_01.pdf que aunque ya tiene unos años sigue siendo interesantísimo.
Saludos
Muchas gracias por el comentario y por la aportación. Es un tema que de cuando en cuando recobra vigencia.
Un cordial saludo
Interesante
Sí, magnífico artículo, esperanzador, además.
Vivimos el dilema del Double Bind, por un lado, la ansiedad tanatofóbica tan extendida en nuestras sociedades que data, como bien dices, del siglo XVIII y fue acrecentada en el siglo XX, y por otro lado, la recreación de la muerte gracias a instrumentos como las cámaras móviles de última generación que miles de millones de ciudadanos llevan en sus bolsillos para captar la realidad que se desvanece como la muerte.
En este mundo donde parece que sólo está vivo quien produce y consume, la muerte sólo interesa si produce dividendos, la economía se ha convertido en la teología del siglo XXI. La negación de la muerte persiste (aunque se filme con una cámara subjetiva) tanto es así que esta negación deviene en indiferencia y frialdad hacia la vida. El terrorismo, el genocidio y el suicidio al transmitirlos por las redes sociales son vistos como si fueran montajes audiovisuales truculentos en los que matar y morir estuvieran supeditados a la capacidad tecnológica para llevarlo a cabo, grabarlo y emitirlo en tiempo real.
Saludos
Gracias por las aportaciones, y un cordial saludo.
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